Tiempos de gloria (71 page)

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Authors: David Brin

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Tiempos de gloria
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—Bien, no te vayas muy lejos, ¿quieres? —pidió, acercando la mano a los controles—. Por si tengo problemas.

Maia aprendió pronto el truco de agitar la mano ante aquellos círculos oscuros de la pared. Ajustó la ducha a una temperatura entre tibia y muy caliente, con la fuerza adecuada. Luego, tras internarse entre los múltiples chorros, se olvidó de todo en un torbellino de sensaciones corporales.

Todo excepto un pensamiento triunfal.

.Esas tramposas asesinas y sus cañones… piensan que estoy muerta. Incluso Leie lo cree probablemente. Pero no lo estoy. Brod y yo distamos mucho de estarlo .

De hecho, sin duda, ninguna de sus enemigas había experimentado jamás algo ni remotamente parecido a lo que ella disfrutaba ahora. Incluso cuando llegó el momento de frotarse y quitarse los granos de arena pegados a las heridas, el escozor no le pareció un precio demasiado alto.

Sentada ante un espejo lo bastante ancho para docenas de personas, Maia tocó sus desordenados rizos, que habían crecido durante semanas enmarañados, sucios, despeinados. Al menos, se habían librado ya del tinte que su hermana le había aplicado rápidamente mientras Maia se debatía, atada y amordazada, indefensa, a bordo del
.Intrépido
.
.Tendría que cortármelo todo
, decidió.

Brod cantaba mientras terminaba de ducharse. Su voz parecía quebrarse menos, o tal vez fuera un efecto de la sorprendente resonancia del compartimento enlosado, sin duda una maravilla de la tecnología, diseñado para algún misterioso propósito perdido en el tiempo. Cerca, en la encimera, Maia vio la aguja ensangrentada y el hilo que el muchacho había empleado para coser sus peores cortes. No lo había oído gemir ni una sola vez.

El pequeño botiquín que había encontrado tras uno de los espejos estaba terriblemente mal surtido. Buena cosa, pues gracias a eso lo habían pasado por alto cuando evacuaron el lugar. Contenía unas cuantas vendas selladas, que sisearon y soltaron un curioso olor neutro al abrirlas, y una diminuta botella de oloroso desinfectante, que decidieron no tocar. Y finalmente un par de tijeras, que Maia cogió después de que todos los demás asuntos hubieran sido atendidos, para dar algunos cortes inseguros a su pelo. No había ninguna otra cosa útil entre la basura.

Tras ella, el clamor del agua cesó, y pudo oír cómo las mismas espitas soltaban aire caliente sobre el cuerpo de su compañero. Brod chilló, tan ruidoso en el placer como estoico en el dolor.

—¡Eh, Maia! ¿Por qué no usamos esta máquina para lavar también nuestra ropa? Limpia y seca en cinco minutos. Lánzame la tuya.

Ella se inclinó para recoger su sucia túnica y los pantalones con dos dedos, y los lanzó en su dirección.

—Muy bien —dijo—. Me has convencido. Los hombres sirven para algo, después de todo.

Brod se echó a reír.

—¡Pruébame la próxima primavera! —gritó por encima del renovado rugir del chorro de vapor—. ¡Si quieres ver para qué sirve un hombre!

—¡Bla, bla, bla! —respondió ella—. ¡Lysos tendría que haber quitado todos los genes charlatanes del cromosoma Y, y añadido más acción!

Era el tipo de discusión desenfadada que había envidiado en Naroin y los hombres y mujeres del mar, que no implicaba ninguna amenaza real pero tenía un tinte de amable desafío. Maia sonrió, y su sonrisa transformó su aspecto en el espejo. Se enderezó en el asiento, usó los dedos como peine y se sacudió el flequillo trasquilado.

.Esto está mejor, pensó.
.Ahora no asustaría a una niña de tres años por la calle
.

