Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (35 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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El hermano Guilbert, no sin unas palabras de orgullo mal disfrazado, le había contado todo acerca de las espadas de este tipo y lo que las distinguía de las espadas normales. Bueno, tal vez todo no, añadió modestamente. Pero el resto pronto lo averiguaría por su cuenta.

Arn se había despedido largamente y con mucha emoción de todos y estaba colmado por su amor hacia él, algo que realmente no había comprendido hasta la última misa cuando había visto y oído la gran seriedad en los cantores en la despedida más hermosa que le pudieron dar.

Finalmente, fuera en el receptorium estuvieron solamente él mismo y el padre Henri y el hermano Guilbert. El padre Henri le indicó en silencio que montase y Arn subió ágilmente a la silla del impaciente y bailarín
Chimal
.

—Piensa una última cosa ahora que vas en busca del otro mundo, mejor preparado que la vez anterior —dijo el padre Henri, pero se calló por lo visto embargado por sus sentimientos—. Llevas una poderosa espada a tu lado y lo sabes. Pero recuerda también las palabras de san Bernardo: «Repara, guerrero de Dios, ¿cuáles son tus armas? ¿No son primeramente tu escudo de la fe, tu yelmo de la salvación y tu cota de malla de mansedumbre?»

—Sf, padre, juro que no lo olvidaré nunca —contestó Arn, mirando al padre Henri a los ojos sin pestañear.

—Au revoir, mon petit chevalier Perceval —dijo entonces el hermano Guilbert, dándole un fuerte azote al impaciente caballo, que salió galopando inmediatamente con los cascos estrepitantes por el estrecho pasaje empedrado hacia el mundo exterior.

—Eso ha sido un poco imprudente, ¿no? ¿Y si hubiese caído del caballo? —murmuró el padre Henri, desolado.

—Arn no se cae de los caballos, ahora mismo no será ése su peor problema —contestó el hermano Guilbert, sacudiendo la cabeza mientras sonreía por las innecesarias preocupaciones de su prior.

—Además, me disgustan aquellas sandeces sobre Perceval y
el Santo
Grial y semejantes cantares vulgares —bufó el padre Henri, dando la vuelta rápidamente y encaminándose hacia el portal de roble. Pero como muchas veces hacía, se le ocurrió una cosa más que decir y se volvió a medio camino—: Perceval aquí y Perceval allá, todo eso pronto estará olvidado como las demás historias ruines, ¡son tonterías!

—No más tontería que el hecho de que tú mismo parezcas conocer bastante bien estas vulgaridades, padre —rió el hermano Guilbert descaradamente y con regocijo de una forma que no solía emplear con su prior.

Seguramente, los dos estaban conmocionados por la despedida, aunque ninguno de ellos lo quisiera mostrar. Pero el hermano Guilbert, a diferencia del padre Henri, estaba seguro de que volvería a ver a Arn de nuevo. Porque, a diferencia de su prior, también estaba completamente seguro de cuál sería la misión que finalmente Dios tenía preparada para el joven Arn.

VIII

E
l señor Magnus estaba sentado en la casa principal al atardecer, bebiendo demasiada cerveza y de mal humor. Tenía mala conciencia por no poder amar a su segundo hijo Arn, que había sido el más amado por su esposa Sigrid en vida.

A Magnus le costaba admitirse a sí mismo, aunque ahora se obligase a ello con ayuda de la borrachera, que tenía dos hijos adultos que no bendecían su casa con el honor propio de su linaje. Nada pesaba el hecho de llevar sangre real en las venas si la gente los señalaba con el dedo y se burlaba de ambos.

En cuanto a Eskil, ya hacía tiempo que Magnus se había conciliado con la idea, pues aquellas cosas que más les cuestan de entender a la gente son también las cosas del futuro, así como el comercio y las nuevas maneras de cultivar la tierra y multiplicar la plata en los baúles. Eskil era muy sabio en todo eso, y dejaría una herencia tal vez el doble de grande de la que algún día él mismo heredaría. Los que se mofaban de Eskil por interesarse poco por las virtudes masculinas eran los ignorantes, no comprendían en absoluto la intención de Dios para con el esfuerzo de los hombres en la vida terrenal. Eskil sería, en todo lo realmente importante, un sabio y rico señor de Arnäs, de ello no había ninguna duda.

Que el hijo mayor realmente no fuera un hombre de armas era un hecho soportable sin demasiada injuria, al igual que lo era que Eskil, en pro de Arnäs, viviría más tiempo al no usar espada y escudo.

Pero que el segundo hijo tampoco tuviese virtudes masculinas era peor e incrementaba la injuria. Magnus había oído cómo unos guardias cuchicheaban acerca de Arn como la monja de Varnhem y prefirió pasar el mal trago y hacer caso omiso en lugar de tomar cartas en el asunto. Era triste que los guardias aparentemente tuviesen razón, pues no era fácil ver ni comprender lo que los monjes habían hecho con el pequeño niño que Magnus recordaba vagamente como un picaro alegre y que ya de pequeño había aprendido a usar el arco y la flecha. Desde que Arn llegó, escuchaban unas bendiciones de mesa muy bonitas, pero con ello no había mejorado mucho el honor de la casa.

