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Authors: Eiji Yoshikawa

Taiko (44 page)

BOOK: Taiko
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Si las cosas salían bien...

Lo cierto era que, hasta aquel momento, no había creído en la victoria, y ésta era lo único por lo que un guerrero luchaba.

Fragmentos de pensamientos aparecen y desaparecen en la mente humana, como una corriente interminable de minúsculas burbujas, de manera que nuestra vida está tallada un instante tras otro. Hasta el mismo momento de su muerte, las palabras y las acciones de un hombre dependen de esa cadena de fragmentos. Ideas que pueden destruir a un hombre. Un día de la vida es una construcción que tiene una forma u otra según uno acepte o rechace esos destellos de inspiración.

En las situaciones ordinarias hay tiempo para una deliberación madura de las posibilidades, pero el momento en que se decide el destino de un hombre llega sin previo aviso. Cuando estalla la crisis, ¿debería encaminarse a la derecha o la izquierda? Nobunaga se hallaba ahora en esa encrucijada de caminos e inconscientemente elegía su destino.

Es evidente que su carácter y su adiestramiento jugaron un papel en aquel momento crucial y le impidieron tomar la dirección errónea. Apretaba los labios con fuerza, pero quería decir algo.

De improviso, un servidor dijo exaltado:

—¡Mi señor, ahora es el momento! Yoshimoto cree conocer nuestra fuerza tras haber capturado Washizu y Marune. Probablemente está lleno de orgullo por el rápido éxito de su ejército. Se vanagloria de su victoria y deja que se deslice su espíritu de lucha. Éste es el momento apropiado. Si lanzamos un ataque por sorpresa contra el cuartel general de Yoshimoto, nuestra victoria es segura.

Nobunaga secundó la excitada voz del hombre.

—¡Eso es! —exclamó, dando una palmada a su silla de montar—. Eso es exactamente lo que vamos a hacer. Conseguiré la cabeza de Yoshimoto. Dengakuhazama está hacia el este en línea recta.

Sin embargo, los generales estaban confusos y llenos de recelos tras oír los informes de los exploradores, e intentaron refrenar el instintivo salto adelante de su señor. Pero Nobunaga no quiso escucharles.

—¡Viejos decrépitos! ¿Por qué vaciláis ahora? Lo único que debéis hacer es seguirme. Si camino sobre el fuego, vosotros camináis también. Si estoy dispuesto a deslizarme sobre el agua, vosotros me seguiréis allí. Si no lo hacéis, quedaos a un lado y miradme.

Nobunaga lanzó una risa breve y fría, alzó grácilmente la cabeza de su caballo y galopó hacia la línea delantera de su ejército.

***

Era mediodía y en las montañas calladas no se oía el canto de un solo pájaro. El viento había cesado y el sol ardiente parecía abrasar cuanto existía bajo el cielo. Las hojas o bien estaban fuertemente cerradas o bien agostadas como tabaco seco.

—¡Por allí!

Un guerrero al frente de un pequeño grupo de hombres subía corriendo una cuesta herbosa.

—Tended la cortina.

Cerca de allí unos soldados estaban eliminando la maleza con guadañas; otros desplegaban cortinas y las ataban a las ramas de los pinos y los árboles de la seda. En unos instantes levantaron un cercado con cortinas que serviría como el cuartel general temporal de Yoshimoto.

—¡Uf! —exclamó uno de ellos—. ¡El calor abrasa!

—¡Dicen que no suele hacer un calor tan fuerte!

Los hombres se enjugaron el sudor.

—Mirad, estoy sudando a mares. Hasta el cuero y el metal de mi armadura están demasiado calientes para tocarlos.

—Si me quitara la armadura y dejase que la brisa me refresque un poco me sentiría mejor, pero creo que el estado mayor no tardará en reunirse aquí.

—Bien, descansemos un poco.

Había pocos árboles en la colina cubierta de hierba, por lo que los soldados se sentaron juntos a la sombra de un gran alcanforero. Tras un breve descanso, se sintieron más frescos.

La colina de Dengakuhazama era más baja que las colinas circundantes, poco más que un otero en el centro de un valle circular. De vez en cuando, los blancos enveses de las hojas en todo el montículo eran agitados de súbitos por una fresca brisa veraniega que provenía de Taishigadake.

Uno de los soldados alzó la vista al cielo mientras se aplicaba ungüento en los pies llenos de ampollas, y masculló algo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó otro soldado.

—Mira.

—¿Qué?

—Se están acumulando nubes de tormenta. Probablemente lloverá por la noche.

—No iría nada mal un buen chaparrón. Pero creedme, para los que no hacemos más que reparar caminos y transportar bagaje, la lluvia puede ser peor que un ataque del enemigo. Confío en que sólo sea una lluvia ligera.

El viento agitaba incesantemente las cortinas del cercado que acababan de levantar.

El oficial encargado miró a su alrededor y dijo a los hombres:

—Bueno, arriba. Su Señoría se alojará esta noche en el castillo de Odaka. Ha hecho creer al enemigo que avanzará desde Kutsukake a Odaka, pero con este atajo a través de Okehazama planea llegar esta noche. Nuestra tarea consiste en adelantarnos y examinar las posibles dificultades en puentes, riscos y barrancos a lo largo del camino. ¡En marcha!

