Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
Aquella creación culinaria de Jorge resultó un éxito; no recuerdo haber comido nada más sabroso; había algo picante, algo nuevo. Nuestros paladares están tan estragados, tan hartos de los mismos sabores, que cuando tropiezan con algo diferente, saben aquilatarlo en todo su valor, y aquí teníamos un plato completamente diferente a todo lo imaginable. Y a más de este importante factor también poseía otro, y tan interesante como aquel, y es que resultaba eminentemente nutritivo, pues, tal como dijo Jorge, se hallaba compuesto por excelentes elementos. Los guisantes y las patatas podían haber estado un poco más cocidos, pero... ¡bah!.. ¿y eso que importaba? ¿Acaso no tenemos buena dentadura? En cuanto a la salsa... sin temor a exagerar podemos decir que era un perfecto poema; quizá un poco demasiado fuerte para un estómago débil, pero muy nutritiva.
La cena tuvo como remate una exquisita tarta de cerezas y unas tazas de humeante té.
Por cierto que, a la hora del té, Montmorency sostuvo una pelea con la tetera en la que resultó vergonzosamente batido. La tetera había despertado su curiosidad durante todo el transcurso del viaje; se sentaba a contemplarla hervir y en su expresivo rostro asomaba una extraña expresión; de rato en rato se levantaba y le gruñía furiosamente; cuando la tetera cantaba y echaba humo solía indignarse, considerándola como una alusión personal, y quería pelearse con ese extraño enemigo; sin embargo, no había podido realizar sus deseos, pues en el preciso momento en que iba a desplegar sus habilidades agresivas, uno de nosotros aparecía y le arrebataba su antagonista antes de poder intentar la menor acción de castigo.
Aquel día decidió actuar con la máxima rapidez; al primer rumor que produjo la tetera se levantó gruñendo, avanzando en actitud amenazadora. No era más que una pequeña tetera, mas tenía valor de sobra y al verle adelantarse tan insolentemente le escupió una bocanada de vapor.
-¡Ah!, ¿con que esas tenemos? – ladró ferozmente Montmorency, enseñando sus afilados colmillos – ¡Ya te enseñaré, ya, a plantar cara a un perrito honrado y trabajador!...¡Pedazo de miserable nariguda...! Anda... valiente... ¡a ver si te acercas!...
Y se abalanzó sobre la tetera, cogiéndola por el cuello. Entonces un alarido capaz de helar la sangre en las venas del hombre más valeroso rasgó la serena tranquilidad del anochecer... Montmorency abandonó la barca, dedicándose a una higiénica carrera de tres vueltas en torno a la isla, a una velocidad media de treinta y cinco millas por hora, parándose de trecho en trecho a fin de hundir su nariz en el barro húmedo. Y desde aquella fecha, el perro contempla la tetera con una mezcla de sospecha, respeto, terror y odio; cada vez que la ve, gruñe y retrocede rápidamente, con la cola entre las piernas, y en el instante en que se la coloca encima del hornillo, salta ágilmente del bote, sentándose en el ribazo hasta que los preliminares del té han terminado.
Después de cenar, Jorge sacó su banjo; el infeliz pretendía darnos una velada musical, pero Harris dijo que tenía mucho dolor de cabeza y no se sentía con el ánimo dispuesto a entregarse a las delicias de la música.
— La música te hará bien, muchacho – dijo Jorge – No olvides que tiene un poder calmante que afecta grandemente al sistema nervioso.
Y como demostración del maravilloso poder de la música hizo sonar dos acordes de su maravilloso instrumento.
— Querido Jorge... – exclamó Harris – he de decirte, por si lo ignoras, que acostumbro a ser consecuente... prefiero mi dolor de cabeza.
Jorge todavía no había podido aprender a tocar el banjo y hay que confesar que una buena parte de responsabilidad cae sobre las cabezas de sus amigos, que jamás le hemos alentado en sus estudios. Mientras realizamos esta excursión por el Támesis, una o dos veces intentó practicar sus habilidades “banjísticas” sin lograr el menor éxito, pues el lenguaje que Harris reservaba para semejantes ocasiones era capaz de inmutar a una estatua, y, como si no hubiese sido suficiente, Montmorency también intervenía aullando con toda la fuerza de sus pulmones... La verdad es que eso no era dar una oportunidad al pobre Jorge, pero... ¡la vida es así... que se le va a hacer...!
— ¿Quieres explicarme por que le da por aullar mientras toco el banjo? – preguntaba Jorge indignado, cogiendo una bota para tirársela a Montmorency.
— ¿Quieres explicarme por que tocas el banjo mientras aúlla? – respondía Harris cogiendo el zapato al vuelo – Déjalo en paz, pobre animal... ¿no ves que tiene alma de artista y que tu “magistral” interpretación le saca de sus casillas, obligándole a aullar?
