Todo lo que tengo lo llevo conmigo (27 page)

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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

BOOK: Todo lo que tengo lo llevo conmigo
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Tienes una niña en Viena

LL
evaba meses en casa y nadie sabía lo que yo había visto. Pero tampoco preguntaban. La narración sólo es posible cuando eres capaz de transmitir tus experiencias. Yo me alegraba de que nadie preguntase, pero en mi fuero interno me sentía dolido. El abuelo seguro que habría indagado, pero había muerto dos años antes. Falleció en el verano después de mi tercera paz debido a un fallo renal y, a diferencia de mí, se quedó con los muertos.

Una noche pasó el vecino, el señor Carp, a devolver el nivel que nos había pedido prestado. Al verme, no pudo menos que balbucear. Yo le di las gracias por sus polainas amarillas de cuero y mentí al afirmar que me habían abrigado en el campo. Me habían traído suerte, añadí, pues gracias a ellas había encontrado un día 10 rublos en el bazar. De la emoción, las pupilas del señor Carp resbalaron por sus ojos como huesos de cereza. Cruzándose de brazos, se acarició ambos brazos con los pulgares, se balanceó y dijo: Tu abuelo siempre te esperó. El día de su muerte las montañas subieron a las nubes, numerosas nubes extrañas llegaron a la ciudad desde todas partes como maletas de gente desconocida. Las nubes sabían que tu abuelo era un viajero empedernido. Una nube seguro que era tuya, aunque tú no lo sepas. A las cinco, el entierro había concluido, e inmediatamente después cayó una lluvia mansa durante una hora. Lo recuerdo, era miércoles, y aún tuve que ir a la ciudad a comprar cola. Al regresar divisé delante de la entrada de vuestra casa una rata sin pelo. Estaba arrugada, temblaba y se acurrucaba junto a la puerta de madera. Me asombré de que no tuviera cola o de que estuviera sentada encima. Cuando me acerqué, vi un sapo verrugoso que me miró e infló sus mejillas como dos vejigas blancas, haciendo horribles juegos malabares con ellas. En un primer momento decidí apartarlo con el paraguas, pero no me atreví. Mejor no, pensé, es un sapo, avisa con sus vejigas blancas, eso guarda relación con la muerte de Leo. Porque pensaban que estabas muerto. Al principio tu abuelo te esperó mucho. Al final, menos. Todos creían que habías muerto. No escribiste, por eso vives ahora. Nada tiene que ver una cosa con la otra, aduje.

Mi respiración temblaba, porque el señor Carp se mordía su bigote deshilachado dándome a entender que no me creía. Mi madre miraba de reojo por la ventana de la galería al patio, donde no había nada que ver salvo un pedazo de cielo y el cartón alquitranado encima del cobertizo. Señor Carp, cuidado con lo que dice, advirtió la abuela. Usted me lo contó de otra manera, entonces las vejigas blancas estaban relacionadas con mi marido muerto. Eran un saludo de mi marido muerto, dijo usted entonces. El señor Carp murmuró más para sí mismo: Lo que digo ahora es la verdad. Cuando su marido murió, yo no podía irle encima con la muerte de Leo. El pequeño Robert arrastraba el nivel por el suelo y hacía
chucu chucu chucu
. Sentó a Mopi encima del techo de su tren, tiró del vestido de mamá y dijo: Viajeros al tren, nos vamos al Wench. En el nivel traqueteaba el ojo verde deslizante. Mopi iba sobre el techo del tren, pero en el interior se sentaba Bea Zakel, que miraba los dedos de los pies del señor Carp a través de la ventanilla del nivel. El señor Carp no había contado nada nuevo, sólo había manifestado inconveniencias. Yo sabía que el susto había sido mayor que la sorpresa, mi regreso fue un alivio que no despertó alegrías en el hogar. Yo había defraudado su luto, porque vivía.