Voces y hombres desaparecieron y la montaña recuperó su paz anterior, en la que sólo se oían los agudos chirridos de los saltamontes. Pero poco después se oyó ruido de caballos a lo lejos. No sonaron caracolas ni redobles de tambor, y pasaron entre las cimas de las montañas lo más discretamente posible. No obstante, a pesar de sus esfuerzos, era imposible ocultar el polvo y el ruido que producían tantos caballos. El sonido de sus cascos sobre las piedras y raíces llenó rápidamente la atmósfera, y las fuerzas principales del gran Imagawa Yoshimoto pronto cubrieron el herboso otero y los aledaños de Dengakuhazama con soldados, caballos, estandartes y cercados con cortinas.

Yoshimoto sudaba más que cualquier otro. Se había acostumbrado a la buena vida y, al rebasar los cuarenta años de edad, había engordado de una manera grotesca. Era evidente que aquellas maniobras le resultaban penosas. Cubría su corpulento cuerpo de largo torso con un kimono de brocado rojo y un peto blanco. Su enorme yelmo tenía cinco placas en el cuello y estaba coronado por ocho dragones. Además llevaba una espada larga llamada Matsukurago que había pertenecido a la familia Imagawa durante generaciones, una espada corta, obra también de un famoso armero, guantes, espinilleras y botas. El equipo completo probablemente pesaba más de ochenta libras, y carecía de la más pequeña abertura por donde pudiera penetrar la brisa.

Empapado en sudor, Yoshimoto siguió cabalgando bajo el calor ardiente, mientras el sol abrasaba incluso el cuero y las placas laqueadas de su armadura. Finalmente llegó a Dengakuhazama.

—¿Cómo se llama este lugar? —preguntó Yoshimoto en cuanto estuvo sentado detrás de la cortina de su cuartel general.

Le rodeaban los hombres encargados de su protección: asistentes, generales, servidores de alto rango, médicos y otros.

Uno de los generales respondió:

—Esto es Dengakuhazama, y nos hallamos como a media legua de Okehazama.

Yoshimoto asintió y entregó su yelmo a un asistente. Después de que un paje le desanudara la armadura, se quitó las prendas interiores empapadas en sudor y se puso una túnica de un blanco inmaculado. La suave brisa que se filtraba entre sus pliegues le refrescó.

Una vez atada de nuevo la faja de su armadura, llevaron su escabel de campaña a una estera de piel de leopardo extendida en el montículo herboso. Entonces los asistentes procedieron a abrir los paquetes de extravagantes provisiones de campaña que le seguían a todas partes.

—¿Qué es ese sonido?

Yoshimoto tomó un sorbo de té. Le había sobresaltado algo que parecía un estampido de cañón. Sus ayudantes también aguzaron el oído. Uno de ellos alzó un extremo de la cortina y miró al exterior. Le sorprendió una visión de extraordinaria belleza: el sol ardiente jugaba con los jirones de nubes y pintaba un torbellino de luz en el cielo.

—Un trueno lejano —informó el asistente—. No era más que el sonido de un trueno lejano.

—¿Un trueno?

Yoshimoto forzó una sonrisa y se golpeó ligeramente la parte inferior de la espalda con la mano izquierda. Sus ayudantes repararon en ello pero se abstuvieron de preguntarle el motivo. Aquella mañana, cuando partieron del castillo en Kutsukake, Yoshimoto había sufrido una caída de caballo. Preguntarle una vez más por su lesión, sólo habría servido para azorarle más.

De repente hubo una vibración en el aire seguida por el fragor de caballos y hombres en movimiento que se trasladaban desde el pie de la colina al cercado. Yoshimoto se volvió de inmediato hacia uno de sus servidores y le preguntó inquieto:

—¿Qué es eso?

Sin aguardar a su orden de ir a ver, dos o tres hombres se apresuraron a salir del cercado, dejando que entrara el viento al abrir la cortina. Esta vez no era el sonido de truenos distantes. El estrépito de los cascos de caballo y las pisadas de los soldados había llegado a lo alto de la colina. Era un cuerpo de unos doscientos hombres que transportaban una enorme cantidad de cabezas de enemigos cortadas en Narumi, una demostración gráfica del sesgo de la guerra.

Llevaron las cabezas a presencia de Yoshimoto para que las examinara.

—Las cabezas de los samurais Oda de Narumi. ¡Alineadlas! ¡Echemos un vistazo! —Yoshimoto estaba de buen humor—. ¡Instalad mi escabel de campaña!

Ajustando su posición y sosteniendo el abanico sobre el rostro, examinó las setenta y tantas cabezas que le presentaban una tras otra. Cuando hubo terminado, exclamó:

—¡Qué asco!

Se volvió y ordenó que cerrasen la cortina. Unas nubes de lluvia diseminadas estaban cubriendo el claro cielo.

—Bien, bien. Sube del barranco una fresca brisa. Pronto será mediodía, ¿no?

