Read Svein, el del caballo blanco Online

Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (20 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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—No —contesté.

Un murmullo recorrió la multitud que estaba más cerca de mí, el murmullo se extendió, y a los pocos instantes todos los congregados allí se burlaban de mí. Me creían un cobarde, y ese pensamiento se vio reforzado cuando tiré la espada y el escudo y le pedí a Leofric que me ayudara a quitarme la cota. Odda
el Joven
, de pie junto a su campeón, se partía de risa.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó Leofric.

—Espero que hayas apostado dinero por mí —contesté.

—Por supuesto que no.

—¿Os negáis a pelear? —me preguntó Huppa.

—No —repuse, y cuando me quité la armadura, volví a coger
Hálito-de-Serpiente
, que sostenía Leofric. Sólo
Hálito-de-Serpiente
. Ni casco, ni escudo, sólo mi buena espada. Ya no llevaba sobrepeso. El terreno era fangoso, Steapa iba armado, pero yo era ligero, rápido y estaba listo.

—Estoy listo —le comuniqué a Huppa.

Se acercó al centro del prado, levantó un brazo, lo bajó, y la muchedumbre vitoreó.

Besé el martillo que llevaba del cuello, encomendé mi alma al gran dios Thor, y caminé hacia delante.

* * *

Steapa se acercó a mí con paso constante, el escudo arriba y la espada en la izquierda. No había ningún indicio de preocupación en sus ojos. Era un hombre a su tarea, y me pregunté cuántos habría matado antes. El debió de pensar que sería fácil matarme porque no llevaba protección, ni siquiera escudo. Así que nos acercamos el uno al otro hasta que, a doce pasos de él, empecé a correr. Corrí hacia él, amagué hacia la derecha, a por la espada, y di un requiebro brusco hacia la izquierda, aún corriendo, dejándolo atrás; sentí la enorme arma girar rápido tras de mí al darse él la vuelta, pero ahora estaba detrás de él, y él seguía girando; yo me puse de rodillas, me agaché, oí el susurro de la hoja pasar por encima de mi cabeza, me puse en pie de nuevo y lancé una estocada.

La espada perforó malla y extrajo sangre justo por detrás de su hombro derecho, pero era más rápido de lo que había esperado, se estaba ya recuperando del primer molinete, replegó la espada y consiguió liberarse de
Hálito-de-Serpiente
. Le había hecho un rasguño.

Retrocedí dos pasos. Volví por la izquierda, y él cargó hacia mí, con la esperanza de aplastarme con el peso de su escudo, pero yo corrí de nuevo hacia la derecha, paré su espada con
Hálito-de-Serpiente
y el entrechocar de las espadas fue como el clamor de las campanas del Juicio; cuando volví a tirar mi estocada, en esta ocasión hacia la cintura, se echó atrás con rapidez. Seguí apuntando hacia la derecha, con el brazo crispado por el choque de las espadas. Atacaba rápido, le hacía volverse, untaba un lance, dejaba que se abalanzara hacia delante e iba por la izquierda. El terreno estaba fangoso. Temía resbalar, pero la velocidad era mi arma. Tenía que conseguir que siguiera girando, atacando al aire, y aprovechar todas las oportunidades que tuviera de usar a
Hálito-de-Serpiente.
«Desángralo lo suficiente —pensé—, y se cansará», pero adivinó mis intenciones tácticas, y empezó a frustrarlas con cargas cortas, y cada carga iba acompañada del silbido de aquella enorme espada. Quería que la parara, y confiaba en romper mi espada cuando las hojas chocaran. Yo temía lo mismo. Estaba bien hecha, pero incluso la mejor espada puede romperse.