Desde que regresé a casa, todo tenía ojos. Todo veía que mi nostalgia sin dueño no desaparecía. Delante del gran ventanal estaba la máquina de coser con la maldita lanzadera y el hilo blanco debajo de la tapa de madera. El gramófono volvía a estar instalado en mi deteriorada maletita, colocada, como siempre, en la mesa del rincón. Colgaban las mismas cortinas verdes y azules, en las alfombras serpenteaban los mismos estampados de flores, los flecos enredados seguían orlándolas, los armarios y puertas chirriaban al abrirse y cerrarse igual que siempre, los suelos crujían en los mismos puntos, el pasamanos de la escalera de la galería continuaba agrietado en el mismo sitio, todos los peldaños desgastados, en la barandilla se bamboleaba el mismo tiesto en su cesto de alambre. Nada me interesaba. Yo estaba encerrado en mí y expulsado fuera de mí, no les pertenecía y me echaba de menos a mí mismo.

Antes de ser deportado al campo de trabajo habíamos pasado diecisiete años juntos; compartimos objetos grandes como puertas, armarios, mesas, alfombras. Y cosas pequeñas como platos y tazas, salero, jabón, llave. Y la luz de las ventanas y las lámparas. Ahora me habían sustituido. Sabíamos unos de los otros cómo no éramos ni seríamos nunca más. Ser un extraño constituye sin duda una carga, pero sentir miedo de extraños en una cercanía imposible es una sobrecarga. Yo tenía la cabeza dentro de la maleta, respiraba en ruso. No me apetecía irme y olía a distancia. No era capaz de pasar el día entero en casa. Necesitaba un trabajo para abandonar el silencio. Tenía ya veintidós años, pero no había estudiado nada. Sería una profesión claveteador de cajas. Yo era de nuevo un peón.

En agosto, a mi regreso de la fábrica de cajas a última hora de la tarde, vi una carta para mí sobre la mesa de la galería. Era del barbero Oswald Enyeter. Mi padre me contempló mientras leía, como alguien que te mira la boca mientras comes. Leí.

¡Querido Leo! Ojalá estés de nuevo en la patria. En nuestra casa ya no había nadie y seguí mi camino hacia Austria. Ahora vivo en Viena: en Margareten, hay muchos paisanos nuestros aquí. Si vienes alguna vez a Viena, te afeitaré. He encontrado un puesto de peluquero con un compatriota. Tur Prikulitsch ha propalado que en el campo él era el barbero y yo el kapo. Bea Zakel se separó de él, pero a pesar de todo sigue corroborándolo. Bautizó a su hija con el nombre de Lea. ¿Tendrá eso algo que ver con Leopold? Hace dos semanas unos obreros de la construcción encontraron a Tur Prikulitsch debajo de un puente del Danubio. Le habían amordazado la boca con su corbata y le habían partido la frente por la mitad de un hachazo. El hacha yacía sobre su vientre, ni rastro de los asesinos. Lástima no haber sido yo. Se lo merecía.

Cuando doblé la carta, mi padre preguntó: Tienes una niña en Viena.

Has leído la carta, pero no dice eso, comenté.

No se sabe lo que habéis hecho en el campo, dijo él.

No, no se sabe, corroboré.

Mi madre cogía de la mano a Robert, mi hermano sustituto. Y Robert llevaba en el brazo a Mopi, el perro de peluche relleno de serrín. Mi madre se fue con Robert a la cocina. A la vuelta, llevaba a Robert de una mano y en la otra un plato de sopa. Robert apretaba a Mopi contra su pecho y sostenía en la mano la cuchara para la sopa. Es decir, para mí. Desde que estaba en la fábrica de cajas, después de terminar la jornada me dedicaba a vagar por la ciudad. Las tardes de invierno me protegían porque oscurecía temprano. A la luz amarilla, los escaparates de las tiendas parecían paradas de tranvía. Dentro, engalanados de nuevo, me esperaban dos, tres personas de escayola. Estaban muy juntas, con las etiquetas de los precios ante las puntas de los pies, como si tuvieran que cuidar dónde pisaban. Como si las etiquetas a sus pies fueran rótulos de la policía, como si poco antes de mí llegada se hubieran llevado de allí un muerto. Las vitrinas más pequeñas, a la altura de las ventanas, estaban repletas de cacharros de porcelana y de hojalata. Al pasar, yo los llevaba encima del hombro como si fueran cajones. Bajo una luz triste, esperaban muchas cosas que duran más de lo que viven las personas que las compran. Acaso tanto como la montaña. Desde Grosser Ring me dirigí a las calles residenciales. En las ventanas colgaban cortinas iluminadas. Las rosetas de encaje y los laberintos de hilo más variados tenían el mismo reflejo negro que el ramaje desnudo de los árboles. Y las personas dentro de las habitaciones pasaban por alto que sus cortinas vivían y combinaban su hilo blanco con la madera negra en una mezcla continuamente distinta, porque soplaba el viento. El cielo sólo estaba despejado en los extremos de las calles; yo veía desvanecerse al lucero vespertino y colgaba mi rostro de él. Entonces ya había transcurrido el tiempo suficiente, y tenía la certeza de que todos habrían cenado cuando llegase a casa.