No podía decirse que sus cicatrices fueran vergonzantes en lo más mínimo, pero Maia se alegraba de que la mayor parte de los golpes hubieran evitado su rostro. Un rostro que, sin embargo, se había transformado en los últimos meses. Cierta redondez adolescente aún asomaba en los pómulos, y su tez era clara y arrebolada tras el lavado. Sin embargo, tantas privaciones y luchas habían esculpido una nueva firmeza en su contorno. Era una cara diferente a la que recordaba de cuando compartía un pequeño espejo de mesa con su gemela, en un desvencijado ático lleno de sueños imposibles.

—Aquí tienes —anunció Brod, colocando dos prendas dobladas sobre la encimera, junto a ella. Como la propia Maia, la ropa tenía un aspecto y un olor distintos, aunque necesitaba un buen arreglo. Lo mismo podía decirse de la de Brod, pensó Maia, tras darse la vuelta. El joven se puso la camisa y los pantalones, sonriendo mientras asomaba los dedos entre largos rasgones.

—Nos llevaremos un poco de hilo, y a lo mejor podremos coserlas más tarde. Pero ahora propongo que continuemos avanzando. ¿Quién sabe? Puede que tengamos suerte y encontremos el apartamento de alguien, con un armario lleno.

—¿Más tres cuencos de gachas para comer y tres camitas donde dormir? —Maia bostezó al levantarse, dirigiendo una última mirada al espejo.

.Cada vez que contemplaba mi reflejo solía ver a Leie además de a mí misma. Pero esta persona que tengo delante es única. No hay otra como ella en el mundo .

Extrañamente, Maia no sintió ninguna decepción ante aquella idea. Ninguna.

Limpios y descansados en parte, siguieron explorando y pronto se encontraron atravesando otra zona en ruinas; grietas enormes habían resquebrajado todas las paredes. En algunos sitios, los daños habían sido reparados burdamente, mientras que en todas partes los desperfectos dejaban al descubierto la piedra desnuda y resquebrajada. Maia y Brod caminaban con cuidado por allí donde el suelo se inclinaba o las grietas habían partido en dos un pasillo. Algunos de los daños podían deberse a la edad, a la acción natural de los milenios desde que aquel refugio fuera evacuado. Pero a Maia le parecía más probable otra hipótesis. Impactos procedentes del espacio, cuyas marcas aún se podían notar en Jellicoe y otras islas, debían de haber estado a punto de destruir incluso aquellos poderosos muros.

.Grimké era sólo un puesto avanzado, comprendió.
.Esto debió de ser una fortaleza principal
.

Pronto descubrieron que los habitantes no se lo habían llevado todo cuando fueron desterrados. Llegaron a una zona repleta de compleja maquinaria, una sala enorme tras otra, todas llenas de aparatos. Algunos, claramente, producían electricidad (parientes lejanos de los útiles transformadores y de los pequeños generadores que ella conocía), pero a una escala muy superior a la usual en la economía de Stratos. La magnitud de las cosas la hizo vacilar. ¡Allí había más metal que en todo Puerto Sanger! Y era probable que Brod y ella hubieran arañado sólo la superficie.

Una cámara se extendía un centenar de metros, y parecía elevarse al menos hasta tres veces esa altura.

Llenando casi todo el espacio se alzaba un enorme bloque de un material ambarino y transparente que ella nunca había visto, sujeto por pesados refuerzos del mismo metal rojizo y duro de la puerta enigma.

Dentro de la sorprendente gema, pequeñas lucecitas anunciaban que sus poderes estaban dormidos, pero no muertos. Eso los indujo a escabullirse de puntillas para evitar que despertara aquella cosa dormida, fuera lo que fuese.