—No, mi señor —respondió un asistente—. Pronto será la hora del caballo.

—No es de extrañar que esté hambriento. Preparad pronto el almuerzo y que las tropas coman y reposen.

Un ayudante salió para transmitir sus órdenes. Dentro del recinto, sus generales, pajes y cocineros se pusieron en movimiento, pero la atmósfera era tranquila. Una y otra vez, los representantes de los santuarios, templos y pueblos de la zona acudían con regalos de sake y exquisiteces locales.

Yoshimoto examinaba a aquellas gentes desde lejos.

—Les recompensaremos cuando volvamos de la capital —decidió.

Cuando se marcharon las gentes de la localidad, Yoshimoto pidió sake y se instaló cómodamente en la estera de piel de leopardo. Los comandantes que estaban al otro lado de la cortina se presentaron, felicitándole por su victoria en Narumi, que había seguido a la captura de Marune y Washizu.

—Probablemente os ha decepcionado mucho la escasa resistencia que hemos encontrado hasta ahora —dijo Yoshimoto con una expresión juguetona en el rostro mientras ofrecía tazas de sake a sus servidores y asistentes.

Se estaba volviendo cada vez más expansivo.

—Es el poderío de Vuestra Señoría lo que nos ha llevado a esta feliz situación. Pero como Vuestra Señoría ha dicho, si continuamos así, sin ningún enemigo contra el que luchar, nuestros soldados se quejarán de que la disciplina y el adiestramiento no han servido para nada.

—Tened paciencia. Mañana por la noche tomaremos el castillo de Kiyosu y, por muy vapuleados que hayan sido esos Oda, imagino que les quedará todavía cierto espíritu de lucha. Cada uno de vosotros podrá llevar a cabo atrevidas hazañas.

—Entonces Vuestra Señoría podrá alojarse en Kiyosu dos o tres días y disfrutar desde allí de la contemplación de la luna y otras diversiones.

En un momento determinado, el sol se desvaneció detrás de las nubes, pero como habían ingerido tanto sake, ninguno reparó en el oscurecimiento del cielo. Una ráfaga de viento alzó el borde de la cortina y empezaron a caer goterones de lluvia. Los truenos retumbaban con intermitencia a lo lejos, pero Yoshimoto y sus generales reían y hablaban, discutiendo sobre quién sería el primero en llegar al castillo de Kiyosu al día siguiente y burlarse de Nobunaga.

***

Mientras Yoshimoto se mofaba del enemigo en su cuartel general, Nobunaga avanzaba por las laderas sin caminos de Taishigadake. Ya se estaba aproximando al cuartel general de Yoshimoto.

Taishigadake no era una montaña especialmente alta ni empinada, pero sus pendientes estaban cubiertas de robles, olmos, arces y zumaques. De ordinario sólo la frecuentaban los leñadores, por lo que para conseguir que ahora la recorrieran rápidamente hombres y caballos era preciso derribar árboles, pisotear la maleza, saltar sobre precipicios y cruzar chapoteando los arroyos.

Nobunaga gritó a sus hombres:

—¡Si os caéis del caballo, abandonadlo! ¡Si vuestros estandartes se enredan con las ramas, dejadlos! ¡Lo único que debe preocuparos es avanzar con rapidez! Lo esencial es llegar al cuartel general de Yoshimoto y cortarle la cabeza. Es mejor que viajemos ligeros. ¡No llevéis ningún bagaje! Pensad sólo en llegar a las filas enemigas y acabar con ellos. No perdáis el tiempo en decapitar a cada uno. Traspasadlo e id a por el siguiente, mientras haya vida en vuestro cuerpo. No tenéis que realizar hazañas heroicas. Las gestas espectaculares no tienen ningún valor. ¡Luchad hoy abnegadamente ante mí y seréis auténticos guerreros de Oda!

Los soldados escucharon estas palabras como si estuvieran escuchando los truenos antes de la tormenta. El cielo de la tarde se había transformado por completo y ahora parecía cubierto de oscuros remolinos de tinta. El viento se levantó de las capas de nubes, del valle, del pantano, de las raíces de los árboles, soplando en la oscuridad.

—¡Casi hemos llegado! Dengakuhazama está en el extremo de esa montaña, más allá de un pantano. ¿Estáis preparados para morir? ¡Si os quedáis atrás, deshonraréis a vuestros descendientes hasta el fin de los tiempos!

El cuerpo principal de las fuerzas de Nobunaga no avanzaba en formación. Algunos soldados tardaban en llegar, mientras que otros avanzaban en filas desordenadas. Pero la voz de Nobunaga infundía ánimo en todos ellos.

Nobunaga había gritado hasta quedarse ronco y a los hombres les costaba entender lo que decía, pero ya no era necesario, pues les bastaba con saber que su señor estaba al frente. Entretanto había empezado a caer una lluvia tan intensa que parecía un diluvio de brillantes puntas de lanza. Las gotas de lluvia eran lo bastante grandes para hacer daño al chocar con mejillas y narices. El aguacero estaba acompañado por un vendaval que arrancaba las hojas, de modo que apenas sabían qué era lo que les golpeaba el rostro.

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