Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (38 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Tras un rato Arn preguntó, en voz muy baja, como había aprendido, por qué no disparaban. Ellos contestaron susurrando que estaban demasiado lejos, que no se podía acertar hasta que tuvieses un ciervo a la mitad de esta distancia. Arn los miró con incredulidad, contestando en susurros que él sí podía disparar.

Svarte quiso negar con la cabeza esas estupideces pero pensó sabiamente que sería mejor que Arn aprendiese a costa de sus propios errores que a costa de su propio siervo y repitió algo de lo que había dicho la noche anterior al lado del fuego. Detrás del lomo, a través de los pulmones. Entonces ciervo quieto si el disparo es bueno. Porque debajo lomo está corazón. Entonces ciervo corre atemorizado y contagia el temor a los otros. Si ciervo está bien tocado en pulmón y queda quieto, se puede intentar matar otro.

Arn colocó una flecha en el arco, lo asió con el pulgar de la mano izquierda y se santiguó. Luego esperaron.

Después de una espera, que seguramente le parecía más larga a Arn que a los otros dos, había tres ciervos quietos delante de ellos escuchando en la niebla. No obstante, se veían perfectamente. Arn rozó ligeramente el hombro de Svarte para poder preguntar con los ojos en lugar de decir nada. Svarte susurró al oído de Arn que estaban bien colocados pero demasiado lejos. Arn le indicó con la cabeza que lo había entendido.

Pero de pronto tensó completamente el arco y apuntó al parecer a una brazada por encima del ternero que estaba mejor colocado y, sin titubear, dejó ir la flecha. Oyeron la flecha tocar pero vieron cómo el ternero se quedaba quieto como si no hubiese entendido que llevaba la muerte dentro. Arn volvió a disparar. Y otro disparo en seguida. Ahora se oían alejarse los ciervos.

Arn quiso salir corriendo en la niebla para ver lo que había ocurrido pero Kol lo asió de la manga, asustándose inmediatamente por su atrevimiento. Arn, sin embargo, no se enfadó lo más mínimo por eso y asintió con la cabeza en señal de comprensión. Tuvieron que esperar mucho hasta que el sol hubo ahuyentado la neblina, el baile de las ninfas.

Svarte y Kol se acostaron junto a un tronco después de quitarse los mantos que habían llevado atados a la espalda y cayeron en un profundo sueño. Arn se sentó pero no pudo dormir. Había disparado lo mejor que podía y estaba seguro de haber acertado con los dos primeros disparos, pero tenía una idea difusa de lo que había pasado con el tercer disparo, aunque experimentaba una sensación de que algo no estaba bien. Tal vez había disparado demasiado de prisa, tal vez había estado demasiado tenso. El corazón le latía tan fuerte que pensaba que lo oirían los ciervos.

Cuando el sol ya llevaba un rato quemando y aclarando la vista, Svarte se despertó y despertó también a su hijo. Después salieron al campo a ver lo que había.

El ciervo que Arn había matado primero yacía muerto donde había sido alcanzado y no se esperaba otra cosa, le explicó Svarte mientras revisaba la flecha, meditabundo. La flecha había atravesado los dos pulmones del ciervo y había salido por el otro lado. Por eso el animal estaba donde estaba. No había sentido ningún dolor y por eso no se había ido corriendo.

La cierva no estaba donde esperaban, pero Svarte y Kol en seguida encontraron rastros de sangre. Al revisar la sangre se hicieron señales de aprobación el uno al otro y luego a Arn. Kol dijo que a esta cierva también le había dado en los pulmones y estaría muerta en la cercanía; pronto la encontrarían. Marcó el lugar donde encontraron la sangre con una flecha y después él y su padre caminaron lentamente e inclinados hacia adelante por el lugar donde todos consideraban que había estado el tercer animal cuando Arn había disparado. Encontraron sangre en unos tallos de hierba y los frotaron entre los dedos, oliéndola, y de nuevo parecía que ya estuvieran informados de todo.