El santuario-fortaleza parecía interminable. Maia se preguntó si su destino sería deambular eternamente como espíritus malditos, buscando la salida de un purgatorio al que con tanto trabajo habían entrado. Entonces el pasillo desembocó en otro más amplio, de paredes todavía más reforzadas. A su izquierda se alzaba una enorme puerta de metal escarlata, ésta de casi un metro de grosor y sujeta por unos fabulosos goznes. Abierta. A este lado, alguien había colocado un caballete de madera que sostenía un cartel con un escrito poco amistoso.

QUEDAN ADVERTIDOS

¡FUERA!

El mensaje era tan imprevisto, tan inapropiado, que Maia sólo pudo pensar en respuesta:
.No digas tonterías
.

Quienquiera que seas, nunca nos has advertido de nada.

Como si nos importara.

—¿Crees que lo dejaron las saqueadoras? —preguntó Brod. Maia se encogió de hombros.

—No es típico de ellas hacer advertencias. Gritar y saltar es más su estilo.

Se inclinó hacia el letrero, que no parecía obra de aficionados.

—Puede que sea una sala importante —dijo Brod—. Vamos. Tal vez descubramos algo.

Siguiéndolo de cerca, Maia pensó:
.Si es tan importante, ¿por qué emplean carteles? ¿Por qué no cierran la puerta y echan el cerrojo?

La respuesta era obvia. Quienesquiera que sean, no pueden cerrar la puerta. Si lo hacen, nunca volverán a abrirla. ¡No saben la combinación!

La larga cámara tubular cubría unos cuarenta metros, siempre reforzada por contrafuertes triples del duro metal rojo, presumiblemente para resistir incluso un impacto directo… aunque Maia no era capaz de imaginar de qué. Reconoció, eso sí, las consolas de ordenador, mucho más grandes que las pequeñas unidades de comunicación manufacturadas y distribuidas por Caria City, pero claramente relacionadas con ellas. Todo tenía el aspecto de haber sido utilizado un día antes, en vez de hacía más de mil años. Mentalmente, Maia vio operadoras fantasma trabajando en la estación, hablando en susurros ansiosos, liberando horribles fuerzas con sólo pulsar un botón.

—¡Maia, mira esto!

Ella se dio la vuelta. Brod se encontraba ante otro cartel.

Propiedad del Consejo Reinante.

Si está aquí, se arriesga a una ejecución sumarísima por intrusión.

Su entrada ha sido registrada. Su única opción es llamar de inmediato a la Autoridad del Equilibrio Planetario.

Use la unidad de comunicación de abajo.

Recuerde: Si confiesa obtendrá clemencia. ¡Si se obstina morirá!

—«Su entrada ha sido registrad». —leyó Brod en voz alta—. ¿Crees que han manipulado todas las puertas? ¡Eh, tal vez nos estén escuchando y viendo ahora mismo!

Abrió mucho los ojos, como queriendo ver a un tiempo en todas direcciones. Pero Maia se sentía extrañamente distanciada.

.De modo que el Consejo conoce este lugar. Era una ingenuidad pensar lo contrario. Después de todo, esto fue el corazón de la Gran Defensa. No habrían dejado tanto poder abandonado, sin supervisión. Puede ser necesario, algún día .

.Pero entonces, ¿qué hay de mi idea… de que el viejo Bennett dijo lo que dijo porque había heredado algún misterioso secreto?

Tal vez existía, en efecto, un secreto, residuo de los días gloriosos de Jellicoe. Algo que sobrevivió a la vergüenza y la ignominia que siguieron al breve episodio de los reyes. O tal vez era sólo producto de la leyenda, del ansia por el hogar y el estatus perdido; algo transmitido por un pequeño grupo de hombres a lo largo de un destierro de siglos, que había ido perdiendo significado y ritualizándose a medida que pasaba a nuevos hombres y muchachos reclutados de sus clanes maternos.

—Podríamos seguir la antena hasta la entrada que usan normalmente. —Brod se acercó a la unidad de comunicación mencionada en el anuncio: una unidad completamente estándar, conectada a cables burdamente sujetos con grapas a las paredes. Esos cables se cortarían si la gran puerta llegaba a cerrarse alguna vez—. ¿Sabes?

