Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (32 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
8.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Eso es todo? ¿Nada más, ya que estamos en ello? —preguntó el padre Henri con tono ligero, pero a la vez arrepintiéndose de que sonase como si estuviese burlándose de las terribles angustias del joven.

—No… eso es todo… es decir, he tenido pensamientos malos y equivocados intentando disculparme, pero eso está comprendido por lo que ya he confesado —contestó Arn, visiblemente confuso.

El padre Henri sintió un gran alivio de que Arn estuviera tan lúcido como para controlar el habla al contestar una pregunta tan desconcertante. Pero ahora vendría lo inaudito, esa gracia de Dios que muchas veces sobrepasaba el juicio del hombre. El padre Henri respiró profundamente, consultando a Dios una última vez antes de pronunciar las dos palabras clave. Esperó un momento hasta sentir en su interior que Dios le daba el apoyo necesario.

—Te absolvo, te perdono en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, hijo mío —dijo, santiguando primero a Arn y luego a sí mismo.

Arn lo miró como embrujado, incapaz de comprender lo que había oído. El padre Henri esperó hasta que el significado de las palabras hubiese calado muy hondo en Arn. Luego carraspeó largamente, esta vez totalmente consciente de que eso era señal de que ahora emprendería su explicación.

—La gracia del Señor es realmente grande, pero ahora estás del todo libre de pecado, hijo mío. Como tu confesor y como el humilde servidor de Dios y con Su apoyo, te he perdonado. Alegrémonos pronto por lo grande que ha ocurrido, pero no lo tomemos demasiado a la ligera. Debes saber que todo el tiempo que en tu soledad has empleado para pedir consejo a Dios, también lo he hecho yo. Y si Dios tal vez te ha dicho otra cosa diferente de lo que me ha dicho a mí, puede que haya una intención también en eso, pues hemos tratado un asunto muy difícil, el más difícil que he tenido como confesor. La angustia que has sufrido durante estos días ha sido parte de tu suplicio.

—Pero… pero ¿no puede… no puede ser posible… homicidio…? —tartamudeó Arn.

—No me interrumpas y lo sabrás —continuó el padre Henri con decisión aunque tranquilizado, puesto que le parecía que Arn estaba más receptivo de lo que había temido—. El buen mundo de Dios es doble en este caso y tendremos que intentar ver el conjunto. Hay un mundo allí afuera, extramuros, con sus leyes a veces peculiares. Según estas leyes estás libre de culpa, hasta aquí es muy sencillo. Pero nosotros tenemos nuestro propio mundo superior, el intramuros, y éste nos exige mucho más. Primero, mi culpa y la del hermano Guilbert son más grandes que la tuya en cuanto a esos homicidios. Te lo explicaré con más detalle dentro de un rato. Segundo, tendremos que estudiar tu acto desde la perspectiva superior de Dios, por aventurado que nos parezca a nosotros, pobres pecadores, y tendremos que tratar de comprender la intención de Dios. No es para este acto que Él ha cuidado especialmente de ti, de eso puedes estar seguro. Tu gran misión en la vida, sea cual fuere, todavía queda delante de ti. Pero Dios utilizó el instrumento más práctico que tenía a mano para castigar a unos hombres que habían pecado severamente. Porque así fue: habían obligado a una joven mujer, Gunvor, a la que conociste por primera vez allí en el camino, a casarse con un hombre por el que sentía repugnancia y la obligaron por su propia lujuria y codicia. Cuando ella en su desesperación intentó huir de su cruel sufrimiento, ellos se llenaron de ira y quisieron matar a quien se pusiese en su camino y entonces profirieron mentiras en voz alta de que el primero que encontrasen sería el secuestrador de la novia y a quien, según las leyes, tendrían el placer de matar. Dios, al ver esto, se enfureció y te puso a ti en el camino de los pecadores para castigarlos tan duramente como sólo Él puede hacerlo. Ese deán, el tal Torkel, no se equivocaba del todo cuando decía que había visto a un ángel conducir tu mano, aunque eso del milagro, etcétera, etcétera, naturalmente sean delirios. Eras la herramienta de Dios y ejecutaste Su castigo, cosa que tal vez no hubieses hecho si yo y el hermano Guilbert no te hubiésemos engañado. Por eso estás perdonado y libre de pecado, hijo mío. Tu ayuno acaba hoy, pero come con prudencia esta noche, no es bueno tragar mucho después de tanto tiempo sin comer. Bien. Eso es todo.

