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Authors: Eiji Yoshikawa

Taiko (43 page)

BOOK: Taiko
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Camino de la muerte, la muerte, la muerte...

Los estipendios de los soldados de infantería eran tan bajos que apenas bastaban para la supervivencia de sus familias, y la voz silenciosa y desesperada que jadeaba en sus entrañas resonaba en el vientre de Tokichiro. ¿Era posible que la gente derrochase así su vida? Desde luego, parecía que eso era lo que estaba ocurriendo, y de repente se le ocurrió a Tokichiro que estaba sirviendo a un general absurdo. Sus expectativas cuando se presentó por primera vez ante Nobunaga habían sido muy grandes, y ahora le parecía que aquel hombre enviaba a sus soldados, y Tokichiro entre ellos, a morir valientemente y sin remisión. Pensó en todas las cosas que aún quería hacer en este mundo y en su madre que seguía en Nakamura.

Tales cosas cruzaban por la mente de Tokichiro, pero llegaban y desaparecían en un instante. Los sonidos de mil pares de pies y de las armaduras bajo el sol ardiente parecían decir: «¡Muere! ¡Muere!».

Los soldados avanzaban dispuestos a sacrificar sus vidas. Atravesando una colina tras otra, iban aproximándose a las arremolinadas nubes de humo que habían visto antes.

La vanguardia acababa de coronar la cima de una colina cuando un hombre herido y cubierto de sangre se les acercó tambaleándose y gritando algo que no podían oír del todo.

Era un servidor de Sakuma Daigaku que había huido de Marune. Le llevaron ante Nobunaga y el hombre, respirando con dificultad a causa de sus heridas, hizo un esfuerzo para informar.

—El señor Sakuma ha muerto como un hombre entre las llamas que el enemigo ha prendido por doquier, y el señor Iio pereció gloriosamente durante la batalla de Washizu. Me avergüenza ser el último con vida, pero escapé por orden del señor Sakuma a fin de informaros de lo sucedido. Mientras huía, llegaban a mis oídos los gritos de victoria del enemigo, lo bastante fuertes para agitar el cielo y la tierra. Y nada queda en Marune y Washizu salvo el ejército enemigo.

Tras haber oído el informe, Nobunaga llamó a Tohachiro.

Maeda Tohachiro era todavía un chiquillo y por ello estaba casi sepultado en la gran multitud de guerreros. Al oír que Nobunaga le llamaba, respondió con un fuerte grito y fue al encuentro de su señor con un porte brioso y viril.

—Sí, mi señor.

—Dame mi rosario, Tohachiro.

El muchacho había puesto mucho cuidado para no perder el rosario de su señor, envolviéndolo en un paño que había atado fuertemente sobre su armadura. Ahora se apresuró a desatarlo y se lo tendió a Nobunaga. Éste cogió el rosario y se lo pasó por el hombro, de modo que quedara en diagonal sobre su pecho. Era de grandes cuentas plateadas, y hacía resaltar aún con mayor magnificencia la armadura verde claro que quizás iba a ser su mortaja.

—Ah, qué tristeza, Iio y Sakuma se han ido al otro mundo. Cuánto me habría gustado que fuesen testigos de mis hazañas.

Nobunaga se irguió en la silla de montar y juntó las palmas para decir una oración.

El humo negro que se alzaba de Washizu y Marune cubría el cielo como el humo de una pira funeraria. Los hombres lo contemplaban en silencio. Nobunaga se quedó un momento mirando a lo lejos y entonces se volvió de repente, golpeó su silla de montar y dijo en tono estentóreo, casi en éxtasis:

—Hoy es el día diecinueve. Éste será el aniversario de mi muerte, así como de la vuestra. Vuestros estipendios han sido bajos y hoy os enfrentáis a vuestro sino de guerreros sin haber conocido jamás la buena suerte. Tal debe de ser el destino de quienes me sirven. Pero quienes me sigan a partir de ahora, me darán sus vidas. Quienes todavía sientan algún apego a la vida, pueden marcharse sin sentirse avergonzados.

