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Authors: Ernst Jünger

Tags: #Bélico

Tempestades de acero (3 page)

BOOK: Tempestades de acero
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La llegada, cada atardecer, de la cocina de campaña representaba un rayo de luz en aquella monotonía insípida. La cocina venía hasta la esquina del Bosquecillo de Hiller; allí, cuando se levantaba la tapadera de la marmita, se esparcía un apetitoso olor a guisantes con tocino o a otras cosas exquisitas. Pero también en esto había un punto flaco: eran las legumbres secas, que los decepcionados amantes de los buenos guisos llamaban despectivamente «alambradas de pinchos» o «plaga de los campos».

Con fecha del 6 de enero encuentro en mi diario esta irritada observación: «Al anochecer llegó, bien removida, la cocina de campaña; nos trajo una bazofia que probablemente había sido confeccionada cociendo nabos congelados de los que se echan a los cerdos». En cambio hay allí, con fecha del día 14, esta exclamación de entusiasmo: «Sabrosa sopa de guisantes, sabrosas cuatro raciones. Suplicios de la hartura. Nos dimos una gran comilona y estuvimos discutiendo acerca de la postura mejor para engullir grandes cantidades. Yo defendía la postura de pie».

Nos repartían con abundancia un aguardiente de color rojo pálido, que recibíamos en las tapaderas de las cacerolas y que sabía fuertemente a alcohol; no era de despreciar, sin embargo, dado el tiempo tan húmedo y frío que hacía. También era de la clase más fuerte el tabaco que nos daban, pero recibíamos grandes cantidades. La imagen del soldado que desde aquellos días tengo grabada en la memoria es la del centinela que, con la cabeza cubierta por el puntiagudo casco forrado de tela gris y con las manos metidas en los bolsillos del largo capote, está de pie tras la aspillera y sopla contra la culata del fusil el humo de su pipa.

Lo más agradable de todo eran los días de descanso pasados en Orainville, que dedicábamos a dormir a pierna suelta, a limpiar nuestro vestuario y a hacer instrucción. Nuestra compañía se alojaba en un pajar inmenso; tanto para entrar como para salir disponíamos únicamente de una escalera parecida a las que existen en los gallineros. Aunque aquel edificio estaba aún lleno de paja, en su interior se encendían hornillos. Hasta uno de ellos me deslicé rodando una noche; sólo lograron despertarme los esfuerzos de algunos camaradas que muy enérgicamente intentaban sofocar el fuego. Con espanto comprobé que mi uniforme había quedado carbonizado de mala manera, y durante bastante tiempo me vi forzado a ir de un lado para otro vestido con algo que se parecía a un frac.

Tras una breve permanencia en el regimiento habíamos perdido por completo las ilusiones con que habíamos marchado a la guerra. En vez de los peligros que esperábamos, lo que allí encontramos fue suciedad, trabajo y noches pasadas en claro; sobreponerse a todo esto requería un heroísmo que no nos atraía mucho. Todavía peor era el aburrimiento; para el soldado es éste más enervante aún que la cercanía de la muerte.

Teníamos la esperanza de participar en un ataque; sólo que para hacer nuestra aparición en el frente habíamos elegido un momento muy poco propicio, en el que habían sido suspendidos todos los movimientos. También habían quedado paralizadas todas las pequeñas operaciones tácticas, en la misma proporción en que se había reforzado la construcción de trincheras y había ganado potencia exterminadora el fuego de los defensores. Unas semanas antes de llegar nosotros, una de nuestras compañías había osado aún realizar en solitario un ataque parcial sobre una franja de terreno de unos centenares de metros, tras una ligera preparación artillera. Los franceses habían abatido a los atacantes como si disparasen contra un blanco fijo; sólo unos pocos consiguieron llegar hasta las alambradas enemigas. Escondidos en agujeros, los escasos hombres que sobrevivieron aguardaron a la noche para, al amparo de la oscuridad, volver a rastras hasta la posición de partida.

El permanente exceso de cansancio de la tropa se debía también a que la guerra de posición, en la cual era preciso utilizar las fuerzas de un modo diferente, seguía constituyendo para al mando un fenómeno nuevo e inesperado. El número enorme de guardias que se hacían y el incesante trabajo de excavación resultaban en su mayor parte innecesarios e incluso perjudiciales. Lo importante no son los atrincheramientos gigantescos, sino el coraje y el vigor de los hombres que tras ellos se encuentran. Hacer cada vez más hondas las trincheras ahorraba tal vez algunos heridos por tiro en la cabeza, pero al mismo tiempo propiciaba que los hombres se aferrasen a las instalaciones defensivas y reclamasen seguridad; de mala gana renunciaban luego a esas cosas. También eran cada vez mayores los esfuerzos que era preciso dedicar al mantenimiento de las obras. El caso más desagradable que podía presentarse era la aparición del deshielo; éste hacía que los gredosos taludes de la trinchera, resquebrajados ya por la helada, se vinieran abajo en masa, cual si estuvieron hechos de papilla.

