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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (30 page)

BOOK: Terra Nostra
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Azucena colocó la pálida raíz en mis manos, me obligó a cerrar los puños en torno a ese inmundo nabo palpitante, quise deshacerme de la ofrenda pero la piel babosa de la mandràgora se pegaba a la mía y huí llena de terror, de regreso a mi recámara, afiebrada, temblando, recordando el deseo de mi marido y supliéndolo con otro, real, vivo, tangible, un deseo que me estallaba en el cerebro y cursaba con fuego por mis pechos, mi vientre, mi sexo cerrado, mis brazos y mis piernas y mi espalda: un cuerpo, un cuerpo, quiero un cuerpo. Señor, un cuerpo mío, para mí; no una babeante raíz, no un tiñoso ratón, no un ulcerado marido: un cuerpo. Febril y enloquecida, me miré desnuda, lavada, limpia, nueva, en el espejo de mi recámara; toquéme; y al llegar mis dedos a la flor de mi castidad, descubrí que podía introducir uno de ellos, quebrando los restos de una membrana roída, hasta lo hondo de mi inédito placer; no entendí; yo me sabía virgen, yo era virgen, y sin embargo el soberano pórtico de mi virginidad era una confusión de hebras adelgazadas. No pude más; las sensaciones me vencieron; caí en cama y soñé; y de la plétora de mis experiencias inmediatas nació un sueño que era un recuerdo; te soñé y te recordé a ti : te vi arrojado bocabajo sobre una playa, barrido por el oleaje, sellada tu espalda por una cruz de color púrpura, clavadas en la lodosa arena las doce uñas de tus seis dedos en cada pie ; y al soñarte te recordé, nacido de las cenizas de mi ridículo martirio, de las visiones patéticas de mi marido y yo en aquel baño, de la fila de hechiceras, del contacto con la mandràgora: el bufón de la corte, al morir, dejó un niño desconocido, escondido entre la paja de su almohadón; la camarera Azucena le recogió, tuvo compasión de él, pidió permiso para que lo amamantara la perra recién parida; te conocí; regresaste; te soñé, náufrago en una playa desconocida…

Al despertar, me dije que merecería mis pecados y llamé, sin saber lo que hacía, al miniaturista de la corte, al fraile Julián que me había ofrecido los únicos momentos de alegría dejándome mirar sus estampas, medallones y sellos y pasándome secretamente los volúmenes del
De Arte Honeste Amandi
; y ante él me mostré desnuda y él, sin decir palabra, tomó sus pinceles y me pintó de azul las venas de los senos. Así resaltó todavía más la blancura de mi carne y luego el fraile me tomó a mí y por fin dejé de ser virgen. Recuperé mi perdida naturaleza. Mis muñecas. Mis disfraces. Mis huesos de durazno. Volví a ser yo; volví a ser niña. Digo: dejé de ser virgen en brazos de un hombre. Pues mientras el fraile me amaba con una precisa pasión que nada de mí desperdiciaba, yo me iba convenciendo de que, antes, había dejado de ser virgen con animal royente. Dormimos juntos después del placer. Me despertaron más tarde unos nimios rumores. Algo se movía entre las sábanas de mi lecho. Algo despedía un fétido olor. Un ratoncillo se agazapaba, se asomaba, nos miraba a Julián y a mí, volvía a esconderse; una blanca y nudosa raíz con figurilla humana, casi un hombrecillo, se iba acercando a nuestros rostros unidos, diseminando sueño, deseo y alucinación… Las mandrágoras nacen al pie de los cadalsos. No lloremos por los muertos: ceniza a la ceniza, arena a la arena. Cuando mudamos de casa, enterré a la mandràgora en esta la arena de mi alcoba. A ti te encontré al pie de las arenas del mar, Juan Agrippa.

