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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (34 page)

BOOK: Terra Nostra
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¿Podía estar ausente Dios del acto con que culminó la creación de todas las cosas?

—Calla mi voz, Guzmán; ¿cómo acallarás mi conciencia?

—Estos papeles que escribo sólo porque el Señor me lo pide. .

—Escribe, Guzmán: el último acto de la creación no fue más que eso, el último; no el acto culminante, sino el acto del descuido, del tedio, de la falta de imaginación; ¿es concebible que el Padre, omnipotente, haya creado directamente esta odiosa burla que somos los hombres? De ser así, o no sería Dios, o sería el más cruel de los dioses… o el más estúpido. Piensa que así como nosotros, y no Dios, somos quienes a Dios nombramos y su nombre escribimos, nuestra pecaminosa soberbia nos hace creer y decir que Dios nos creé) a su imagen y semejanza. Entiéndeme, Guzmán; quiero purificar totalmente la esencia de Dios liberando al Padre creador del pecado supremo: la creación de los hombres; no podemos ser obra suya, no podemos, no… Déjame liberar a Dios del soberano pecado que le atribuimos: la creación del hombre.

—¿De quién somos obra, entonces, Señor?

El Señor calló un instante y tomó ese espejo de mano, el mismo con el cual había ascendido parte de los treinta y tres escalones que conducían de la capilla al llano; miró su estéril laguna capturada dentro de un marco de oro viejo, patinado, raspado por el uso de muchas manos anteriores a las del Señor que hoy poseía el objeto, sin saber cómo había venido a su cauda, ni quién fue su propietario anterior, y estuvo a punto de perderse en los vericuetos de este nuevo acertijo: remontarse al origen, no del Dios primero y nunca visto, del nombre que le damos ignorante, y a las ceremonias que en su nombre perpetramos ajeno, sino de este objeto que mantenía con una mano: este espejo, sus anteriores dueños, la línea de sus propietarios, el fabricante del hermoso utensilio, útil sólo para vernos a nosotros mismos y así confirmar nuestra vanidad o nuestra desolación: vida propia del espejo, de todos los espejos que duplican al mundo, lo extienden más allá de toda verosímil frontera, y a cuanto existe mudamente le dicen: eres dos. Mas si este espejo tuvo un origen, fue fabricado y usado y pasado de mano en mano y de generación en generación, entonces tenía un pasado, retenía las imágenes de cuantos en él se miraron, y no sólo era mágico dueño de un futuro: el que el Señor vio una mañana al ascender con él por las escaleras.

—Mira en mi espejo, Guzmán, dijo el Señor, y el espacio del espejo comenzó a transformarse, a percutir de cielo en cielo, como un tambor que a cada golpe de las manos descubre un velo anterior, y otro anterior a éste, y en cada espacio revelado por las disueltas capas de su azogue deja escuchar una nueva voz, voz de humo, voz de estrellas…

El espejo: ¿Qué podemos imaginar desde nuestra impotencia, nosotros que somos los últimos ángeles, los que nunca vimos a Dios Padre? Esto nos preguntamos los más humildes delegados del cielo. Y uno de nosotros, entre nosotros confundido, pues en este nuestro cielo inferior era imposible saber si nosotros los ángeles descendíamos de otros ángeles superiores o si alguno de nosotros era el ángel superior caído, Luzbel, Luzbel mismo nos recomendó: —Inventemos a un ser que tenga la osadía de creerse hecho a semejanza de Dios Padre.

—Y así nacimos, Guzmán.

