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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (26 page)

BOOK: Svein, el del caballo blanco
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—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.

—Porque mi gemelo murió cuando nací yo —me dijo—, y yo poseo su poder. Pero si lo uso, él se alzará desde el mundo oscuro y recuperará el poder.

La oscuridad cayó y el niño siguió tosiendo, aunque a mí me sonaba más débil, como si no le quedara suficiente vida en su pequeño cuerpo. Alewold rezaba en voz baja. Iseult se agachó en el suelo de nuestra cabaña, observando la lluvia, y cuando Alfredo se acercó, le indicó que se marchara con un gesto de la mano.

—Se está muriendo —dijo el rey impotente.

—Aún no —respondió Iseult—, aún no.

A Eduardo le costaba respirar. Todos lo oíamos, y todos pensábamos que cada estertor sería el último, pero Iseult siguió sin moverse; finalmente se abrió un claro entre las nubes, un débil rayo de luna rozó el pantano, e Iseult me dijo que fuera a por el chico.

Ælswith no quería que Eduardo se marchara. Quería que lo curaran, pero cuando le expliqué que Iseult insistía en obrar sus encantamientos a solas, Ælswith empezó a aullar diciendo que no quería que su hijo muriera separado de su madre. El llanto perturbó a Eduardo, que empezó a toser otra vez. Eanflaed le acarició la frente.

—¿Puede hacerlo? —me preguntó.

—Sí —respondí, pero no sabía si le estaba diciendo la verdad.

Eanflaed cogió a Ælswith por los hombros.

—Dejadlo ir, mi señora —le dijo—. Dejadlo ir.

—¡Va a morir!

—Dejadlo ir —repitió Eanflaed, y Ælswith se desmoronó en los brazos de la puta y yo recogí al hijo de Alfredo, que parecía tan liviano como la pluma que no lo había curado. Estaba ardiendo, y al mismo tiempo temblando; lo envolví en un hábito de lana y se lo llevé a Iseult.

—No puedes quedarte —me dijo—. Déjalo conmigo.

Esperé con Leofric en la oscuridad. Iseult insistió en que no debíamos mirar por la puerta de la cabaña, pero yo dejé caer el casco fuera de la puerta y, agachándome bajo el alero, pude ver en el metal el reflejo de lo que ocurría dentro. La llovizna paró y la luna brilló con más fuerza.

El chico tosía. Iseult lo desnudó y le extendió el emplasto por el pecho, después empezó a cantar en su propia lengua, un canto interminable, rítmico y triste, y tan monótono que casi me hizo dormir. Eduardo lloró una vez, el llanto se tornó en tos y su madre gritó desde su cabaña que lo quería con ella; Alfredo la calmó y después se unió a mí. Yo le pedí con un gesto de la mano que se agachara para no proyectar sombra sobre la luz de la luna frente a la puerta de Iseult.

Miré en el casco y vi, en la pequeña hoguera reflejada, que Iseult, también ella desnuda, estaba metiendo al chico dentro de uno de los hoyos y después, aún cantando, lo hacía pasar por el túnel de tierra. Su canto se detuvo, y entonces empezó a jadear, después gritó, y después volvió a jadear. Gemía, Alfredo se persignó, después se hizo el silencio; no podía ver claramente lo que pasaba, pero de repente Iseult lloró en voz alta, un llanto de alivio, como si hubiese terminado un gran dolor, y la vi sacar al niño desnudo por el segundo hoyo. Lo tendió en la cama, el niño estaba en silencio, y la vi meter los espinos en el pasadizo de tierra. Después se tumbó junto al niño y se tapó con mi enorme capa.

Se hizo el silencio. Yo esperé y esperé, y el silencio siguió. Y el silencio se prolongó hasta que comprendí que Iseult estaba dormida, y que el niño estaba dormido también, o muerto, así que recogí el casco y me dirigí a la cabaña de Leofric.

—¿Puedo ir a recogerlo? —preguntó Alfredo nervioso.

—No.

