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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (37 page)

BOOK: Terra Nostra
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—No, nadie tendrá una segunda oportunidad, ni los muertos ni los vivos ni los que jamás nacerán ya; cuanto te he dicho vano sería si no asegurase, con palabras escritas, el deseo que sin palabras se hace sentir en cada pulso de mi vida: muerte, sé realmente muerte, inexistencia, radical olvido y desaparición; mi poder es absoluto porque seré el último Señor, sin descendencia, y entonces tú y los tuyos, sin necesidad de delatarme, podrán hacer lo que quieran con mi herencia…

—Señor, de pie, por Dios, no beséis mis pies, yo…

—No habrá más hijos desgraciados, tarados, obligados a matar los sueños ajenos para que el poder pueda transmitirse de generación en generación, no habrá más…

—Señor, Señor, de pie, así, apoyáos en mi brazo, Señor…

—Sí, déjame firmar, si lo que digo es cierto, qué más da…

—Confiad en mí, Señor; habéis construido una casa para los muertos con el trabajo, los accidentes y la miseria de los vivos; yo tengo orejas, Señor, yo tengo ojos, yo sé oler; la borrasca es sólo una advertencia natural de lo que sucede en el ánimo de los hombres; dejadme obrar, Señor; dejadme actuar contra los hombres pues, como Vos, nada puedo contra la naturaleza; dejadme obrar allí donde el acto natural y el acto humano se confunden: tal es el privilegio que nos habéis acordado a los hombres nuevos, actuar sin la duda que se levanta entre la moral y la práctica: ¿se incendiaron las campanas de la torre a causa de un rayo, o a causa de un premeditado fuego encendido allí por manos muy humanas?

—¿Dudas, Guzmán?

—Señor: estos campos están sembrados con las negras flores de brocado que la tormenta arrancó a los catafalcos. En estos momentos, un cincelador, un herrero, los antiguos pastores de estos lugares, andan por las tierras resecas recogiendo crespones y pensando, recordando que la gente del lugar fue desposeída, desalojada de sus pastos, desviados sus arroyos, agotadas sus reservas de agua, para que sobre la ruina de la tierra se levantase una ciudad funeral. Dejadme obrar, Señor; y que en mis obras encuentre su mejor aliado vuestra voluntad de conquistar el infierno en la tierra; y que mis obras de servicio terminen por identificarse con la obra de muerte y desaparición que tanto anheláis…

—Guzmán… ¿qué haces? ¿por qué separas esa cortina?, ¿qué se mueve detrás de esa cortina?, ¿no estábamos solos, tú y yo?, ¿quién es?, ¿quién es, Guzmán, qué me muestras, qué me ofreces, quién es?

—Ved, Señor, hay un testigo; lo ha escuchado todo…

—¿Quién es? ¿Por qué tiene el pelo tan corto? ¿Es un muchacho? No, el camisón no puede ocultar la forma de los senos, quién es, por favor…

—Venga a la alcoba, repose, recuéstese…

—¿Qué me muestras, quién es esta muchacha, qué hermosa muchacha, qué blanca, qué ojos tan negros, qué piel de azucena, qué ojos de aceituna, por qué la has traído aquí, quién es?

—Repose, Señor; ella llegará hasta usted; usted no necesita moverse; ella lo hará todo. Aunque virgen, es sabia; así corno usted es quien es a causa de la vida y de la muerte de esos despojos que aquí enterramos hoy, ella es quien es a causa de la tierra donde nació…

—Guzmán, ¿qué haces?, estoy enfermo, yo estoy enfermo…

—Ella es un río lento y ancho…

—Aléjala, Guzmán, yo estoy podrido…

—Ella es un olor a geranios mojados y cáscaras de limón, pasa, Inés, pasa, no tengas miedo, nuestro Señor te necesita, después de tanta fiesta de la muerte los cuerpos exigen la celebración de la vida, es ley de natura, nuestro Señor te dará todo el placer que tú necesitas, deja de pensar en los aparejadores y herreros y plomeros, deja de torturarte imaginando amores imposibles con la escoria que trabaja en esta construcción, pierde tu virginidad en brazos de nuestro Señor, ven, Inésilla, tú necesitas al Señor y el Señor te necesita a ti, ven, Inesilla, estás advertida, debes dejarte preñar por nuestro Señor…

—No, Guzmán, no, ¿no te he dicho…?