Es cierto que en las trincheras oíamos silbar los proyectiles y que hasta ellas llegaban también de vez en cuando algunas granadas disparadas desde los fuertes de Reims; pero estos minúsculos acontecimientos bélicos quedaban muy por debajo de nuestras expectativas. Con todo, algunas veces ocurrían incidentes que nos recordaban que detrás de aquellos sucesos, que parecían carecer de todo propósito, se encontraba acechante la cruenta seriedad de la guerra. Así, el 8 de enero cayó en La Faisanería una granada que mató al alférez Schmidt, ayudante de nuestro batallón. Se decía, por lo demás, que el jefe que dirigía los disparos de la artillería francesa era el propietario de aquel pabellón de caza.

La artillería seguía aún emplazada inmediatamente detrás de las posiciones; incluso en la primera línea se había instalado un cañón de campaña, que a duras penas se conseguía mantener oculto bajo unas lonas. Durante una charla que mantuve con los sirvientes de aquella pieza, los denominados «cabezas de pólvora», me llenó de asombro el oírles decir que a ellos les ponía mucho más nerviosos el silbar de los disparos de fusil que no la explosión de una granada al caer. En todas partes pasa igual; los peligros propios de nuestra profesión nos parecen menos terribles y más razonables.

A las doce de la noche del 27 de enero, nada más comenzar ese día, lanzamos tres hurras en honor del Kaiser y entonamos a lo largo de todo el frente el himno
Heil dir im Siegerkranz
[Gloria a ti, que llevas la corona del vencedor]. Los franceses respondieron disparando sus fusiles.

Por aquellos días tuve una experiencia desagradable que a punto estuvo de poner un fin prematuro y deshonroso a mi carrera militar. Nuestra compañía ocupaba el ala izquierda de la posición. En una ocasión, tras haber pasado toda la noche en vela, tuve que ir, al amanecer, a hacer una guardia, junto con otro camarada, a la hondonada del arroyo. Aunque estaba prohibido, yo, en vista del mucho frío que hacía, me había echado la manta por encima de la cabeza y me había recostado en un árbol, tras haber dejado el fusil en un matorral situado a poca distancia de mí. De repente oí a mis espaldas un ruido y quise echar mano al fusil —¡había desaparecido! El oficial de guardia se había acerca do sigilosamente hasta el sitio donde me hallaba y se había llevado mi fusil sin que yo me diera cuenta. El castigo que me impuso fue enviarme unos cien metros adelante, en dirección a los apostaderos franceses, sin otra arma que un zapapico— una idea que sólo se les ocurre a los indios y que a punto estuvo de costarme la vida. Durante aquella extraña guardia de castigo ocurrió que una patrulla nuestra formada por tres voluntarios se fue adentrando en el extenso cañaveral que crecía a orillas del arroyo; y era tal el ruido que en los altos tallos producía aquella patrulla al caminar con total despreocupación que los franceses lo notaron enseguida y comenzaron a disparar en aquella dirección. Uno de los componentes de la patrulla, de nombre Lang, fue alcanzado y nunca más se lo volvió a ver. Puesto que yo me encontraba muy cerca de allí, también a mí me tocó una parte de las salvas disparadas por los franceses —una forma de tiro que entonces estaba muy en boga—, de modo que las ramas de la mimbrera junto a la que me hallaba me silbaban en las orejas. Apreté los dientes y por terquedad permanecí de pie. Al caer la tarde vinieron a recogerme.

Todos nos alegramos mucho cuando nos dijeron que íbamos a abandonar definitivamente aquella posición. En Orainville celebramos nuestra partida con una fiesta nocturna en el gran pajar, durante la cual ingerimos cantidades enormes de cerveza. El 4 de febrero de 1915 llegó a relevarnos un regimiento sajón y nosotros volvimos a pie a Bazancourt.

De Bazancourt a Hattonchâtel

En Bazancourt, un aburrido pueblo de Champaña, el acuartelamiento asignado a nuestra compañía era el edificio de la escuela; el asombroso sentido del orden de nuestra gente hizo que al poco tiempo adquiriese toda la apariencia de un cuartel en tiempos de paz. Teníamos un suboficial de guardia que por la mañana nos despertaba con puntualidad, teníamos también un servicio de limpieza de las habitaciones, y todas las tardes nos pasaba revista el cabo mayor. Cada mañana salían las compañías a hacer instrucción durante varias horas en los terrenos baldíos de los alrededores. Al cabo de pocos días me vi libre de tales ejercicios, pues mi regimiento me envió a Recouvrence a realizar un cursillo de perfeccionamiento.

Recouvrence era una aldea pequeña y apartada, escondida entre amenas colinas gredosas. En ella se concentró un buen número de gente joven, procedente de todos los regimientos de nuestra división, con el fin de recibir un adiestramiento riguroso en las materias militares bajo la dirección de oficiales y suboficiales escogidos. En este aspecto, y no sólo en él, es mucho lo que los hombres del 73.º Regimiento tenemos que agradecer al alférez Hoppe.

