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Authors: Jacob & Wilhelm Grimm

Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil

Todos los cuentos de los hermanos Grimm (6 page)

BOOK: Todos los cuentos de los hermanos Grimm
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A la mañana siguiente compareció de nuevo el Rey y le dijo:

—Bien, supongo que ahora sabrás ya lo que es el miedo.

—No —replicó el muchacho—. ¿Qué es? Estuvo aquí mi primo muerto, y después vino un hombre barbudo, el cual me mostró los tesoros que hay en los sotanos; pero de lo que sea el miedo, nadie me ha dicho una palabra.

Dijo entonces el Rey:

—Has desencantado el palacio y te casarás con mi hija.

—Todo eso está muy bien —repuso él—. Pero yo sigo sin saber lo que es el miedo.

Sacaron el oro y celebróse la boda. Pero el joven príncipe, a pesar de que quería mucho a su esposa y se sentía muy satisfecho, no cesaba de susurrar: «¡Si al menos supiese lo que es el miedo!».

Al fin, aquella cantinela acabó por irritar a la princesa. Su camarera le dijo:

—Yo lo arreglaré. Voy a enseñarle lo que es el miedo.

Se dirigió al riachuelo que cruzaba el jardín y mandó que le llenaran un barreño de agua con muchos pececillos. Por la noche, mientras el joven dormía, su esposa, instruida por la camarera, le quitó bruscamente las ropas y le echó encima el cubo de agua fría con los peces, los cuales se pusieron a coletear sobre el cuerpo del muchacho.

Éste despertó de súbito y echó a gritar:

—¡Ah, qué miedo, qué miedo, mujercita mía! ¡Ahora sí que sé lo que es el miedo!

El lobo y las siete cabritas

E
RASE una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos.

Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñuelas.

—Hijas mías —les dijo—, me voy al bosque; mucho ojo con el lobo, pues si entra en la casa os devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo conoceréis en seguida por su bronca voz y sus negras patas.

Las cabritas respondieron:

—Tendremos mucho cuidado, madrecita. Podéis marcharos tranquila.

Despidióse la vieja con un balido y, confiada, emprendió su camino.

No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo:

—Abrid, hijitas. Soy vuestra madre, que estoy de vuelta y os traigo algo para cada una.

Pero las cabritas comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo.

—No te abriremos —exclamaron—. No eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y cariñosa, y la tuya es bronca; eres el lobo.

Fuese éste a la tienda y se compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para suavizarse la voz y volvió a la casita. Llamando nuevamente a la puerta:

—Abrid hijitas —dijo—. Vuestra madre os trae algo a cada una.

Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla las cabritas, exclamaron:

—No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!

Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo:

—Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta.

Untada que tuvo ya la pata, fue al encuentro del molinero:

—Échame harina blanca en el pie —díjole.

El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, negóse al principio; pero la fiera lo amenazó:

—Si no lo haces, te devoro.

El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente.

Volvió el rufián por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo:

—Abrid, pequeñas; es vuestra madrecita querida, que está de regreso y os trae buenas cosas del bosque.

Las cabritas replicaron:

—Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre.

La fiera puso la pata en la ventana y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué prisas por esconderse todas!

Metióse una debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la fregadera, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas.

Ya ahíto y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado, tumbóse a dormir a la sombra de un árbol.

Al cabo de poco regresó a casa la vieja cabra. ¡Santo Dios, que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte; llamólas a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. Hasta que llególe la vez a la última la cual, con vocecita queda, dijo:

—Madre querida, estoy en la caja del reloj.

Sacóla la cabra, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imaginad con qué desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas!

Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña y, al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuertemente que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, parecióle que algo se movía y agitaba en su abultada barriga.

«¡Válgame Dios! —pensó—. ¿Si serán mis pobres hijitas que se las ha merendado y que están vivas aún?». Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa, en busca de tijeras, aguja e hilo.

Abrió la panza al monstruo, y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamaíta, brincando como sastre en bodas!

Pero la cabra dijo:

—Traedme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza de esta condenada bestia, aprovechando que duerme.

Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.

