Todo lo que tengo lo llevo conmigo (25 page)

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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

BOOK: Todo lo que tengo lo llevo conmigo
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Hasta la fecha, alimentar el cuerpo sigue siendo un misterio para mí. En el interior del cuerpo se derriba y se construye igual que en una obra. Te ves diariamente a ti mismo y a los demás, pero ningún día notas cuánto se derrumba o se yergue dentro de ti. Es un enigma cómo las calorías quitan y ponen todo. Cómo borran todas las huellas dentro de ti cuando quitan, y vuelven a colocarlas cuando ponen. No sabes desde cuándo has ido hacia arriba, pero estás fuerte de nuevo.

En el último año del campo recibimos dinero en metálico por nuestro trabajo. Podíamos comprar en el bazar. Comíamos ciruelas pasas, pescado, creps rusos con queso dulce o salado, tocino y manteca, pastel de maíz con puré de remolacha y aceitosa halvá, una pasta dulce de semillas de girasol, azúcar y miel. En pocas semanas volvimos a alimentarnos con total normalidad. Estábamos gordos y fofos, los rusos dicen
bamsti
. Nos convertimos nuevamente en mujeres y hombres, como si experimentáramos una segunda pubertad.

La nueva vanidad se inició entre las mujeres cuando los hombres todavía arrastraban los pies con su armadura de guata durante el día. Ellos aún se sentían suficientemente guapos, y tan sólo proporcionaban a las mujeres el material de la vanidad. El ángel del hambre aguzó el olfato para la ropa, para la nueva moda del campo de trabajo. Los hombres traían de la fábrica trozos de 1 metro de largo de cuerda de algodón de un blanco inmaculado y del grosor de un brazo. Las mujeres deshacían las cuerdas, anudaban los hilos entre sí y, con agujas de hierro, confeccionaban a ganchillo sujetadores, bragas, blusas y corpiños. El ganchillo dejaba los nudos por dentro, en las prendas terminadas no se veía ni uno solo. Tejían incluso cintas para el pelo y broches. Trudi Pelikan llevaba un broche con un nenúfar como una taza de café colgado del pecho; una de las Siris, un muguete con dedales blancos sujetos a un alambre; Loni Mich, una dalia teñida con polvo de ladrillo rojo. En esta primera fase de la transferencia de algodón, yo también me sentía aún bastante guapo. Pero pronto quise tener un nuevo atuendo. Tras un largo trabajo manual, me hice una gorra de visera con el raído abrigo del ribete de terciopelo. Yo llevaba in mente el plan de ejecución de la obra, una ejecución difícil con muchos refinamientos. Se reviste de tela una pieza de goma de neumático, bastante grande, para que te permita ponerte la gorra ladeada sobre la oreja. En la visera, un cartón alquitranado, la parte superior ovalada, reforzada con papel de saco de cemento, y toda la gorra forrada por dentro con trozos aprovechables de una camiseta rota. El forro interior era importante para mí, era la vieja presunción de antaño de querer estar guapo para mí mismo, incluso en los lugares donde otros no miran. La gorra era una gorra de esperanza, una gorra para tiempos mejores.

Para acompañar a la moda del ganchillo del campo de trabajo, las mujeres tenían en la tienda del pueblo ruso jabón de tocador, polvos y carmín. Todo de la misma marca
Krasnyi Mak
, Amapola Roja. Los cosméticos eran rosados y exhalaban un aroma penetrante y dulzón. El ángel del hambre estaba asombrado.

La última moda eran los zapatos de paseo, las
Balétki
. Llevé medio neumático al zapatero, otros sacaron a escondidas de la fábrica tela engomada de la cinta transportadora. El zapatero confeccionaba zapatos de verano livianos, de suelas flexibles y muy finas, adaptadas con precisión a cada pie. De horma ajustada, eran muy elegantes. Los llevaban tanto hombres como mujeres. El ángel del hambre se volvió ligero de pies. La Paloma estaba despepitada, todos corrían a la plaza y bailaban hasta que sonaba el himno, poco antes de medianoche.