—…pues si el Señor no puede ofrecer un heredero, así sea un bastardo, la madre del Señor impondrá su voluntad, hará creer a todos que ese muchacho imbécil que trae en su séquito es el verdadero príncipe, el soberano providencial anunciado en todas las profecías del vulgo, el último heredero, el usurpador universal, el hijo verdadero del verdadero padre; tema a su madre, Señor, témala, pues aun mutilada como está, simple bulto envuelto en trapos negros, sin piernas y sin brazos, suple sus miembros con la intensidad de su voluntad y la lucidez de su vieja cabeza, yo sé ver. Señor, yo sé olfatear, yo escucho va el rumor amotinado, el des— contento porque este reino carece de legítimo heredero, el descontento si la Dama vuestra madre impone a un idiota como príncipe; de todos modos, la rebelión…

—Guzmán, no traiciones mis propósitos: no quiero heredero, quiero ser el último Señor y luego nada, nada, nada…

—Escoja pronto Señor, no hay tiempo: o sacrifica usted su voluntad de muerte personal y renueva su vida con la fértil semilla de esta muchacha del pueblo, o se enfrenta una vez más a la rebelión y al deber de reprimirla, como antes lo hizo de joven, llenando una vez más de cadáveres las salas de su palacio; escoja, Señor, la sangre renovada o la sangre derramada; y vea, Señor, cómo le ofrezco lo que niega la deslealtad que usted sospecha en mí: la continuidad de su dinastía. Señor…

—¿Por qué, Guzmán?

—¿Qué sería de mí en un mundo gobernado por niños, enamorados y rebeldes? Basta; tome pronto a esta muchacha, métala entre sus sábanas negras, acaríciela, Señor…

—Guzmán… el cuadro… qué negro espacio… la luz se ha ido…

—No mire más la pintura; mire la carne, Señor, no podrá usted imaginar que haya tanta suavidad en el mundo, debe tocarla para creerlo…

—Qué horrible voz… ¿quién habla desde las sombras del cuadro?… no entiendo… horror…

—Piérdase en su placer, Señor, y déjeme obrar. Y si dispuesto está a morir, muera en brazos de esta doncella, eyacule entre sus muslos redondos y entregue su alma al demonio.

