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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (64 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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La anciana leyó las páginas que su esposo le había entregado, caminando de un extremo al otro de la terraza, llena de inquietud. Cuando terminó, posó una mano sobre el hombro de él. El día estaba llegando a su fin; el cielo en el oeste era de color añil, la luna descansaba en él como si fuera una hoz. El río negro fluía más abajo. Ella se acercó al escritorio donde escribía, en el extremo de la terraza, cogió un pincel y, con trazos rápidos y certeros, llenó una página.

Dos gansos salvajes vuelan hacia el norte en el ocaso.

Un loto torcido se inclina en el bajío.

Cerca del final de esta existencia

algo parecido a la furia llena mi pecho;

un tigre: la próxima vez lo engancharé

a mi carro. Entonces mírame volar.

Ya no cojearé con estos malos pies.

Ya no queda nada por hacer

aparte garabatear al anochecer y observar con el ser amado

las flores del melocotonero flotando río abajo.

Recordando todos los largos años,

todo lo que ocurrió de una u otra manera,

creo que lo que más me ha gustado es el arroz y la sal.

LIBRO 7 La era del gran progreso
La caída de Constantinopla

En sus comienzos, el médico del sultán otomano califa Selim Tercero, Ismail ibn Mani al-Dir, era un qadi armenio que estudiaba leyes y medicina en Constantinopla. Ascendió rápidamente en la jerarquía de la burocracia otomana debido a la eficacia de sus servicios, hasta que finalmente el sultán lo llamó para que cuidara a una de las mujeres del palacio. La muchacha del harén se recuperó con los cuidados de Ismail y, poco tiempo después de eso, el sultán Selim también fue curado por Ismail de una dolencia de la piel. Después de aquello el sultán nombró a Ismail Médico Principal de la Sublime Puerta y su palacio.

Por lo tanto Ismail pasaba el tiempo yendo de un lado para otro, de paciente en paciente, intentando no molestar, continuando con su formación como hacen los médicos, practicando. No frecuentaba las ceremonias de la corte. Llenaba gruesos libros con estudios de casos, tomando nota de síntomas, medicinas, tratamientos y resultados. Cuando era llamado, asistía a los interrogatorios de los jenízaros y allí también tomaba notas.

El sultán, impresionado por la dedicación y la destreza del médico, se interesó en sus estudios de casos. Los cadáveres de los jenízaros decapitados en el frustrado golpe de 1202 fueron puestos a disposición de Ismail, y la prohibición religiosa de realizar autopsias y disecciones fueron declaradas nulas en este caso de criminales ejecutados. Había que hacer mucho trabajo en muy poco tiempo, a pesar de que los cuerpos estaban sumergidos en hielo; de hecho, el mismo sultán participó en muchas de las disecciones e hizo preguntas en cada corte. No tardó mucho tiempo en ver y sugerir las ventajas de la vivisección.

Una noche de 1207, el sultán llamó a su médico para que fuera al palacio de la Sublime Puerta. Uno de sus antiguos mozos de cuadra se estaba muriendo, y Selim había hecho que lo acomodaran en una cama colocada sobre el plato de una enorme balanza; en el otro plato se habían puesto unas pesas de oro de manera que ambos se mantuvieran al mismo nivel en el centro de la habitación.

A media noche, mientras el hombre jadeaba en la cama, el sultán cenaba y lo observaba. Le dijo al médico que estaba seguro de que su prueba permitiría determinar la presencia y el peso del alma, si es que ésta existía.

Ismail se acercó al mozo de cuadra y le acarició suavemente la muñeca con los dedos. La respiración del anciano se debilitó, hasta convertirse en un jadeo. El sultán se puso de pie y apartó a Ismail mientras señalaba el extremadamente delicado fiel de la balanza. Nada debía ser alterado.

El anciano dejó de respirar.

—Esperad —susurró el sultán—. Observad.

Todos estaban expectantes. Tal vez había diez personas en la habitación. Todo estaba perfectamente en silencio e inmóvil, como si el mundo entero se hubiera detenido para presenciar la prueba.

Lentamente, muy lentamente, el plato sobre el que estaba el hombre muerto comenzó a elevarse. Alguien soltó un grito ahogado. La cama se elevó y quedó en el aire sobre sus cabezas. El anciano había perdido peso.

—Quitad solamente una muy pequeña cantidad de peso de la otra bandeja —susurró el sultán.

Así lo hizo uno de sus guardaespaldas, quitando algunos trozos de lámina de oro. Luego algunos más. Finalmente el plato que sostenía al hombre muerto en el aire comenzó a bajar, hasta que quedó más abajo que el otro. El guardaespaldas eligió el trozo más pequeño y lo puso sobre la bandeja. Con habilidad volvió a poner la balanza en equilibrio. Al morir, el peso del hombre era un cuarto de grano menor.

—¡Interesante! —declaró el sultán tranquilamente.

Regresó a su comida y le hizo un gesto a Ismail.

—Ven, come. Y luego dime qué piensas de esta gentuza del este, que según dicen nos están atacando.

