Todo lo que tengo lo llevo conmigo (28 page)

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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

BOOK: Todo lo que tengo lo llevo conmigo
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En lugar de dirigirme a la iglesia giré de improviso a la izquierda hacia la calle estrecha por la que había venido. El sol me picaba en la espalda, el calor se extendía por debajo de mi pelo como si mi cabeza fuera una chapa a la intemperie. El viento arrastraba una alfombra de polvo, en las copas de los árboles resonaba un canto. Entonces un embudo de polvo se situó sobre la acera y me atravesó tambaleándose hasta que se disolvió. Al caer, dejó el pavimento moteado de negro. El viento rugió y trajo las primeras gotas. Había llegado la tormenta. Crepitaron flecos de cristal y de golpe azotaron las cuerdas del agua. Me refugié en una papelería.

Al entrar me limpié el agua del rostro con la manga. La vendedora salió por una puertecita con cortina. Llevaba en chancleta unas zapatillas de fieltro con borlas, como sí en cada pie le brotara un pincel del empeine. Se situó detrás del mostrador. Yo permanecí junto al escaparate y durante un rato la miré a ella con un ojo y con el otro al exterior. Ahora su mejilla derecha estaba muy hinchada. Sus manos reposaban sobre el mostrador, su anillo de sello era demasiado pesado para esas manos huesudas, era de caballero. Su mejilla derecha se volvió plana, incluso cóncava, y la izquierda gorda. Oí un chasquido entre sus dientes, chupaba un caramelo. Al momento cerró los ojos, y las tapas de sus ojos eran de papel. El agua de mi té hierve, anunció. Desapareció por la puertecita, y en el mismo momento un gato salió deslizándose bajo la cortina. Vino hacia mí y se frotó contra mi pantalón, como si me conociera. Lo cogí en brazos. No pesaba. No es un gato, me dije, sólo el aburrimiento a rayas grises hecho piel, la paciencia del miedo en una calle estrecha. Olfateó mi chaqueta mojada. Su nariz era coriácea y abombada como un talón. Cuando colocó las patas delanteras sobre mi hombro y examinó mi oreja, no respiraba. Aparté su cabeza y saltó al suelo, donde cayó con el sigilo de un paño, sin producir el menor ruido. Estaba vacío por dentro. También la vendedora salió por la puertecita con las manos vacías. Dónde estaba el té, no podía habérselo bebido tan deprisa. Además, ahora su mejilla derecha había engordado otra vez. Su anillo de sello raspó el mostrador.

Pedí un cuaderno.

Cuadriculado o rayado, inquirió.

Rayado, contesté.

Lleva dinero suelto, no tengo cambio, dijo ella sorbiendo. Y las dos mejillas se tornaron cóncavas. El caramelo resbaló sobre el mostrador. Tenía dibujos diáfanos, y lo introdujo deprisa en su boca. No era un caramelo, ella chupaba el cairel tallado de una araña de cristal.

Cuadernos rayados

A
l día siguiente era domingo. Estrené el cuaderno rayado. El primer capítulo se titulaba:
Prólogo
. Empezaba con la frase: Me entenderás, signo de interrogación.

El tuteo iba dirigido al cuaderno. Y en siete páginas trataba de un hombre llamado T. P. Y de otro con el nombre A. G. Y de un K. H. y un O. E. De una mujer con el nombre B. Z. A Trudi Pelikan le di el nombre supuesto de
Cisne
. Escribí el nombre de la planta, Koksokhim Zavod, y de la estación del ferrocarril minero, Jasinovataia. También los nombres
Kobelian
e Imaginaria-Kati. Mencioné asimismo a su hermano pequeño Piold y su momento de lucidez. El capítulo terminaba con una larga frase:

Al amanecer, después de lavarme, se desprendió de mis cabellos una gota que resbaló por la nariz hasta la boca como una gota de tiempo, lo mejor será que me deje crecer una barba trapezoidal, para que nadie más en la ciudad me reconozca.

En las semanas siguientes amplié el
prólogo
con tres cuadernos más.

