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Authors: Eiji Yoshikawa

Taiko (42 page)

BOOK: Taiko
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—Esto va demasiado lejos... —dijo Hayashi, vertiendo abundantes lágrimas. Lloraba porque creía que el clan había llegado a sus últimos días y, al mismo tiempo, lamentaba ser considerado como un viejo inútil—. Si estáis tan decidido, no voy a decir nada más sobre vuestra intención de luchar.

—¡No lo hagas!

—Parecéis inflexible en vuestro deseo de abandonar el castillo y luchar, mi señor.

—Así es.

—Nuestras fuerzas son pequeñas, menos de la décima parte de las enemigas. Salir al campo y luchar nos daría menos de una posibilidad entre un millar. En cambio, si nos encerrásemos entre los muros del castillo, quizá podríamos idear algún plan.

—¿Un plan?

—Si pudiéramos cortar el paso a los Imagawa, bloqueándolos aunque sólo fuese dos semanas o un mes, podríamos enviar mensajeros a Mino o Kai y pedir refuerzos. En cuanto a otras estrategias, no son pocos los hombres de recursos a vuestro lado que saben cómo hostigar al enemigo.

Nobunaga se echó a reír lo bastante fuerte para que su risa resonara en el techo.

—Hayashi, ésas son estrategias para tiempos ordinarios, ¿y crees que estamos en tiempos ordinarios para el clan Oda?

—Eso difícilmente requiere una respuesta.

—Aunque pudiéramos alargar nuestras vidas cinco o diez días, un castillo indefendible es indefendible. Pero ¿quién dijo «La dirección de nuestro destino siempre es desconocida»? Cuando pienso en ello, me parece que ahora estamos en el mismo fondo de la adversidad, y la adversidad es interesante. Nuestro enemigo es enorme, desde luego. No obstante, puede que ésta sea la ocasión en toda una vida que me concede el destino. Si nos encerrarnos en vano en nuestro pequeño castillo, ¿deberemos rogar por una larga vida sin honor? Los hombres nacemos para morir. Dedicadme vuestras vidas esta vez. Juntos cabalgaremos bajo un brillante cielo azul y encontraremos nuestra muerte como verdaderos guerreros.

Entonces Nobunaga cambió rápidamente el tono de su voz.

—Bien, parece ser que nadie ha dormido lo suficiente. —Una sonrisa forzada apareció en sus labios—. Hayashi, duerme tú también. Todo el mundo debe dormir un poco. Estoy seguro de que no hay entre nosotros nadie tan cobarde que sea incapaz de conciliar el sueño.

Tras decir esto, no dormir habría parecido indecoroso. Pero lo cierto que ni uno solo de los servidores había dormido adecuadamente en las dos últimas noches. Nobunaga era la única excepción. Dormía por la noche e incluso sesteaba a lo largo del día, no en su dormitorio sino en cualquier parte.

Farfullando casi con resignación, Hayashi hizo reverencias a su señor y sus colegas y se retiró.

Como dientes arrancados, cada hombre se levantó y desfilaron uno tras otro. Finalmente, sólo Nobunaga permaneció en la gran cámara de audiencias, e incluso parecía bastante libre de cuidados. Cuando se volvió, vio a sus espaldas dos pajes dormidos que se apoyaban mutuamente. Uno de ellos, Tohachiro, sólo tenía trece años y era el hermano menor de Maeda Inuchiyo. Nobunaga le llamó.

—¡Tohachiro!

—¿Mi señor?

El muchacho se enderezó, limpiándose las babas de la boca con el dorso de la mano.

—Duermes bien.

—Perdonadme, por favor.

—No, no, si no te estoy riñendo. Por el contrario, esto es una alabanza. También yo voy a dormir un poco. Dame algo que pueda usar como almohada.

—¿Vais a dormir tal como estáis?

—Sí. Estos días amanece temprano, por lo que es una buena estación para las siestas. Dame esa caja, me servirá.

Nobunaga se acurrucó mientras hablaba, apoyando la cabeza en el codo hasta que Tohachiro le trajo la caja. Tenía la sensación de que su cuerpo era un barco flotante. La tapa de la caja estaba decorada con un dibujo lacado en oro de pinos, bambúes y ciruelos, todos ellos símbolo de buena suerte. Nobunaga se la puso bajo la cabeza.

—Esta almohada hará que tenga buenos sueños —comentó.

Entonces rió para sus adentros, cerró los ojos y, mientras el paje se dedicaba a apagar las numerosas lámparas una tras otra, la leve sonrisa de sus labios se desvaneció como nieve fundida y se sumió en un profundo sueño, su rostro en paz entre sus ronquidos.