La vida que en aquel apartado rincón del mundo se hacía era una curiosa mezcla de disciplina cuartelera y libertad estudiantil; la explicación de esto se halla en que la mayor parte de aquella tropa poblaba pocos meses antes las aulas y los laboratorios de las universidades alemanas. Durante el día se pulimentaba a los alumnos según todas las reglas del arte para transformarlos en soldados; por la noche los educandos se reunían con sus profesores en torno a gigantescos toneles de cerveza traídos de la cantina de Montcornet y se dedicaban a empinar el codo con igual metodicidad. Cuando a primera hora de la mañana las diversas secciones iban saliendo en tropel de los locales en que habían estado bebiendo, las pequeñas casas construidas con ladrillos de greda ofrecían el inusitado aspecto de una bacanal de estudiantes. El director del curso, un capitán, tenía, por lo demás, la pedagógica costumbre de hacernos practicar con redoblado celo la instrucción en las mañanas siguientes a aquellas orgías.

Hubo incluso una ocasión en que estuvimos en danza durante cuarenta y ocho horas seguidas. El motivo fue el siguiente. Una vez terminadas las libaciones, teníamos la respetuosa costumbre de dar una escolta segura a nuestro capitán hasta el lugar en que se alojaba. Una noche encomendamos esta importante misión a un tipo que estaba borracho como una cuba y que a mí me recordaba al
magister
Laukhard
[2]
. Regresó poco después y, radiante de alegría, nos anunció que, en vez de dejar al «viejo» en la cama, lo había depositado en el establo de las vacas.

No se hizo esperar mucho tiempo el castigo. Acabábamos de llegar a nuestros alojamientos y nos disponíamos a acostarnos cuando los tambores tocaron generala delante del edificio del cuerpo de guardia. Lanzando maldiciones volvimos a ponernos el correaje y salimos al galope hacia el lugar de la alarma. Allí se encontraba ya el viejo; estaba del peor humor imaginable y desplegaba una actividad poco común. Nos recibió a gritos:

—¡Alarma de incendio! ¡El edificio del cuerpo de guardia está ardiendo!

Ante los ojos de los asombrados vecinos del pueblo hubimos de traer rodando, desde el depósito en que se hallaban, las bombas de incendio, ajustar las mangueras e inundar el cuerpo de guardia con chorros primorosamente dirigidos. El viejo se hallaba de pie en lo alto de una escalera de piedra y a medida que pasaba el tiempo se ponía cada vez más furioso; desde allá arriba dirigía el ejercicio y nos espoleaba a gritos a que no interrumpiésemos nuestra actividad. De vez en cuando lanzaba rayos y centellas contra alguien, militar o paisano, que excitaba especialmente su cólera y daba orden de que en el acto se lo quitaran de la vista. Los desgraciados eran llevados a rastras, con la mayor rapidez posible, detrás del edificio, y de ese modo quedaban sustraídos a sus miradas. Al rayar el alba continuábamos dándole a las palancas de la bomba; las rodillas nos temblaban. Finalmente pudimos largarnos de allí a fin de prepararnos para los ejercicios.

Cuando llegamos al campo de instrucción, allí estaba ya el viejo, afeitado, despejado y bien despierto, dispuesto a entregarse con especial ahínco a nuestra formación.

El trato entre nosotros era el propio de buenos camaradas. Allí fue donde inicié una estrecha amistad, que luego se consolidaría en numerosos campos de batalla, con varios hombres jóvenes de destacadas cualidades; por ejemplo, con Clement, que caería en Monchy; con Tebbe, el pintor, que moriría en Cambrai; con los hermanos Steinforth, que lo harían en el Somme. Vivíamos juntos en grupos de tres o cuatro y el rancho lo preparábamos en común. En especial sigo conservando un buen recuerdo de nuestras cenas de diario, que se componían de huevos revueltos y patatas asadas. Los domingos nos procurábamos un conejo campero o un pollo. Como yo era el encargado de hacer las compras para la cena, la mujer que nos proporcionaba los comestibles me presentó cierto día un buen número de bonos que habían ido entregándole los soldados que hacían requisa. Eran un florilegio del humor popular; su contenido era en la mayoría de los casos del tenor siguiente: el fusilero N. N. había tenido algunas gentilezas con la hija de la casa y para recobrar fuerzas había requisado una docena de huevos.

Los vecinos de la aldea estaban muy extrañados de que todos nosotros, que no éramos más que soldados rasos, habláramos francés con mayor o menor fluidez. Esto dio ocasión a algunos incidentes muy divertidos. Así, una mañana me encontraba sentado con Clement en la barbería del pueblo cuando uno de los que allí aguardaban, hablando con aquel sordo acento dialectal que es propio de los campesinos de Champaña, le dijo a gritos al barbero, que justo en aquel momento tenía a Clement bajo su navaja:


Eh, coupe la gorge avec!

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