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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (86 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Había cada vez más reuniones, a medida que la situación se iba complicando más y más; cualquier cosa para evitar que regresara la guerra, ya que tan poco había sido resuelto con ella. O al menos, eso era lo que sentía la gente de la alianza derrotada. Había llegado un punto en que ya no estaba claro si los chinos y sus aliados, o los países de Yingzhou, que habían entrado en el conflicto mucho más tarde que el resto, tenían algún tipo de interés en complacer las preocupaciones islámicas. Kirana comentó con aire despreocupado en clase un día que era muy probable que el islamismo estuviera en el cubo de la basura de la historia sin saberlo todavía; y cuanto más leía Budur sus libros, tanto menos segura estaba de que aquello fuera necesariamente algo malo para el mundo. Las religiones antiguas morían; si un imperio intentaba conquistar el mundo y fracasaba, generalmente terminaba desapareciendo. Los escritos de Kirana dejaban eso muy claro. Budur encontró sus libros en la biblioteca del monasterio y los cogió; algunos habían sido publicados casi veinte años antes, durante la misma guerra, en la que Kirana habría sido bastante joven. Budur los leyó con mucho interés; oía la voz de Kirana en cada frase que leía; era como una transcripción de todo lo que le había oído decir, excepto que en el libro tenía aún más cuerda. Ella había escrito acerca de muchos temas, tanto teóricos como prácticos. Libros enteros de sus escritos africanos estaban dedicados a varios temas de la salud pública y las mujeres. Budur abrió uno al azar y se encontró con un sermón que se les daba a las comadronas en el Sudán:

Si los padres de la niña insisten, si no pueden ser convencidos de lo contrario, es muy importante que apenas un tercio del clítoris sea cortado y que los otros dos tercios queden intactos. Alguien que prácticamente ataca a una niña con un cuchillo cortándolo todo, va en contra de las palabras del Profeta. Hombres y mujeres han sido creados para ser iguales ante Dios. Pero si a una mujer se le corta todo el clítoris queda como una especie de eunuco, se vuelve fría, perezosa, sin deseo, sin interés, sin humor, como un muro de lodo, un trozo de cartón, sin chispa, sin objetivos, sin deseo, como un charco de agua estancada, sin vida, sus hijos son infelices, su esposo es infeliz, no hace nada por su vida. Aquellos de vosotros que debáis llevar a cabo las circuncisiones, recordad por lo tanto: ¡cortad un tercio, dejad dos tercios! ¡Cortad un tercio, dejad dos tercios!

Budur daba vuelta a las páginas del libro, trastornada. Después de un rato recobró el dominio de sí misma, y leyó la nueva página que se abría ante ella:

He tenido el privilegio de ser testigo del regreso de Raiza Tarami de su viaje al Nuevo Mundo, donde ha asistido a la conferencia sobre temas femeninos en la Isla Larga de Yingzhou, muy poco después de que terminara la guerra. Los asistentes a la conferencia, llegados de todo el mundo, se quedaron enormemente sorprendidos al ver que aquella mujer de Nsara exhibía un conocimiento total de todos los temas de importancia. Ellos esperaban encontrarse con una mujer atrasada, que dejaba detrás de sí los muros del harén, ignorante y con velo. Pero Raiza no era así, estaba en pie de igualdad con sus hermanas de China, Birmania, Yingzhou y Travancore, de hecho se había visto obligada, por ciertas condiciones en su hogar, a llegar mucho más lejos que muchos en la exploración teórica. De manera que nos representó muy bien, y cuando regresó a Firanja, había comprendido que el velo era el obstáculo más grande en el camino del progreso de la mujer musulmana, puesto que revelaba una complicidad general con todo el sistema. El velo tenía que caer para que cayera el sistema reaccionario. Entonces, cuando llegó a los muelles de Nsara, se encontró con sus compañeras del instituto de mujeres, y se presentó ante ellas con el rostro descubierto. Sus más fieles compañeras también se habían quitado el velo. A nuestro alrededor las señales de desaprobación podían verse claramente entre la multitud, que gritaba y daba empujones y hacía otras cosas por el estilo. Entonces las mujeres que estaban entre la multitud comenzaron a apoyar a las que se habían quitado el velo, quitándose ellas también el suyo y arrojándolo al suelo. Fue un momento hermoso. Después de aquello el velo comenzó a desaparecer en Nsara a gran velocidad. En tan sólo unos pocos años quitarse el velo fue una costumbre que se extendió por todo el país, y ese ladrillo del muro de los reaccionarios había sido quitado. Nsara se convirtió en la pionera de Firanja gracias a aquel acontecimiento. Yo tuve la gran suerte de poder ver aquello con mis propios ojos.

