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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (63 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Alguien, todos supusieron que un rebelde, eligió este momento, sin duda el peor posible, para romper la presa del río Tao, enviando así una inmensa cantidad de agua fangosa que inundó aún más las márgenes ya inundadas del Tao, que entró precipitadamente en el río Amarillo y hasta hizo retroceder a la corriente más poderosa, de manera que todo era agua marrón, que llegó hasta las colinas a ambos lados del angosto valle. Cuando llegó el ejército imperial, toda Lanzhou estaba cubierta por el agua marrón sucia hasta la altura de las rodillas, y seguía subiendo.

Ibrahim ya había salido para reunirse con el ejército imperial, que había sido llevado hasta allí por el gobernador de Lanzhou para consultar con el nuevo mando y para ayudar a encontrar a las autoridades rebeldes para negociar con ellas. Así que mientras las aguas crecían inexorablemente alrededor de la casa de Ibrahim, sólo quedaron las mujeres de la casa y algunos sirvientes para enfrentar la inundación.

Las paredes del recinto y los sacos de arena que estaban en las puertas resultaron ser suficientes para protegerlos, pero luego la gente gritó por las calles que la presa se había roto y que el agua estaba subiendo cada vez más mientras partían hacia tierras más altas.

—Vamos rápido —gritó Zunli—. Nosotros también tenemos que ir a tierras más altas. ¡Tenemos que irnos ahora!

Kang Tongbi lo ignoró. Estaba ocupada llenando baúles con sus papeles y con los de Ibrahim. Había habitaciones y habitaciones llenas de libros y de papeles, como dijo Zunli cuando vio lo que Kang estaba haciendo. No había tiempo para salvarlos a todos.

—Entonces ayúdame —gritó Kang, trabajando furiosamente.

—¿Cómo haremos para trasladarlo todo?

—Pon las cajas en la silla de mano, rápido.

—¿Pero cómo iréis vos?

—¡Caminaré! ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vamos! Llenaron las cajas.

—Esto no está bien —protestaba Zunli, mirando el vientre de Kang—. Ibrahim querría que os marcharais. ¡Él no se preocuparía por los libros!

—Sí que lo haría —gritó ella—. ¡Llena las cajas! ¡Trae el resto de las cosas aquí y llena más cajas!

Zunli hizo lo que pudo. Una hora frenética corriendo de un lado para otro, dominados por un pánico absoluto, dejó agotados a él y a los otros sirvientes, pero Kang Tongbi sólo estaba empezando.

Finalmente desistió, y otros corrieron a la puerta de entrada del recinto, directamente chapoteando en una agua marrón que llegaba hasta las rodillas y que entró a raudales en el recinto hasta que cerraron la puerta para detenerla. Era una imagen extraña, sin duda, la de toda una ciudad convertida en un lago marrón y poco profundo. La silla de manos estaba tan atestada de libros y papeles que los sirvientes tuvieron que apiñarse debajo de las barras para levantarla y moverla. Las criadas estaban llorando y llenando el aire con gritos, chillidos y alaridos. A Pao no se le veía por ningún sitio. Así fue que sólo los oídos de una madre oyeron el llanto de un niño.

Kang se dio cuenta: se había olvidado de su hijo. Dio media vuelta y volvió a entrar por la puerta abierta por el agua, pasando inadvertida por los sirvientes que se agolpaban debajo de la pesada silla de manos.

Chapoteó en el agua hasta llegar a la habitación de Shih. Todo estaba inundado.

Aparentemente, Shih se había escondido debajo de la cama, pero el agua lo había arrastrado hasta sacarlo de allí y lo había dejado sobre la cama, donde estaba acurrucado y aterrorizado.

—¡Auxilio! ¡Madre, ayúdame!

—¡Ven entonces!

—¡No puedo, no puedo!

—No puedo llevarte en brazos, Shih. ¡Vamos! ¡Todos los sirvientes ya se han ido; ahora sólo quedamos tú y yo!

—¡No puedo!

Y comenzó a lamentarse, acurrucado sobre su cama como un niño de tres años.

Kang lo miró fijamente. Su mano derecha se sacudió en la dirección de la puerta, como adelantándose al resto del cuerpo. Entonces, gruñó, cogió al muchacho de una oreja y lo arrastró hasta ponerlo de pie mientras el aullaba.

—¡Camina o te arrancaré la oreja, hui!