Los comandantes y soldados respondieron al unísono.

—¡Jamás! ¿Habría de morir solo nuestro señor?

—¿Entonces daréis todos vuestras vidas a un necio como yo? —dijo Nobunaga.

—No tenéis que preguntarlo —replicó uno de los generales.

Nobunaga dio un fuerte golpe a su caballo con la fusta.

—¡Adelante! ¡Los Imagawa están ahí!

Cabalgaba a la cabeza de sus tropas, pero estaba oculto por el polvo que levantaba todo el ejército en su avance. Entre el denso polvo, la vaga forma del jinete parecía de alguna manera divina.

El camino discurrió por un barranco y subió hasta coronar un puerto de poca altura. En las proximidades de la frontera provincial, el terreno era escarpado.

—¡Ahí está!

—Es Tange. La fortaleza de Tange.

Los soldados se informaron unos a otros, con la respiración entrecortada. Las fortalezas de Marune y Washizu ya habían caído, por lo que les había preocupado el destino que habría corrido Tange. Ahora sus ojos se abrillantaron. Tange todavía estaba en pie y sus defensores con vida.

Nobunaga cabalgó hasta la fortaleza y habló con su comandante.

—La defensa de este pequeño lugar ya es inútil, por lo que podemos dejárselo al enemigo. La esperanza de nuestro ejército está en otra parte.

La guarnición de Tange se unió al ejército de Nobunaga y, sin un momento de descanso, se apresuraron a avanzar hacia la fortaleza de Zenshoji. En cuanto la guarnición observó la llegada de Nobunaga, prorrumpieron en gritos, pero no eran precisamente de alegría, sino más bien de patética aflicción.

—¡Ha venido!

—¡El señor Nobunaga!

Nobunaga era su señor, pero no todos sabían qué clase de general era. Que Nobunaga en persona se presentara de repente en aquel puesto avanzado, donde todos ellos habían resuelto morir, rebasaba sus expectativas. Ahora sentían como si les hubieran infundido nueva vida, y estaban preparados para morir delante del estandarte de su señor. Al mismo tiempo Sassa Narimasa, que había partido en dirección a Hoshizaki y había reunido una fuerza de más de trescientos jinetes, se alineó con Nobunaga.

Nobunaga ordenó un recuento de los soldados. Aquella mañana, al salir del castillo, el señor y sus seguidores no eran más que seis o siete. Ahora el ejército sumaba cerca de tres mil hombres, y se anunció públicamente que eran como mínimo cinco mil. Nobunaga consideró el hecho de que ése era realmente todo el ejército de su dominio, que cubría la mitad de la provincia de Owari. Sin guarniciones ni reservas, aquellos hombres constituían toda la fuerza de los Oda.

Una sonrisa de satisfacción afloró a sus labios. Los cuarenta mil hombres de Imagawa estaban ahora a corta distancia, y a fin de espiar su formación y la moral de sus tropas, las huestes de Oda ocultaron sus estandartes y observaron la situación desde el borde de la montaña.

Las fuerzas de Asano Mataemon se habían reunido en la vertiente norte, a cierta distancia del ejército principal. Aunque eran arqueros, la batalla que iba a librarse aquel día no requeriría flechas, por lo que sus hombres iban armados con lanzas. El pequeño grupo de treinta hombres al mando de Tokichiro también estaba con ellos, y cuando el comandante ordenó a los hombres que descansaran, Tokichiro transmitió la orden a sus propios hombres. Éstos reaccionaron respirando hondo y tendiéndose en la hierba a la sombra de la montaña.

Tokichiro se restregó el rostro sudoroso con una toalla sucia.

—¡Eh! ¿Quiere alguno de vosotros sostenerme la lanza?

Sus subordinados acababan de sentarse, pero uno de ellos gritó: «Sí, señor», se levantó y cogió la lanza. Entonces, cuando Tokichiro echó a andar, el hombre le siguió.