Svarte explicó que esta cierva estaba herida mortalmente pero no muerta y que yacía con fiebre a la distancia de un par de tiros de flecha y que ahora podían ir a buscar a los caballos porque no valía la pena ir a buscarla demasiado pronto. Debían dejarla morir en paz.

Cuando regresaron con los caballos vieron que todo lo que habían dicho Svarte y Kol era verdad. La segunda cierva, la que Arn había matado con el último disparo, también yacía muerta, aunque más lejos. Svarte mostró cómo la flecha de Arn había tocado un poco atrás, pero cuando Arn se disculpó, avergonzado, Svarte no pudo más que sonreír, aunque intentó no mostrarlo. Con semblante serio explicó que aunque un ciervo estuviese bien colocado en el mismo momento en que soltabas la flecha, bien podía tener tiempo de dar un paso hacia adelante mientras la flecha estaba de camino. Eso era lo que había sucedido.

Hacia la noche volvieron a cazar ciervos pero sin éxito. Svarte explicó que eso se debía a que el viento era flojo y de poca confianza y que los animales fácilmente notaban el olor de los hombres por cualquier dirección que tomasen.

Aun así, estaban de buen humor al caer la noche y los tres ciervos destripados ya colgaban uno al lado del otro en una fuerte rama de roble. Habían tenido buena caza al menos por un día.

Sentados al lado del fuego, Svarte y Kol hicieron una ofrenda de los corazones de los ciervos a sus dioses, posiblemente creyendo que el hijo de su amo no entendía lo que estaban haciendo al girarse de espaldas y murmurar sobre el fuego en su propio idioma. Cuando iban a cenar, sin embargo, Svarte y Kol quedaron un poco inseguros porque Kol había ido a recoger ramitas de avellano frescas y las armaba encima del fuego cuando hubo perdido un poco de intensidad, y en las ramas ensartaba trocitos de hígado y riñon junto con la cebolla que Svarte sacaba de uno de sus sacos de cuero. Para el asombro de los dos siervos, Arn en seguida se mostró solícito a comer de ello, pese a que todo el mundo sabía que esa comida sólo era para siervos. No obstante, Arn comió con el mismo apetito que los otros dos, queriendo repetir y apartando su carne salada. De este modo, siervos y amo se acercaron un poco más.

Cuando yacían contentos y satisfechos al lado del fuego, bien envueltos en sus mantos para la noche, Svarte se atrevió a preguntar si en el monasterio del Cristo Inmaculado realmente enseñaban a disparar con arco y flecha de esa manera. Arn, que para entonces había entendido que lo había hecho bien, se alegró por la pregunta, pensó en cuan pocos eran quienes les era brindada la oportunidad de aprender con el hermano Guilbert como profesor, y les explicó que probablemente no era muy común que los monjes disparasen con arco y flecha, pero que él en eso había tenido especial suerte porque había tenido un profesor muy hábil. Svarte y Kol se rieron a gusto de eso y Kol dijo que les gustaría conocer a aquel profesor. Pero cuando Arn contestó bromeando que lo podrían conocer tan sólo si se dejaban bautizar, los dos siervos pusieron cara seria y, callados, quedaron contemplando el fuego.

Como para disimular la broma de mal gusto, Arn dijo que, pensasen lo que pensasen del monasterio del Cristo Inmaculado, no obstante era un mundo donde no había siervos, sino un mundo donde cada hombre tenía el mismo valor que los demás. Pero a esto sólo contestaron con silencio. Aun así, no quiso dejar el tema y les pidió exhaustivamente, con las palabras más claras y sencillas que podía encontrar, que le explicasen por qué Svarte y Kol seguían siendo siervos tal como eran cuando él mismo era niño. A muchos otros se les había concedido la libertad, ¿por qué no a Svarte y a su familia?