—¡Yo no soy el hui! ¡Ibrahim es el hui! ¡Aquí todos son hui! ¡Ay!

Y aullaba mientras ella le retorcía la oreja casi hasta arrancársela. De esa manera lo arrastró por toda la casa inundada hasta llegar a la puerta.

Cuando estaban atravesando la puerta, una oleada de agua, una ola baja, los arrastró; el agua a ella le llegaba a la cintura, a él a la altura del pecho. Cuando la ola pasó, el nivel del agua quedó más alto. Ahora el agua les llegaba al muslo. El estruendo era mucho más intenso que antes. No podían oírse el uno al otro. Y no veían a ninguno de sus sirvientes.

Había tierras más altas al final del camino que llevaba hacia el sur, y allí también estaba la muralla de la ciudad, así que Kang chapoteó para ese lado, en busca de sus sirvientes. Tropezó y maldijo; uno de los zapatos mariposa había sido arrastrado por la corriente. Se quitó el otro y continuó descalza. Shih parecía haberse desmayado o estar catatónico, y ella tuvo que pasarle un brazo por debajo de las rodillas, y levantarlo y cargarlo, apoyándolo sobre el estante que formaba su barriga de embarazada. Gritó furiosamente llamando a sus sirvientes, pero ni siquiera conseguía oírse a sí misma. Una vez resbaló y le gritó a Guanyin, La que oye llantos.

Entonces vio a Xinwu, nadando hacia ella como una nutria con brazos, serio y decidido. Detrás de él, Pao atravesaba el agua también hacia ella, y Zunli. Xinwu quitó a Shih de los brazos de Kang y le pegó en la oreja colorada.

—¡Por ahí! —le gritó a Shih con todas sus fuerzas, señalando hacia la muralla de la ciudad.

Kang se sorprendió al ver a Shih casi corriendo en esa dirección, saltando en el agua una y otra vez. Xinwu se quedó al lado de Kang y la ayudó a subir por el camino. Era como remolcar una barcaza del canal aguas arriba, las olas rompían con suavidad en la cintura dilatada. Pao y Zunli se unieron a ellos para ayudarlos. Pao lloraba y gritaba:

—¡Fui delante para ver la profundidad, regresé y pensé que estabais en la silla!

Mientras, Zunli decía algo así como que ellos creían que ella había ido delante con Pao. Las confusiones de siempre.

En la muralla los otros sirvientes les animaban a seguir, mirando fijamente la corriente con los ojos blancos a causa del miedo. ¡De prisa!, gritaban sus bocas. ¡De prisa!

Al pie de la muralla el agua marrón se agolpaba con fuerza. Kang luchaba torpemente contra la corriente, resbalando con sus pequeños pies. La gente bajó una escala de madera desde lo alto de la muralla, y Shih subió por ella a toda velocidad. Kang comenzó a subir. Nunca antes había subido por una escala; Xinwu, Pao y Zunli la empujaban desde abajo pero en realidad no eran de mucha ayuda. Era difícil conseguir que sus pies se doblaran sobre los peldaños sumergidos; en realidad sus pies no eran tan largos como el ancho de los peldaños. No lo conseguía. Entonces, Kang vio con el rabillo del ojo que se acercaba una gran ola marrón, llena de cosas, que se estrellaría contra el muro, se llevaría la escala y todo lo que estuviera apoyado en ella. Subió haciendo fuerza con los brazos y al fin puso un pie sobre uno de los escalones secos.

Pao y Zunli la empujaron desde abajo, y ella logró llegar a la parte más alta de la muralla. Pao, Zunli y Xinwu subieron rápidamente detrás de ella. Cuando todos estuvieron a salvo, se quitó la escala, justo cuando la ola rompía contra la muralla.

Mucha gente se había refugiado en ese lugar, puesto que ahora formaba una suerte de larga isla en medio de la inundación. Había gente sobre el tejado de una pagoda cercana que agitaba los brazos hacia donde ellos estaban. Todos los que se encontraban sobre la muralla tenían los ojos clavados en Kang, quien se arreglaba el traje y se apartaba los cabellos de la cara con los dedos; mientras tanto miraba a su alrededor para comprobar que toda la gente de su casa estuviera allí. Sonrió brevemente. Era la primera vez que la veían sonreír.

Cuando se reunieron con Ibrahim, más tarde ese mismo día, Kang había sido trasladada a remo hasta una colina del sur y continuaba sonriendo. Acercó a Ibrahim junto a ella, y se sentaron allí en medio del caos de gente.

