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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (33 page)

BOOK: Terra Nostra
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—Cada uno ha sido colocado dentro de su sepulcro, Señor. Allí yacen.

—Todo lo preparé, todo lo ordené para que la llegada de las treinta literas fúnebres coincidiera con mi cumpleaños y, así, se confundiesen las celebraciones de la vida y las de la muerte; un año menos de vida para mí un año más de muerte para ellos; pero ahora al fin juntos, todos juntos, celebrando tanto nuestros excesos como nuestras carencias, pues, dime, Guzmán, ¿carecen ellos de vida o carezco yo de muerte; sóbrales muerte a ellos o sóbrame vida a mí?

—En mi humilde opinión, estos muertos bien muertos están, y de tiempo atrás. No es hora de llorar por ellos, sino de convertir esta ceremonia en celebración de la vida y del poder que es vuestra vida.

—Ordené; preví. Que todos lleguen juntos, el mismo día, el día de mi cumpleaños. No fue así, lo has visto. Las caravanas se retrasaron cuatro días.

Exigió usted la perfecta simetría de la procesión; que todos lleguen juntos a este lugar, no uno el martes y cinco el viernes y tres más el domingo; de manera que muchos se vieron obligados a esperar al pie de la sierra la llegada de los demás, de los que se retrasaron por accidentes del camino, desorientaciones, inesperadas tormentas, quizás encuentros imprevistos, no sé…

—No bastó mi voluntad.

—Los elementos son invencibles, Señor.

—Calla. No bastaron mis órdenes. Cuatro días de desesperada espera: cuatro días durante los cuales se sucedieron otros accidentes, otras muertes, otras furias que hubiesen sido evitadas si todos llegan el día de mi cumpleaños. Bocanegra no hubiese muerto. Tú no lo habrías asesinado.

—No me culpe usted. Tenía rabia. No podía seguir al lado suyo. ¿Vale la pena conservar a un perro y perder a un príncipe? La caridad tiene límites. El dolor, si no ha de convertirse en melancólico artificio, también.

—Bien, bien, Guzmán; todo volverá a quedar en paz; las monjas ya no se arremolinarán enloquecidas frente a mi alcoba; los obreros volverán al trabajo y pronto quedará acabada esta, la obra de mi vida, panteón de mis antepasados y mausoleo de mi propio despojo.

—Celebremos la vida, Señor; no nos anticipemos al tiempo.

—Ponme el anillo de huesos que ya siento los calambres.

—Regresemos a la alcoba y allí os acomodaré los pies sobre un cojincillo y podréis dictarme con tranquilidad.

—No, Guzmán, no; tiene que ser aquí, en la capilla, tú sentado ante el atril y yo recostado sobre estas heladas baldosas; los dos rodeados por los treinta sepulcros de mis antepasados; dime, Guzmán, ¿por dónde llegaron a esta cripta los restos, si esa escalera para ellos construida aun no está terminada?

—Hubieron de dar la vuelta por las caballerizas, las cocinas, los patios, las galerías y las mazmorras, pisar la húmeda hojarasca del pasado invierno acumulada en estos subterráneos, hasta llegar aquí.

—¿Por qué no está terminada la escalera?

—Os lo he explicado; témese interrumpir vuestras devociones…

—No, no me entiendes; debía estar terminada; ordené sólo treinta escalones entre la cripta y el llano, un escalón simbólico por cada féretro que por allí debió descender a su tumba en este gran día; ¿por qué han construido treinta y tres escalones?, yo los he contado, ¿a quién más esperan?, ¿hasta dónde piensan llegar? no habrá más cadáveres, son treinta, treinta fantasmas, mi número de espectros, Guzmán, ni uno más, ni uno menos, ¿a quién más esperan?

—Lo ignoro, Sire.

—¿Quién ha construido la escalera?

—Os lo repito: todos, ninguno, no tienen nombre. Es gente sin importancia.