Tohachiro salió sigilosamente para informar a los samurais en la sala de guardia. Los guardianes se sentían melancólicos, creyendo que había llegado el final, que no existía para ellos otra alternativa que la muerte. Los hombres en el interior del castillo miraban directamente a la muerte, cuando ya la medianoche había quedado atrás.

—No me importa morir. La cuestión es saber cómo vamos a morir.

Ésta era la base de su inquietud, y ninguno de ellos la había superado todavía. Por ello algunos de los hombres aún no había hecho acopio de su valor.

—No debería enfriarse —dijo Sai, la camarera de Nobunaga, y le arropó con un cobertor.

Nobunaga durmió un par de horas. El aceite de las lámparas casi se había consumido y los pabilos moribundos chisporroteaban. De repente Nobunaga alzó la cabeza y gritó:

—¡Sai! ¡Sai! ¿Hay alguien ahí?

El señor de dientes ennegrecidos

La puerta corredera de cedro se abrió sin hacer ruido. Sai hizo una reverencia a Nobunaga y cerró con suavidad la puerta tras ella.

—¿Estáis despierto, mi señor?

—¿Qué hora es?

—La hora del buey.

—Muy bien.

—¿Cuáles son vuestras órdenes?

—Tráeme mi armadura y haz que ensillen mi caballo. Ah, y dame algo para desayunar.

Sai era una mujer eficiente y Nobunaga siempre la llamaba para que se hiciera cargo de sus necesidades personales. Ella aceptaba lo que se avecinaba sin hacer aspavientos. Después de despertar al paje que estaba durmiendo en la habitación contigua, dijo a los samurais de guardia que fuesen en busca del caballo de Nobunaga y luego llevó el desayuno a su señor.

Nobunaga cogió los palillos.

—Cuando amanezca será el día decimonoveno del quinto mes.

—Sí, mi señor.

—Éste debe de ser el desayuno más temprano en todo el país. Está delicioso. Tomaré otro cuenco. ¿Qué más hay?

—Algas secas y castañas.

—Bueno, me has dado de comer opíparamente. —Nobunaga terminó alegremente las gachas y se comió dos o tres castañas—. Ha sido un banquete. Dame mi tamboril, Sai. —Nobunaga atesoraba el tamboril, al que llamaba Narumigata. Se lo puso sobre el hombro y tocó dos o tres redobles—. ¡Qué bien suena! Quizá se debe a que es tan pronto, pero el sonido es mucho más claro que de costumbre. Sai, toca un fragmento de
Atsumori
para que lo baile.

Sai cogió obedientemente el tambor que le tendía Nobunaga y empezó a tocarlo. El sonido del tambor bajo sus ágiles dedos vibraba nítidamente a través de las habitaciones del castillo, casi como si estuviera cantando: ¡Despertad! ¡Despertad!

Pensar que un hombre

no tiene más que cincuenta años para vivir bajo el cielo...

Nobunaga se levantó y empezó a dar gráciles pasos, suaves como el agua, al tiempo que cantaba con el ritmo del tamboril.

Sin duda este mundo no es más

que un sueño vano.

Viviendo una sola vida,

¿existe algo que no decaiga?

Su voz era más fuerte y resonante que de costumbre, y cantaba como si hubiera llegado al final de su vida.

Un samurai se apresuraba por el corredor. Su armadura produjo un fuerte ruido al chocar con el suelo cuando se arrodilló.

—Vuestro caballo está preparado. Aguardamos vuestras órdenes, mi señor.

Las manos y pies de Nobunaga se detuvieron en medio de la danza, y se volvió hacia el recién llegado.

—¿No eres Iwamuro Nagato?

—Sí, mi señor.

Iwamuro Nagato vestía armadura completa y llevaba su espada larga. No obstante, Nobunaga aún no se había vestido la armadura y bailaba al ritmo del tamboril que tocaba su camarera. Nagato pareció consternado y miró a su alrededor con expresión dubitativa. El mensajero que le había llevado la orden de preparar el caballo del señor para la batalla era su paje. Todo el mundo estaba exhausto debido a la falta de sueño y el paje tenía los nervios de punta. ¿Sería aquello alguna clase de error? Nagato se había vestido a toda prisa, pero se quedó perplejo ante la ociosa figura de Nobunaga. Normalmente, cuando éste ordenaba que le preparasen su caballo, salía corriendo antes de que sus servidores tuvieran tiempo de prepararse, por lo que Nagato pensó que aquella escena era sumamente extraña.

