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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

Tempestades de acero (4 page)

BOOK: Tempestades de acero
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Mientras pronunciaba estas palabras se restregaba el cuello con el canto de la mano extendida.

Grande fue el espanto de aquel hombre cuando Clement contestó con toda tranquilidad:


Quant a moi, j'aimerais mieux la garder
.

Clement demostró con ello la calma que tan bien sienta al guerrero.

A mediados de febrero nos llegó por sorpresa a los hombres del 73.º Regimiento la noticia de las grandes bajas que nuestra unidad había sufrido en Perthes. Haber pasado lejos de nuestros camaradas aquellos días nos dejó consternados. La enconada defensa del sector asignado a nuestro regimiento en la Marmita de las Brujas nos proporcionó el honroso título de «Leones de Perthes», que a partir de entonces nos acompañaría en todos los sectores del frente occidental. También se nos conocía por «Les Gibraltars», a causa del brazalete azul con la inscripción «Gibraltar» que llevábamos en recuerdo de nuestro regimiento de origen, el Regimiento de la Guardia de Hannover. Este regimiento estuvo defendiendo contra franceses y españoles la citada fortaleza desde 1779 hasta 1783.

La noticia de aquella desgracia nos llegó en plena noche, mientras nos hallábamos entregados a las habituales libaciones bajo la presidencia del alférez Hoppe. Uno de los bebedores, llamado Behrens, un hombre larguirucho, precisamente aquel que había depositado al viejo en el establo, quiso marcharse, una vez pasado el primer momento de horror, «porque ya no le sabía bien la cerveza». Hoppe lo retuvo, sin embargo, haciéndole ver que aquello no se compadecía bien con los usos propios del soldado. Hoppe tenía razón; él mismo cayó unas semanas más tarde en Les Eparges, cuando marchaba en cabeza de la línea de tiradores de su compañía.

El 21 de marzo, después de pasar un pequeño examen, nos reincorporamos a nuestro regimiento, que de nuevo se hallaba acantonado en Bazancourt. Por aquellas fechas, tras un gran desfile y una arenga de despedida pronunciada por el general von Emmich, nuestro regimiento quedó segregado del Décimo Cuerpo de Ejército. El 24 de marzo nos cargaron en vagones y nos transportaron a la zona de Bruselas; allí nos agruparon con los Regimientos 76.º y 174.º para formar la 111.ª División de Infantería, unidad en la cual pasaríamos la guerra hasta su final.

Nuestro batallón fue acantonado en Hérinnes, pueblo situado en medio de un paisaje que respiraba el bienestar de Flandes. El día 29 de marzo cumplí allí, muy feliz, los veinte años.

Aunque los belgas disponían de espacio suficiente en sus viviendas, nuestra compañía fue metida en un gran pajar que quedaba expuesto a las corrientes de aire; a través de sus paredes silbaba, durante las frías noches de marzo, el rudo viento marino propio de aquella zona. La estancia en Hérinnes nos proporcionó, por lo demás, un buen descanso. Es cierto que hicimos mucha instrucción, pero también era bueno el rancho y resultaba posible comprar víveres por poco dinero.

La población, compuesta a medias de flamencos y a medias de valones, fue muy amable con nosotros. Yo charlaba frecuentemente con el propietario de una cantina; era un socialista y librepensador muy exaltado, de los que existe en Bélgica una clase muy especial. El domingo de Pascua me invitó al festín propio del día, y no conseguí que me aceptase dinero ni siquiera por las bebidas consumidas de su establecimiento. Todos nosotros tuvimos muy pronto algunos conocidos y en las tardes libres encaminábamos nuestros pasos hacia alguna de las casas de labor que se hallaban diseminadas en la campiña; allí, en unas cocinas bien encaladas y bien resplandecientes, nos sentábamos alrededor de uno de los bajos hornillos sobre cuya plancha circular estaba colocado el gran puchero de café. La apacible charla se desarrollaba en flamenco y en alemán de la Baja Sajonia.

Hacia los últimos días de nuestra estancia allí hizo un tiempo muy hermoso que invitaba a dar paseos por los alrededores, tan amenos y abundantes en aguas. Numerosos hombres de guerra engalanaban pintorescamente el paisaje, en el cual habían crecido de la noche a la mañana las amarillas flores de las caltas; se habían desnudado y, sentados a la orilla de los arroyos, con la ropa blanca en el regazo, se dedicaban con ahínco a la caza de piojos. A mí aquella plaga no me había afectado demasiado hasta entonces; sin embargo, ayudé a mi camarada de guerra Priepke, un exportador de Hamburgo, a envolver con su chaleco de lana una pesada piedra. Aquel chaleco estaba tan poblado de piojos como lo habían estado en otro tiempo las ropas del aventurero Simplicissimus; para exterminar por completo los parásitos introdujimos el bulto en un arroyo. Como nuestra partida de Hérinnes ocurrió de repente, allí se habrá podrido sin duda aquel chaleco, sin que nadie lo haya molestado.