—Su madre… —empezó a decir.

—Hay que esperar a mañana, señor.

—¿Qué puedo decirle?

—Que su hijo ya no tose, señor.

Ælswith empezó a gritar que Eduardo estaba muerto, pero Eanflaed y Alfredo la calmaron; todos esperamos, el silencio era absoluto, y al final me dormí.

Me desperté al alba. Llovía como si fuera el fin del mundo; el mar del Saefern nos enviaba una cortina de lluvia gris torrencial, una lluvia que tamborileaba en el suelo y empapaba los tejados de juncos, provocando arroyos aquí y allá en la pequeña isla en la que se apiñaban las cabañas. Me acerqué a la puerta del refugio de Leofric y vi a Ælswith en su puerta. Parecía desesperada, como una madre a punto de saber que su hijo ha muerto, y de la cabaña de Iseult sólo salía silencio. Ælswith empezó a llorar, las lágrimas terribles de una madre desconsolada, y entonces oímos un extraño sonido. Al principio no lo oí bien, pues la lluvia caía con fuerza, pero después caí en la cuenta de que el sonido era una risa: la risa de un niño; un instante después, Eduardo, aún desnudo como un huevo, todo cubierto de barro tras su renacimiento por el pasaje de tierra, salió corriendo de la cabaña de Iseult y se lanzó a los brazos de su madre.

—Dios mío —exclamó Leofric.

Iseult, cuando la encontré, lloraba, y no había modo de consolarla.

—Te necesito —le dije con dureza. Levantó la mirada.

—¿Me necesitas?

—Para construir un puente.

Frunció el ceño.

—¿Crees que se puede construir un puente con hechizos?

—Mi magia, esta vez —le contesté—. Te quiero en buena forma. Necesito una reina.

Ella asintió. Eduardo, desde aquel día en adelante, creció sano como un roble.

* * *

Los primeros hombres llegaron, convocados por los curas que había enviado a tierra firme. Llegaron de uno en uno y de dos en dos, luchando contra el frío invierno y el pantano, con historias de asaltos daneses, y cuando el sol brilló dos días seguidos, de seis en seis o de siete en siete, de modo que la isla empezó a llenarse de gente. Los envié a patrullar, pero les ordené que no se acercaran demasiado al oeste, pues no quería provocar a Svein, cuyos hombres habían acampado junto al mar. Aún no nos había atacado, una estupidez por su parte, pues habría podido meter sus barcos por los ríos y acceder al pantano, pero sabía que nos atacaría cuando estuviera listo, así que había que preparar nuestras defensas. Y para eso, necesitaba hacerme con Æthelingaeg.

Alfredo se recuperaba. Seguía enfermo, pero había visto el favor de Dios en la recuperación de su hijo, y jamás le pasó por la cabeza que había sido la magia pagana lo que lo había salvado. Incluso Ælswith se mostraba generosa, y cuando le pedí que me prestara la capa de zorro argentado y las joyas que poseyera, me las entregó sin mayores problemas. La capa estaba sucia, pero Eanflaed la cepilló y adecentó.

Habría unos veinte hombres en la isla, probablemente suficientes para capturar Æthelingaeg y arrebatárselo a su huraño jefe, pero Alfredo no quería enfrentarse a los hombres del pantano. Eran sus súbditos, dijo, y si los daneses atacaban podrían luchar por nosotros, lo que significaba que la isla grande y su poblado tenían que ganarse de otra forma, así que, una semana después del renacimiento de Eduardo, me llevé a Leofric e Iseult al sur, al asentamiento de Haswold. Iseult iba vestida con la capa argentada, lucía una cadena de plata en el pelo y un enorme broche con un granate en el cuello. Le había cepillado el pelo hasta que quedó reluciente, y en la tristeza del invierno parecía una princesa del cielo.