El médico dijo que no tenia ninguna opinión formada sobre la cuestión.

—Con toda seguridad habrás oído algo —lo animó el sultán—.

Cuéntame lo que hayas oído.

—Como todo el mundo, he oído decir que vienen del sur de la India —dijo Ismail obedientemente—. Los mogoles han sido derrotados por ellos. Tienen un ejército muy eficaz, y una flota que los lleva de un puerto a otro y bombardea las ciudades costeras. Su jefe se hace llamar el Kerala de Travancore. Han conquistado a los safavidas, y han atacado a Siria y a Yemen...

—Esas noticias son viejas —interrumpió el sultán—. Lo que yo te pido a ti, Ismail, es una explicación. ¿Cómo han podido lograr hacer todas estas cosas?

—No lo sé, excelencia —dijo Ismail—. Las pocas cartas que he recibido de colegas médicos del este no hablan de temas militares. Yo saco la conclusión de que esa gente se mueve con rapidez; he oído decir que recorren unas cien leguas cada día.

—¡Cien leguas! ¿Cómo es posible?

—No lo sé. Uno de mis colegas escribió algo acerca del tratamiento de las heridas de quemaduras. He oído que los invasores perdonan a sus prisioneros, y que los ponen a cultivar la tierra en las zonas conquistadas.

—Curioso. ¿Son hindúes?

—Hindúes, budistas, sijs; tengo la idea de que practican cierta mezcla de esas tres religiones, o una especie de nueva religión, inventada por este sultán de Travancore. Los gurús indios hacen esto a menudo, y parece que él es esa clase de jefe.

El sultán Selim meneó la cabeza.

—Come —ordenó, e Ismail cogió una copa de sorbete—. ¿Atacan con fuego griego o con la alquimia negra de Samarcanda?

—No lo sé. Esa ciudad ha sido abandonada, según tengo entendido, después de varios años de peste y algunos terremotos. Pero quizá su alquimia continuó desarrollándose en la India.

—Entonces somos atacados por la magia negra —reflexionó el sultán, aparentemente intrigado.

—No podría decirlo.

—¿Y qué hay de esa flota que tienen?

—Vos sabéis más que yo, excelencia. He escuchado que navegan en el ojo del viento.

—¡Más magia negra!

—El poder de la máquina, excelencia. Tengo un corresponsal sij que me ha dicho que hierven agua en unas ollas tapadas, y sacan el vapor por unos tubos, como las balas de una pistola, y el vapor empuja los remos como un río empuja una rueda hidráulica, y así avanzan los barcos.

—Seguramente sólo conseguirán retroceder.

—Ésa puede ser otra forma de avanzar, excelencia.

El sultán miró con suspicacia al médico.

—¿Alguno de estos barcos puede explotar?

—Podría suceder, si algo sale mal.

Selim lo pensó.

—¡Vaya; eso podría ser muy interesante! ¡Si una bala de cañón acertara en una de esas ollas donde hierven el agua, el barco podría volar en mil pedazos!

—Es muy posible.

El sultán estaba satisfecho.

—Sería bueno para practicar la puntería. Ven conmigo.

Encabezó su habitual tren de criados y salió de la habitación: seis guardaespaldas, cocinero y camareros, astrónomo, ayuda de cámara, y el Jefe Eunuco Negro del palacio, todos detrás de él y el médico, a quien el sultán tenía cogido por el hombro. Guió a Ismail por la Puerta de la Felicidad y después entraron en el harén sin decir una palabra a sus guardias, dejando que sus criados resolvieran una vez más quién se suponía que debía seguirlo dentro del palacio. Al final entraron solamente un camarero y el Jefe Eunuco Negro.

En el palacio todo era de oro y mármol, seda y terciopelo, las paredes de los salones exteriores estaban cubiertas de pinturas e iconos religiosos de la época de Bizancio. El sultán hizo un gesto al Eunuco Negro, quien a su vez hizo un gesto con la cabeza a un guardia que estaba en la puerta.

Apareció una de las concubinas del harén y, tras ella, cuatro criadas: era una muchacha de piel muy blanca y cabellos rojizos, su cuerpo desnudo brillaba a la luz de los faroles. No era albina, sino más bien una persona de piel naturalmente pálida, una de las famosas esclavas blancas del palacio, entre las únicas supervivientes conocidas de los desaparecidos firanjis. Habían sido engendradas durante varias generaciones por los sultanes otomanos, quienes mantenían la pureza de la línea. Nadie fuera del serrallo veía nunca a las mujeres, y nadie fuera del palacio del sultán veía nunca a los hombres utilizados para engendrar.

Los cabellos de esta joven mujer eran rojos y con cierto brillo dorado, los pezones rosados y la piel de un blanco tan translúcido que dejaba ver las venas, especialmente en los pechos, que estaban ligeramente hinchados. El médico estimó que llevaba tres meses de embarazo. El sultán no parecía notarlo; ella era su preferida y aún la tenía cada día.