¡Apuesto a que ni siquiera conocen la ruta que hemos seguido! Tal vez no sepan que estamos aquí, después de todo.

.Buen argumento, pensó Maia. Junto a la unidad de comunicación, otro artículo llamó su atención. Un grueso cuaderno negro. Lo cogió, repasó varias de sus páginas, suspiró.

—¿Qué es eso, Maia?

Ella pasó más páginas.

—No sólo conocen este lugar, sino que se
.entrenan
aquí… cada diez años o así, según parece. Mira las fechas y las firmas. Veo tres, no, cuatro nombres de clanes. Deben de ser colmenas militares especializadas, subvencionadas en sus nichos por fondos del Consejo de Seguridad. Vienen aquí una vez cada generación y se ejercitan. ¡Brod, este lugar sigue todavía en funcionamiento!

El joven parpadeó dos veces al pensar en ello, luego resopló pesadamente. Un resignado resentimiento tiñó su voz.

—Tiene sentido. Después de que el Enemigo fuera derrotado, los técnicos, tanto hombres como mujeres, debieron de volverse exigentes y pedir cambios. Las sacerdotisas y sabias y altos clanes se asustaron. ¡Tal vez incluso
.provocaron
la Revuelta de los Reyes, para tener una excusa para expulsar a toda la gente que vivía aquí!

Brod lo estaba haciendo de nuevo: iba más allá de la evidencia. Sin embargo, el panorama que pintaba resultaba convincente.

—Pero habría sido una estupidez olvidar el lugar, o desmantelarlo —continuó diciendo—. Así que eligieron a guerreras adecuadas para el trabajo y les dieron un empleo fijo para mantenerlas entrenadas y disponibles por si se producía otra visita del Enemigo.

.¿O de parientes no deseados?, se preguntó Maia. La entrada más reciente del registro no seguía los esquemas previos, pues databa de la época en que la nave de Renna había sido vista entrando en el sistema. La instrucción había durado cinco veces más de lo normal. Hasta que, advirtió, su lanzadera abandonó la nave peripatética camino del espaciopuerto de Caria.

Tampoco había ninguna garantía de que los clanes luchadores se mantuvieran apartados del lugar. Con el Consejo convertido en un clamor por el secuestro de Renna, podían regresar en cualquier momento.

Podría haber sido una idea reconfortante, una forma de reducir a las saqueadoras con una sola llamada a larga distancia, si Maia no hubiera actuado con prevención. Renna podría estar aún peor en las garras de ciertos clanes.

La unidad de comunicaciones se encontraba allí, presumiblemente lista para ser utilizada. Sin embargo, el dilema seguía siendo el mismo. ¿A quién llamar? Sólo Renna sabía quiénes eran sus amigas y quién lo había traicionado en Caria, un largo cuarto de año stratoiano antes.

.Cada vez que creo llegar al fondo de la cuestión parece haber algo más debajo. ¡Comparado con esto, el polvillo azul de Tizbe es una ridiculez, una minucia!

Maia sabía lo que tenía que hacer.

Resultó sencillo localizar el camino utilizado por los clanes guerreros. Maia ni siquiera tuvo que seguir el cable de la antena. La entrada principal sólo podía estar en un sitio.

Desde la sala de control, Brod y ella siguieron el corredor principal a lo largo de varias rampas y escaleras, y atravesaron una serie de pesadas escotillas cilíndricas abiertas; gruesas cuñas impedían que se cerraran de modo accidental. En un momento dado, los jóvenes se detuvieron ante una pared demolida que antiguamente parecía haber contenido un mapa. Una porción aún legible en la esquina inferior izquierda presentaba una parte del convulso contorno de la isla de Jellicoe. El resto del mapa estaba tan quemado que no sólo había desaparecido el yeso, sino también el primer centímetro de roca.

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