El 12 de abril de 1915 nos cargaron en vagones en Hall y, para despistar a los espías, nos llevaron hasta la zona del campo de batalla de Mars-la-Tour dando un gran rodeo por el ala norte del frente. Como de costumbre, nuestra compañía se alojó en un pajar en la aldea de Tronville; ésta era uno de los habituales y aburridos poblachos de Lorena, compuestos de unas cuantas casuchas de piedra que carecían de ventanas y tenían el tejado plano. Por culpa de los aviones nos veíamos forzados a permanecer casi siempre dentro del pueblo, que estaba abarrotado de gente; algunas veces visitamos, sin embargo, los famosos parajes de Mars-la-Tour y Gravelotte, que caían muy cerca. La carretera que llevaba a Gravelotte quedaba cortada, a unos centenares de metros del pueblo, por la frontera francesa; junto a ésta yacía destrozado en el suele el mojón francés. Al anochecer nos permitíamos a menudo el melancólico placer de dar un paseo hasta Alemania.

Tan ruinoso era el estado en que nuestro pajar se hallaba que era preciso andar haciendo equilibrios para no ir a parar a la parte de abajo a través de los podridos tablones. Nuestro pelotón estaba dedicado una noche a repartir encima de un pesebre las raciones del rancho; presidía la operación Kerkhoff, nuestro cabo, un hombre a carta cabal. Justo en aquel momento se desprendió de la armadura del techo una gigantesca viga de encina y se vino abajo en medio de un gran estrépito. Por suerte quedó prendida entre dos paredes de barro, casi encima mismo de nuestras cabezas. No sufrimos otros daños personales que el susto, pero nuestras hermosas raciones de carne yacían bajo la polvareda que se había levantado. Tras este mal augurio, acabábamos apenas de meternos entre la paja para dormir cuando retumbaron en la puerta unos golpes y la voz del sargento mayor, que daba la alarma, nos arrojó de nuestras yacijas. Primero, como ocurría siempre en tales sorpresas, un instante de silencio; luego, una confusión de ruidos y movimientos:

—¡Mi casco!

—¿Dónde está mi morral?

—¡No encuentro mis botas!

—¡Me han birlado mis cartuchos!

—¡Idiota, cierra la boca!

Por fin estuvimos todos listos y marchamos a pie hasta la estación de Chamblay; desde allí, en tren, llegamos en pocos minutos a Pagny-sur-Moselle. A primera hora de la mañana escalamos las alturas del Mosela y nos quedamos en Prény, encantadora aldea de montaña dominada por las ruinas de un viejo castillo. En esta ocasión nuestro pajar era un edificio de piedra y estaba lleno de oloroso heno de montaña. Por sus tragaluces podíamos contemplar las colinas del Mosela, plantadas de viñedos, y el pueblo de Pagny, situado en el valle. Sobre aquel pueblo caían con frecuencia bombas lanzadas por los aviones, así como granadas de artillería. Algunas veces los proyectiles iban a dar al Mosela y entonces levantaban columnas de agua altas como torres.

El cálido tiempo de primavera producía en nosotros un efecto vivificante y nos animaba a dar en nuestras horas libres largos paseos por aquella espléndida región de colinas. Estábamos de tan buen humor que por las noches, antes de entregarnos al descanso, todavía nos dedicábamos durante algún tiempo a gastar bromas. Entre otras, una de las más frecuentes consistía en verter con una cantimplora agua o café en la boca de quienes roncaban.

Al anochecer del 22 de abril salimos de Prény y fuimos a pie hasta la aldea de Hattonchâtel. Aunque tuvimos que andar más de treinta kilómetros y portábamos un pesado equipaje, nadie sufrió la menor dolencia por causa de la marcha. Plantamos nuestras tiendas en el bosque, a la derecha de la famosa Grande Tranchée. Todos los indicios señalaban que al día siguiente entraríamos en combate. Recibimos varios paquetes de vendas, dos latas de carne en conserva y banderines para hacer señales a la artillería.

Al atardecer estuve largo tiempo sentado en el tronco de un árbol a cuyo alrededor proliferaban las anémonas azules. Me hallaba en ese estado de ánimo lleno de presentimientos del que hablan los guerreros de todos los tiempos. Después, pasando por encima de mis camaradas, me arrastré hasta el lugar que me correspondía en la tienda. Aquella noche tuve un sueño confuso, en el que el papel principal lo desempeñaba una calavera.

Priepke, al que a la mañana siguiente conté aquel sueño, me expresó su esperanza de que se tratase del cráneo de un francés.

Les Eparges

El verdor nuevo del bosque resplandecía en la mañana. Serpenteando por caminos ocultos nos dirigimos hacia un angosto barranco situado detrás de la primera línea. Nos habían comunicado que el 76.º Regimiento se lanzaría a un asalto, tras una preparación artillera de sólo veinte minutos, y que nosotros, que éramos la reserva, debíamos estar listos para intervenir. A las doce en punto inició nuestra artillería un violento cañoneo que producía múltiples ecos en los barrancos del bosque. Por vez primera escuchamos allí la palabra
Trommelfeuer
, «fuego de tambor», cargada de un sentido tan grave. Inactivos y excitados, permanecíamos sentados sobre nuestras mochilas. Un ordenanza de campaña se precipitó hacia el capitán de nuestra compañía. Palabras dichas a toda prisa.