Leofric y yo, vestidos con malla y cascos, no hicimos nada salvo pasearnos por Æthelingaeg, pero al cabo de un rato llegó un hombre de Haswold y nos dijo que el jefe quería hablar con nosotros. Creo que Haswold esperaba que fuéramos a su apestosa cabaña, pero yo exigí que viniera él a vernos. Habría podido llevarse lo que hubiese querido, por supuesto, pues no éramos más que tres y él tenía a sus hombres, incluido Eofer el arquero, pero Haswold había comprendido por fin que en el mundo al otro lado del pantano sucedían cosas funestas, y que aquellos acontecimientos podían incluso penetrar en su refugio acuático, así que decidió hablar. Vino a la puerta norte del poblado, que no era más que una valla para ovejas apoyada contra trampas para peces en descomposición y allí, como esperaba, miró a Iseult como si jamás hubiese visto antes una mujer. Sus ojillos astutos pasaban nerviosos de mí a ella, de ella a mí.

—¿Quién es? —preguntó.

—Una compañera —dije como quien no quiere la cosa. Me di la vuelta para mirar la colina empinada al otro lado del río donde quería construir la fortaleza.

—¿Es tu esposa? —preguntó Haswold.

—Una compañera —repetí—. Tengo una docena como ella —añadí.

—Te pago por ella —dijo Haswold. Llevaba detrás una veintena de hombres, pero sólo Eofer iba armado con algo más peligroso que un arpón para anguilas.

Le di la vuelta a Iseult para que se vieran cara a cara; después me puse tras ella y le desabroché el enorme granate. Se estremeció ligeramente, y le susurré que estaba a salvo; cuando el broche salió de la pesada capa, se la quité. Le mostré su desnudez a Haswold, que babeó sobre las escamas de su barba y empezó a mover los sucios dedos por las asquerosas pieles de nutria; después cerré la capa y dejé que Iseult se pusiera otra vez el broche.

—¿Cuánto me pagarías?

—Me la puedo llevar y ya está —dijo Haswold, señalando a sus hombres con la cabeza.

Le sonreí.

—Puedes —le dije—, pero muchos de vosotros moriréis antes que nosotros, y nuestros fantasmas regresarán para matar a vuestras mujeres y hacer gritar a vuestros hijos. ¿Es que no has oído que tenemos una bruja con nosotros? ¿Crees que las armas pueden contra la magia?

Nadie se movió.

—Tengo plata —dijo Haswold.

—No quiero plata —le contesté—. Lo que quiero es un puente y un fuerte. —Y me di la vuelta para señalar la colina al otro lado del río—. ¿Cómo se llama esa colina?

Se encogió de hombros.

—La colina —contestó—, sólo la colina.

—Tiene que convertirse en un fuerte —le dije—, y debe tener paredes de troncos, una puerta de troncos y una torre para que los vigías puedan ver una buena parte del río. Y además quiero un puente que llegue hasta el fuerte, un puente lo suficientemente fuerte para detener barcos.

—¿Quieres detener barcos? —preguntó Haswold. Se rascó la entrepierna y sacudió la cabeza—. No puedo construir un puente.

—¿Por qué no?

—Es demasiado profundo. —Eso era probablemente cierto.

Entonces la marea estaba baja y el Pedredan discurría con lentitud entre orillas de fango altas y pronunciadas—. Pero puedo bloquear el río —siguió diciendo Haswold, con los ojos aún clavados en Iseult.

—Bloquea el río —le dije—, y construye un fuerte.

—Dámela —me prometió Haswold—, y tendrás ambas cosas.

—Haz lo que te pido —le dije—, y podrás tenerla a ella, a sus hermanas y a sus primas. A las doce.