Había olvidado comer con cuchillo y tenedor. No sólo se me contraían las manos, también tenía problemas con la deglución. Yo sabía lo que era pasar hambre, y sabía asimismo cómo se estira o devora la comida cuando por fin se dispone de ella. Ya no sabía cuánto tiempo había que masticar y cuándo tenía que tragar para comer con educación. Mi padre se sentaba frente a mí, y el tablero de la mesa me parecía medio mundo. Él me miraba con los ojos entrecerrados y ocultaba su compasión. En el parpadeo resplandecía entonces todo su espanto, como la piel de cuarzo rosa de su labio interior. La abuela era la que más consideración mostraba conmigo, sin demasiadas alharacas. Seguramente preparaba las sopas espesas para que yo no me torturase con el cuchillo y el tenedor.

El día de agosto en que llegó la carta había sopa de habas verdes con chuletas de cerdo. Después de leerla había perdido el apetito. Me corté una gruesa rebanada de pan, comí primero las migas de la mesa, después comencé a dar cucharadas. Mi hermano sustituto, arrodillado en el suelo, puso el colador del té en la cabeza de su perro de peluche a modo de gorra y lo sentó a horcajadas sobre el borde del cajón del armarito de la galería. Todo lo que hacía Robert me resultaba inquietante. Era un niño ensamblado: sus ojos eran de mamá, viejos, redondos, azul crepúsculo. Los ojos permanecerán así, pensé. Su labio superior, de la abuela, como un cuello de camisa en punta debajo de la nariz. El labio superior permanecerá así. Sus uñas abombadas eran del abuelo, permanecerán así. Sus orejas, mías y de mi tío Edwin, los pliegues enroscados que se curvan alisándose arriba, en el pabellón auricular. Seis orejas iguales de tres clases de piel, porque las orejas permanecerán así. Su nariz no permanecerá así, pensé, las narices cambian al crecer. Más tarde a lo mejor es la de papá, con la arista huesuda en el arranque de la nariz. De no ser así, Robert no tiene nada de él. En ese caso papá no hizo la menor contribución al niño sustituto.

Robert vino junto a mí a la mesa, sosteniendo a su Mopi con el colador de té en la mano izquierda y agarrándome con la derecha la rodilla, como si mi rodilla fuera el ángulo de una silla. Desde el abrazo del regreso, hacía ya ocho meses, en esa casa nadie más me había tocado. Para ellos yo era inaccesible, para Robert un objeto nuevo más. Me tocaba igual que a los muebles, para agarrarse o depositar algo en mi regazo. Esta vez metió a Mopi en el bolsillo de mi chaqueta, como si yo fuera su cajón. Y yo no me moví, como si lo fuera. Habría querido apartarlo de un empujón, el paralizado me lo impedía. Mi padre me sacó del bolsillo el perro de peluche y el colador de té y dijo: Toma tus tesoros.