—Escúchame —le dijo, con la mano sobre la barriga—. Si la que nace es una niña, tenemos...

—Lo sé —dijo Ibrahim.

—... si nos ha sido dada una niña, ya no habrá más pies vendados.

La vida después de la muerte

Muchos años después, una era después, dos ancianos estaban sentados en su terraza observando las aguas del río. En los tiempos que habían convivido habían hablado de todos los temas, incluso juntos habían escrito una historia del mundo, pero ahora raramente hablaban, excepto para mencionar algún rasgo del día que acababa. Muy pocas veces hablaban del pasado, y nunca hablaban de aquella época en que se sentaban juntos en una habitación oscura, sumergiéndose en la luz de una vela para ver allí extrañas visiones de vidas anteriores. Era demasiado inquietante recordar el sobrecogimiento y el terror de aquellas horas. Además, habían visto todo lo que tenían que ver, habían descubierto todo lo que tenían que descubrir. Que se habían conocido hacía diez mil años: por supuesto. Que eran una antigua pareja. Lo sabían, y con eso bastaba. No había necesidad de ahondar más en el tema.

Esto, también, es el Bardo; o el mismísimo nirvana. Éste es el toque de lo eterno.

Entonces, un día antes de salir a la terraza para disfrutar del atardecer con su compañera, el anciano se sentó delante de una página en blanco durante toda la tarde, pensando, mirando las pilas de libros y de manuscritos que empapelaban su estudio.
16
Finalmente cogió un pincel y escribió con pinceladas muy lentas.

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La riqueza y las Cuatro Grandes Desigualdades
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Los registros dispersos y las ruinas del Viejo Mundo nos dicen que las primeras civilizaciones nacieron en China, la India, Persia, Egipto, el Occidente Medio y Anatolia. Los primeros campesinos de estas fértiles regiones aprendieron métodos de cultivo y almacenamiento que hicieron posible cosechas que superaban las necesidades cotidianas. Muy rápidamente, los soldados, apoyados por los sacerdotes, se hicieron con el poder en cada región, y sus números crecieron, apropiándose de estas nuevas y abundantes cosechas, por medio de los impuestos y la confiscación directa. El trabajo se dividió entre los grupos descritos por Confucio y el sistema de castas hindú: guerreros, sacerdotes, artesanos y campesinos. Con esta división del trabajo se institucionalizó la subyugación de los campesinos por parte de los guerreros y los sacerdotes, una subyugación que nunca ha terminado. Ésta fue la primera desigualdad.

En esta división del trabajo civilizado, si no había sucedido antes, los hombres establecieron una dominación general sobre las mujeres.

Pudo haber ocurrido durante los primeros siglos de mera subsistencia, pero no hay manera de saberlo; lo que podemos ver con nuestros propios ojos es que, en las culturas agrícolas, las mujeres trabajan tanto en el hogar como en el campo. En realidad la vida agrícola requiere del trabajo de todos. Pero desde muy temprano, las mujeres hicieron lo que los hombres les pidieron. Y en cada familia, el control del poder legal era el reflejo de la situación más general: el rey y su heredero dominaban al resto. Éstas fueron la segunda y la tercera desigualdades, las de los hombres sobre las mujeres y los niños.

La siguiente pequeña era fue testigo del comienzo del comercio entre las primeras civilizaciones; las rutas de la seda que conectaban China, la Bactriana, la India, Persia, el Occidente Medio, Roma y África movieron los excedentes de cosechas por todo el Viejo Mundo.

La agricultura respondió a las nuevas posibilidades de comercialización, y hubo un gran aumento en la productividad de cereales y de carnes, y en cultivos especializados como el del olivo, la vid y la morera. Los artesanos también hicieron nuevas herramientas, y con ellas más y mejores herramientas que serían utilizadas específicamente en la agricultura y en la construcción de más y mejores barcos. Los grupos y los pueblos comerciantes comenzaron a socavar el monopolio que detentaban los primeros imperios de militares y sacerdotes, y el dinero comenzó a reemplazar a la tierra como fuente de máximo poder. Todo esto sucedió mucho antes de que Ibn Khaldun y los historiadores magrebíes lo reconocieran. Para el época del período clásico —alrededor de 1200 a.H.— los cambios propiciados por el comercio habían modificado las antiguas costumbres y extendido las tres desigualdades, despertando la necesidad de responder muchas preguntas acerca de la naturaleza humana. Las grandes religiones clásicas nacieron precisamente para tratar de dar una respuesta a esas preguntas: el zoroastrismo en Persia, el budismo en la India y los filósofos racionalistas en Grecia. Pero al margen de sus detalles metafisicos, cada civilización era parte de un mundo que trasladaba riqueza de un lado a otro, de un lado hasta otro, que finalmente llegara a los grupos selectos; estos movimientos de la riqueza se convirtieron en los impulsores del cambio de los asuntos que incumben al ser humano, en otras palabras, de la historia. La riqueza acumulada acumulaba más riqueza.