Omití que, en el viaje de regreso, Trudi Pelikan y yo subimos sin previo acuerdo a diferentes vagones de ganado. Silencié mi vieja maleta de gramófono. Describí con exactitud mi nueva maleta de madera, mis nuevas ropas: las
balétki
, la gorra de visera, la corbata y el traje. Oculté mi llanto convulsivo durante el regreso, al llegar al campo de acogida de Sighetul Marmatiei, la primera estación de ferrocarril rumana. También la cuarentena de una semana en un almacén de mercancías al final de la vía de la estación. Yo me derrumbé por dentro por miedo a mi deportación, a la libertad y a su precipicio más cercano, que cada vez acortaba más el camino a casa. Con mi nueva carne, mis nuevas ropas y las manos levemente hinchadas, permanecía entre la maleta del gramófono y la maleta de madera nueva como si estuviese en un nido. El vagón de ganado no estaba precintado. La puerta se abrió de par en par, el tren entró rodando en la estación de Sighetul Marmatiei. Una nieve fina cubría el andén, caminé sobre azúcar y sal. Los charcos grises estaban helados, el hielo arañado como el rostro de mi hermano cosido.

Cuando el policía rumano nos tendió los salvoconductos para el viaje de regreso, recogí la despedida del campo y sollocé. Hasta casa, con dos transbordos en Baia Mare y Klausenburg, mediaban a lo sumo diez horas. Nuestra cantante Loni Mich se arrimó al abogado Paul Gast, dirigió sus ojos hacia mí y creyó susurrar. Pero yo entendí todas y cada una de sus palabras: Mira cómo llora ése, algo lo supera, dijo.

He reflexionado con frecuencia sobre esta frase. Después la escribí en una página en blanco. Al día siguiente la taché. Al otro volví a escribirla debajo. Volví a tacharla, volví a escribirla. Cuando la hoja estuvo llena, la arranqué. Eso es el recuerdo.

En lugar de mencionar la frase de la abuela,
sé que volverás
, el pañuelo blanco de batista y la leche saludable, describí durante páginas, con estilo triunfal, el pan propio y el pan de mejilla. A continuación, mi tesón en el intercambio de salvación con la línea del horizonte y las carreteras polvorientas. Con el ángel del hambre me entusiasmé, como si en lugar de torturarme me hubiera salvado. Por eso taché
Prólogo
y escribí encima
Epílogo
. Era el gran fiasco interior de estar ahora en libertad irremisiblemente solo y ser un testigo falso para mí mismo.

Escondí mis tres cuadernos rayados en mi nueva maleta de madera, que yacía bajo mi cama y era mi armario ropero desde mi regreso al hogar.

Soy todavía el piano

P
asé un año entero claveteando cajas. Podía apretar entre los labios doce clavitos a la vez y al mismo tiempo sujetar otros doce entre los dedos. Los clavaba al mismo ritmo que respiraba. El jefe decía: Tienes dotes por tener las manos tan planas.

Pero no eran mis manos, sino el aliento plano de la norma rusa. 1 palada = 1 gramo de pan se transformó en 1 cabeza de clavo = 1 gramo de pan. Yo pensaba en la sorda Mitzi, en Peter Schiel, en Irma Pfeifer, en Heidrun Gast, en Corina Marcu, que yacían desnudos bajo tierra. Para el jefe eran cajas de mantequilla y berenjenas. Para mí, pequeños ataúdes de madera de picea. A mí tenían que volarme los clavos entre los dedos para conseguir un resultado favorable. Yo llegaba a 800 clavos por hora, eso no podía igualarlo nadie. Cada clavito tenía su cabeza dura, y en cada claveteo estaba presente la vigilancia del ángel del hambre.

En el segundo año me apunté a un curso de hormigonado en horario nocturno. Durante el día era especialista en hormigón en una obra junto al Utscha. Allí dibujé en papel secante mi primer plano para una casa redonda. Hasta las ventanas eran redondas. Todo lo anguloso se parecía a un vagón de ganado. En cada trazo pensaba en Titi, el hijo del jefe de obra.