Budur tomó aire y marcó el pasaje como algo que leería a los soldados ciegos. Y a medida que iban pasando las semanas ella seguía leyendo, abriéndose camino por varios de los volúmenes de ensayos y conferencias de Kirana, una experiencia agotadora, puesto que Kirana nunca dudaba en atacar de frente y en toda la línea lo que no le gustaba. ¡Y a pesar de ello, cómo había vivido! Budur se sintió avergonzada de su niñez y juventud enclaustrada, del hecho de tener ya veintitrés años, casi veinticuatro, y todavía no haber hecho nada; cuando Kirana Fawwaz tenía esa edad ya había pasado años en África, luchando en la guerra y trabajando en hospitales. ¡Debía recuperar tanto tiempo perdido!

Budur también leía muchos libros que Kirana no le había señalado, concentrándose durante un tiempo en las culturas sinomusulmanas que habían existido en Asia central, en cómo habían intentado durante varios siglos reconciliar las dos culturas: las malas y viejas fotografías de los libros mostraban a esta gente, de apariencia china y creencia musulmana, de lengua china y ley musulmana; resultaba difícil imaginar que alguna vez habían existido personas tan híbridas. Los chinos habían matado a la mayoría durante la guerra y habían dispersado al resto al otro lado del Dahai hacia los desiertos y las selvas de Yingzhou y de Inca, donde trabajaban en minas y plantaciones, prácticamente como esclavos, a pesar de que los chinos aseguraban que ya no practicaban la esclavitud, diciendo que era un atavismo musulmán. Dijeran lo que dijeran de la esclavitud, los musulmanes de las provincias del noroeste habían desaparecido. Y eso podía suceder en cualquier parte.

Budur comenzó a dudar de que hubiera alguna parte de la historia que no fuera deprimente, indignante, aterradora, horrible; a menos que se tratara de la del Nuevo Mundo, en donde los hodenosauníes y los dinei habían organizado una civilización capaz, apenas capaz, de resistir a los chinos y a los firanjis y mantenerlos a cada cual en su sitio. Excepto que, incluso en Firanja, las enfermedades y las pestes habían causado tantos estragos entre ellos en los siglos doce y trece que habían sido reducidos a una población bastante pequeña, escondida en el centro de sus islas. Sin embargo, a pesar de su reducido número, habían perseverado y se habían adaptado. Habían permanecido de alguna manera abiertos a influencias extranjeras, atando todo lo que pudieron a sus ligas, convirtiéndose en budistas, aliándose a su vez con la Liga de Travancore al otro lado del mundo, a la que de hecho habían ayudado a formar con su ejemplo; en pocas palabras, avanzando de fuerza en fuerza, incluso cuando estaban ocultos en lo más profundo de sus salvajes espesuras, lejos de ambas costas y del Viejo Mundo en general. Tal vez eso había ayudado. Tomando lo que podían aprovechar, deshaciéndose del resto. Un lugar en el que las mujeres siempre habían tenido poder. Y ahora que la Guerra Larga había destrozado el Viejo Mundo, ellos se habían convertido en un nuevo
gigante emergente del otro lado de los mares
, representado aquí por personas altas y atractivas como Hanea y Ganagweh, caminando por las calles de Nsara con largos abrigos de piel o de hule, matando el firánjico con amistosa dignidad. Kirana no había escrito mucho sobre ellos, al menos hasta donde Budur pudo averiguar; pero Idelba estaba tratando con ellos, de alguna misteriosa manera que ahora implicaba llevar paquetes, que Budur ayudaba a cargar en el tranvía hasta el templo de Hanea y de Ganagweh en la costa norte. Cuatro veces hizo aquel trabajo para Idelba sin preguntar nada; tampoco Idelba ofreció muchas explicaciones. Una vez más, como en Turi, a Budur le parecía que Idelba sabía cosas que los demás no sabían. Idelba estaba viviendo una vida muy complicada. Hombres en la puerta, algunos de ellos suspirando por ella románticamente, uno golpeando la puerta cerrada y gritando:

—¡Idelbaaa, te amo, por favooor! —y cantando borracho en una lengua que Budur no lograba reconocer mientras castigaba una guitarra.

Mientras tanto, Idelba desaparecía en su habitación y una hora después fingía que nada había ocurrido; luego otra vez, desaparecía durante días seguidos y regresaba con la frente muy arrugada, a veces feliz, a veces nerviosa... una vida muy complicada. Sin embargo, más de la mitad de esa vida continuaba siendo un secreto.

12

—Sí —le dijo Kirana a Budur una vez en respuesta a una pregunta acerca de los hodenosauníes, mirando a un grupo de ellos que pasaba frente al café donde estaban sentadas aquel día—, quizá sean la esperanza de la humanidad. Pero yo no creo que los comprendamos lo suficiente para estar seguros. Cuando hayan acabado de tomar el poder del mundo, lo sabremos mejor.

—Estudiar historia te ha vuelto cínica —señaló Budur. La rodilla de Kirana presionaba otra vez la de ella. Budur la dejaba hacer sin darse nunca por enterada—. O, para ser más precisa, lo que has visto por ahí y la enseñanza te han convertido en una pesimista.

Budur quería ser justa.