Haswold habría drenado el pantano entero y construido una nueva Jerusalén por la oportunidad de cepillarse a Iseult, pero no había pensado más allá de la punta de su capullo. Eso a mí me bastaba, y jamás vi un trabajo hecho con tanta rapidez. Lo terminaron en cuestión de días. Primero bloqueó el río, y lo hizo de manera muy astuta, mediante una barrera flotante de troncos y árboles caídos, que se completaba con ramas bien enredadas, todo bien atado con sogas de piel de cabra. La tripulación de un barco podría desmontar la barrera, pero no si los hostigábamos con lanzas y flechas desde el fuerte de la colina, que gozaba de una empalizada de madera, una zanja inundada, y una liviana torre de troncos de aliso unidos con cuerdas de piel. Era todo muy basto, pero la empalizada era suficientemente sólida, y empecé a temer que terminaran la pequeña fortaleza antes de que llegaran suficientes sajones para guardarla. Afortunadamente, los tres curas estaban haciendo su trabajo, los soldados siguieron llegando, metí a una veintena de ellos en Æthelingaeg y les dije que colaboraran para terminar el fuerte.

Cuando estuvo hecho, o casi terminado, llevé otra vez a Iseult a Æthelingaeg y la vestí como anteriormente, sólo que en esta ocasión llevaba una túnica de piel de ciervo bajo la preciosa capa de piel. La situé en el centro del poblado y le dije a Haswold que se la podía llevar. Me miró con cautela, después la observó.

—¿Es mía? —preguntó.

—Toda tuya. —Y me aparté de ella.

—¿Y sus hermanas? —preguntó codicioso—. ¿Sus primas?

—Te las traigo mañana.

Le hizo una señal a Iseult para que se acercara a su cabaña.

—Ven —le dijo.

—En su país —le informé—, es costumbre que el hombre guíe a la mujer a su cama.

El se quedó mirando el precioso rostro de ojos oscuros de Iseult, por encima de la generosa capa argentada. Yo me aparté aún más, abandonándola, y él salió disparado hacia delante, alargó los brazos, y ella sacó las manos de debajo de la espesa piel y le clavó en el vientre a
Aguijón-de-Avispa
. Iseult emitió un grito de horror y sorpresa al hacer fuerza hacia arriba con la hoja; la vi vacilar, conmocionada por el esfuerzo que requería abrir a un hombre en dos y por la toma de conciencia de lo que acababa de hacer. Entonces apretó los dientes y rasgó con fuerza, abriéndolo como a una carpa, y Haswold dejó escapar un extraño maullido al apartarse a trompicones de sus ojos vengativos. Sus tripas se desparramaron por el barro, y yo ya estaba a su lado, con
Hálito-de-Serpiente
desenvainada. Iseult jadeaba, temblando. Había querido hacerlo, pero dudaba de que quisiera repetirlo.

—Se os pidió —les rugí a los aldeanos— que lucharais por vuestro rey. —Haswold estaba en el suelo, retorciéndose, la sangre empapaba sus pieles de nutria. Emitió otro maullido y una de sus asquerosas manos hurgó entre sus propias tripas—. ¡Por vuestro rey! —repetí—. ¡Cuando se os dice que luchéis por vuestro rey, no se trata de una petición, sino de una obligación! ¡Todos los hombres que hay aquí son soldados, y vuestro enemigo son los daneses! ¡Si no lucháis contra ellos, lucharéis contra mí!

Iseult seguía en pie junto a Haswold, que se contorsionaba como un pez moribundo. La aparté y le clavé al viejo a
Hálito-de-Serpiente
en la garganta.

—Coge la cabeza —me dijo.

—¿Su cabeza?

—Magia poderosa.

Montamos la cabeza de Haswold en la empalizada, de modo que miraba hacia los daneses; con el tiempo, ocho cabezas más aparecieron allí. Eran las cabezas de los principales seguidores de Haswold, que fueron ajusticiados por los aldeanos, quienes se alegraron de librarse de ellos. La de Eofer, el arquero, no se contaba entre ellas. Era un simple, incapaz de decir nada que tuviera sentido, aunque gruñía y, de vez en cuando, emitía aullidos. Podía guiarlo un niño, pero cuando le pedí que usara el arco resultó que tenía una fuerza terrible y que era asombrosamente certero. Era el cazador de Æthelingaeg, capaz de tumbar a un jabalí adulto a cien pasos, y eso era precisamente lo que significaba su nombre: jabalí.

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