Arn no contestó durante un rato largo y el padre Henri lo dejó con sus pensamientos, pues lo dicho necesitaría tiempo para arraigar en la conciencia de Arn antes de hablar más del asunto o de otras cosas.

Arn no tenía ningún problema con ver la lógica formal en lo que había dicho el padre Henri. Pero la condición de esa lógica era que cada piedra descansase en una absoluta verdad y humildad ante Dios. En caso contrario, serían palabrerías. En seguida se avergonzó por lo que había sido su primer pensamiento al oír las dos palabras absolventes, que el padre Henri había modificado su fe por el amor corrupto a su hijo, que había construido una bondad especial en este caso que no sería válida en otros casos. Era feo pensar tan mal del padre Henri y Arn comprendió, por tanto, que tras su absolución sólo había logrado mantenerse libre de pecado por unos instantes. Pero ahora no era momento de confesarse de nuevo.

—Así que hemos llegado a la cuestión del pecado y parte de culpa en lo sucedido, en mi caso y en el del hermano Guilbert —suspiró el padre Henri—, Allí afuera en el otro mundo se distingue a las personas entre ellas y se las valora diferente, como si todas no tuviesen la misma alma. Por consiguiente, no es como entre nosotros, donde no vales más ni tampoco menos que tu hermano. Allí afuera no se valora a un hombre por su alma, no ven en primer lugar a su prójimo, ven a un siervo o a un rey, un caudillo o un siervo liberado, ven a un hombre o a una mujer que tiene o no tiene antepasados distinguidos, más o menos como tú y el hermano Guilbert valoráis a los caballos. Así es allí afuera en el otro mundo, por desgracia.

—Pero si todas las personas tenemos antepasados, todos venimos de alguna parte desde Adán y Eva y nacemos todos igual de desnudos —objetó Arn con una nota de asombro en la voz.

—Sí, es cierto que todos tenemos antepasados. Pero algunos tienen, según ese sistema de valores, antepasados superiores a otros y algunos tienen antepasados ricos y propiedades que se heredan de generación en generación.

—O sea que, ¿si naces rico, continúas siendo rico, y si tienes antepasados superiores, no hace falta que hagas nada por ti mismo, de todas maneras serás superior? Y entonces no importa si eres bueno o malo, sabio o estúpido, ¿sigues siendo superior? —reflexionó Arn con un gracioso semblante sagaz al dar sus primeros pasos vacilantes por el conocimiento del otro mundo.

—Es exactamente así y por eso algunos allí afuera tienen siervos todavía hoy en día, eres consciente de eso, ¿verdad? —dijo el padre Henri.

—Sí… —dijo Arn, titubeante—. Mi padre tenía siervos. Es algo en lo que no he pensado en mucho tiempo; como si fuese algo que no le gustase a mi memoria, en mis oraciones vespertinas he pensado más en mi madre y no tanto en mi padre y nunca en que tuviese siervos. Pero asf era. Ahora recuerdo cómo una vez decapitó a un siervo, he olvidado el porqué pero nunca olvidaré lo que vi.

—Sí, ¿lo ves? Y temo que tu padre todavía tenga siervos hoy en día. El caso es que pertenece a un linaje superior y eso significa, reflexiona bien sobre ello, eso significa que tú también perteneces a él. En la lápida de tu madre hay, como habrás visto aunque nunca lo hayamos comentado, dos insignias. Una es una cabeza de dragón y una espada; es la insignia de tu madre. La otra es un león rampante; es la insignia de tu padre. Es la insignia del linaje de los Folkung y, por consiguiente, tú eres Folkung y seguramente no comprenderás lo que eso significa.