—Señor: para acertar, suplicad a Nuestro Señor Jesucristo sea servido de daros su favor y gracia por los méritos de la muerte y pasión que sufrió, por la Santísima Sangre que derramó en el árbol de la cruz por los pecadores…

—Sí, Guzmán, los pecadores, de cuyo número confieso ante su Divina Majestad ser yo el mayor, en cuya Fe he siempre vivido y protesto de vivir y morir, como verdadero hijo de la Santa Iglesia de Roma, por cuya Fe he mandado construir este palacio de paradojas, ya que si sus torres y cúpulas se levantan, impotentes, hacia los cielos, aspirando a un encuentro con el Padre que nos ha vedado su rostro, sus líneas rectas sobre un valle aplanado, su triste color gris, su perpetua dedicación al sufrimiento y a la muerte tienen el propósito de mortificar los sentidos y recordarnos que el hombre es pequeño y que su poder es una miseria comparado con la grandeza del Padre invisible; aquí digo, en esta pétrea austeridad por mí edificada: somos hijos de Luzbel y sin embargo aspiramos a ser hijos de Dios: tal es nuestra servidumbre y tal es nuestra grandeza; mira mi espejo, Guzmán, y escribe, escribe antes de que el Demonio me seque la lengua, Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo Dios verdadero, y duda, Guzmán, porque ni Pablo, ni Lucas, ni Marcos, ni Mateo tuvieron jamás la audacia de decir que Jesús era Dios; mira mi espejo, Guzmán, míralo si tienes ojos para ver y que su movedizo azogue nos transporte a esa tarde calurosa de la primavera levantina, penetra estas brumas de cristal y no mires en ellas tu propio rostro reflejado; mira…

El espejo: Mi perro está indigesto y yo no tengo humor ni paciencia para juzgar prolongadamente a uno de tantos magos de la Judea que se pasean anunciando catástrofes y portentos: el fin de Roma, la libertad del pueblo hebreo, no, mi perro enfermo y una pesada canícula y un delator más, uno más entre los espías colocados por mí, y colocados por cientos, en los conciliábulos de la nación judía; le pagaré los acostumbrados treinta dineros; yo Pila— tos podría ser otro, llamarme Numa o Flavio o Teodoro, cumplir mis funciones como tantos otros procuradores las han cumplido o las cumplirán después de mí, es normal, yo uno más juzgando a uno más de los magos que durante siglos han repetido las mismas profecías a falsos seguidores que durante siglos los han delatado ante nosotros, las autoridades secularmente deseosas de mantener el orden a todo trance.

—Seamos razonables, Guzmán, y preguntémonos por qué hemos aceptado como verídicos sólo una serie de hechos cuando sabemos que esos hechos no eran singulares, sino comunes, corrientes, multiplicables hasta el infinito en una serie de tramas repetidas hasta el cansancio: míralos, míralos desfilar, interminablemente, siglo tras siglo, en la luna de mi espejo. ¿Por qué, entre centenares de Jesuses, centenares de Judas, centenares de Pilatos, escogimos sólo a tres de ellos para fundar la historia de nuestra sacra Fe?; pero también de estas explicaciones debes dudar, Guzmán, duda de lo sobrenatural explicándolo racionalmente, pero duda también de lo que parece natural buscando la explicación mágica, salvaje, irracional, pues ninguna se basta a sí misma y ambas viven una al lado de la otra, como vivió un Dios llamado Cristo al lado de un hombre llamado Jesús: pronto, Guzmán, míralos, los dos juntos, Jesús el hombre y Cristo el Dios, míralos en mi espejo; lo cubre el humo; las imágenes son tragadas por el tiempo; nadie recuerda…

—Señor: quiero demostraros mi lealtad. Quememos estas palabras, pues si la Inquisición las leyese, no bastaría todo vuestro poder para…

—¿Te tiento, Guzmán? ¿Sientes, al tener estos papeles entre tus manos, que podrías canjearlos por mi poder?