Terminada ya su siesta, el lobo se levantó y, como los guijarros que le llenaban el estómago le diesen mucha sed, encaminóse a un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó:

«¿Qué será este ruido

que suena en mi barriga?

Creí que eran seis cabritas.

Mas ahora me parecen chinitas.»

Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente.

Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas:

—¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo!

Y, con su madre, pusiéronse a bailar en corro en torno al pozo.

Un buen negocio

U
N campesino llevó su vaca al mercado, donde la vendió por siete escudos. Cuando regresaba a su casa hubo de pasar junto a una charca, y ya desde lejos oyó croar las ranas: «¡cuak, cuak, cuak!».

—¡Bah! —dijo para sus adentros—. Esas no saben lo que se dicen. Siete son los que he sacado, y no cuatro.

Al llegar al borde del agua, las increpó:

—¡Bobas que sois! ¡Qué sabéis vosotras! Son siete y no cuatro.

Pero las ranas siguieron impertérritas: «cuak, cuak, cuak».

—Bueno, si no queréis creerlo los contaré delante de vuestras narices.

Y sacando el dinero del bolsillo, contó los siete escudos, a razón de veinticuatro reales cada uno. Pero las ranas, sin prestar atención a su cálculo, seguían croando: «cuak, cuak, cuak».

—¡Caramba con los bichos! —gritó el campesino amoscado—. Puesto que os empeñáis en saberlo mejor que yo, contadlo vosotras mismas.

Y arrojó las monedas al agua, quedándose de pie en espera de que las hubiesen contado y se las devolviesen. Pero las ranas seguían en sus trece, y duro con su «cuak, cuak, cuak», sin devolver el dinero.

Aguardó el hombre un buen rato, hasta el anochecer; pero entonces ya no tuvo más remedio que marcharse. Púsose a echar pestes contra las ranas gritándoles:

—¡Chapuzonas, cabezotas, estúpidas! Podéis tener una gran boca para gritar y ensordecernos, pero sois incapaces de contar siete escudos. ¿Os habéis creído que aguardaré aquí hasta que hayáis terminado?

Y se marchó, mientras lo perseguía el «cuak, cuak, cuak» de las ranas, por lo que el hombre llegó a su casa de un humor de perros.

Al cabo de algún tiempo compró otra vaca y la sacrificó calculando que si vendía bien la carne sacaría de ella lo bastante para resarcirse de la pérdida de la otra, y aún le quedaría la piel.

Al entrar en la ciudad con la carne, viose acosado por toda una jauría de perros al frente de los cuales iba un gran lebrel. Saltaba éste en torno a la carne, olfateándola y ladrando:

—¡Vau, vau, vau!

Y como se empeñaba en no callar, díjole el labrador:

—Sí, ya te veo, bribón, gritas «vau, vau» porque quieres que te dé un pedazo de vaca. ¡Pues sí que haría yo buen negocio!

Pero el perro no replicaba sino «vau, vau, vau».

—¿Me prometes no comértela y me respondes de tus compañeros?

—Vau, vau —repitió el perro.

—Bueno, puesto que te empeñas, te la dejaré; te conozco bien y sé a quién sirves. Pero una cosa te digo: dentro de tres días quiero el dinero; de lo contrario, lo vas a pasar mal. Me lo llevarás a casa.

Y, descargando la carne, se volvió mientras los perros se lanzaban sobre ella ladrando: «vau, vau». Oyéndolos desde lejos, el campesino se dijo: «Todos quieren su parte, pero el grande tendrá que responder».

Transcurridos los tres días, pensó el labrador: «Esta noche tendrás el dinero en el bolsillo», y esta idea lo llenó de contento. Pero nadie se presentó a pagar. «¡Es que no te puedes fiar de nadie!», se dijo y, perdiendo la paciencia, fuese a la ciudad a pedir al carnicero que le satisficiese la deuda.

El carnicero se lo tomó a broma, pero el campesino replicó:

—Nada de burlas, yo quiero mi dinero. ¿Acaso el perro no os trajo hace tres días toda la vaca muerta?

Enojóse el carnicero y, echando mano de una escoba, lo despidió a escobazos.

—¡Aguardad —gritóle el hombre—, todavía hay justicia en la tierra!

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