—Entra —le dijo Nobunaga, con las manos todavía en la postura correcta de la danza—. Eres un hombre afortunado, Nagato. Eres el único que puede contemplar mi danza de despedida de esta vida. Eso debe de ser todo un espectáculo.

Cuando Nagato comprendió lo que su señor estaba haciendo, se sintió avergonzado de sus propias dudas y se colocó en un extremo de la estancia.

—Que sea el único entre tantos servidores de mi señor testigo de la danza más importante de su vida es una dicha muy por encima de mi baja posición. No obstante, quisiera pediros permiso para cantar mi propia despedida de este mundo.

—¿Sabes cantar? Estupendo. Sai, volvamos al principio.

La camarera guardaba silencio e inclinó un poco la cabeza junto con el tamboril. Nagato se había dado cuenta de que cuando Nobunaga decía danza se refería al Atsumori.

Pensar que un hombre

no tiene más que cincuenta años para vivir bajo el cielo.

Sin duda este mundo

no es más que un sueño vano.

Viviendo una sola vida,

¿existe algo que no decaiga?

Mientras Nagato cantaba, sus muchos años de servicio, que se remontaban a la infancia de Nobunaga, se desplegaban en su mente. Las mentes del cantor y el bailarín se convirtieron en una sola. Las lágrimas en el blanco rostro de Sai brillaban a la luz de la lámpara mientras tocaba el tamboril. Aquella mañana tocaba con más habilidad e intensidad de lo habitual.

Nobunaga arrojó su abanico al suelo y exclamó:

—¡Es la muerte!

Mientras se vestía su armadura, dijo a la camarera:

—Sai, si te enteras de que he sido muerto, prende fuego al castillo de inmediato. Quémalo hasta que quede totalmente irreconocible.

La mujer dejó el tamboril en el suelo y, juntando las palmas en el suelo, replicó sin alzar la cabeza:

—Sí, mi señor.

—¡Toca la caracola, Nagato!

Nobunaga se volvió hacia la ciudadela interior, donde vivían sus encantadoras hijas, y luego a las tablillas mortuorias de sus antepasados.

—Adiós —dijo con intensa emoción.

Entonces se ató los cordones de su casco y se apresuró a salir.

La caracola que convocaba a las tropas para el combate sonó en la quietud de la oscuridad que precede al alba. Las minúsculas estrellas brillaban a través de las brechas en las nubes.

—¡El señor Nobunaga va a la guerra!

La noticia fue difundida por un asistente, sorprendiendo a los samurais que tropezaron con él en su precipitación.

Los hombres que trabajaban en las cocinas y los guerreros que eran demasiado viejos para luchar y se quedarían defendiendo el castillo corrieron al portal para despedir a sus camaradas. Contarlos habría sido un buen cálculo de los hombres que quedaban en el castillo de Kiyosu: menos de cuarenta o cincuenta. Tan faltos de hombres estaban, tanto en el castillo como al lado de Nobunaga.

El caballo que Nobunaga montaba aquel día se llamaba Tsukinowa. En el portal se oía el rumor de las hojas tiernas agitadas por el viento, y las luces de los faroles oscilaban. Nobunaga montó de un salto en la silla taraceada con madreperla y galopó hacia el portal principal. Las borlas de su armadura y su espada larga producían un sonido discordante al cabalgar.

Los que se quedaban en el castillo, olvidaron los buenos modales y prorrumpieron en gritos mientras se postraban. Nobunaga dirigió unas palabras de despedida a los ancianos que le habían servido durante tantos años. Se apenaba por aquellos guerreros y por sus hijas, los cuales perdían al mismo tiempo un castillo y un señor. Sin que se diera cuenta, las lágrimas humedecieron los ojos de Nobunaga.

En el tiempo que tardó Nobunaga en cerrar sus ardientes párpados, Tsukinowa ya había galopado como una ráfaga de viento fuera del castillo, bajo la luz difusa del amanecer.

—¡Mi señor!

—¡Mi señor!

—¡Esperad!

Señor y ayudantes no eran más de seis hombres montados. Y, como de costumbre, sus servidores se esforzaron por evitar quedarse rezagados. Nobunaga no miró atrás. El enemigo estaba en el este, y sus aliados se hallaban también en las líneas del frente. Cuando llegaron al lugar donde morirían, el sol ya estaría alto en el cielo. A medida que galopaba, Nobunaga se decía que, desde la perspectiva de la eternidad, haber nacido en aquella provincia y retornar a su suelo no significaba nada.