La Señora se desvistió lentamente. Sin turbar el reposo del joven, llamándole pequeño escorpión dormido, como los bichos soñolientos que se paseaban dentro de las cajas de cristal, diciendo que había vuelto a encontrar sus duraznitos perdidos, a la vez suaves y rugosos y con sus duros huesos en el centro de la sabrosa y pulposa carne, colgando como dos frutas maduras del árbol de su dorada piel, lo lamió, lo besó, y cuando lo tuvo despierto y fuerte como una espada de fuego y mármol, tan fría que quemaba, tan ardiente que helaba, se sentó encima de él y lo clavó entre sus piernas, lo sintió quebrar la selva negra, separar los labios húmedos, entrar suave y duro; así deben ser las llamas que consumen a los condenados, se (le) dijo, condéneme entonces, acérqueme de prisa al infierno, pues no sé distinguir entre cielo e infierno, si éste es el pecado confúndanse en mi carne la salvación eterna y la eterna pérdida: llamarada de carne, serpiente devora dora de mis negros murciélagos, hijo del mar, Venus y Apolo, mi joven dios andrógino, acaricíame las nalgas, hazme sentir la respiración de tus compañones bajo mis muslos bien abiertos para ti, entiérrame un dedo en el culo, ábreme bien los labios, allí siento, juguetea con mis pelos lacios y mojados, déjame pegarlos a los tuyos, allí siento, allí, allí, allí muero porque no muero, allí, allí, clávame tu micer que es mi verdadero señor, méteme tu mandragulón que es mi verdadera raíz, sé mi cuerpo y déjame darte el mío, dame tu leche caliente, ya, ya, ahora, dámela, ya…

Más tarde, recostada al lado del nuevo y hermoso joven que desde ahora sería el habitante de esta alcoba, tratando de olvidar al joven anterior, la Señora dijo en voz muy baja, mírame bien, pues no verás a nadie más aquí; tomaré ese riesgo: que te hartes de mí, pero nunca saldrás de esta recámara ni verás a nadie y a nadie le hablarás, y a nadie más tocarás, sino a mí; antes quise ser generosa, le permití a ese muchacho escogido mientras te encontraba a ti, mientras buscaba la encarnación de mi sueño, le permití, te digo, vagar por el palacio e incluso salir afuera; le seduje con mi propio deseo, le hice soñar con una vida diferente, libre de las prohibiciones estrictas de la moral y la etiqueta que aquí nos sofocan y él llevó esa libertad a los corrales, a los establos y a las cocinas; por eso murió, y por la insensatez de querer dejar, en un poema, más de lo que pudo vivir; tú no vas a morir, mi bella mandràgora, tú sólo vas a vivir conmigo, mi rubio ratón, aquí, para siempre aunque siempre sea un fugitivo reloj, sólo conmigo, aunque me odies o te repugne, y de nada valdrá fingir, pues yo sabré en qué momento dejo de apasionarte, en qué momento comienzas a anhelar el aire y la compañía ajenos; quizás sea el momento en que tu semilla crezca dentro de mi vientre y, creyéndote escogido por el placer, rechaces las prisiones del deber; pero yo desde ahora te lo digo: sólo muerto saldrás de aquí, Juan Agrippa…

La Señora dejó de hablar, sorprendida otra vez por los rumores y los alientos que parecía emanar ese suelo de arenas blancas de su recámara; algo crecía allí, algo corría velozmente oculto, algo la miraba y, desde ahora, les miraba. Ella sólo miró al joven capturado, en apariencia soñador, playa sin huellas, muro sin signos, receptivo, escuchándolo todo sin decir palabra, oyendo la contestación a sus obsesivas preguntas, ¿quién soy?, ¿quién eres?, ¿dónde estoy?: el llamado Juan abrió un solo ojo y ese ojo, sin necesidad de palabras, le dijo a la Señora: un hombre sin pasado empieza a vivir en el momento en que despierta, oye y ve; el mundo para él es esto que primero mira, escucha y toca: tú, tus palabras; debo aceptar el nombre y el destino que me des, pues fuera de ellos nada tengo y nada soy; así lo quisiste tú: y conociéndote, ¿no temes que sea idéntico a ti, pues otra cosa que no seas tú no conozco?

Y en ese ojo abierto, tan inocente al ser rescatado de la orilla del mar, la Señora miró la incredulidad, la duda. Señora, mucho me has contado, pero no me lo has contado todo; y lo que tú no me cuentes, por mi cuenta lo he de vivir yo.