Pero como las mujeres no sólo querían gustarse a sí mismas y a las otras mujeres, sino también a los hombres, éstos tenían que esforzarse para que las mujeres les permitieran acceder detrás de la manta a la ropa interior de ganchillo. Así, después de las
balétki
, la moda masculina superó asimismo la altura de los zapatos: Nueva moda y nuevos amoríos, intercambios desenfrenados, embarazos, legrados en el hospital municipal. Pero en el barracón de los enfermos, detrás de la valla de madera, también se multiplicaban los bebés.

Fui a ver al señor Reusch de Guttenbrunn, del Banato. Sólo lo conocía del recuento. Durante el día retiraba escombros en una fábrica bombardeada. Por la noche arreglaba
fufáika
s rotas a cambio de tabaco. Era sastre de profesión, y desde que el ángel del hambre correteaba con ligereza de un lado a otro, un profesional muy solicitado. El señor Reusch desenrolló una delgada cinta con rayitas que marcaban los centímetros, y me midió desde el cuello hasta los tobillos. Después dijo: Para el pantalón 1,50 metros de tela, para la chaqueta 3,20. Y además 3 botones grandes y 6 pequeños. Del forro de la chaqueta se encargaba él, anunció. Yo también quería un cinturón con hebilla para la chaqueta. Él me propuso una hebilla formada por dos aros de metal y en la espalda un pliegue que se abría dos veces mediante trabillas. Esos pliegues son ahora la última moda en América, me informó.

Encargué dos aros de metal a Kowatsch Anton y me fui con todo mi dinero en efectivo a la tienda del pueblo ruso. La tela del pantalón era azul mate moteado en gris claro. La de la chaqueta, color arena a cuadros marrones saco de cemento, cada cuadro en relieve. También me compré una corbata de confección, verde musgo con rombos oblicuos. Y 3 metros de reps amarillo-claro para una camisa. Luego, botones para el pantalón y la chaqueta, amén de otros 12 botones muy pequeños para la camisa. Eso sucedía en abril de 1949.

Tres semanas más tarde tenía la camisa y el traje con el pliegue y la hebilla de hierro. Ahora me habría sentado de maravilla la bufanda de seda color burdeos, con sus cuadros mate y brillantes. Hacía mucho que Tur Prikulitsch no se la ponía, seguramente la había tirado. El ángel del hambre había abandonado mi cerebro, pero continuaba estando en el cogote. Y tenía buena memoria. No le hacía ninguna falta, la moda del campo también era una especie de hambre, hambre de los ojos. El ángel del hambre dijo: No derroches todo tu dinero, quién sabe lo que te espera. Todo lo que me espera ya está aquí, pensé. Yo quería ropa de vestir para pasear por el campo, el patio e incluso recorrer el trayecto hasta mi sótano a través de la maleza, la herrumbre y los escombros. Comenzaba el turno cambiándome de ropa en el sótano. El ángel del Hambre me advertía: El orgullo precede a la caída. Y yo replicaba: Se vive. Pero sólo una vez. Tampoco el armuelle se va de aquí, y lleva joyas rojas y se confecciona para cada hoja un guante con un pulgar diferente.

Entretanto, la caja del gramófono contaba con una cerradura nueva, pero ahora, poco a poco, se iba quedando pequeña. Mandé hacer al carpintero otra sólida maleta de madera para las ropas nuevas. Y encargué a Paul Gast en la cerrajería una buena cerradura a rosca para la maleta.

Cuando exhibí por primera vez mis ropas nuevas en la plaza, pensé: Todo lo que me espera ya está aquí. Todo seguirá siempre igual que ahora.

Algún día llegaré al pavimento elegante

E
n la cuarta paz, el armuelle también creció con su verdor cantarín. No lo recogíamos, ya no sufríamos un hambre atroz. Estábamos seguros de que ahora, después de matarnos de hambre durante cuatro años, nos alimentarían no para regresar a casa, sino para que nos quedáramos aquí a trabajar. Los rusos esperaban siempre el futuro, nosotros lo temíamos. Entre nosotros el tiempo viejo se perjudicaba a sí mismo, y en el gigantesco país un tiempo nuevo fluía para ellos.