—No es necesario que vengas.

—¿Adonde vais, señor?

—No necesito ninguna ayuda. Voy a hacer del cuerpo, y no olerá muy bien.

Se echó a reír y desapareció entre unos arbustos a lo largo del estrecho sendero de montaña. Tal vez creyendo que Tokichiro bromeaba, su subordinado se quedó un rato en pie y miró hacia el lugar por donde se había ido.

Tokichiro bajó un corto trecho por la ladera meridional, mirando a su alrededor hasta que encontró un lugar apropiado. Se desanudó la faja y se puso en cuclillas. Aquella mañana las tropas habían partido con tanta rapidez que apenas había tenido tiempo suficiente para ponerse la armadura y, desde luego, no había dispuesto de un solo momento para hacer de vientre. Durante su apresurado avance desde Kiyosu a Atsuta y Tange, cada vez que se habían detenido en algún lugar para descansar sus primeros pensamientos habían sido los de aliviarse igual que en la vida cotidiana. Así pues, ahora resultaba muy agradable satisfacer las necesidades corporales bajo un claro cielo azul.

Pero incluso allí, las reglas del campo de batalla no permitían la menor negligencia. Muy a menudo, cuando los ejércitos se enfrentaban, las patrullas enemigas se alejaban de sus campamentos y, cuando descubrían a alguien vaciando sus tripas, disparaban contra él, en parte por pura diversión. Por ello Tokichiro no podía estar completamente en paz mientras contemplaba el cielo. Al mirar hacia el pie de la montaña, podía ver el río serpenteante, como una faja, en su recorrido hasta la desembocadura en la península de Chita. También veía desde allí el único camino blanco cuyas numerosas curvas se extendían hacia el sur a lo largo de la orilla oriental del río.

Washizu se encontraba en la zona montañosa al norte del camino y probablemente ya había sido pasto de las llamas. En los campos y pueblos se veían las innumerables formas, minúsculas como hormigas, de hombres y caballos. Tokichiro se dijo que ciertamente eran muchos.

Tal vez se debió a que Tokichiro pertenecía al ejército de una provincia pequeña, pero cuando vio al numeroso enemigo acudió a su mente de la manera más natural la frase trillada «como las nubes y la niebla», y al considerar que aquel ejército sólo era una parte de la fuerza enemiga, no le sorprendió que Nobunaga hubiera resuelto morir. Pero no, aquello no era tan sólo un asunto humano más. Vaciar sus tripas era probablemente lo último que iba a hacer en esta vida.

«Los hombres son extraños. Me pregunto si mañana aún estaré vivo.» Tokichiro reflexionaba en tales cosas cuando de repente se dio cuenta de que alguien subía por la ladera desde el pantano que se extendía al pie.

¿Sería el enemigo? Dada la proximidad del campo de batalla, ésa era una reacción intuitiva, casi instintiva, y se preguntó si podría tratarse de un explorador enemigo que tratara de infiltrarse por detrás del cuartel general de Nobunaga. Tokichiro se anudó rápidamente la faja, se levantó y se encaró de repente con el hombre que acababa de subir desde el pantano. Los dos permanecieron inmóviles, mirándose fijamente.

—¡Tokichiro!

—¡Inuchiyo!

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Eso mismo te pregunto yo.

—Al enterarme de la partida del señor Nobunaga y su resolución de morir, he venido para morir con él.

—Me alegro de que lo hayas hecho.

Sintiendo un nudo en la garganta, Tokichiro tendió la mano a su viejo amigo. Las manos estrechadas de los dos hombres encerraban innumerables emociones. La armadura de Inuchiyo era espléndida. Desde las placas laqueadas a los cordoncillos, era nueva y reluciente. Llevaba fijado a la espalda un estandarte con su blasón, una flor de ciruelo.