Desde el período clásico hasta el descubrimiento del Nuevo Mundo (es decir, desde 1200 hasta 1000 a.H.), el comercio convirtió al Occidente Medio en el punto clave del Viejo Mundo, y gran parte de la riqueza iba a para allí. Aproximadamente en el punto medio de aquel período, según lo indican las fechas, apareció el islam, y éste tardó muy poco en llegar a dominar el mundo. Sin duda había algunas razones económicas que explicaban aquel fenómeno; el islam, tal vez por casualidad pero tal vez no, apareció en el «centro del mundo», la zona a veces llamada la Región Ístmica, rodeada por el golfo Pérsico, el mar Rojo, el Mediterráneo, el mar Negro y el mar Caspio. Todas las rutas comerciales convergían necesariamente allí, como las arterias de un dragón en un análisis de feng shui. Así que de ninguna manera sorprende que durante un tiempo el islam proveyera al mundo una única moneda —el dinar— y una lengua de uso generalizado: el árabe. Pero también había una religión que, de hecho se convirtió casi en la religión universal. Debemos entender que su atractivo como religión surgió en parte del hecho de que en un mundo de crecientes desigualdades, el islam hablaba de un reino en el que todos eran iguales; todos iguales ante Dios sin que importara la edad, el género, la ocupación, la raza ni la nacionalidad. El atractivo del islam residía en lo siguiente: que la desigualdad podía ser neutralizada y eliminada en el más importante de los reinos, el reino eterno del espíritu.

Mientras tanto, sin embargo, el comercio de alimentos y de bienes de lujo seguía funcionando por todo el Viejo Mundo, desde al-Andalus hasta China: comercio de animales, de madera y metales, de tela, de cristal, de materiales de escritura, de opio, de medicinas y, cada vez más a medida que avanzaban los siglos, de esclavos. Los esclavos eran principalmente de África y se convirtieron en algo cada vez más importante porque había más trabajo para hacer, mientras que al mismo tiempo las mejoras mecánicas que permitirían la creación de herramientas más poderosas todavía no se habían hecho, de manera que todo aquel trabajo nuevo tenía que ser realizado únicamente con el esfuerzo animal y humano. Y así, sumada a la subyugación de los campesinos, las mujeres y la descendencia, estaba esta cuarta desigualdad, la de raza o étnica, la que condujo a la subyugación de los pueblos más débiles a la esclavitud. Y la acumulación desigual de riqueza por parte de las élites continuó.

El descubrimiento del Nuevo Mundo no ha hecho más que acelerar estos procesos y dado lugar a la generación tanto de más riqueza como de más esclavos. Las rutas comerciales se han movido mucho de la tierra al mar, y el islam ya no controla los puntos clave como lo hizo durante mil años. El centro principal de acumulación ha pasado a ser China; de hecho, China podía haber sido siempre el centro. Siempre ha sido el país más poblado y desde tiempos remotos la gente del resto del mundo ha comprado productos chinos. El desequilibrio comercial de Roma con China era tan grande que la primera perdía un millón de onzas de plata al año que iban a parar a China. Seda, porcelana, sándalo, pimienta: Roma y el resto del mundo enviaban su oro a China a cambio de esos productos, y China se volvió cada vez más rica. Y ahora que China se ha apoderado de las costas occidentales del Nuevo Mundo, también ha comenzado a disfrutar de la inyección directa de enormes cantidades de oro y plata, y de esclavos, también. Esta doble acumulación de riqueza, tanto gracias al comercio de productos manufacturados como a la extracción directa, es algo nuevo, una especie de acumulación de acumulaciones.

Por lo tanto, es evidente que sin duda alguna los chinos son el creciente poder dominante del mundo, que compite con el poder dominante anterior, Dar al-Islam, el cual aún ejerce una poderosa atracción para la gente que espera la justicia divina, desesperada de encontrarla en la Tierra. De esta manera, la India existe como una tercera cultura entre las otras dos, un intermediario y una influencia para ambas, mientras que, por supuesto, resuelta al mismo tiempo influida por ambas.