—Si los cadáveres hubiesen descendido por la escalera… tú no sabes, Guzmán, no te imaginas…

—Sólo sé lo que el Señor se digna comunicarme y ordenarme, Señor.

—Óyeme en secreto, Guzmán; yo he subido por esa escalera, y ascenderla es ascender a la muerte. Bajando por ella, ¿habrían descendido mis antepasados a la vida, habríanse recompuesto como yo me descompuse, ascendiendo, en el espejo? ¿Estaría yo rodeado hoy de mis ancestros vivos?

—Me es difícil seguir el razonamiento del Señor. Vuelvo a pedirle que regresemos a la recámara; allí estará cómodo…

—No, no, tiene que ser aquí, los dos viendo y siendo vistos por ese cuadro que me mandaron de Orvieto; a ese cuadro le hablaremos y él terminará por hablarnos; yo lo sé; desenrolla bien el pergamino y colócalo sobre el atril, siéntate, Guzmán, cumple mis deseos, escribe y piensa que cuanto te diré nos lo dirá ese cuadro que se servirá de mis labios para dar voz a su muda alegoría.

—Señor: la tempestad calmó los fragores del verano en la llanura, pero se coló fríamente en esta cripta, como si aquí esperase un prematuro encuentro con el invierno; vuestros dientes castañetean y vuestros huesos crujen, ateridos; permitidme…

—Escribe, Guzmán, escribe, lo escrito permanece, lo escrito es verdad en sí porque no se le puede someter a la prueba de la verdad ni a comprobación alguna, ésa es la realidad plena de lo escrito, su realidad de papel, plena y única, escribe: En el nombre de la Santísima Trinidad, tres personas y un solo Dios Todopoderoso y Verdadero, creador de todas las cosas, espera, Guzmán, qué decimos, qué escribimos, por mera costumbre, ¿tú nunca dudas, Guzmán, a ti nunca se te acerca un demonio que te dice, no fue así, no fue sólo así, pudo ser así pero también de mil maneras diferentes, depende de quién lo cuenta, depende de quién lo vio y cómo lo vio; imagina por un instante, Guzmán, que todos pudiesen ofrecer sus plurales y contradictorias versiones de lo ocurrido y aun de lo no ocurrido; todos, te digo, así los señores como los siervos, los cuerdos como los locos, los doctores como los herejes, ¿qué sucedería, Guzmán?

—Habría demasiadas verdades. Los reinos serían ingobernables.

—No, algo peor; si todos pudiesen escribir a su manera el mismo texto, el texto ya no sería único; entonces ya no sería secreto; luego…

—Ya no sería sagrado.

—Cierto, así sería, Guzmán; y tú tendrías razón, los reinos serían ingobernables, pues, ¿en qué se funda un gobierno sino en la unidad del poder?, y semejante poder unitario, ¿en qué se funda sino en el privilegio de poseer el texto único, escrito, norma incambiable que supera y se impone a la confusa proliferación de la costumbre? Los súbditos, haciendo, están; el príncipe, haciendo, es; la costumbre se dilapida, agótase, se renueva y cambia sin concierto ni meta, pero la ley no varía, asegura la permanencia y la legitimidad de los actos del poder. ¿Y en qué se funda esa legitimidad?

—En que la ley que el príncipe invoca dice ser reflejo de la inmutable ley divina, Señor; tal es su legitimación.

—Entonces escúchame. Tú nunca has ascendido esa escalera, ¿verdad, Guzmán?, tú no has visto el cambio reflejado en un espejo… un espejo que no sé, no sé, no sé… no sé si refleja el origen o el fin de todas las cosas… o si me dice que todas las cosas son idénticas en su origen y en su fin… pero, ¿qué cosas, Guzmán, qué cosas, haz el favor de decirme, tú no dudas, tú no imaginas? Pues si todas las cosas son nombrables y numerables y pesables, su creador es desconocido, nadie le ha visto nunca y quizás nunca nadie le verá, el creador no tiene número ni peso ni medida y su nombre se lo pusimos nosotros, se lo escribimos nosotros, no nos lo dijo él, él nunca ha escrito su propio nombre, ni Alá, ni Yavé, ni Ra, ni Zeus, ni Baal, que son todos nombres que al creador hemos dado los hombres, mas no se da él.