A finales de verano, Titi me acompañó una vez al Erlenpark. A la entrada del parque había una vieja campesina con un cesto de fresas silvestres, rojas como el fuego y pequeñas como la puntita de la lengua. Y cada una tenía en su cuello verde un tallo como alambre finísimo, del que colgaban, aquí y allá, hojitas dentadas trilobuladas. Me dio una para probar. Compré dos cucuruchos grandes para Titi y para mí. Paseamos alrededor del templete tallado. Después lo arrastré cada vez más lejos, a lo largo de la corriente de agua, hasta detrás de la colina de hierba. Cuando nos comimos las fresas, Titi arrugó su cucurucho y quiso tirarlo. Dámelo, le dije. Él alargó la mano hacia mí, yo la cogí y ya no la solté. Con una mirada fría, dijo: Eh. Ni las risas ni la conversación pudieron ya borrar eso.

El otoño fue corto y tiñó deprisa su follaje. Yo evitaba el Erlenpark.

En el segundo invierno la nieve había cuajado ya en noviembre. La pequeña ciudad estaba envuelta en un traje de guata. Todos los hombres tenían mujeres; todas las mujeres, niños; y todos los niños, trineo. Todos estaban gordos y saciados de patria. Deambulaban entre la blancura con abrigos ajustados y oscuros. Mi abrigo era claro, demasiado grande, y estaba manchado. También estaba saciado de patria, seguía siendo el abrigo usado de mi tío Edwin. A los transeúntes se les columpiaban fuera de la boca los jirones de aliento, revelando: Todos los saciados de patria hacen aquí su vida, pero a cada uno de ellos se le escapa volando. Todos la siguen con los ojos, a todos les relucen los ojos como broches de ágata, esmeralda o ámbar. También a ellos les espera algún día, temprano o pronto o tarde,
unagotadesuertedemás
.

Yo añoraba los inviernos magros. El ángel del hambre me acompañaba a todas partes, y él no piensa. Él me condujo a la calle tortuosa. Por el otro extremo venía un hombre. En lugar de abrigo, se cubría con una manta de cuadros con flecos. No iba con una mujer, sino con un carrito de mano. En el carrito no se sentaba ningún niño, sino un perro negro de cabeza blanca. La cabeza de perro seguía lánguidamente el compás. Al aproximarse la manta a cuadros, vi sobre el pecho derecho del hombre el contorno de una pala del corazón. Cuando el carrito de mano pasó ante mí, la pala del corazón era la mancha de la quemadura de una plancha y el perro un bidón de hojalata con un embudo esmaltado en el cuello. Cuando seguí al hombre con la vista, el bidón con el embudo era nuevamente un perro. Y yo había llegado a los baños Neptuno.

El cisne del emblema en lo alto tenía tres patas de cristal formadas por carámbanos. El viento mecía al cisne, una pata de cristal se rompió. En el suelo, el carámbano hecho trizas era sal gorda que en el campo habría que haber machacado. Lo aplasté con el tacón. Cuando quedó lo bastante fino como para esparcirlo, crucé el portón de hierro abierto y me encontré delante de la puerta de entrada. Sin pensármelo dos veces, traspasé la puerta entrando en el recinto. El suelo oscuro de piedra era un espejo como el del agua mansa. Vi mi abrigo claro debajo de mí nadando hacia la caja. Pedí una entrada.

La cajera preguntó: Una o dos.

Ojalá hablase por su boca sólo la ilusión óptica, no una sospecha. Ojalá sólo viera el abrigo doble y no que yo estaba en camino hacia mi antigua existencia. La cajera era nueva. Pero el recinto me reconoció, el suelo brillante, la columna central, la vidriera emplomada de la taquilla, las paredes de azulejos con nenúfares. La fría decoración tenía su propia memoria, los ornamentos no me habían olvidado. Mi cartera estaba en la chaqueta. Por eso me llevé la mano al bolsillo del abrigo y dije: Me he dejado la cartera en casa, no tengo dinero.