De ahí que Jorge decidiera aplazar el estudio del banjo hasta su regreso a la ciudad, mas entonces tampoco se le ofrecieron grandes oportunidades; la señora Poppets siempre subía a decir que lo sentía mucho – a ella particularmente le encantaba oírle – pero la señora del primer piso estaba delicada y el médico temía que la música afectara al recién nacido. Esto le hizo pensar que la plaza sita frente a su casa era el lugar más adecuado para practicar su bien amado instrumento; sin embargo, tampoco allí le fue posible dedicarse a las delicias del banjo: los vecinos elevaron una protesta a la policía, se estableció un servicio de vigilancia y fue detenido. Las pruebas existentes fueron de tal envergadura que el juez le comunicó que tenía terminantemente prohibido, durante un periodo de seis meses, molestar al vecindario con los poco filarmónicos acordes de su banjo, so pena de grandes sanciones. Una vez pasado este plazo, preció perder todo interés por la música, realizó una o dos tentativas para proseguir sus estudios, mas siempre tropezó con la misma frialdad, la misma falta de simpatía por parte del mundo entero, hasta el punto que, completamente descorazonado, insertó un anuncio en la prensa: “... no siéndole posible utilizarlo como sería su deseo, el propietario lo cede a buen precio”, y se dedicó a aprender a jugar a las cartas.
¡Que desconsolador debe de ser intentar aprender un instrumento musical! Uno creería que la sociedad, por su propio bien, haría todos los posibles para ayudar a que un individuo adquiriera el arte de tocar un instrumento musical, mas no es así. En otros tiempos conocí un muchacho que estudiaba la gaita escocesa, y no se pueden imaginar la serie de oposiciones con que tuvo que enfrentarse para lograr sus propósitos. Con decir que si tan siquiera los miembros de su propia familia le prestaron lo que podríamos llamar “cálidos alientos”... Desde el principio su padre se opuso terminantemente, y cuando hablaba sobre el particular, sus sentimientos no rezumaban, precisamente, gran simpatía.
Mi amigo se levantaba temprano para practicar, pero se vio obligado a abandonar este plan a causa de que una de sus hermanas, muchacha eminentemente religiosa, se sentía profundamente molesta porque encontraba irreverente empezar el día de esa manera. Así es que el joven decidió acostarse tarde, para tocar su gaita cuando todos estuviesen durmiendo; empero esto tampoco le dio resultados; su digno hogar adquirió muy mala reputación, pues las personas que regresaban a sus casas, a altas horas de la noche, se paraban a escuchar frente a su casa y luego hacían correr por la ciudad que un terrible asesinato había ocurrido la noche anterior en casa de los Jefferson, y describían los gemidos de la víctima y las salvajes imprecaciones del asesino, los suspiros de perdón y el último ¡ay! que brotaba de labios del moribundo.
Su familia le permitió practicar durante el día en el patio interior, teniendo puertas y ventanas herméticamente cerradas; no obstante, a pesar de estas precauciones, los mejores pasajes de su recital llegaban hasta la sala y hacían derramar lágrimas a su madre. La buena señora decía que eso le recordaba a su pobre padre que pereció triturado por los afilados dientes de un tiburón – ¡que pena, santo cielo, que pena! – mientras se bañaba en las costas de Nueva Guinea, y el porque de esa asociación de ideas, nunca pudo explicarlo.
Entonces le construyeron un cuartito, en un rincón del jardín, a un cuarto de milla de la casa, obligándole a recluirse allí cuando deseaba practicar. Esto dio lugar a que, a veces, cuando alguna visita, ignorante de estos pequeños detalles, a quien olvidaban hacerle las advertencias del caso, salía a pasear por el jardín, le ocurrieran desagradables incidentes. Si se trataba de una persona de gran vigor mental, sólo acostumbraban a darle ataques, pero si por desgracia era una persona corriente, entonces se hundía, irremisiblemente, en los negros abismos de la demencia.
Hay que confesarlo: existe algo tan sumamente desgarrador en los primeros pasos de un enamorado de las gaitas (y esto yo mismo lo he experimentado al escuchar a mi joven amigo).Indudablemente debe de ser un instrumento difícil de manejar, pues hay que proveerse de aliento suficiente para toda la canción; al menos esta impresión es la que me llevé al contemplar al joven Jefferson. El muchacho comenzaba soberbiamente bien, con una nota bárbara, llena de coraje, arrebatadora, mas luego se “deshinchaba” y seguía cada vez más quedo, y en la última frase sólo se oía una especie de balbuceo entrecortado y unos suaves silbidos.
Se debe gozar de muy buena salud para tocar la gaita. Jefferson sólo aprendió una canción; sin embargo, jamás he oído queja alguna sobre lo restringido de su repertorio. Esta canción era “The Campbells are coming, hoo eay”, al menos él lo decía, aunque su padre pretendía que era “The blue bells of Scotland”. En realidad, nadie sabía exactamente lo que era, mas estaban de acuerdo en que tenia un sabor escocés. A los desconocidos se les concedían tres audiciones para dilucidar sobre su verdadero nombre y... ¡cada vez daban un título diferente!