Me obligó a retroceder, intentó acorralarme contra los espectadores de la orilla para rebanarme a pedazos delante de ellos. Le dejé conducirme, después me aparté a la derecha, donde resbalé con el pie izquierdo y caí sobre esa misma rodilla, y la multitud, bien cerca de mí, emitió un grito ahogado y una de las mujeres uno real, porque la enorme espada de Steapa se dirigía hacia mi cuello como un hacha; sin embargo, yo no había resbalado, sólo lo había fingido, me puse en pie impulsándome con el pie derecho, salí de la trayectoria del golpe y di la vuelta por su flanco derecho, él asestó un golpe hacia fuera con el escudo y me dio en un hombro con el borde, y yo supe que eso me dolería, pero también que tenía una oportunidad, así que hice trabajar a
Hálito-de-Serpiente
y la punta volvió a perforar malla, para herirlo en las costillas por la espalda, él rugió al volverse, liberando la hoja de la cota, pero yo ya retrocedía.

Me detuve a diez pasos. El se detuvo también, y me observó. Para entonces su rostro ya mostraba algo de perplejidad. Adelantó el pie izquierdo, como Harald me había advertido que haría, esperaba que lo atacara y confiaba en que lo protegiera la placa de hierro oculta en la bota mientras él me machacaba, aporreaba y descuartizaba. Le sonreí, me pasé a la mano izquierda a
Hálito-de-Serpiente
y allí la dejé, cosa que volvió a desconcertarlo. Algunos hombres sabían luchar con ambas manos, ¿sería yo uno de ellos? Decidió esconder el pie.

—¿Por qué te llaman Steapa Snotor?—le pregunté—. ¿Quizá porque no eres listo? ¡Tienes menos seso que un huevo podrido!

Intentaba cabrearlo, y confiaba en que esa ira lo volviera descuidado, pero mi insulto le rebotó. En lugar de cargar contra mí lleno de furia, se acercó lentamente, observando la espada en la mano izquierda; los hombres de la colina le gritaron que me matase, y yo me lancé a correr hacia él de repente, me eché hacia la derecha, y él atacó un poco tarde al pensar que en el último momento cambiaría a la izquierda. Lancé una estocada hacia atrás y le di en el brazo de la espada; sentí la fricción de la hoja contra los anillos de la malla, pero no la rasgó. Al instante me había separado de él y volvía a sostenerla con la mano derecha, me di la vuelta, cargué contra él, y finté en el último momento, de modo que su prodigioso molinete falló por un metro.

Seguía perplejo. Era como hostigar a un toro, él era el toro y su problema era mantenerme en un lugar fijo donde pudiera usar toda la fuerza de su peso. Yo era el perro, y mi tarea consistía en atraerlo, picarle y morderle hasta que se debilitara. El pensaba que saldría con malla y escudo, y que nos aporrearíamos unos instantes hasta que perdiera la fuerza y entonces pudiera tumbarme a base de porrazos, y después descuartizarme con aquel espadón, pero hasta el momento su espada no me había tocado. Aunque tampoco yo lo había debilitado. Había sangrado por mis dos tajos, pero no eran más que rasguños. Así que ahora volvía a la carga, con la esperanza de volverme a acorralar junto al río. Una mujer gritó desde lo alto de la orilla, y yo supuse que intentaba animarlo, el griterío aumentó, y yo aceleré el retroceso, lo que provocó que Steapa se acercara pesadamente, pero me había vuelto a escabullir por la derecha y volvía a atacar, haciéndole girar una y otra vez hasta que, de repente, se detuvo, miró a mi espalda, bajó el escudo y dejó caer la espada; lo único que tenía que hacer era arremeter contra él. Estaba listo para rematarlo. Podía ensartarle a
Hálito-de-Serpiente
en el pecho o en la garganta, o hincársela en el vientre, pero no hice ninguna de aquellas cosas. Steapa no era ningún imbécil en la batalla, y supuse que me estaba engañando, así que no mordí el anzuelo. Si tiraba, pensé, me aplastaría entre su escudo y su espada. Quería que pensara que estaba indefenso, para que me acercara hasta ponerme a su alcance, pero lo que hice fue detenerme y abrir los brazos, invitándole a atacarme como él me invitaba a mí.