Corría el rumor de que durante todos esos años Tur Prikulitsch y Bea Zakel habían acumulado ropa en el almacén y, tras venderla en el bazar, habían repartido el dinero con Schischtvanionov. Por eso murieron de frío muchos que, incluso según el ordenamiento del campo, tenían derecho a ropa interior,
fufáika
s y zapatos. Nosotros dejamos de contarlos. Pero, cuando conté la paz, supe que en el registro del barracón de los enfermos junto a Trudi Pelikan descansaban en paz 334 muertos —de la primera, segunda, tercera y cuarta—. No pensaba en ello durante semanas, después aparecían como una matraca en mi cerebro y me acompañaban toda la jornada.

Cuántas veces pensé que las campanitas repiqueteantes de las baterías de coque tocaban de año en año. Un día, en lugar del banco en el paseo del campo, me gustaría encontrar un banco de parque en el que estuviera sentada una persona libre, una persona que jamás hubiera estado en un campo de trabajo. En la plaza circuló una noche la palabra
suela de crepé
. Nuestra cantante Loni Mich preguntó qué significaba crepé. Y Karli Halmen, mirando de reojo al abogado Paul Gast, contestó que crepé y crespón procedían de la misma familia, y que por tanto en el ciclo de la estepa todos nosotros llevaremos crespones de luto. Loni Mich no cejó. Después de las suelas de crepé se habló también de las
favoritas
, la última moda en América. Loni Mich volvió a preguntar qué eran las favoritas. Y el acordeonista Konrad Fonn dijo que las favoritas eran tocados de plumas de cola de pájaro que se colocan junto a las orejas.

Cada dos semanas, en el cine del pueblo ruso se proyectaban películas y noticiarios semanales para nosotros, los del campo. Películas rusas, pero también americanas e incluso algunas requisadas a la
UFA
de Berlín. En un noticiario americano se veía caer confeti revoloteando como nieve entre los rascacielos y a hombres cantando con sucias de crepé y patillas hasta la barbilla. Y después de la película, el barbero Oswald Enyeter dijo que esas patillas se llamaban favoritas. Ahora estamos completamente rusificados y al mismo tiempo nos volvemos modernos a la americana, dijo.

Tampoco yo sabía qué eran las favoritas. Iba poco al cine. Debido a mi trabajo por turnos, a esa hora me encontraba siempre en el sótano o muy cansado por haber trabajado allí. Pero ese verano tuve
balétki
,
Kobelian
me había regalado medio neumático. Y podía cerrar mi maleta de gramófono, Paul Gast me había hecho una llave, con tres naricillas finas como dientes de ratón. El carpintero había fabricado para mí una maleta nueva de madera con una cerradura a rosca. Estaba equipado con ropa nueva. Las suelas de crepé no habrían servido para nada en el sótano y las favoritas crecerían por sí mismas, pero habrían sido más apropiadas para Tur Prikulitsch. A mí me parecían completamente ridículas.

A pesar de todo ya iba siendo hora, pensaba, de encontrarme con Bea Zakel o con Tur Prikulitsch en cualquier otro lugar y de igual a igual, en una estación de tren, por ejemplo, con pilastras de hierro fundido y petunias colgantes como en un balneario. Supongamos que subo al tren y Tur Prikulitsch está sentado en el mismo compartimiento. Le saludaría brevemente y me sentaría ladeado enfrente de él, eso es todo. Yo haría como si eso fuera todo, porque vería su anillo de matrimonio pero no preguntaría si se había casado con Bea Zakel. Sacaría mi sándwich y lo depositaría sobre la mesita plegable. Pan blanco con una gruesa capa de mantequilla y jamón cocido de color rosa. No me sabría bien, pero tampoco dejaría traslucir que no me gustaba. O me encontraría con Cítara-Lommer. Vendría con la cantante Loni Mich. Me daría cuenta de que a ella le había crecido más el bocio. Los dos querrían recogerme para ir al concierto del Ateneo. Yo me disculparía disimulando la voz y los dejaría ir. Porque yo sería conserje y acomodador en el Ateneo y recibiría a ambos a la entrada y les ordenaría con el índice estirado: Mostrad vuestras entradas, aquí se funciona con números pares o impares, tenéis el 113 y el 114, de modo que os sentaréis separados. Sólo me reconocerían cuando me echase a reír. Pero a lo mejor no me reía.