—De ninguna manera —dijo Kirana, encendiendo un cigarrillo. Lo señaló y dijo a modo de explicación—: Ya ves cómo nos tienen esclavizados con su mala hierba. De todos modos, no soy una pesimista. Sólo soy realista. Llena de esperanza, ¡vaya! Pero podrás ver cuáles son las probabilidades, si te atreves a mirar. —Hizo una mueca y aspiró una larga calada—. Lo siento; calambres. Ah. Hasta ahora la historia ha sido como las reglas de las mujeres, un pequeño huevo de posibilidades, escondido en la materia normal de la vida, una horda de diminutos bárbaros que entran en tromba, tratando de encontrar el huevo, fracasando, luchando unos con otros; finalmente, una sangrienta porquería acaba con esas posibilidades y todo tiene que volver a comenzar.

Budur rió, escandalizada y divertida. Nunca se le había ocurrido aquello.

Kirana sonrió tímidamente al ver la reacción de Budur.

—El huevo rojo —dijo—. Sangre y vida. —Ahora, la rodilla presionaba con más fuerza—. La pregunta es: ¿se encontrará la horda de espermatozoides alguna vez con el huevo? ¿Habrá alguno que se adelante a los otros, que fecunde la semilla, y el mundo quede embarazado? ¿Nacerá alguna vez una verdadera civilización? ¡O acaso la historia está condenada siempre a ser una soltera estéril!

Se rieron juntas, Budur incómoda de diferentes maneras y por diferentes razones.

—Tiene que escoger la pareja apropiada —se atrevió a decir.

—Sí —dijo Kirana con picardía, las comisuras de sus labios se elevaron apenas un poquito—. Los marcianos, tal vez.

Budur recordó la «práctica de besos» de la prima Yasmina. Mujeres que aman a mujeres, hacen el amor con mujeres; era algo común en la zawiyya y probablemente en otros lados. Después de todo, había muchas más mujeres que hombres en Nsara, como en todo el mundo. Casi no se veían hombres de más de treinta o cuarenta años en las calles o en los cafés de Nsara, y los pocos que se veían a menudo parecían atormentados o furtivos, perdidos en una bruma de opio, conscientes de que de alguna manera ellos habían escapado a un destino. No: toda esa generación había sido aniquilada. Así que por todas partes se veían mujeres que paseaban en pareja, de la mano, que convivían en edificios sin ascensor o en zawiyyas. Más de una vez Budur las había oído en su propia zawiyya, en los baños o en las habitaciones, o caminando por los pasillos tarde por la noche. No era más que una parte de la vida, no importaba lo que dijera la gente. Alguna vez, Budur había participado en los juegos de Yasmina en el harén. Ella solía leer en voz alta alguna de sus novelas románticas y escuchar, en sus programas de radio, las lastimeras canciones que llegaban desde Venecia; después solía caminar en el patio cantándole a la luna, deseando tener en aquellos momentos un hombre que la espiara, o que saltara el muro y la cogiera entre sus brazos, pero allí no había hombres que pudieran hacer eso. «Practiquemos a ver cómo sería», solía murmurarle a Budur con voz ronca al oído, «entonces sabremos qué haremos»; siempre decía lo mismo, y luego solía besar apasionadamente a Budur en la boca y apretarse contra ella, y después de que Budur se recuperara de la sorpresa sentía que la pasión pasaba a su boca a través de una especie de transferencia qi, y ella devolvía el beso pensando: ¿Me latirá el pulso de esta forma cuando suceda esto realmente? ¿Podrá ser así?

La prima Rima era aún más hábil, aunque menos apasionada, que Yasmina, ya que como Idelba había estado casada una vez y más tarde había vivido en una zawiyya en Roma, solía observarlas y decir con frialdad: «No, así, sentaos a horcajadas sobre la pierna del hombre al que beséis, presionad el hueso púbico con fuerza contra su muslo, eso lo volverá completamente loco, entonces se hace un circuito completo, el qi describe círculos alrededor de ambos como en una dinamo». Y cuando lo probaron descubrieron que era cierto. Después de eso, a Yasmina solían ponérsele las mejillas rosadas, y ella gritaba un muy poco convincente: «¡Oh!, somos malas, somos malas», y entonces Rima solía resoplar y decir: «Siempre ha sido así, en todos los harenes del mundo. Así de estúpidos son los hombres. Así se ha hecho el mundo».

Ahora, avanzada la noche en este café de Nsara, Budur apretó también apenas la pierna contra la rodilla de Kirana, con complicidad, amistosa pero inexpresivamente. Hasta ahora, siempre se las había arreglado para marcharse con algunos de los estudiantes, evitando la mirada de Kirana en aquellos momentos para no darle falsas esperanzas, tal vez, porque no estaba segura de qué podría significar eso para sus estudios o su vida en general, si llegaba a responder más favorablemente y se dejaba llevar por todo aquello, fuera lo que fuera, más allá de los besos y las caricias. Conocía el sexo, ésa era la parte sencilla del problema; ¿pero qué pasaría con el resto? No estaba segura de querer involucrarse con aquella intensa mujer mayor, su maestra, en algunos aspectos aún una desconocida. Pero hasta que no se diera el paso decisivo, ¿acaso no seguirían todos siendo desconocidos para siempre?

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