Bajó con Robert las escaleras que conducían al patio. Mi madre se sentó a la mesa frente a mí y observó la mosca sobre el cuchillo del pan. Mientras, yo removía mi sopa de habas y me veía con Oswald Enyeter sentado en la barbería frente al espejo. Tur Prikulitsch entraba por la puerta. Le oía decir: Pequeños tesoros son aquellos en los que pone: Aquí estoy.

Más considerables son aquellos en los que pone: Te acuerdas.

Pero los tesoros más bellos son aquellos en los que pondrá: Yo estuve allí.

Estuve allí
sonó en su boca igual que Tovarisch. Entonces yo llevaba ya cuatro días sin afeitarme. En el espejo de la ventana de la galería, la mano cubierta de pelos negros de Oswald Enyeter pasaba con la navaja entre la espuma blanca. Y detrás de la navaja, una franja de piel se extendía como una cinta de goma desde la boca hasta la oreja. O era ya entonces la larga ranura de la boca producida por el hambre. Mi padre podía hablar de tesoros con la misma ignorancia que Tur Prikulitsch, porque ninguno de los dos había tenido jamás una boca de hambre. Y la mosca encima del cuchillo del pan conocía la galería tan bien como yo la barbería. Voló del cuchillo del pan al armario, del armario a mi rebanada de pan, luego al borde del plato, y desde allí retornó al cuchillo del pan. En cada ocasión despegaba recta, daba vueltas zumbando y aterrizaba en silencio. Sobre la tapa de latón finamente agujereada del salero no se posaba nunca. Entonces supe de repente por qué no había utilizado todavía el salero desde mi regreso. En su tapa relampagueaban los ojos de latón de Tur Prikulitsch. Yo sorbía la sopa y mi madre escuchaba, como si releyera la carta de Viena. Sobre el cuchillo del pan brillaba la panza de la mosca, a veces como una gota de rocío, otras, cuando se daba la vuelta, como una gota de alquitrán. Rocío y alquitrán y cómo se alargan los segundos cuando la frente está hendida en diagonal por encima del hocico.
Aymé
, pero cómo se mete una corbata entera en la pequeña boca de Tur.

El bastón

D
espués de trabajar, desanduve el camino hasta casa desde el otro extremo de las calles residenciales pasando por Grosser Ring. Deseaba comprobar si en la iglesia de la Santísima Trinidad existían todavía el nicho blanco y el santo con la oveja a modo de cuello en la capa.

En Grosser Ring había un chico gordo con calcetines blancos hasta la rodilla, pantalones cortos de pata de gallo y camisa blanca con chorreras, como si se hubiera escapado de una fiesta. Deshojaba un ramo de dalias blancas para alimentar a las palomas. Ocho palomas picoteaban las dalias blancas creyendo que lo que había en el pavimento era pan y las dejaban tiradas. A los pocos segundos lo olvidaban, sacudían las cabezas y comenzaban de nuevo a picotear las mismas flores. Cuánto tiempo creería su hambre que las dalias se convertirían en pan. Qué creía el chico. Era un listo o tan tonto como el hambre de las palomas. Yo no quería pensar en el engaño del hambre. Si el chico hubiera esparcido pan en lugar de dalias deshojadas, no me habría detenido. El reloj de la iglesia marcaba las seis menos diez. Cruce la plaza deprisa, por si la iglesia cerraba a las seis.

Entonces vino a mi encuentro Trudi Pelikan, por primera vez desde el campo. Nos vimos demasiado tarde. Ella se apoyaba en un bastón. Como ya no podía esquivarme, dejó el bastón sobre el pavimento y se agachó hacia su zapato. Pero éste no estaba desabrochado.

Ambos estábamos de nuevo en casa desde hacía más de medio año, en la misma ciudad. No quisimos reconocernos por nuestro propio bien. Es fácil de entender. Aparté deprisa la cabeza. Pero con cuánto gusto la habría abrazado y dicho que estoy de acuerdo con ella. Con cuánto gusto habría dicho: Siento que tengas que agacharte, yo no necesito bastón, la próxima vez lo haré yo por los dos, si me lo permites. Su bastón barnizado llevaba abajo una garra herrumbrosa y una bola blanca en la empuñadura.

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