Desastres y Portentos

Así se sucedieron estas cosas: Martín se lo contó a Jerónimo, Jerónimo a Catilinón, Catilinón a Nuño, uno se lo susurró al otro, éste se acercó a la oreja de aquél, mientras mascaban los garbanzos o atizaban los fuegos o quemaban la cal, envueltos en una atmósfera de humo y polvo que mataba los tonos de las voces inquietas, secretas, rebanadas por el sol de navajas de este llano. Primero, un hecho muy sencillo: un sobrestante fue a cortar nogales, trepó por las ramas, cortó una al tiempo que caía, trató de salvarse tomando otra rama, no pudo y se mató; y luego unos destajeros andaban en el lienzo del mediodía del claustro grande en construcción, cuando cayó un oficial del andamio, de la cual caída murió; y luego cayó un carpintero de una grúa en el claustro pequeño junto a la portería principal y se mató, Nuño, se mató y ya son tres en otros tantos días; cuidado con subir a una grúa, Catilinón, o de nada te servirán tus mezquinos ahorros ni podrás ir a gastarlos una noche de verano en los figones de Valladolid; pero estas cosas no sólo le pasan a las gentes, Martín, sino a las cosas mismas, es como si nosotros mismos fuésemos cosas, pues lo que está pasando no hace distingos entre una barda y un cincelador; oye, Jerónimo, oye cómo arrecia el viento y derriba andamios, daña los tejados y cubre con una costra de polvo el agua escasa de los estanques; y al despuntar el alba, entra escondido, Martín, al terreno aplanado y bardeado donde piensan arreglar el jardín del palacio y mira a la Señora asomarse entre las cortinas de su recámara; puedes distinguirla por el brillo de sus arracadas, que a esa hora están a la altura del sol y le devuelven la mirada naciente; mírala mirando esa costra reseca y trata de figurártela imaginando un jardín de frescas y rumorosas fuentes, rosales y alelíes, lirios y azucenas, imagina, Martín, su deseo de apartar esas cortinas eternamente cerradas y abrir las ventanas de su recámara al olor tempranero de inexistentes madreselvas, olvidados jazmines y anhelados mosquetes, o permanecer sobre su lecho oliendo, escuchando y sintiendo la presencia, el rumor y la fragancia del jardín que le prometieron al traerla de las brumas inglesas, al casarla con nuestro Señor, al arrebatarle sus muñecas y sus huesos de durazno, ¿cómo sabes todas esas cosas, Jerónimo?, contórnelas la camarera mayor, Azucena, cuando vino a pedirme de favor que siendo yo el herrero de la obra le desaherrojara la cintura de castidad con que la ciñó su marido mi aprendiz al irse a una cruzada de la cual nunca volvió, y tú, Jerónimo, qué le pediste a cambio del favor, ¿eh? juguetear con sus blancos copos y luego meterle el mazorcón en la liebre a la éscanfarda Azucena, ¿eh?, calla y no te quejes, Catilinón, que quién no ha fornicado con el pellejón de Azucena o su ayudante la Lolilla, que por todos los obreros han sido sobajadas y chismes traen de allá y llevan de aquí; tú mira ese prometido jardín muy de mañana, Martinejo, y luego huye, temeroso de que te descubran en los espacios prohibidos de este palacio que nosotros construimos para ellos y espera con una inquietud tan frágil que mal se aviene con la rudeza de tu cuerpo y una zozobra tan honda que no puedes explicarla al mirar tus manos embarradas de yesca a que ese espejismo de sedas y holandas, nuestra Señora, pase junto a ti sin mirarte, con el azor encapuchado sobre una mano, en el diario recorrido entre la capilla y la recámara; escucha, Nuño, el polvo va a calmarse, la fatiga del sol encontrará descanso: la tempestad se desata en las cimas de las sierras de granito, desciende por los portillos y padrones con figura gris y amenazante de brazos abiertos y voces gemebundas y dedos ávidos, derrumba la barda de la cerca de una viña y da con ella en las cabezas de las muías y caballos; derriba un taller donde trabajan los oficiales de cantería y mata a uno de ellos; entonces nos alejamos todos de las grúas, los hornos y los cimientos, abandonamos el picón y los fuelles, nos juntamos atemorizados en los tejares donde se acumulan los ladrillos, la pizarra, la madera, corno si esos materiales pudieran protegernos contra la furia de la tormenta y el Señor ordena, porque Guzmán se lo sugiere, que el obispo salga de su retiro; gordo y viejo, apenas si puede oficiar y nunca deja verse, pero ahora sale portado en un palanquín por los monjes del palacio y tosiendo, amoratado de las manos, cubriéndose el rostro con un pañuelo, es llevado en ancas hacia los rincones de las fraguas, de los tejares, de las canteras, escupiendo flemas en la tela de batista y tratando de vencer al viento con sus gritos mientras los monjes intentan mantenerle la alta mitra sobre la cabeza, el báculo de plata entre las manos, el cíngulo amarrado a la panza vasta y fofa y la dalmática sobre los hombros redondos:

—¡Esto hace el demonio para nos engañar, pero no sacará provecho de ello, que pasar tenemos delante y él quedará por ruin! ¡Regresen al trabajo, hombres de Dios, amada grey, que la recompensa de tantos esfuerzos es nada menos que el cielo prometido! ¡Vade retro. Satanás, que de aquí nada tendrás! ¡Al trabajo, al trabajo, y luego al cielo, al cielo!

Levanta los dedos hacia las veloces nubes y, como si lo hubiese convocado (tú lo viste, Jerónimo, pues su luz apagó la de tus fraguas) aparece en el cielo un cometa de cabellera ancha, bella y grande, con la raíz hacia tierras de Portugal y la cabellera volando hacia Valencia; corre con su larga crin plateada y sigue brillando en la noche, cuando los palafreneros se han llevado al agotado obispo y nosotros seguimos arrejuntados en los tejares, temiendo salir o comer, pues no sabemos qué significado atribuir a estos portentos y sólo escuchamos, en la gran quietud de la noche, el aullido de un perro; un aullido que reúne la rabia y el dolor, lastimero y amenazante, que nos da más miedo que la tempestad, el cometa y las muertes de nuestros compañeros; y no sólo nosotros, Martín; los ánimos se están caldeando; allá adentro el obrero mayor riñó con los oficiales y el arquitecto mayor con el aparejador y fue tal el pleito que la guía sobre la que estaban parados se quebró y el primer destajero cayó y murió estrellado contra las baldosas de granito; ¿qué sabemos nosotros, Jerónimo?, lo que llega a nuestras orejas, Catilinón, nomás lo que logra romper nuestras costras de cerilla, nomás, lo que sale de esas alcobas que jamás veremos y se cuela por las criptas vacías y las capillas heladas a lo largo de los claustros y patios y soportales y porterías de este palacio en el que, a pesar de haberlo construido con nuestras propias manos, nos perderíamos, pues tú y yo, Martín, sólo conocemos, día con día, el sitio de un cimiento o el espacio de un muro revocado y luego nos dan cinco ducados por cada ventana sin que sepamos qué se podrá mirar desde ella y dieciocho reales por cada puerta sin que averigüemos a dónde se entrará cuando se abra, nosotros vemos como los ciegos, con las manos, a tientas, lo que vamos construyendo, pero nunca sabremos ni cómo fue este palacio entero en la cabeza de quienes lo concibieron ni cómo será una vez que quede terminado y habitado por nuestros señores; júralo que nunca miraremos de las ventanas hacia afuera y júralo que nunca entraremos por las puertas hacia adentro; si algún día. florecen los rosales que la Señora tanto desea en su jardín, no serás tú quien los mire; y a cambio de nuestros sentidos, Catilinón, se nos dieron cinco ducados para no mirar y dieciocho reales para no oír, socarrón Cato pero ciego y baldado y que te llenen de garbanzos la bocaza blasfema; cágate en Dios, podricajo, jura mala en piedra caiga y para bien tus atascadas orejas: por las cocinas y establos nos llegan los decires de allá adentro, más pesados y duros que las planchas de plomo que aquí derretimos todos los días para los terrados: cometa en verano quiere decir sequedad y muerte de príncipes; cometa bajo el signo de Cancro donde ahora se halla la estrella de Marte quiere decir desventura: eso dijo allá adentro el astrólogo fray Toribio y eso llegó a nosotros por el camino de los pasillos y los corrales y las bocas de Azucena y Lolilla, pero tú y yo sólo sabemos que tenemos miedo. Nuño, y que el perro aúlla como si quisiera avisarnos algo, ¿qué