—Insisto, Señor; quemémoslos; acábense las dudas…

—Quieto, Guzmán, déjame gozar en esta hora de mi poder conduciéndolo hasta la herejía, impune o punible; punible porque destruye un cierto orden de la Fe, el que por casualidades de la política paulina y sordas sumas del compromiso y la intransigencia, ha triunfado; impune, en verdad, porque la herejía recoge y recuerda todos los ricos y variados impulsos espirituales de nuestra Fe, a la que jamás niega, sino que por lo contrario multiplica sus magníficas oportunidades de ser y convencer. Tan cristianos son, Guzmán, Pelagio el vencido como Agustín el vencedor; tan cristiano, Orígenes, el deudor castrado, como Tomás de Aquino, el acreedor seráfico. Y si hubiesen triunfado las tesis heréticas, los santos serían hoy los herejes y los herejes los santos y ninguno, por ello, menos cristiano. Luchemos, no contra la herejía, sino contra la abominación pagana e idólatra de las salvajes naciones que no creen en Cristo: no creen, al grado de que reniegan de él, así de su divinidad como de su humanidad; los cristianos creemos en él porque debatimos si fue divino y humano a la vez, o sólo divino o sólo humano: nuestra obsesión le mantiene vivo, siempre, vivo; escribe, Guzmán, escribe, borra de mi espejo la monstruosa imagen del procurador de Tiberio César, abre la boca, Guzmán, y llena de vaho mi maldito espejo para que no vea más la cara de Poncio Pilatos, verdadero fundador de nuestra religión, y su verdadero dilema…

El espejo: Pues yo fui el único que conocí a los rivales, el hijo de Dios y el hijo de María, conducidos ambos ante mi presencia aquella tarde ardiente en Jerusalén. ¿Cómo distinguir a uno de otro, en las sombras vespertinas de este salón de fresca cantera y blancos cortinajes que me aíslan de la hirviente primavera del desierto, cómo escucharles, cerca de este patio de palmeras ondulantes y rumorosos manantiales?, ¿cuál de los dos debe morir, éste que se llama Cristo y dice ser hijo de Dios, o éste que se llama Jesús y dice ser hijo de María?, ¿Cristo que reclama la humanidad de sus actos divinos o Jesús que proclama la divinidad de sus actos humanos?, ¿éste que promete el reino de los cielos o éste que promete el reino de los judíos?, ¿cuál es el más peligroso, cuál debe morir, cuál debe suplantar a Barrabás en la cruz? Debo escoger a uno solo; es igualmente aventurado asesinar a más de un profeta o liberar a más de un ladrón; la justicia debe ser equilibrada a fin de disfrazar la naturaleza criminal de sus decisiones. Pero lo cierto es que pesan demasiado en mi ánimo, esta tarde, la enfermedad de mi perro, la pesada digestión en el verano, las sombras reunidas para combatir el calor, las distracciones externas de las fuentes claras y los dátiles cayendo de los brazos pródigos de las palmeras. Tengo sueño, estoy aburrido, preocupado por el perro; este clima no es bueno para tomar decisiones; se amodorra uno; el mar y el desierto; Roma se ha extendido demasiado lejos de su centro, la vigilancia se vuelve difícil, las instituciones se quiebran y adelgazan; ¿quién me pedirá cuentas?; ¿a quién puede interesarle, en Roma, esta historia?

—Guzmán: ¿fue fundada nuestra religión por un error de la policía romana? Anatema, anatema sea quien distribuya entre dos caracteres o personas las expresiones atribuidas a Cristojesús en los Evangelios, aplicando una parte de las palabras y los actos al hombre y otra parte al Dios.