Mientras tanto, las culturas primitivas del Nuevo Mundo, recientemente conectadas con el grueso de la humanidad e inmediatamente subyugadas por éste, luchan para sobrevivir.

Corolario. En gran medida la historia de la humanidad ha sido la historia de la acumulación desigual de riqueza cosechada, de una riqueza que se mueve de un centro de poder a otro en una continua extensión de las cuatro desigualdades. Ésta es la historia. En ninguna parte, hasta donde yo sé, ha habido nunca una civilización o un momento en que la riqueza creada por todos haya sido distribuida equitativamente. El poder ha sido ejercido siempre que se ha podido, y cada coacción exitosa ha hecho su parte para contribuir con la desigualdad general, la cual ha crecido en proporción directa con la riqueza acumulada; puesto que la riqueza y el poder son más o menos lo mismo. De hecho, los poseedores de la riqueza compran el poder armado que necesitan para imponer la creciente desigualdad. Y entonces el ciclo continúa.

El resultado ha sido que mientras que un pequeño porcentaje de seres humanos ha vivido en una riqueza de alimentación, de comodidades materiales y de erudición; los que no han tenido tanta suerte han sido el equivalente funcional de las bestias domésticas en beneficio de los poderosos y de los ricos, los que crean la riqueza pero no se benefician de ella. Si por casualidad eres una joven muchacha campesina negra, ¿qué puedes decirle al mundo, o qué puede el mundo decirte a ti? Existes cautiva de las cuatro grandes desigualdades y vivirás una corta vida de ignorancia, hambre y miedo. De hecho, no se necesita más que una de las grandes desigualdades para crear semejantes condiciones.

Así que es necesario decir que la mayoría de los seres humanos que han vivido en esta Tierra han existido en condiciones de servidumbre hacia una pequeña minoría de gente rica y poderosa. Por cada emperador y burócrata, por cada califa y qadi, por cada vida plena y rica, ha habido diez mil de estas vidas atrofiadas y malgastadas. Incluso si se acepta una mínima definición de vida plena y se dice que la fuerza espiritual y la solidaridad entre la gente han hecho que muchos de los pobres e impotentes del mundo vivan cierto grado de felicidad y de realización en su lucha, aun así, hay tantos que han vivido una vida destruida por la miseria que parece imposible evitar llegar a la conclusión de que ha habido más vidas desperdiciadas que vividas en plenitud.

Todas las diferentes religiones del mundo han intentado explicar o mitigar estas desigualdades —incluyendo el islamismo, que se creó a partir del esfuerzo realizado para crear un reino de iguales— han intentado justificar las desigualdades de este mundo. Todas ellas han fracasado; hasta el islamismo ha fracasado; el Dar al-Islam está tan dañado por la desigualdad como cualquier otro sitio. De hecho, ahora pienso que la descripción india y china de la vida después de la muerte, el sistema de los seis lokas o reinos de realidad —los devas, los asuras, los seres humanos, las bestias, los pretas y los habitantes del infierno— es ciertamente una descripción metafórica pero precisa de este mundo y de las desigualdades que existen en él, con los devas sentados en medio del lujo y juzgando a los demás, los asuras luchando para mantener a los devas en su elevada posición, los seres humanos apañándoselas como ellos solos saben hacerlo, las bestias trabajando como siempre lo han hecho, los pretas sin hogar sufriendo dominados por el miedo al borde del infierno y los habitantes del infierno esclavizados en una miseria abyecta.

Siento que hasta que el número de vidas plenas no supere al de vidas destrozadas, estaremos atrapados en una especie de prehistoria, indigna del gran espíritu de la humanidad. La historia como una historia digna de ser contada comenzará únicamente cuando las vidas plenas excedan en número a las vidas desperdiciadas. Eso significa que todavía nos quedan muchas generaciones antes de que comience la historia.

Todas las desigualdades deben desaparecer; todo el exceso de riqueza debe ser distribuido equitativamente. Hasta entonces seguiremos siendo apenas una especie de mono farfullador, y la humanidad, tal y como normalmente solemos pensar en ella, todavía no habrá existido.

Para decirlo con palabras religiosas, todavía estamos en el Bardo, esperando el momento en que podamos nacer.

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