—Estás muy elegante —le dijo Tokichiro con admiración. De improviso pensó en Nene, a la que había dejado atrás, pero se esforzó para que sus pensamientos retornaran a Inuchiyo—. ¿Dónde has estado hasta ahora?

—Esperando el momento oportuno.

—Cuando el señor Nobunaga te desterró, ¿no pensaste en servir a otro clan?

—No, mi lealtad siempre ha sido inalterable. Incluso después de mi destierro, tuve la sensación de que el castigo del señor Nobunaga me humanizaba más, y le estoy agradecido por ello.

Las lágrimas humedecieron los ojos de Tokichiro. Inuchiyo sabía que la batalla de aquel día significaría la muerte gloriosa de todo el clan Oda, y a Tokichiro le hacía inmensamente feliz que su amigo estuviera allí, dispuesto a morir por su antiguo señor.

—Lo comprendo. Mira, Inuchiyo, ésta es la primera vez en todo el día que el señor Nobunaga ha descansado. Ahora es el momento. Ven conmigo.

—Espera, Tokichiro, no quiero presentarme ante el señor Nobunaga.

—¿Por qué no?

—No tenía intención de venir aquí en un momento en que el señor Nobunaga podría suspender su enfado con cualquier soldado, y detestaría que sus servidores me viesen desde ese ángulo.

—¿Qué estás diciendo? Aquí va a morir todo el mundo. ¿No has venido con el deseo de morir delante del estandarte de nuestro señor?

—Eso es cierto.

—Entonces no te preocupes. Los chismorreos son para los vivos.

—No, es mejor que muera sin decir nada, y ésa es mi mayor ambición, tanto si el señor Nobunaga me perdona como si no. Tokichiro...

—¿Sí?

—¿Me ocultarás en tu grupo durante algún tiempo?

—No hay ningún inconveniente, pero sólo tengo treinta soldados de infantería a mi mando y destacarás entre ellos.

—Iré así.

Se cubrió el casco con algo que parecía una manta de caballo y se unió al grupo de soldados de Tokichiro. Si se ponía de puntillas, podía ver claramente a Nobunaga y oír la voz aguda de éste que iba y venía con el viento.

Como un ave en vuelo bajo, un jinete solitario se aproximaba a Nobunaga desde una dirección inesperada. Nobunaga le vio antes que nadie y se quedó mirándole en silencio. El hombre fue aproximándose mientras todo el ejército miraba en su dirección.

—¿Qué ocurre? ¿Traes noticias?

—¡El cuerpo principal de los Imagawa, las tropas al mando de Yoshimoto y sus generales, acaban de cambiar de dirección y se dirigen hacia Okehazama!

—¿Qué? —replicó Nobunaga con los ojos brillantes—. Así pues, ¿Yoshimoto ha tomado el camino de Okehazama sin girar hacia Odaka?

Antes de que terminara de hablar se oyó un grito:

—¡Mirad! ¡Viene otro!

Un jinete, luego dos..., exploradores de las fuerzas de Nobunaga. Los hombres retuvieron el aliento mientras los jinetes azuzaban a sus caballos hacia el campamento. Los exploradores ampliaron el informe anterior, poniendo a Nobunaga al corriente del giro que tomaban los acontecimientos.

—La fuerza principal de los Imagawa ha tomado el camino de Okehazama, pero ahora acaban de extenderse en una zona algo por encima de Dengakuhazama, un poco al sur de Okehazama. Han trasladado su cuartel general y parece como si sus tropas estuvieran descansando, con el señor Yoshimoto en el mismo centro.

Nobunaga guardó silencio un instante, sus ojos tan claros como la hoja de una espada. La muerte... Sólo había pensado en la muerte, con intensidad, en la oscuridad absoluta, sin permitirse ninguna esperanza. Su único deseo había sido morir de una manera viril. Había cabalgado denodadamente desde el alba hasta que el sol estuvo alto en el cielo. Ahora, de repente, como un solo rayo de luz que atravesara las nubes, la posibilidad de la victoria cruzó por su mente.

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