dices, Martín?, ¿que el perro no quiere asustarnos, sino otra cosa: advertirnos?, ¿qué cosa, viejo Jerónimo, qué cosa crees tú que quiera decirnos, tú que traes en los ojos el mismo fuego de tus hornos y en la barba el mismo rojo vivo de tus tizones?, ¿qué dice ese perro que espanta todas las noches, corriendo y ladrando a lo largo de los pasillos y capillas y metiéndose en el claustro de las monjas a matarlas de miedo, y aun a la recámara del Señor y a los aposentos del prelado, arrastrando cadenas y bocinas que chiflan por su cuenta, pues tal es la rauda carrera de ese perro invisible que todos oyen mas nadie ve, que nadie temería si pudiese verlo, ese perro jadeante, ba ha ñero, porfioso y de gran viento que todas las noches corre detrás de un rastro secreto y antiguo como si fuera nuevo, latiendo como si en ello le fuese la vida?; óiganlo: ¿el perro nos dice que no tengamos miedo?; oye lo que nos cuentan, Nuño: tú y yo sabernos que desde ayer el cometa desapareció pero que la tempestad sólo se agazapó, se cubrió con sus propios velos para engañarnos y sigue allí, aplomada y nerviosa, disfrazada de bajo cielo, oscureciendo el perfil de la sierra; eso lo sabemos porque lo vemos; y escuchamos al perro que de noche corre por las galerías desiertas del palacio; pero ahora vienen a contarnos que a la cuarta noche de las correrías del can5 las monjas, a fuerza de oírlo y no verlo, decidieron que era un perro fantasma, un alma del purgatorio, el mensajero de la desgracia, el guía de los muertos y se juntaron todas a la medianoche en la capilla, junto a la alcoba del Señor que se moría de jaquecas, bajo la mirada del cuadro italiano y junto a las estatuas de los sepulcros reales, y allí empezaron a rezar primero, luego a cantar y finalmente a ladrar más fuerte que el propio perro, para acallarlo, a chiflar más fuerte que las bocinas arrastradas, para darse ánimos o quizás para pare— terse al can espectral, pues nos han venido a contar que en sus arrebatos las piadosas hermanas, luego de caminar de rodillas hasta sangrarse, empezaron a azotarse entre sí con los látigos penitenciarios y terminaron por orinar, muertas de miedo, cuando aumentó el ruido de cadenas, junto a las columnas del sacro aposento, más atemorizadas ahora de sí mismas que del perro, arrejuntadas, abrazadas y olfateándose unas a otras por lado de los sobacos y entre las anchas faldas de sus hábitos negros, lloriqueando y gimiendo cada vez más bajo hasta que las cadenas, las bocinas y los ladridos del perro invisible llenaron todo el espacio dejado vacío por el miedo de las hermanas, aunque ellas siguieron abriendo las bocas sin emitir sonido alguno, como si bostezaran, y los aullidos del can parecían salir de esas bocas abiertas, pasmadas, sin labios, puras rajadas en la carne del rostro, como las bocas de las víboras y las mandrágoras, Madre Milagros, que dicen se arrastran las culebras y nacen los hombrecillos mágicos al pie de los cadalsos y de eso sobra en España, Catilinón alegre, ruin en tu tierra y fuera de ella, no lo olvides: en España los cadáveres no se los comen los gusanos, sino que los gusanos son devorados por los cadáveres y así todos sirven para cebar a las víboras que acaban comiéndoselo todo; y haz por llorar mucho, Nuño, si algún día mueres en la horca, para que tus lágrimas engendren a la mandràgora : tendrás descendencia, pobrecito cabrón desgraciado.

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