—¡Adelante!

—¡Mi señor! —gritó alguien de súbito desde un cruce de la ciudad.

—¿Yoshinari? —replicó él.

—Sí, mi señor.

—¿Y Katsuie?

—¡Aquí, mi señor!

—¡Habéis sido rápidos! —les alabó Nobunaga, e irguiéndose en los estribos, preguntó—: ¿Cuántos sois?

—Ciento veinte hombres montados a las órdenes de Mori Yoshinari y ochenta bajo Shibata Katsuie, unos doscientos en total. Nos hemos rezagado para acompañaros.

Entre los arqueros a las órdenes de Yoshinari estaba Mataemon, y Tokichiro también se hallaba entre la tropa, al frente de treinta soldados de infantería.

Nobunaga le vio en seguida y se dijo que el Mono también estaba allí. Desde lo alto del caballo examinó a los doscientos soldados excitados, y al pensar que tenía seguidores tan aguerridos le brillaron los ojos. En el ataque contra las olas enfurecidas de un enemigo que contaba con cuarenta mil hombres, sus propios soldados no eran más que un barquichuelo o un puñado de arena. Pero Nobunaga era lo bastante audaz para preguntarse si Yoshimoto tendría unos seguidores como aquéllos. Estaba orgulloso, como general y como hombre. Aun cuando fuesen derrotados, sus hombres no habrían muerto en vano. Iban a dejar su señal en esta tierra al tiempo que cavaban sus tumbas.

—Casi ha amanecido. ¡Adelante! —exclamó Nobunaga.

Cuando su caballo galopó por la carretera de Atsuta, hacia el este, los doscientos soldados se movieron como una nube, agitando la bruma matinal que llegaba a los aleros de las casas a ambos lados de la calzada. No había orden ni rango, cada hombre dependía de sí mismo. De ordinario, cuando el señor de una provincia iba a la guerra, todos los plebeyos cesaban en su trabajo, barrían las entradas de las casas y despedían a las tropas. Los soldados desfilaban, exhibiendo sus enseñas y estandartes. El mismo comandante en jefe hacía ostentación de su autoridad. Y marchaban hacia el campo de batalla, seis pasos por cada redoble de tambor, con todo el esplendor y el poderío que la provincia podía reunir. Pero Nobunaga era totalmente indiferente a una pose tan vacua. Avanzaron con tal rapidez que les era imposible hacerlo en filas ordenadas.

Iban a luchar a muerte. En una actitud que parecía decir a gritos: «¡Quienquiera que venga conmigo, adelante!», Nobunaga iba en cabeza. No había ningún rezagado. Por el contrario, a medida que avanzaban su número iba en aumento. Como la llamada a las armas había sido repentina, los que no habían tenido tiempo de prepararse se apresuraban a unírseles desde calles y callejones, o se sumaban a la retaguardia.

Los sonidos de sus pasos y voces despertaron a los que todavía estaban durmiendo en aquellas primeras horas de la mañana. A lo largo del camino, campesinos, mercaderes y artesanos abrían sus puertas, y aquellas gentes con el sueño todavía en sus ojos exclamaban: «¡Una batalla!».

Más tarde debieron de suponer que el hombre que galopaba al frente de las tropas, entre la bruma matinal, era su señor, Oda Nobunaga, pero en aquellos momentos nadie se dio cuenta.

—¡Nagato! ¡Nagato!

Nobunaga se volvió en su silla, pero Nagato no estaba allí, sino unas cincuentas varas detrás, en medio del tumulto. Los que cabalgaban detrás de él, con las cabezas de los caballos a la misma altura, eran Katsuie y Yoshinari. Más hombres se les habían unido a la entrada de Atsuta.

—¡Katsuie! —gritó Nobunaga—. Pronto veremos el gran portal del santuario. Que las tropas se detengan delante. Ni siquiera yo voy a seguir adelante sin rezar.

Casi al mismo tiempo que hablaba, saltó al suelo, y el prior, que aguardaba con unos veinte sacerdotes, se adelantó y cogió las riendas del caballo.

—Gracias por salir a recibirme. He venido a rezar una plegaria.

El prior le precedió. El sendero que conducía al templo, con hileras de cedros a los lados, estaba humedecido por la bruma. El prior se detuvo junto al manantial sagrado e invitó a Nobunaga a purificarse. Nobunaga tomó el cucharón de madera de ciprés, se lavó las manos y enjuagó la boca. Entonces tomó otro cucharón y bebió su contenido de un solo trago.

—¡Mirad! ¡Un buen augurio!