Svarte, que ahora tuvo que contestar aunque a regañadientes, explicó torpemente que dependía del trabajo de cada uno si le daban la libertad o no. A los siervos que cultivaban la tierra se les daba la libertad con más facilidad que a los que construían y cazaban. Los que cultivaban la tierra eran usados para abrir nuevas tierras para Arnäs y se les otorgaba la libertad contra arrendamiento. Pero la caza de pieles durante los inviernos y la caza de carne durante los otoños iba directamente para la casa de Arnäs y, por tanto, los que se ocupaban en eso no podían ser liberados, ya que tenían que trabajar para la casa principal. Y lo mismo ocurría con los trabajos de albañilería y también con la herrería. Por si acaso había ido demasiado lejos y hablado con demasiada franqueza, Svarte añadió que no se quejaba, muchos de los leñeros se encontraban en la misma situación que él.

Arn reflexionó un rato mientras los otros esperaban en silencio y luego dijo que le parecía un sistema injusto puesto que, en caso de haberlo entendido correctamente, las pieles de armiño y marta producían tanto como la cebada, la remolacha y el trigo. Entonces Kol se rió desvergonzadamente, y al preguntarle por qué, Kol contestó con voz burlona que sería harto difícil encontrar justicia en la servidumbre, lo cual provocó que Svarte le diera una patada en la pierna por debajo de la manta de piel para hacerlo callar.

Pero Arn no se enfadó en absoluto por la desfachatez de Kol; al contrario, movía la cabeza reflexionando en callado asentimiento y luego rogó que lo disculpasen por haber pensado mal y que Kol tenía toda la razón. Él mismo nunca querría, y nunca podría tener, a un hombre por siervo.

Puesto que Svarte y Kol no tenían más que añadir a este asunto, la conversación fue acabando. Arn rezó la oración vespertina por los tres, se metió dentro de su manto y sus pieles de una forma que mostraba que no era la primera vez que dormía a la intemperie y se acomodó para dormir. Después pretendió no oír nada de lo que los otros dos estaban cuchicheando.

Pero a Kol y a Svarte les costaba dormirse. Estuvieron abrazados el uno al otro para entrar en calor como era su costumbre, pero estuvieron reflexionando mucho rato sobre este curioso hijo del amo y sus extraños dioses.

Se levantaron pronto a causa de la escarcha nocturna, un buen rato antes del amanecer, y comieron su ración matutina, la sopa que Kol había empezado a preparar la noche anterior y que había estado en el fuego toda la noche. Svarte y Kol se habían turnado para añadir más leña y más agua. Con la sopa, que estaba hecha con cebollas y visceras del ciervo, comieron pan moreno y al poco rato el calor les volvía al cuerpo.

Hacía una mañana preciosa, y al bajar por las faldas de Kinnekulle cabalgando con la pesada carga, toda la tierra de Arnäs se extendía ante sus pies. Cabalgaban hacia el sol naciente, que coloreaba las aguas del lago Vänern, primero de plata y luego de oro, y Arn, lleno de felicidad, respiraba profundamente el aire fresco. En la lejanía veía cómo algo relucía desde la iglesia de Forshem y así podía buscar Arnäs con la mirada en la dirección correcta, no obstante aún sin verlo.

A lo largo de las faldas de la montaña abundaban los robledos y los hayedos, pero debajo de la montaña se extendían los campos arados que ahora yacían negros y plateados por la escarcha. Arn pensó que el mundo nunca podría ser más bello, que Dios debía de haber creado estas laderas de roble y estos campos en un momento de mucha bondad. Empezó a cantar de alegría, pero percibió por el rabillo del ojo que eso asustaba a Svarte y a Kol, y por eso calló rápidamente. Estuvo planteándose si preguntarles qué era lo que les disgustaba de sus cantos, si era la magia del Cristo Inmaculado lo que les asustaba u otra cosa. Pero cambió de parecer, pues había llegado a la conclusión de que había que proceder con mucha calma en las conversaciones con estos dos, que eran tan siervos en sus mentes que más que anhelar la libertad, la temían.