El espejo: ¿A cuál de los dos condené, a cuál de los dos presenté ante el pueblo murmurando: «He aquí al hombre», habiendo decidido que uno de ellos era el hombre y el otro el Dios, a cuál de los dos juzgué menos peligroso, a cuál de los dos condené? ¿Cómo no dudar ante los mellizos idénticos, los dos magos igualmente barbados, intensos, elocuentes, famélicos? ¿Cuál de los dos? ¿Cómo iba yo a saberlo? Uno moriría en la cruz, y al condenarlo creí que en realidad, y no sólo simbólicamente, me lavaba las manos del problema. La muerte ejemplar del uno daría caución al otro y escarmiento a todos esos profetas judíos tentados de imitarle. ¿Cómo iba a imaginar la sutil trampa preparada por los llamados Cristo y Jesús? Lino moriría, sí, en la cruz, sufriendo; pero el otro representaría, dos días después, la comedia de la resurrección. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Y cómo saber, entonces, cuál de ellos murió y cuál vivió para resucitar en nombre del muerto? Sólo me lo diré a mí mismo, en secreto: fue crucificado Cristo el Dios y realmente murió, pues si yo, Pilatos, no hubiese condenado a muerte a un Dios, mi vida no tendría sentido; en nombre del César pude matar a un ladrón; pero si maté a un Dios, la memorable gloria es mía, sólo mía. Y fue el cuerpo inerte del Dios por mí crucificado, el cuerpo para siempre inútil, el que fue arrojado por esos sus seguidores a las aguas del Jordán, con pesas amarradas al cuello y a los tobillos para que no flotara, al encontrarlas, en las aguas del Mar Muerto. Pero no debieron preocuparse, pues el cuerpo se desintegró velozmente, añadiéndose a los légamos del valle del Ghor; una somera pesquisa por mí encargada así lo atestigua. Y en cambio Jesús el hombre… —mis espías me lo contaron: asistió a la muerte de su doble, guiñándole el ojo a Juan de Patmos, a María la madre y a Magdalena la hetaira, salvado de la cruz por una humanidad que yo juzgué inocua y luego se escondió, con un puñado de dátiles, una botella de vino y una hogaza de pan, en la tumba reservada para la víctima, y de ella emergió dos días después, pero ya no pudo reunirse con su madre, su amante, sus discípulos. Esto temí: que reapareciera, que reiniciara sus actividades de profeta y agitador, burlándose así de la ley de Roma como de la ley de Israel, de mi indirecta condena al entregarle a los judíos como de la directa condena de éstos al decidir su crucifixión; esto sí que hubiese roto el delicado equilibrio entre los poderes romanos y los poderes judíos; esto sí que hubiese llegado, no mereciéndolo el simple trámite administrativo de la crucifixión, a la atención de mis superiores en Roma; esto sí que hubiese dado al traste con mi carrera. Eso pensé a los dos días de la muerte de Cristo el Dios, cuando sus discípulos anunciaron que había resucitado. Fui cauto; esperé antes de actuar. Los discípulos dijeron que su maestro había ascendido a los cielos. Respiré; había temido que el milagro no fuese éste, tan improbable, sino la fehaciente continuidad de la agitada carrera del otro en las tierras de mi jurisdicción. Pero si el actor de la muerte en la cruz se perdió en las aguas del desierto, el actor de la resurrección, a fin de hacer creíble su ascenso a los cielos, tuvo el buen gusto de perderse en el desierto sin aguas. De Egipto llegó, siendo un niño; a Egipto regresó y allí, por largos años, ocultóse en las callejuelas perrunas y arenosas de Alejandría, enmudecido, impotente, andrajoso, viejo, mendicante, inutilizado para siempre por su propia leyenda, para que su leyenda viviera y se esparciera en las voces de Simón y Saulo; y dicen que muy viejo ya, sin más oportunidad para saciar su apetito legendario que la de convertirse en un anciano errabundo, en un viejo judío sin patria ni raíces, pudo llegar a Roma, bajo el reino de Nerón, hijo de Agripina y Domicio Ahenobarbo, y allí asistió en los circos a la muerte de quienes morían en nombre de su leyenda. A él también, entonces, le había yo condenado a la muerte: a la muerte testimonial de quien, errante, sólo puede asistir, sin decir su nombre, a la muerte de quienes mueren en su nombre o contra su nombre. Peregrino hebreo, yo te conozco; eres Jesús el hombre, condenado a vivir siempre porque no moriste en el instante privilegiado del Calvario. Lo sé porque te acompaño, estoy siempre a tu lado, estoy condenado a ser algo peor que tu verdugo: tu testigo. Murió el Dios. Vivimos tú y yo, los fantasmas de Jesús el hombre y Pilatos el juez.

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