El chico había llegado cabalgando un bonito día de otoño encima de un caballo delgado que hacía reír, y lo que es peor, llevaba una espada a su lado que parecía hecha para mujeres, si uno pudiese imaginarse tal espada. Era demasiado larga y ligera, mal forjada, y con un brillo demasiado claro. Magnus se había apresurado a guardar la espada en la cámara de armas de la torre para que no se riesen del inocente niño.

Un padre debía amar a sus hijos legítimos, ése era el orden inevitablemente instituido por Dios. Pero la cuestión era ¿cuánta desilusión y deshonra podía soportar ese amor para que finalmente ya no se pudiese hablar de amor?

Naturalmente habría sido otra cuestión si hubiese existido la posibilidad de hacer un hombre del chico, pero parecía haber pasado tanto tiempo con los monjes que se había convertido en uno de ellos. De alguna manera, y no exclusivamente como alegría, era como si hubiese llegado un cura a la casa, como si en la cena ya no se pudiese hablar libremente de lo que a uno se le ocurriese, sino que se debían vigilar las palabras para que no fuesen demasiado impías.

Tampoco bebía mucho. Esto ya se había notado en la primera comida de bienvenida, que era y debía ser de fiesta y alegría. Magnus, al igual que en la narración de las Sagradas Escrituras a la vuelta del hijo perdido, había sacrificado el ternero cebado, o mejor dicho, el lechón cebado, puesto que era más exquisito. Todos se habían vestido para la fiesta y Arn se puso ropa que le había quedado pequeña a Eskil, ya que Eskil no se había desmejorado y salía a su bisabuelo Folke
el Gordo
.

Pero aquella noche no hubo nadie que no viese que Arn era muy poco hombre, pues sólo bebió dos jarras de cerveza y comió del exquisito cerdo con unos dedos quisquillosos como si fuese una mujer. Y aunque se había esforzado en quedar bien, parecía un poco retrasado en todo lo que se decía, le costaba entender las bromas y contestar a quienes intentaban ayudarlo a participar en la reunión. Por lo visto, no había heredado nada de la agilidad de pensamiento y de la afilada lengua de su madre.

Puesto que la borrachera desataba el pensamiento y la lengua de la misma manera, a Magnus le asaltaba ahora en sus vacilaciones la horrorosa idea de que Arn se había convertido en una mujer allí entre los monjes, pues historias de esa calaña se habían oído en referencia a algunos pecados impronunciables de ciertos monjes, explicadas por incrédulos o impíos.

Magnus intentaba, con su por el momento enturbiada agudeza, evaluar si el hecho de que Arn se encontrase más a gusto entre las mujeres inducía a suponer que había caído en esa abominación específica de los monjes o si esa afición de entenderse mejor con las mujeres que con los hombres en realidad daba a entender todo lo contrario.

La abominación, pensó primero. Pues los hombres dados a eso eran como mujeres y por esa razón se encontraban más a gusto con ellas.

Lo contrario, se corrigió. Porque si un hombre hubiese caído en una perversión similar, de fornicar con vaquillas, ¿no iría entonces a escondidas en busca de vaquillas precisamente? Había muchos niños siervos en Arnäs, pero tal y como todo el mundo vigilaba al delicado hijo perdido, el mínimo intento de tocar a uno de los niños siervos habría levantado un aluvión de chismorreos y una cosa así no habría escapado a los oídos de los amos.

No, probablemente no fuese un hombre femenino. Eso sería la peor vergüenza que podría acarrear sobre su hogar paterno y sobre su linaje. En ese caso, habría que matarlo rápidamente para reponer el honor de la casa.

Magnus exigió a gritos que sus asustados siervos trajesen más cerveza, y éstos obedecieron sin una palabra y rápidos como el viento.

Al considerar sus últimos pensamientos, cuando después de media jarra recordaba por dónde iba, Magnus se emocionó tanto que rompió a llorar. Realmente había pensado muy mal de Arn, su legítimo hijo y quien había sido el ojo derecho de su amada esposa Sigrid.

¿Qué quería decir el Señor con todo eso? Primero tuvieron que regalar a Arn a Dios de muy niño; así se lo habían indicado con mucha claridad todas las señales, por lo que no había duda de ello. Bien, si Arn hubiese continuado como hombre de Dios durante el resto de su vida, era de suponer que todo estaría perfecto, pues de hecho Magnus no era de los que negaban todo lo bueno que los monjes habían llevado a Götaland Occidental. Al revés, admitía ante quien lo escuchase que muchas de las cosas que estaban mejor en Arnäs que en otras fincas provenían de los conocimientos de los monjes.

¿Pero por qué habían devuelto al chico, como medio hombre y medio monje, a lo que una vez fue su hogar, en lugar de hacer la buena obra de Diosentre los monjes? No les faltaba razón a quienes decían que los caminos del Señor muchas veces son inescrutables.