La cajera dijo: No importa. Ya he cortado la entrada, me la pagas la próxima vez. Te apuntaré.

No, de ningún modo, repuse.

Ella sacó el brazo por la taquilla y quiso agarrarme del abrigo. Yo retrocedí, inflé las mejillas, encogí la cabeza y, arrastrando los pies con los talones delante, pasé pegado a la columna central en dirección a la puerta.

Ella me gritó: Me fío de ti, te apunto.

Sólo entonces vi el lápiz verde detrás de su oreja. Mi espalda chocó con el picaporte y abrí bruscamente la puerta. Tuve que tirar, el resorte de metal era voluminoso. Me deslicé por la abertura y la puerta chirrió a mi espalda. Tras cruzar el portón de hierro, salí presuroso a la calle.

Ya había oscurecido. El cisne del emblema dormía blanco, y el aire dormía negro. Bajo el farol situado en la esquina de la calle nevaban plumas grises. A pesar de que no me movía del sitio, mis pasos resonaban en mi cabeza. Entonces eché a andar y ya no los oí. Mi boca olía a cloro y a aceite de lavanda. Recordé la etuba, y de farola en farola hasta llegar a casa, charlé con la nieve que volaba mareada. No era la nieve sobre la que caminaba, sino otra nieve hambrienta, muy lejana, que me conocía de buhonear.

También esa noche mi abuela dio un paso hacia mí y me colocó las manos en la frente. Qué tarde vienes, tienes una chica, preguntó.

Al día siguiente me inscribí en las clases nocturnas del curso de hormigonado. Allí, en el patio del colegio, conocí a Emma. Ella hacía un curso de contabilidad. Tenía los ojos claros, no amarillo latón como Tur Prikulitsch, sino parecidos a la piel del membrillo. Y como todos en la ciudad, tenía un abrigo oscuro saciado de patria. Cuatro meses después me casé con ella. En aquella época el padre de Emma ya estaba enfermo de muerte, no celebramos la boda. Me mudé a casa de los padres de Emma. Todo lo que tenía lo llevé conmigo: mis tres cuadernos rayados y la ropa cupieron en la maleta de madera del campo. Cuatro días después, falleció el padre de Emma. Su madre se trasladó al cuarto de estar y nos cedió el dormitorio con la cama de matrimonio.

Vivimos medio año con la madre de Emma. Después nos trasladamos de Hermannstadt a la capital, a Bucarest. Nuestra casa era el número 68, la misma cantidad de camas que había en el barracón. La vivienda estaba en el cuarto piso, sólo tenía una habitación con una cocina integrada, el baño estaba en el pasillo. Pero cerca de casa, a veinte minutos a pie, había un parque. Cuando el verano llegó a la gran ciudad, yo tomaba el atajo, donde volaba el polvo. El trayecto apenas duraba quince minutos. Cuando esperaba el ascensor en la escalera, por la jaula metálica del hueco subían y bajaban dos cuerdas claras trenzadas, como si fuesen las trenzas de Bea Zakel.

Una noche me encontraba con Emma en el restaurante
La jarra de oro
, en la segunda mesa junto a la orquesta. El camarero, tapándose el oído mientras servía, dijo: Escuche, llevo todo el tiempo asegurándoselo al jefe, el piano desafina. Y qué ha hecho él, echar al pianista.

Emma me dirigió una mirada penetrante. En sus ojos giraban pequeñas ruedas dentadas amarillas. Estaban un poco oxidadas, sus párpados se enganchaban en ellas al pestañear. Después su nariz se contrajo, las ruedecitas dentadas se liberaron, y Emma dijo con ojos claros: Lo ves, siempre culpan al intérprete, no al piano. Por qué esperó a que se hubiera ido el camarero antes de decir esa frase. Confío en que no sepa lo que dice. En el parque me apodaban por entonces
el interprete
. El miedo no conoce perdón. Cambié el parque cercano. Y mi apodo. Para el nuevo parque, lejos de casa y cerca de la estación, escogí de nombre
el piano
.

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