—Sí, que venga, que venga, acércamela, Guzmán, déjame tocarla, déjame…

El cuadro: Siempre apagan las luces cuando yo hablo. Siempre hablo en la oscuridad; la atención está en otra parte; nadie me ha hecho caso nunca; y con razón. Un personaje secundario, un miserable carpintero judío que no sabe leer ni escribir, un trabajador honrado que siempre se ha ganado el sustento con las manos. Ellos no saben de eso. Ellos desprecian mis callos y mi sudor. Pero sin mí, ¿en qué se sentarían, en qué dormirían? Bah; no podrían sentarse a discutir sus problemas idiotas ni acostarse a soñar sus sueños igualmente imbéciles. No; apagan las luces cuando yo hablo porque me tienen miedo. Miedo a la sencilla verdad de un hombre viejo, velludo, encallecido, ignorante, pero que sabe la. verdad y por eso me temen y me ocultan como una fea enfermedad. José no existe. Ese carpintero se conforma con un buen atracón de cordero, ajo, pimientos y vino. Puede que sea cierto. Le seguí los pasos al bastardo y la verdad es que nunca me fijé demasiado en lo que dijo o hizo porque había otras cosas más interesantes que ver alrededor; la ultima vez que se reunió con sus amigotes a cenar yo los espié desde afuera, no pude oír lo que decían, no me importaba, yo estaba afuera, confundido entre los perros, los afanadores y los pasantes, y mirando hacia adentro preferí fijarme en la actividad de los cocineros y las mozas, en los braseros y su sabroso olor, en los platos de comida y el pan y el vino que les sirvieron. Es verdad; me distrae mucho todo lo que sabe bien, lo que se puede tocar y oler y masticar; no tengo paciencia para las palabras complicadas de esta banda de maricones, que lo son: lo único que vi claro fue que Judas le dio un beso al bastardo. Eso prueba que no era hijo mío; un hijo mío dejarse besar por un hombre, bah… Se apagan más y más las luces, no quieren oírme, me temen. Me han inventado una personalidad que no es la mía, un viejo manso e ignorante que se traga todas las mentiras y apenas si juega un papelito oscuro y a las orillas de cuanto sucede. Se reirían si supieran la verdad. Desde jovencito, José fue el macho, el bravucón, el buen comedor y el buen bebedor; que lo digan, si creen que miento, los burdeles de Jerusalén, las tabernas de Samaría, los establos de Belén donde me conocieron, sobre la paja, más de veinte mozas recalentadas por los ardientes días del desierto y que de noche se hubieran muerto de frío si no es por mí; ése soy yo, José, y gracias debían darme María y su familia porque tomé en matrimonio a la muchachita, la saqué de su casa arruinada pero eso sí, muy pretenciosa y todos dándose aires de reyes, aunque muy dispuestos a que un honrado trabajador de la carpintería les diera de comer. Bah. Así me pagó la muy desgraciada. Primero que no, no me puedes tocar, tengo miedo, deja que me acostumbre, poco a poco, me duele, ahora no, otra noche quizás, y un buen día noto que siendo virgen, está embarazada y bien embarazada y vaya golpiza que le propino y ella jurando que todo fue obra de una paloma, ¿de qué me vio cara?, ¿José el macho cornamentado por una paloma?, vaya golpiza, vaya, vaya… La abandoné; fuime a Belén a reanudar amistades; allá me siguió y tuvo a su hijo y en seguida la muy habladora empezó a contarle a todos los pastores del lugar que su niño era el hijo de Dios y esto lo oyeron tres saltimbanquis disfrazados con turbantes, magos y titiriteros de profesión y también chismosos profesionales que se encargaron de llevar la noticia hasta la corte; y luria y miedo de Herodes y niños descuartizados por toda la Judea y yo rumbo a Egipto lejos de todo ese barullo en que me había metido la bruja de mi mujer y ella en burro detrás de mí, que ahora no me puedes abandonar, que mucha lágrima, que por fin sí, seré tuya, tómame y la carne es flaca y ella muy linda, así que me conformé. Tuvimos varios hijos más, en Egipto y una vez de regreso en Palestina, pero todos los cariños y cuidados de ella eran para el bastardo, los demás crecieron como cabras, libres y sucios; el bastardo no, todos los mimos, secreteos, brujerías, viejos rollos de papiro sacados de la casa de mis suegros que sólo cosas inservibles guardaban, el chico atiborrado de cosas a los doce años, discutiendo con los doctores, el muy sabihondo, lleno de ideas desagradables, delirios de grandeza, pedanterías increíbles y luego sale al mundo a despreciarnos a los que le dimos techo y comida, te lo dije, mujer, es un desagradecido, nos desprecia, no nos saluda en público, nunca nos menciona, le recomienda a todos que abandonen padre y madre, es un hijo desnaturalizado, además es un falsario, lo espío y lo sigo, veo cómo se pone de acuerdo con Lázaro, un hombre enfermo de Betania, para que finja que se muere y lo entierran y luego el bastardo lo hace volver a la vida, y todo esto de acuerdo con Marta y María, las hermanas del enfermo, pura intriga, algo le deben las hermanas y por eso acceden a la comedia, y los discípulos metidos debajo de las mesas de las bodas con canastos llenos de pan y ánforas colmadas de vino y luego milagro, milagro, y yo escondido, olvidado, despreciado, humillado, cornudo; ¿cómo no lo iba a delatar?, ¿cómo no iba darme el gusto de ser yo mismo, el carpintero, con mis viejas manos encallecidas, de hombre del pueblo, bruto pero honrado, el que tomó el serrucho y cortó dos tablas y las unió en cruz y las clavó muy bien para que resistieran el peso de un cuerpo? Treinta dineros. Nunca había visto tal suma. Pesé la taleguilla en mis manos mientras lo vi morir, confundido entre toda esa multitud de curiosos, sobre la cruz por mi construida. ¿Me oyen? Yo, José, yo… Bah. Siempre me apagan las luces. Siempre hablo al vacío.