—Perdón, Señor; si cuanto habéis dicho es cierto, entonces me permito pensar que el nombre que le ponernos a Dios no puede ser sagrado porque no es secreto; y no puede ser secreto porque necesita ser conocido de todos para que todos le adoren. Un Dios adorado a hurtadillas es cosa de brujería, y ese Dios, diablo ha de ser.

—Te permito pensar, pero piensas mal, mi pobre Guzmán. Sabes mucho de azores y perros, pero poco de las cosas del alma.

—Estoy a los pies del Señor.

—Piensa mejor que el nombre de Dios será siempre secreto y sagrado, pues nadie sino Él lo sabe, y luego abre un abismo entre ese misterio y la jugarreta que aquí representamos, pues yo aquí estoy donde estoy, y tú a mi servicio, Guzmán, porque yo creo, tú crees y mis súbditos creen con nosotros que un divino derecho nombróme príncipe: que Dios escribió mi nombre para gobernar en el suyo. ¿Sabe Dios mi nombre mientras yo desconozco el suyo? ¿Qué ciega tortura es ésta, y qué injusticia?

—Dáis extraños nombres a la fe, Señor mío. En Dios se cree, no se intenta probar su existencia. Si os consuela, pensad que si vos no podéis probar la existencia de Dios, a Dios le es igualmente difícil probar la vuestra.

—¿Me pides que renuncie al anhelo de conocer a Dios?

—Nada os pido, Sire; os escucho y acompaño. Y os recuerdo que si creemos en Dios, Dios creerá en nosotros.

—¿Sabes quién me escuchaba y acompañaba antes, Guzmán?

—Vana pretensión sería de mi parte; sirvo al Señor, no le vigilo.

—El perro. Bocanegra. Él escuchó antes todo lo que yo te digo hoy.

—Gracias, Señor.

—Tú escribe; hazlo.

—Y si lo escrito permanece, ¿puedo, con respeto, preguntarle al Señor por qué ha decidido que yo oiga y escriba lo que antes sólo al perro le era dado oir sin entender?

—No, no puedes. Mejor escribe. Preguntóle a nuestro obispo aquí mismo, en esta cripta, si conocía al creador, y dijo que no; si esperaba conocerle y dijo que sí, si la buenaventura de la muerte y la resurrección le llevaban a sentarse a la vera del Padre y mirarle al rostro, en el paraíso reservado para los buenos cristianos; ahora voltea hacia esa escalera, Cruzmán, mírala, te desafío a subir por ella con un espejo en la mano, te desafío: subirás al término y al origen de todo, pero como yo, no verás al creador en el espejo, y será esa ausencia, más que el anuncio de nuestra irremediable senectud, de nuestra muerte fatal, lo que nos aterrará; al mirar al espejo sólo conocerás, como yo, la soledad más promiscua, pues muriendo yo estaba solo porque no veía a Dios, pero no estaba solo, me entiendes, sino rodeado de la materia, devuelto a ella, absorbido por ella como por una esponja gigantesca; y el ser a quien según la doctrina asemejo, el ser que me dio la vida con su propia semejanza divina, no me esperaba al final de todo para guiarme, recogerme y consolarme, reconocerme al reconocerle, comprobar al fin mi existencia en la suya, como cree nuestro obispo: para llevarme con él al paraíso; el creador no estaba, yo estaba solo con la materia viva pero muda y no supe si eso era el cielo, el infierno, la vida eterna o la muerte transitoria; ¿y sabes por qué nunca le he visto?; porque sospecho que el Padre jamás nació, jamás fue creado; ésa es la pregunta que ni nuestro obispo, ni el letrado fray Julián ni el astrólogo fray Toribio ni nuestro pobre Cronista que tantas cosas imaginó, han podido jamás contestarme para aliviar mis propias imaginaciones y fortalecer mi bien probada fe: ¿quién creó al Padre?; ¿creóse el Padre a sí mismo?; ni el dogma ni el obispo ni el afán conciliador del fraile pintor ni la imaginación del Cronista ni las estrellas del astrólogo pudieron contestarme; contestóme a mí mismo: el Padre jamás nació, jamás fue creado; ése es su secreto, su diferencia, y sólo sabiendo esto entenderemos por qué fue capaz de crear: para que nadie se le pareciera.