Entonces, la rutina cotidiana tuvo lugar. La odalisca fue hasta la cama y el sultán la siguió sin molestarse en correr las cortinas. Las damas de honor ayudaron a la mujer para que se acomodara bien en la cama, le extendieron los brazos, le separaron y levantaron las piernas. Selim se acercó a la cama. Sacó el miembro erecto de entre sus ropas y la cubrió. Se movieron juntos de la manera habitual hasta que, con un estremecimiento y un gutural gruñido, el sultán eyaculó y se sentó al lado de la mujer y le acarició el vientre y las piernas.

Se le ocurrió algo y miró a Ismail:

—¿Qué aspecto tiene ahora el sitio del que ella viene? —preguntó.

El médico se aclaró la garganta.

—No lo sé, excelencia.

—Dime lo que has oido.

—He oído que Firanja, al oeste de Viena, está principalmente dividida entre los andalusíes y la Horda de Oro. Los andalusíes ocupan las antiguas tierras de los francos y las islas que están al norte de ellas. Son sunníes, con los habituales elementos sufies y wahabies luchando por la influencia de los emires. El este es una mezcla de príncipes vasallos de la Horda de Oro y los safavidas, muchos de ellos chiítas. Hay muchas órdenes sufies. También han ocupado las islas que están cerca de la costa y la península romana, a pesar de que sobre todo es berberisca y maltesa.

El sultán asintió con la cabeza.

—Entonces prosperan.

—No lo sé. Allí llueve más que en las estepas, pero hay montañas o colinas por todas partes. Hay una llanura en la costa del norte donde se cultivan uvas y cosas semejantes. A la región de al-Andalus y a la península romana les va bien, por lo que veo. Al norte de las montañas, la vida es más dura. Se dice que las tierras bajas aún son zonas donde reina la muerte.

—¿Por qué? ¿Qué sucedió allí?

—Son húmedas y el frío no cesa. Eso se dice. —El médico se encogió de hombros—. Nadie lo sabe. Quizá la piel pálida de la gente de allí les haya hecho más susceptibles a la peste. Eso es lo que dijo Al-Ferghana.

—Pero ahora allí viven buenos musulmanes, sin efectos negativos.

—Sí. Los otomanos balcánicos, los andalusíes, los safavidas, los de la Horda de Oro. Todos musulmanes, aparte de algunos judíos y algunos zott.

—Pero el islam está fracturado. —El sultán meditó, mientras pasaba la mano por los rojos cabellos pubianos de la odalisca—. Dime una vez más: ¿de dónde son los antepasados de esta muchacha?

—Son de islas que están cerca de la costa norte de las tierras francas —se aventuró a decir el médico—. Inglaterra. Allí la gente era de piel muy pálida, y algunas de las islas más remotas escaparon a la peste y sus pueblos fueron descubiertos y esclavizados uno o dos siglos después. Se dice que no tenían idea de lo que había pasado al otro lado del mar.

—¿Tienen buenas tierras?

—En absoluto. Son tierras de bosques y rocas. Vivían de la cría de la oveja y de la pesca. Eran muy primitivos, casi como la gente del Nuevo Mundo.

—Un sitio donde han encontrado mucho oro.

—Inglaterra era más conocida por el estaño que por el oro, según tengo entendido.

—¿Cuántos de estos supervivientes fueron sacados de allí?

—He leído que apenas unos mil. La mayoría murieron o se mezclaron con el pueblo. Tal vez vos tengáis los únicos ejemplares puros que quedan.

—Sí. Y esta mujer está embarazada de un hombre de su raza, como ya te había dicho. Nosotros cuidamos de los hombres con tanto esmero como de las mujeres; queremos mantener el linaje.

—Muy sabio.

El sultán miró al Eunuco Negro.

—Ya estoy preparado para Jasmina.

Entró otra muchacha, muy negra, cuyo cuerpo era casi idéntico al de la joven blanca, aunque no estaba embarazada. Juntas, parecían dos piezas de ajedrez. La muchacha negra reemplazó a la blanca en la cama. El sultán se puso de pie y se acercó a ella.

—Vaya, vaya... La zona de los Balcanes es un sitio que da pena. — reflexionó—. Pero más hacia el oeste podría estar mejor. Podríamos trasladar la capital del imperio a Roma, igual que ellos trajeron la suya aquí.

—Sí. Pero la península romana está completamente repoblada.

—¿Venecia también?

—No. Continúa abandonada, excelencia. A menudo se inunda, y allí la peste fue particularmente devastadora.

El sultán Selim frunció los labios con desagrado.

—No me gusta..., ah..., no me gusta la humedad.

—No, excelencia.

—Bueno, tendremos que luchar contra ellos aquí. Les diré a los soldados que el alma de cada uno de ellos, ese cuarto de grano que más aprecian, se elevará hasta el Paraíso de los Diez Mil Años si ellos mueren defendiendo la Sublime Puerta. Ellos vivirán allí como vivo yo aquí. Nos encontraremos con los invasores en los estrechos.

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