El bobo en Palacio

Ahora la vieja ordena que me sienten en esa silla tiesa, de incómodo respaldo, y me ordena permanecer quieto mientras los hombres de su servicio me cubren los hombros con una sábana y el peluquero del séquito se acerca con tijeras y navajas. Pero yo soy demasiado joven, lampiño, me arranco los dos o tres pelos de la barba con los dedos, aprisionándolos entre las uñas, es muy sencillo, no hace falta esta ceremonia; que me presten un espejo, si ceremonia quieren, y yo mismo me arrancaré los pelos del mentón (yo mismo me veré por primera vez; recuerdo muy mal; no recuerdo mi cara; el mar estaba demasiado agitado para reflejar un rostro; el fuego del corposanto me cegó cuando caí del palo mayor; ahora podrían tener la gentileza de acercarme un espejo y dejarme ver por primera vez mi rostro olvidado) pero ahora veo que la intención no es afeitarme, sino algo más grave; el peluquero hace mover sus tijeras con gusto, con un gusto excesivo; se relame los labios, se regocija, me rodea, da vueltas alrededor de mí, observándome, hasta que la Vieja le dice basta, haz lo que tienes que hacer y el barbero se acerca a mi cabeza y empieza a tijeretear mi larga cabellera; yo veo cómo caen los mechones rubios sobre mi pecho, mis hombros, caen sobre el suelo frío de esta recámara que, según esa enana maldita y chismosa, será de ahora en adelante la mía, mi prisión, dijo la enana. Fui conducido a esta recámara por la Vieja, la enana y los alabarderos que nos guiaron con las hachas de cera; hubimos de caminar mucho (y yo estoy tan cansado) por las galerías de este lugar, escuchando los murmullos de las voces femeninas, las puertas que se cerraban, las cofias monjiles que volaban a enclaustrarse, los candados y las cadenas, el goteo del agua en los muros, cada vez más bajo, más hondo y si este fuese un barco y no una casa, diría que me han traído a lo más profundo de un bergantín, al calabozo, pero la Vieja llama alcoba a este cuatro de piedra, desnudo, con argollas empotradas a las paredes y un camastro de paja.

—Haz por acomodarte aquí; sólo saldrás cuando yo lo permita.