Quizá lo peor fuese que el chico insistía en trabajar como un siervo. A los pocos días de su llegada a Arnäs ya estaba cavando y construyendo y clavando en todas partes, y nada importó que Magnus le explicase con delicadeza a su hijo que no necesitaba trabajar tan duro, puesto que podía emplear a los siervos desocupados, de los que había muchos en esta época del año. Entonces fue peor aún, pues Arn corría de un trabajo a otro. El resultado de esto no era fácil de prever, pero sería poco prudente negarlo antes de saber algo más de ello.

Aunque en una cosa sí se había ganado el reconocimiento de todos los hombres, incluso el de los guardias más sarcásticos. Arn había cambiado las herraduras de todos los caballos de la finca y les había forjado un nuevo tipo de herradura con una uña que salía del canto de la herradura y que evitaba que ésta se soltase. Con seguridad habían mejorado las herraduras de los caballos. Magnus había preguntado tanto a los guardias como a los siervos de las herrerías y todos estaban completamente de acuerdo.

Eso era bueno, puesto que todo lo que significaba mejorar lo anterior era cosa buena, y ésa era una opinión compartida tanto por Magnus como por Eskil. Pero lo vergonzoso era que un hijo legítimo estuviese trabajando entre la suciedad y el humo como si fuese un siervo, y encima no tuviera la más mínima vergüenza de hacerlo. Al revés, para la bendición de la mesa, que ahora decía en la lengua correcta, solía dar las gracias a Dios por el bendito trabajo del día.

Eskil había dudado menos que su padre diciendo que en primer lugar nunca se debían despreciar los conocimientos. Y segundo, que los conocimientos de las manos, cosa que el hermano Arn sin duda había desarrollado con los monjes, era algo que se podría enseñar. Si Arn enseñaba a los siervos, con el tiempo ellos mismos podrían hacerse cargo del trabajo. Pero primero era necesario que se les enseñase y el único que podía enseñarlos era Arn. Además, estaba mal despreciar aquello que hacía prosperar la finca. Los pasos hacia adelante eran de provecho para todo el mundo.

Tal vez y a pesar de todo, se consolaba Magnus, Arn traería tantas novedades de los monjes que harían más fuerte y más rica a Arnäs. Pero por lo que más quisiesen, habría que procurar que los siervos aprendiesen rápidamente de Arn para que él mismo no tuviese que ir deshonrando su linaje, sudando como un siervo.

Algo mejor, pensaba Magnus ahora que la cerveza lo había puesto más sentimental, era el hecho de que Arn se llevase tan bien con su madrastra Erika Joarsdotter. Magnus no estaba muy enterado de lo que hacían Arn y su mujer allí afuera en las cocinas, pues él mismo nunca ponía un pie allí, pero Erika parecía contenta y alegre por lo que ocurría. Además, era positivo para Erika que alguno de los amos la tratase bien. A Eskil siempre le había costado soportar a su madrastra y, de hecho, el mismo Magnus la había preñado algunas veces, porque así tenía que ser, pero no había parido a un hijo hasta el tercer intento. A ese hijo no lo llevarían a un monasterio, sino que sería educado desde pequeño por los guardias, asilo había decidido Magnus.

Erika tenía un defecto físico del que todo el mundo se daba cuenta. Era hermosa, pero en cuanto abría la boca se notaba que hablaba de forma gangosa y que el sonido de su habla salía más de la nariz que de la boca. Las personas de menos cortesía podían romper a reír, por lo que Erika nunca hablaba en presencia de hombres desconocidos e igual de tímida estaba en las fiestas cuando tenía que procurar que las mujeres estuviesen a gusto. A Magnus le costaba soportar a su esposa, y muchas veces pensaba en Sigrid, la persona a la que había querido más que a nadie. Eso, sin embargo, sólo lo podía admitir ante sí mismo o ante Dios.

No obstante, no podía olvidar que Erika era sobrina de un rey, que su sangre era real y que las dos hijas y el hijo que había parido también llevaban sangre real, y encima, desde ambas partes.

Un ángel había llegado a Arnäs. Todo lo que tocaba en seguida se convertía en algo mejor o algo más hermoso y era el único hombre que Erika Joarsdotter había conocido que la escuchaba y respetaba lo que ella decía. Nunca había opinado que su habla fuese confusa, sino que se excusaba con que él aún no acababa de comprender bien el idioma de su niñez, pues casi siempre había hablado en danés a lo largo de su vida. Y nunca decía, como lo hacía su hermano mayor Eskil, que Erika Joarsdotter era una extraña que había ocupado el puesto de la madre de los chicos.

Muy temprano, justo después del amanecer, mientras todos los hombres dormían tras la fiesta de bienvenida en su honor, él mismo había salido sobrio y recién lavado a las cocinas, donde Erika acababa de empezar el gran trabajo del día junto con sus siervos domésticos. Con cortesía y palabras suaves le había pedido que le enseñase los dominios de los que ella, como ama, respondía, y habían dado una vuelta por los almacenes de víveres y las cocinas. Por todas las preguntas que le hacía Erika, pronto comprendió que él sabía más de cómo colgar, ahumar y guardar la carne y cómo hervir el pescado que el resto de los hombres comunes, y que no se sentía en absoluto avergonzado por ello.

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