También imaginaba que me tropezaba con Tur Prikulitsch por segunda vez en una gran ciudad de América. Él no ostentaría un anillo de casado en el dedo, pero subiría las escaleras con una de las Siris cogida del brazo. Ella no me reconocería, pero él me guiñaría el ojo como mi tío Edwin cuando decía: Ya he vuelto a arriesgar una pestaña. Yo continuaría mi camino, eso es todo. A lo mejor todavía seré hasta cierto punto joven cuando salga del campo, estaré, como suele decirse, en los mejores años de mi vida, como en el aria
yo tenía treinta años
, que Loni Mich canta con el bocio tembloroso. A lo mejor me topo con Tur Prikulitsch por tercera, cuarta vez y aun con mucha frecuencia, en un tercero, cuarto, sexto, incluso octavo futuro. Un día contemplaré la calle por la ventana del segundo piso de un hotel, y estará lloviendo. Y abajo un hombre abrirá su paraguas en ese preciso instante. Necesitará mucho tiempo y se mojará, porque el paraguas se atasca. Me daré cuenta entonces de que sus manos son las de Tur, pero él no lo sabrá. Si lo supiera, pensaré, no se tomaría tanto tiempo para abrir el paraguas o ponerse los guantes o ni siquiera se le ocurriría venir a esta calle. Si él no fuera Tur Prikulitsch, y tan sólo tuviera sus manos, yo le gritaría desde la ventana: Cruza a la otra acera, bajo la marquesina no te mojarás. Si él levantase la cabeza, a lo mejor diría: Por qué me tutea usted. Y yo contestaría: No le he visto la cara, sólo tuteo a sus manos.

Algún día llegaré al pavimento elegante, donde me encuentre a gusto de una forma distinta que en la pequeña ciudad donde he nacido, pensaba. El pavimento elegante será una avenida junto al Mar Negro. El agua levantará espuma blanca y se balanceará de una manera inédita hasta ahora. En la avenida brillarán luces de neón y sonarán saxofones. Me encontraré con Bea Zakel y la reconoceré, sus ojos mostrarán todavía el giro vacilante y la mirada huidiza. Yo no tendré rostro, porque ella no me reconocerá. Lucirá todavía sus pesados cabellos, pero no trenzados, sino revoloteando alrededor de las sienes, encanecidos, blancos como la harina, igual que alas de gaviota. Tendrá todavía los pómulos altos, con dos sombras duras como las que proyectan a mediodía las dos esquinas de un edificio. Pensaré en el ángulo recto, en una colonia detrás del campo de trabajo.

El otoño pasado se construyó una nueva colonia rusa. Eran casas de madera prefabricadas procedentes de Finlandia, casas finlandesas. Karli Halmen me había contado que las piezas prefabricadas estaban cortadas con precisión e incluían minuciosos planos de montaje. Pero al descargarlo, se revolvió todo hasta que nadie supo dónde iba cada cosa. La construcción fue un desastre, a veces había muy pocas piezas prefabricadas, otras muchas, a veces eran erróneas. Durante todos esos años el aparejador fue el único que consideró a los trabajadores forzosos personas de países civilizados en los que el ángulo recto, tiene 90 grados. Él trataba a los deportados como seres pensantes, por eso lo recuerdo. En una pausa para fumar, pronunció un discurso en la obra sobre las buenas intenciones del socialismo y la incapacidad. Su perorata concluyó: Los rusos saben lo que es un ángulo recto, pero no consiguen hacerlo.

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