Mientras viajaban, el sol iba derritiendo la escarcha de la tierra quitando el duro sonido de los cascos de hierro de los caballos. El mar del Vänern había pasado ahora a azul, pero ya habían avanzado tanto por la ladera que pronto no verían más el agua hasta llegar a casa.

Llegaron a Arnäs sobre el mediodía y fueron recibidos con alegres saludos al volver después de tan corta caza con tres ciervos. El hecho de que fuese Arn quien había abatido los animales despertó gran alegría entre los siervos domésticos y alzaron sus herramientas o lo que tuviesen en sus manos y las hicieron repicar sobre sus cabezas y produjeron los sonidos trinantes con la lengua que conformaban el saludo de bienvenida y de alegría de los siervos. Arn no pudo más que llenarse de orgullo por ese hecho, pero inmediatamente rogó a san Bernardo que lo vigilase y previniese constantemente del tremendo orgullo.

Despellejaron y despedazaron rápidamente los ciervos e hicieron llevar las pieles a la curtiduría. Pero ahora ya no estaban de caza, en donde Arn era el novato, sino que se trataba de preparar la carne y entonces era Arn quien, casi sin avergonzarse, tomaba las decisiones sobre lo que se tenía que hacer. Pensó que al igual que Svarte y Kol le podían enseñar sobre pistas de sangre y pisadas crujientes en la escarcha, él podía enseñarles cómo ahumar o colgar la carne y por eso encontró natural tomar todas las decisiones.

Limpiaron los asados y las piernas y los enviaron a la ahumadora.

Arn hizo colgar los cuellos y las espaldas en unos ganchos recién forjados dentro de la nueva despensa de ladrillo. Lo que quedaba de corazones, hígados, ríñones y visceras lo mandó llevar a casa de Svarte y Kol. Luego dejó que Erika Joarsdotter se encargase de lo que había que ahumar y les dio explicaciones a ella y a sus siervos domésticos sobre cómo los diferentes trozos de carne tardarían en hacerse; un tiempo para piernas y asados y otro tiempo para la carne de los cervatillos y de las ciervas. Cuando estuvo todo hecho, preguntó cortésmente a Svarte y a Kol si sería buena idea volver en seguida a los terrenos de la caza, porque entonces se llegaría antes del anochecer y podrían comenzar el trabajo ya a la mañana siguiente. Los dos lo miraron con estupor, pero asintieron en seguida. Kol fue a buscar unas nuevas pieles de cordero y pan recién hecho y montaron de nuevo sus caballos.

Camino de vuelta a Kinnekulle, Arn intentó averiguar si había actuado con demasiada dureza, si los otros dos habían pensado pasar una noche en una cama caliente antes de salir de nuevo o si sentían la misma ilusión por continuar que él. Pero contestaron evasivamente a todo aquello y llegó a la conclusión de que no habían pensado volver a cazar tan pronto. Se imaginaba que su modosa manera de actuar se debía a que jamás habían hablado con uno como él antes con palabras totalmente sinceras. Sin embargo, comprendía que eso no se podría cambiar en un santiamén. Tendría que predicar con el ejemplo, sería lo único efectivo. No se podría salvar a estas dos almas dando órdenes severas.

Al llegar a las faldas de Kinnekulle, donde los robledos se espesaban, vieron una manada de jabalíes en la distancia. Svarte, que los vio primero, detuvo su caballo y señaló. Arn tuvo que mirar un buen rato hacia las sombras del robledo antes de descubrir los animales, bastante más cerca de lo que había imaginado verlos. Todos estaban quietos con los hocicos hacia los jinetes y parecían olisquear tensamente decididos a esperar a ver lo que hacía el enemigo antes de huir. El bosque situado por encima de ellos estaba poco poblado con gruesos troncos de robles y parecía ser adecuado para cabalgar.

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