—¡Han caído en nuestras manos las tres primeras líneas de las trincheras enemigas! ¡Hemos capturado seis cañones!

Un ¡hurra! se alzó como una llamarada. Nos sentíamos dispuestos a lanzarnos contra cualquier obstáculo.

La anhelada orden llegó por fin. Fuimos avanzando en una larga columna hacia el lugar en que crepitaba un confuso fuego de fusilería. Empezaba la parte seria. Por el lado del sendero del bosque retumbaban en un intrincado abetal unos golpes sordos; una lluvia de ramas y tierra caía al suelo con estrépito. Un miedoso se tiró al suelo, provocando con ello en sus camaradas una risotada forzada. Luego pasó resbalando entre nuestras filas el grito de advertencia de la Muerte:

—¡Camilleros, adelante!

A poco pasamos junto al sitio en que había caído el proyectil. Ya habían evacuado a los heridos. De las malezas que crecían en torno al lugar de la explosión colgaban ensangrentados trozos de material y piltrafas de carne. Era un cuadro extraño, opresivo; a mí me hizo pensar en el alcaudón dorsirrojo, que ensarta sus presas en los espinos.

En la Grande Tranchée las tropas avanzaban a paso rápido. Los heridos se amontonaban al borde de la carretera; pedían agua. Prisioneros que portaban camillas caminaban jadeantes hacia la retaguardia. Ruidosamente pasaban al galope las baterías, atravesando el fuego. Las granadas apisonaban el blanco terreno a derecha y a izquierda; pesadas ramas caían al suelo. En medio del camino yacía muerto un caballo; tenía unas heridas gigantescas y a su lado humeaban sus intestinos. Entre aquellas imágenes grandiosas y sangrientas reinaba una jovialidad salvaje, inesperada. En un árbol estaba apoyado un hombre barbudo perteneciente a la
Landwehr
, la segunda reserva
[3]
.

—¡Muchachos, a por ellos, que se escapan los franchutes!

Llegamos al reino de la infantería, que estaba revuelto por la lucha. Los disparos habían dejado pelados los árboles de la zona de donde había partido el ataque. En el lacerado terreno situado entre las trincheras yacían las víctimas del asalto, con la cabeza orientada hacia el enemigo; apenas se destacaban del suelo las guerreras grises. Una figura de gigante, con una gran barba roja manchada de sangre, miraba fijamente al cielo; sus manos aferraban como garras la tierra blanda. Dentro de un embudo se retorcía un hombre joven; en su rostro había ese color amarillento que precede a la muerte. Nuestras miradas no parecieron agradarle; con un movimiento de indiferencia se cubrió la cabeza con el capote y dejó de moverse.

Rompimos la formación de columna de marcha. En trayectorias largas, netas, se aproximaban constantemente hacia nosotros, siseando, las balas; una especie de relámpagos lanzaba a lo alto, en remolinos, el suelo del claro del bosque. No pocas veces había oído yo delante de Orainville el chirriante sonido de flauta que producen las granadas de campaña; tampoco allí me pareció especialmente peligroso. El orden en que nuestra compañía, con las secciones desplegadas, se movía ahora sobre el terreno batido por los disparos producía, por el contrario, una sensación tranquilizadora; pensaba para mis adentros que aquel bautismo de fuego presentaba un aspecto más trivial del que había esperado. Con un extraño desconocimiento de los hechos volvía en redondo la cabeza para mirar con atención los blancos contra los que aquellas granadas podían ir dirigidas; no adivinaba que nosotros mismos éramos los objetivos contra los que con tanto ahínco se disparaba.

—¡Camilleros!

Teníamos nuestro primer muerto. Un balín de un
shrapnel
había desgarrado la carótida al fusilero Stölter. En un abrir y cerrar de ojos quedaron empapadas por completo las vendas de tres paquetes. El herido se desangró en pocos minutos. Cerca de nosotros estaban desenganchando en aquel momento dos cañones, que atraían hacia allí un fuego aún más nutrido. Un alférez de artillería andaba buscando heridos en el terreno situado delante de la trinchera; lo tiró al suelo una columna de vapor que se alzó ante él. Se levantó con lentitud y regresó hacia nosotros con una calma acentuada. Nuestros ojos brillaban al mirarlo.

Empezaba a oscurecer cuando recibimos la orden de seguir progresando. Nuestro camino atravesaba un terreno de sotobosque muy espeso, sobre el que llovían los disparos, e iba a dar a uno de los innumerables ramales de aproximación; los franceses, mientras huían, habían ido dejando esparcidos en él sus equipos. Cerca de la aldea de Les Eparges, sin tener ya delante de nosotros tropas de ninguna clase, nos fue preciso cavar una posición en un duro terreno rocoso. Acabé derrumbándome encima de un matorral y allí me quedé dormido. Medio en sueños, veía a veces cómo las granadas disparadas por una u otra de las dos artillerías enfrentadas trazaban, muy por encima de mí, estelas con sus espoletas encendidas.

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