—Noo —dijo Arn lentamente con la cara de ni siquiera poder imaginar ser otro distinto de quien era.

—En concreto significa lo siguiente —dijo el padre Henri abruptamente—, Tienes derecho a cabalgar con una espada, tienes derecho a llevar un escudo con la insignia de los Folkung y si aquellos sinvergüenzas te hubiesen visto así, jamás se les habría ocurrido atacarte. Y si no hubieses tenido espada ni hubieses llevado escudo con la insignia de los Folkung, con sólo pronunciar tu nombre, que es Arn Magnusson de Arnäs, sus ganas de luchar se habrían difuminado al instante. Eso es lo que nunca te he revelado, nunca te he explicado quién eres a los ojos de los del otro mundo y eso ha sido un error por mi parte. Si algo me puede disculpar es, por un lado, el hecho de que nosotros no tenemos esa visión del prójimo aquí dentro como la tienen los de allí afuera. Y no quería llevarte a la tentación de creerte jamás superior a los demás. Creo que lo puedes comprender y tal vez incluso perdonar.

—¿Pero eso no me convertiría en alguien diferente de quien soy? —objetó Arn, pensativo—. Soy tal como Dios me ha creado, igual que todos los demás, como tú o los siervos allí afuera, no tengo ninguna culpa ni mérito en eso. Y por cierto, ¿por qué iban a detenerse las almas infelices que querían matarme ante un nombre? A sus ojos seguía siendo un simple niño monacal que no sabía manejar una espada. Así que, ¿por qué asustarse ante ese nombre?

—Porque si llegan a tocarte un pelo, ninguno de ellos habría vivido para ver la puesta del sol. Ninguno de ellos. Tendrían tras ellos todo el linaje de los Folkung, tu linaje. Y ni un solo campesino en este desventurado país se atrevería siquiera a soñar con hacer tal estupidez. Así es el mundo allí afuera, tendrás que empezar a hacerte a la idea.

—Pero no quiero acostumbrarme a la idea de un orden tan irracional y malvado, padre. Tampoco quiero vivir en un mundo así.

—Tendrás que hacerlo —dijo el padre Henri escuetamente—. Puesto que así está decidido. Pronto saldrás de nuevo al otro mundo, ésa es mi orden.

—Obedeceré tu orden, pero…

—¡Nada de peros! —interrumpió el padre Henri—, Ya no se te permite rasurarte la cabeza. A partir de este momento interrumpirás tu ayuno, aunque no olvides aquello de comer con cuidado al principio. Inmediatamente después de la cena irás a ver al hermano Guilbert y él te explicará la otra cara de la verdad sobre ti, la otra cara que tampoco conoces.

El padre Henri se levantó con dificultad del duro camastro. De pronto se sentía viejo y tieso y por primera vez pensó que su vida ya había llegado al otoño, que el tiempo del reloj de arena corría y que tal vez nunca sabría cuál era la misión que Dios preparaba para su amado hijo.

—Pero perdóname, padre, una última pregunta antes de que te vayas —dijo Arn con cara de pensar febrilmente.

—Claro, hijo mío, las últimas preguntas que quieras, ya que las preguntas no cesarán jamás.

—¿En qué consistía tu pecado y el del hermano Guilbert? Aún no lo entiendo.

—Muy sencillo, hijo mío. Si hubieses sabido quién eras, no habrías tenido que matar. Si te hubiésemos dicho quién eras, habrías sabido. Te ocultamos la verdad pensando que te protegíamos con una mentira y Dios nos ha probado duramente que nada bueno puede salir de algo malo. Es así de sencillo. Pero tampoco nada malo puede salir de algo bueno, y tú no tenías malas intenciones. Bien, ¡nos veremos para la vespertina!

El padre Henri dejó solo a Arn para las horas que requería la acción de gracias, algo que el padre Henri no tuvo que mencionar siquiera. Porque en cuanto éste cerró la puerta tras de sí, Arn cayó de rodillas dando las gracias a Dios, a la Santa Virgen y a san Bernardo, en ese orden, porque ellos, a través de su gracia inefable, habían salvado su alma. Durante sus oraciones sentía como si Dios le contestase, ya que la vida le retornaba al cuerpo cual una corriente cálida de esperanza y finalmente como algo tan trivial como el simple hambre.