Mirando al cielo y señalando hacia arriba, Nobunaga había hablado lo bastante alto para que le oyeran sus tropas. El sol matinal daba una tonalidad rojiza a las ramas de un viejo cedro y una bandada de cuervos graznaban sonoramente.

—¡Los cuervos sagrados!

Los samurais que le rodeaban también miraron.

Entretanto el prior, igualmente provisto de armadura completa, había subido al recinto más sagrado del santuario. Nobunaga se sentó en una estera. El sacerdote trajo sake sobre una mesilla de madera y lo sirvió en una taza de cerámica sin vidriar. Nobunaga apuró la taza, batió palmas y dijo su oración a los dioses. Sus hombres inclinaron las cabezas, cerrando los ojos mientras oraban, de modo que sus corazones se convirtieran en espejos que reflejasen las imágenes de los dioses.

Cuando Nobunaga abandonó el santuario de Atsuta, los soldados que habían corrido a reunirse con él habían aumentado el número de sus hombres a casi un millar. Nobunaga salió del santuario por el portal del sur y montó de nuevo. Había llegado a Atsuta como un vendaval, pero ahora, al marcharse, avanzó a un paso mucho más lento. Montaba a mujeriegas, bamboleándose, sujetando los aros anterior y posterior de la silla.

Ya era de día y los aldeanos de Atsuta, incluidos las mujeres y los niños, estaban delante de sus casas y en los cruces, deseosos de ver el paso de la comitiva, atraídos por el sonido de los caballos que competían por ocupar el primer lugar. Cuando se dieron cuenta de que era Nobunaga, todos parecieron asombrarse y susurraron entre ellos:

—¿Va de veras al combate?

—¿Es posible que sea cierto?

—No tiene una sola posibilidad entre diez mil.

Había recorrido a caballo la considerable distancia entre Kiyosu y Atsuta y ahora estaba dolorido por la silla de montar. Cabalgando a mujeriegas y algo inclinado hacia atrás, tarareaba quedamente.

Cuando el ejército llegó al cruce en las afueras de la población, se detuvo de súbito. En dos lugares, por la dirección de Marune y Washizu, se elevaban masas de humo negro. Una expresión de tristeza apareció en el semblante de Nobunaga, pues era casi seguro que las dos fortalezas habían caído. Aspiró hondo y habló rápidamente a sus servidores.

—No seguiremos la carretera de la costa. La marea matinal está ahora alta, por lo que sería inútil seguir esa ruta. Tomaremos el camino de montaña hasta la fortaleza de Tange. —Desmontó y dijo a uno de sus hombres—: Llama a los caciques de Atsuta.

El hombre se volvió hacia la multitud que se alineaba a lo largo de la calzada y gritó lo bastante alto para que le oyeran. Enviaron soldados en busca de los caciques y poco después dos de ellos llegaron a presencia de Nobunaga. Éste se dirigió así a ellos:

—Me habéis visto muy a menudo, por lo que no soy precisamente una novedad para vosotros, pero voy a ofreceros algo realmente peculiar: la cabeza con los dientes ennegrecidos del señor de Suruga. Nunca la habéis visto, pero hoy vais a verla, porque habéis nacido en mi provincia de Owari. Así que subid a alguna elevación y contemplad esta gran batalla.

»Recorred Atsuta y decid a la gente que recoja gallardetes de festival y grímpolas y que los arreglen de manera que al enemigo le parezcan banderas y estandartes. Colocad telas rojas, blancas o de cualquier otro color en las ramas de los árboles y las cimas de las colinas, y llenad el cielo de grímpolas ondeantes. ¿Entendido?

Cuando los caballos habían avanzado una media legua y Nobunaga se volvió a mirar, innumerables banderas y estandartes ondeaban en todo Atsuta. Parecía como si un enorme ejército de Kiyosu hubiera avanzado hasta la ciudad y estuviera descansando allí.

Hacía un calor opresivo, más intenso de lo que había sido en muchos años a principios del verano, como los ancianos recordarían más adelante. El sol subió a lo alto y los caballos pisaban una tierra que llevaba diez días sin recibir el alivio de la lluvia. El ejército se llenaba de polvo en su avance.

Vida o muerte...; junto con las riendas, Nobunaga las tenía en sus manos mientras galopaba. Sus soldados le veían ya como un bizarro heraldo de la muerte, ya como un líder que ofrecía la esperanza de una vida más brillante. Al margen de la opinión que adoptaran o del resultado final, la confianza en su líder era compartida por todo el ejército que seguía a aquel hombre sin una sola queja.

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