Pero no me hizo ni caso. Sólo miraba a mis espaldas. Y el grito de la mujer era ahora un chillido agudo; también había hombres gritando, Leofric aullaba mi nombre, y los espectadores ya no nos contemplaban, sino que corrían presos del pánico.

Así que le volví la espalda a Steapa y miré hacia la ciudad, que sobresalía en la colina rodeada por un meandro del río.

Y vi que Cippanhamm estaba en llamas. El humo oscurecía el cielo de invierno, y el horizonte estaba cubierto de hombres, hombres montados, hombres con espadas, hachas, escudos, lanzas y estandartes, y más jinetes que entraban por la puerta este haciendo temblar el puente.

Las oraciones de Alfredo no habían sido escuchadas, y los daneses habían vuelto a Wessex.

C
APÍTULO
VI

Steapa reaccionó antes que yo. Se quedó con la boca abierta al ver a los daneses cruzando el puente, y después se apresuró hacia donde estaba Odda
el Joven
, que gritaba pidiendo sus caballos. Los daneses se desplegaban desde el puente, galopaban por el prado con las espadas desnudas y las lanzas en ristre. El humo se colaba entre las nubes bajas desde la ciudad en llamas. Un caballo sin jinete, con los estribos al viento, galopaba por la hierba, entonces noté la mano de Leofric que me agarró por el codo y tiró de mí hacia el norte, junto al río. La mayor parte de la gente se había dirigido al sur y los daneses los habían seguido, así que el norte parecía ofrecer más seguridad. Iseult llevaba mi cota de malla y se la cambié por
Aguijón-de-Avispa
, y tras nosotros aumentó el griterío mientras los daneses desmembraban a la masa presa del pánico. La gente se desperdigó. Los jinetes que escapaban atronaban a nuestro alrededor, y nos lanzaban con los cascos trozos de tierra húmeda y hierba a cada paso. Vi a Odda
el Joven
dar media vuelta y huir con otros tres jinetes. Harald, el alguacil de la comarca, era uno de ellos, pero no vi a Steapa y por un momento temí que el gigante estuviera buscándome. Lo olvidé en el mismo instante en que un grupo de daneses apareció para perseguir a Odda.

—¿Dónde están nuestros caballos? —le grité a Leofric, que parecía desconcertado; entonces recordé que no habían llegado a Cippanhamm conmigo. Los animales estarían probablemente aún en el patio de la taberna Rey de Codornices, lo que significaba que estaban perdidos.

Junto al río había un sauce caído y un grupo de alisos pelados, y allí nos detuvimos a tomar aliento, ocultos por el enorme tronco del sauce. Me puse la cota, me ceñí las espadas, y le pedí a Leofric el casco y el escudo.

—¿Dónde está Haesten? —pregunté.

—Salió corriendo —repuso Leofric sin más. Como el resto de mis hombres. Se habían sumado a la turba y dirigido hacia el sur. Leofric señaló hacia el norte—. Problemas —prosiguió en el mismo tono lacónico. Había una veintena de daneses bajando por nuestra orilla del río, y bloqueando nuestra huida, pero aún estaban lejos; los hombres que habían ido tras Odda habían desaparecido ya, de modo que Leofric nos guió por el prado hasta una maraña de espinas, alisos, ortigas y enredadera. En el centro había una antigua cabaña de adobe y cañas, quizás un refugio de pastor, y aunque la cabaña estaba medio derruida ofrecía mejor protección que el sauce, así que los tres nos zambullimos entre las ortigas y nos agachamos bajo la madera podrida.

Sonaba una campana en la ciudad, como si tocara a muerto. Se detuvo abruptamente, volvió a empezar, y después terminó por fin. Se oyó un cuerno. Una docena de jinetes se acercó a nuestro escondite: todos llevaban capas negras y escudos pintados de negro, las marcas de los guerreros de Guthrum.