Gunvor estaba como embriagada por su propia bondad, le hacía sentirse feliz. Porque realmente era un gran sacrificio el que ella y Gunnar estaban a punto de realizar; los dos preciosos alazanes eran casi la mitad de lo que ella y su prometido poseían, y donar tanto no era cosa fácil. Pero era correcto hacerlo y estaba orgullosa y contenta de que ni ella ni Gunnar sintieran la menor duda al acercarse al monasterio de Varnhem. Tal y como lo veía Gunvor, la Santa Virgen había contestado a sus fervorosas súplicas y no llevándosela en el abrazo liberador de la muerte sino enviando un pequeño niño monacal, que con dos golpes de espada cambió su vida y la de Gunnar para siempre. Ahora vivirían juntos hasta que la muerte los separase y ni un solo día en ese largo viaje dejarían de expresar el agradecimiento por la decisión de Nuestra Señora de salvarlos y darles a ambos lo que más estimaban en la vida.

Pero aunque de esa manera el niño monacal había sido una herramienta insignificante como una pala de estiércol en comparación con Nuestra Señora, era la única persona a quien Gunvor y Gunnar podrían dirigirse con los agradecimientos, y él pertenecía al único monasterio en el que podían depositar su sacrificio. Su padre siempre le había infundido la importancia de los sacrificios, aunque también hacía sacrificios a otra cosa que a los santos de Dios.

Cuando, detrás de su Gunnar y con su madre Birgite y Kristina, la hermana de Gunnar, entró cabalgando en el receptorium de Varnhem, en donde se recibía a los ajenos, sintió una gran veneración ante los muros, ante el precioso suelo empedrado en el que los cascos de los caballos resonaban con un eco cual música, ante todas las flores que chisporroteaban de color en el pequeño patio con el agua murmurante.

Se sintió llena de solemnidad, pues para un extraño, al entrar, el lugar parecía impregnado de la presencia de Dios.

Descabalgaron y ataron los caballos y el hermano que los había recibido se les acercó amablemente y les preguntó cuál era su encargo. Cuando Gunnar lo hubo explicado, los invitó a sentarse en los bancos de piedra al lado del agua murmurante y mandó traer cerveza y pan, y bendiciéndolo, lo repartió mientras les daba la bienvenida y luego fue a buscar al prior.

Tuvieron que esperar un buen rato pero no hablaron mucho durante la espera, ya que los cuatro estaban inmersos en la calma del lugar. Sería una dura caminata de vuelta detrás de los caballos de la madre Birgite y la hermana Kristina, pensaba Gunvor. Pero todavía estaba firme en su convicción, ya que ¿qué significaban dos alazanes, por preciosos que fuesen, en comparación con el regalo del amor recibido de Dios por mediación de los habitantes del monasterio?

Finalmente se abrió en la parte posterior del receptorium una pequeña puerta de roble con herrajes y
el venerable
prior se les acercó. El pelo plateado formaba una corona alrededor de la cabeza rasurada, pero sus amables ojos pardos estaban llenos de vida, lo cual lo hacía aparentar más joven de lo que probablemente era. Los bendijo a todos, se sentó tranquilamente y guardando las formas compartió un pan con ellos, el cual también bendijo, y luego abordó el tema sin rodeos, queriendo saber por qué unas personas que no eran ricas —cómo podía saberlo era un misterio, pues todos se habían vestido con sus mejores ropasquerían dar un regalo tan valioso a los fieles del huerto de Dios. A veces les costaba entender su idioma, puesto que utilizaba muchas palabras de la lengua eclesiástica.

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
8.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Games by Ted Kosmatka
The Good Girl by White, Lily, Robertson, Dawn
Drenched Panties by Nichelle Gregory
Cut to the Quick by Joan Boswell
The Sacrificial Man by Dugdall, Ruth
Jack by Liesl Shurtliff
Night Diver: A Novel by Elizabeth Lowell