—¿Debo escribir todo esto, Señor?

—Es más: puedes confirmarlo, si te atreves a subir, como yo, por esas escaleras que no conducen, como engañosamente nos indica nuestra mirada, al llano circundante, sino a los orígenes de todo, sí, escribe, Guzmán, que quede constancia: yo he estado en el origen y no he visto nacer al Padre. Mira hacia arriba, al final de la escalera de piedra; mira más allá del llano; ¿qué ves?

—Las tormentosas luces de esta mañana de verano.

—Atrévete a subir; toma mi espejo y dime qué ves en él, a medida que asciendes^ al detenerte en cada peldaño…

—Señor, no me pida que repita sublimes acciones que por ser suyas son inimitables; ¿quién soy yo…?

—Un mortal. Y por ello, como cualquier mortal, puedes conocer las moradas del creador; sí, puedes subir como yo, con fray Toribio nuestro estrellero, a la más alta torre para ver los cielos a través de los vidrios que su invención ha tallado a fin de penetrar con el ojo humano las opacidades del firmamento; hurgué los cielos con los aparatos mágicos del caldeo y en ninguno de los rincones de la cúpula que nos abraza pude encontrar la efigie del Padre nonato; y sin embargo, mirando a través de esos cristales, escuchando los nombres que fray Toribio da a las mansiones celestes y midiendo las distancias que entre cuerpo y cuerpo, estrella y estrella, polvo y polvo, calcula, vi que aunque el Padre era invisible, el cielo no estaba vacío; me dije que esas esferas y esas partículas disímiles no eran el Padre, pero sí la visible prueba de su descendencia creadora. Aunque también pensé, escuchando las explicaciones del fraile Toribio, que si su ciencia era cierta, entonces también era limitada,

pues si los cielos son verdaderamente infinitos, como lo sostiene el estrellero, lo que los lentes podían mostrarme era sólo parte finita de esa inmensidad; y que si los cielos eran infinitos, el misterio de su carencia de límite no excluía la regla del principio creativo: en algún lado y en algún momento fue creado el primer cielo; y construido el primer cielo, de él se derivaron los siguientes cielos, semejantes al primero, pero cada vez más lejanos de él, hasta que la reproducción de los cielos, cada vez más pálida, cada, vez más tenue, como sucede con las repetidas calcas, pudo ser vista por nosotros. Conocemos, con todo y los cristales de fray Toribio, sé)lo el último cielo, Guzmán, la copia más imperfecta, la más alejada del modelo original aunque la más cercana a la tierra que habitamos, y temo que todas las cosas de nuestra tierra no sean sino el producto de la creación más cercana a nosotros pero más alejada del Padre, que sólo indirectamente nos creó, pues primero creó poderosos ángeles que a su vez crearon ángeles cada vez más inferiores que al cabo nos crearon a nosotros. Somos el resultado del desganado capricho de unos ángeles aburridos que no tuvieron más fuerza e imaginación que los necesarios para inventar la miseria humana. Pero así cumplieron el secreto designio del creador: que el hombre fuese lo más distante y lo más distinto del Padre original.

—El último acto de la creación fue la creación del hombre y del mundo, Señor; así lo atestiguan las Sagradas Escrituras.

—Que estando escritas, son; líbreme Dios de contradecirlas… mas no de enriquecerlas.

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