Guthrum. Guthrum
el Desafortunado.
Se llamaba a sí mismo rey de la Anglia Oriental, pero quería ser rey de Wessex, aquél era el tercer intento de tomar el país y esta vez, pensé, su suerte había cambiado. Mientras Alfredo había estado celebrando la duodécima noche de Yule, mientras el
witan
se reunía para discutir el mantenimiento de los puentes y el castigo de ciertos malhechores, Guthrum había marchado sobre el país. El ejército de los daneses estaba en Wessex, Cippanhamm había caído, y los grandes hombres del reino de Alfredo habían sido sorprendidos, desperdigados o asesinados. El cuerno sonó de nuevo y la docena de jinetes con capas negras se dio la vuelta y se encaminó hacia la zona de donde procedía la llamada.

—Tendríamos que haber sabido que los daneses se estaban preparando para atacar —exclamé indignado.

—Siempre has dicho que lo harían —respondió Leofric.

—¿Pero es que no tenía Alfredo espías en Gleawecestre?

—Lo que tenía eran curas rezando aquí —repuso Leofric con amargura—, sin duda confiado en la tregua de Guthrum.

Me toqué el amuleto del martillo. Se lo había arrebatado a un chico en Eoferwic. Por entonces también yo era un niño, recién capturado por los daneses, mi contrincante se me había tirado encima a patadas y puñetazos, y yo lo tumbé junto a la orilla del río y le quité el amuleto. Aún lo conservo. Lo toco a menudo, para recordarle a Thor que aún sigo vivo, pero aquel día lo toqué pensando en Ragnar. Los rehenes estarían muertos, ¿sería ése el motivo por el que Wulfhere había partido al alba? ¿Pero cómo podía saber que venían los daneses? Si Wulfhere lo hubiese sabido, Alfredo lo habría sabido también, y las fuerzas sajonas habrían estado preparadas. Nada de aquello tenía sentido, salvo que Guthrum había atacado de nuevo durante una tregua; la última vez que lo había hecho demostró que estaba dispuesto a sacrificar a los rehenes retenidos. Parecía seguro que pudiera repetirlo, así que Ragnar estaría muerto y mi mundo se habría vuelto más pequeño.

Y muchos otros habían muerto. Había cadáveres en el prado entre nuestro escondite y el río, y la matanza proseguía. Algunos sajones habían regresado a la ciudad y, al descubrir que el puente estaba guardado, intentaron escapar al norte: los vimos caer bajo los jinetes daneses. Tres hombres intentaron resistirse, cubriéndose con las espadas, pero un danés lanzó un grito de júbilo y cargó contra ellos a caballo. La lanza atravesó el pecho de uno de los hombres, aplastándoselo, los otros dos cayeron al suelo por el impacto del caballo e, inmediatamente, más daneses se les echaron encima, con espadas y hachas sobre sus cabezas. Una chica gritó y corrió aterrorizada en círculos hasta que un danés, con una larga melena al viento, se inclinó desde la silla y le subió el vestido por la cabeza, de modo que quedó cegada y medio desnuda. Avanzó a trompicones por la hierba húmeda y media docena de daneses se partieron de risa con ella, entonces uno de ellos le dio un azote en las caderas con la espada y otro la arrastró hacia el sur. El vestido ahogaba sus gritos. Iseult estaba temblando, y yo la rodeé con uno de mis brazos cubiertos en malla.

Podría haberme unido a los daneses en el prado. Hablaba su idioma y, con el pelo largo y los brazaletes, habría parecido un danés. Pero Haesten estaba en algún lugar de Cippanhamm y podía traicionarme. Guthrum no sentía gran aprecio por mí, y, aunque yo sobreviviera, Leofric e Iseult lo tendrían difícil. Aquellos daneses estaban desenfrenados, eufóricos por la fácil derrota, y si una docena decidía que quería a Iseult, se la llevarían, tanto si pensaban que era danés como si no. Cazaban en grupos, así que era mejor permanecer ocultos hasta que el frenesí pasara. Al otro lado del río, en la cima de la colina baja sobre la que estaba construida Cippanhamm, vi la iglesia más grande de la ciudad en llamas. El techo de paja volaba por los aires en grandes pavesas llameantes y penachos de humo lleno de chispas.

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