Yo no recuerdo nada; ni mi cara, ni mi vida, sólo el fuego de San Telmo en el palo mayor, mi caída al mar, mi encuentro milagroso con la playa, el paso de la procesión por las dunas, el impulso de salvarme, de unirme a esos hombres, de saber que estaba vivo y que los hombres me cuidarían, cuidarían a un pobre náufrago sin hogar, sin oficio, sin recuerdos: al huérfano más huérfano que jamás haya pisado estas costas. Se me olvida todo lo que pasa; en la noche ya no recuerdo lo que sucedió durante el día. Sí, quizás recuerdo cosas inmediatas, la ropa, o definitivas, la muerte. Pero lo otro… lo que pasa entre vestirse y morirse… lo que se dice y piensa entre ponerse unas calzas y entrar a un cajón… eso no. Ahora sí. Lo que está cerca, lo que pasa en el día, antes de dormirme, eso sí. Hoy entramos aquí con una procesión, a la cola de la procesión, tocaban las campanas, había, una tormenta, el palacio es inmenso y aún no lo terminan, hay muchos trabajadores, grúas, montones de cosas, paja y tejas, bloques de piedra, carretas, humo, humo por todas partes, humo que impide ver muy lejos, que engaña, que hace creer que el corredor continúa cuando en realidad termina, se precipita al vacío o se continúa en unas tablas peligrosas, mal colocadas, la enana debe tener mucho cuidado cuando lleva a la Vieja en la carretilla, las hachas de cera deben iluminar bien, esta noche casi nos matamos, llegarnos al cubo de una escalera y nos disponíamos a bajar por allí (bajamos, bajamos todo el tiempo; esta alcoba debe estar en algún lugar muy hondo, por debajo del resto del palacio, cerca de las cisternas, pues este llano es seco y en cambio aquí las paredes gotean agua negra) cuando la enana, que debe tener muy buena vista, será para compensar su escasa estatura, gritó, no, no, cuidado, no hay escalones aquí, aún no los construyen, es el puro cubo, vacío, cuidado, y si ella no ve que no había peldaños, nos habríamos derrumbado por ese cubo vacío, sí, y ahora nuestros huesos rotos yacerían en el fondo de un rincón perdido del palacio y nuestras carnes serían pasto de ratas y yo me pregunto si vernos muertos a los tres, a la Vieja, la enana y a mí, le daría gusto a otras personas que aquí viven y a quiénes, de manera que me conformo con esta alcoba que digan lo que digan la Vieja y la enana, es un calabozo y no una alcoba. Pero me guardaré lo que sé. Yo también diré que es una rica recámara, muy cómodamente aderezada, y dejaré que en ella un peluquero me corte mi larga cabellera y ahora tome la navaja y me rape, dolorosamente, es un torpe, me moja la cabeza con agua y luego me pasa la navaja por el cráneo rápidamente, duramente, sin haberme enjabonado y siento cómo me corta el cuero cabelludo y cómo los hilitos de sangre me ruedan por la frente y las mejillas. La sangre me ciega la mirada y yo cierro los ojos y tengo una extraña impresión que me cuesta explicar, ordeno algunos pensamientos, sé que nunca debo contrariar a la Vieja y a la enana que me están mirando muy contentas mientras el barbero me rapa el pelo, la Vieja pura mirada satisfecha, en sus ojos corno brasas biliosas se reúne y brilla toda su vida, no tiene más que su mirada, la enana sí, la enana acaricia una paloma mientras me mira, la enana tiene brazos, aunque pequeñitos y entonces, súbitamente, me posee la intuición del papel que debo desempeñar en este lugar, a ellas no debo contrariarlas, debo ser respetuoso con ellas, ellas me dan buen trato, no como si yo fuera un criado, no, no contrariarlas a ellas, pero sí a los demás, quizás por eso me dan buen trato, esperando que yo les dé mal trato a los otros en nombre de ellas, una señora inválida y una corta enana, dependen de mí para convertir sus deseos en actos, empiezo a gritar como loco, veo a la ('nana que juega con su paloma mientras me rapan y grito, no tolero la jaqueca, alivíenme el dolor, alivien mi sangre con la sangre de la paloma. La enana corre hacia mí, chillando de alegría, sin pedirle permiso a la Vieja, me ofrece el blanco pichón, yo lo tomo y le arranco al barbero sorprendido la navaja, se la clavo en la pechuga tersa, blanca y gorgoreante a la paloma y cuando veo la sangre que mancha el plumaje, me corono con el ave agonizante, coloco su cuerpo trémulo sobre mi cabeza rapada y sangrante y dejo que la sangre ruede por mi cara y me ciegue otra vez, pues me niego a cerrar los ojos, veo la alegría de la enana que hace cabriolas de gusto, veo el desafío primero, luego el temor y finalmente la orgullosa aceptación de la Vieja que exclama:

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