Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (29 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Pero cuando por fin salió del callejón y se encontró ante la misma catedral, las edificaciones habían dejado lugar a una gran plaza con largas hileras de tiendas donde se realizaba algún tipo de comercio. El suelo también estaba más limpio aquí.

Descabalgó cuidadosamente, vigilando dónde ponía los pies, y ató el caballo a un tronco delante de la catedral, al lado de otros dos caballos. Dudó un rato entre satisfacer su curiosidad y ver primero lo que se vendía en las tiendas, o dedicarse a la casa de Dios. En cuanto se formuló la pregunta a sí mismo, sintió vergüenza por dudar siquiera ante tal cosa y rápidamente entró por la puerta de la iglesia, se arrodilló y se santiguó.

Estaba prácticamente vacía, y allí dentro estaba tan oscuro que tuvo que quedarse quieto un rato para que los ojos se acostumbrasen a la penumbra. Frente al altar ardían una veintena de velas pequeñas; vio a una mujer que acababa de encender una, y se arrodillaba luego en oración.

En alguna parte allí delante en la oscuridad, un coro empezó a cantar unos cánticos. Pero no sonaba bien, podía distinguir perfectamente dos voces que desafinaban claramente y se sorprendió; era como mofarse del Señor cantando de esa manera en Su casa.

Salió a uno de los ábsides y se sentó en un pequeño banco de piedra para reflexionar e intentar comprender lo que veía y oía, antes de rezar. No se sentía a gusto en esta casa de Dios. Al lado del altar colgaban grandes tapices de colores estridentes junto a dos imágenes de santos y una Virgen María pintada en azul, rojo y verde. Desde una ventana arriba en el lateral de la torre, frente a él, resplandecía la luz, fragmentándose en todos los colores del arco iris. A Arn le daba una impresión de presuntuosidad y antinatural, como si la ostentación fuese falsedad. La imagen de Jesucristo en una de las paredes de la torre estaba cubierta de oro y plata, como si el Señor fuese un canciller terrenal. Se arrodilló pidiendo primero perdón por sus pecados y luego rogó a Dios que perdonase a las personas que habían convertido Su casa en una acumulación mundana de retratos y de mal gusto.

Pero desde la piedra calcárea del pequeño banco de piedra sintió, al volver a sentarse, un extraño calor, como si la piedra le hablase. Tuvo la sensación de haber estado sentado allí antes, aunque sabía que eso era imposible. Luego vio ante sí a su madre, como si viniese hacia él y le sonriese. Pero la visión desapareció en cuanto el coro, allí delante, volvió a desafinar un nuevo cántico, haciéndole daño en los oídos.

El coro solamente cantaba a dos voces, pero aun así no sonaba bien, ya que la voz cantante de la segunda voz hacía equivocarse constantemente a los demás. Creyendo que hacía una buena acción, Arn se acercó al coro entonando la segunda voz y cantándola correctamente; el texto ya lo conocía desde niño.

El capellán de la catedral, Inge, director del coro, primero pensó que había sido Dios, quien, harto de tanto ruido, los había corregido a todos. Pero de pronto descubrió que era un pequeño hermano lego de Varnhem que se había colocado allí al lado y sencillamente había asumido, sin avergonzarse, el mando de la segunda voz. Al acabar el salmo en el que Arn se había entrometido, el capellán de la catedral fue sin más a buscar a Arn y lo colocó en medio del coro, acaparándolo así durante el resto de la misa.

Después, muchos de los cantores, llenos de ilusión, quisieron hacerle preguntas a Arn, pero el capellán rápidamente se lo llevó a la sacristía, en la que entraba luz por dos pequeñas ventanas, y pudieron verse el uno al otro mientras hablaban. Arn fue invitado a sentarse y recibió una jarra con agua que, según decía el capellán bromeando, era una muy pequeña compensación por un canto tan hermoso.

Arn, que no entendía que era una broma, inmediatamente objetó que no había pedido ninguna recompensa por cantar en la casa de Dios. Al preguntarle por su nombre contestó que se llamaba Arn de Varnhem, nada más.

El capellán de la catedral se entusiasmó, ya que pensó que había hecho todo un descubrimiento. Al parecer aquí había un joven que, por un motivo u otro, no podría ser ordenado verdadero monje por los cistercienses, que por una razón u otra había sido expulsado y por tanto estaría disponible como un muy deseado refuerzo en el coro. Porque se dijese lo que se dijese acerca de esos monjes extranjeros, una cosa era segura, que sabían cantar de una manera que incluso debía de embelesar a los ángeles de Dios, eso era innegable.

Puesto que nunca nadie le había hablado a Arn con propósitos ocultos, no comprendía nada de las preguntas que le formulaba el capellán.

¿Así que había dejado Varnhem para volver a casa? Y sus padres, ¿qué hacían? Oh, la madre había muerto, en paz descanse su alma y sagrada sea su memoria, pero y el padre, ¿qué hacía? ¿Trabajaba como todos los demás con el sudor de su frente? Por tanto, con la tierra, ¿así que era arrendador o siervo liberado?

Arn respondía sin mentir todo lo que podía, excepto a la pregunta jocosa de si su padre era rico, cosa que negaba, ya que entendía la palabra «rico» como algo deshonroso y no quería pensar mal de su propio padre. Y el significado de la palabra arrendador no lo conocía, aunque dudaba que su padre fuese una cosa de ésas.

Sin embargo, el capellán de la catedral lo tuvo todo muy claro en seguida. Aquí tenía el hijo de un hombre pobre que trabajaba duramente en los campos, tal vez un siervo liberado con demasiadas bocas que alimentar, y había intentado sacarse a uno de encima enviándolo al monasterio. Ahora el joven volvía a casa, además en la edad más voraz, y no serviría de mucho más que para bendecir la mesa. Aquí tenía una ocasión de hacer el bien para todos, se trataba solamente de aprovechar la ocasión.
¡Carpe diem!

Tal vez incluso el jovencito hubiese albergado esa esperanza, aunque fuese demasiado tímido para expresarlo en voz alta.

—Creo, mi joven hermano lego, que tú y yo podríamos ayudarnos mutuamente en beneficio de todos —dijo el capellán, satisfecho de sus conclusiones.

—Si te puedo ayudar en algo, padre, no dudaré en hacerlo, pero por todos los santos, ¿qué sería? Sólo soy un pobre hermano lego —contestó Arn sin mentir, ya que creía sinceramente en lo que decía.

—Sí, sí, hay mucha gente pobre en el mundo, pero Dios a veces da grandes dádivas incluso a los pobres, y tú, Arn, ése es tu nombre, ¿verdad? Tú sí has recibido un gran regalo de Dios.

—Sí, es verdad —dijo Arn bajando la mirada, avergonzado, puesto que pensaba en el gran regalo cuando Dios una vez le devolvió la vida, aunque no podía entender cómo podía saber el capellán algo acerca de eso.

—Entonces tengo la alegría de decirte, Arn, que ahora te puedes quitar un gran peso de encima, tú y tu padre, y a la vez hacer una acción agradable a los ojos del Señor. ¿Estás preparado para oír mi propuesta? —dijo el capellán, inclinándose triunfalmente sobre Arn, sonriendo con dientes negruzcos y mal aliento.

—Sí, padre —dijo Arn obedientemente, retrocediendo asustado—. Aunque no puedo entender lo que pretendes, padre.

—Te podemos ofrecer comida y alojamiento, ropa nueva también, para que te quedes aquí y formes parte del coro de la catedral. Sabrás que es un gran honor para un jovencito pobre. Pero también tienes un raro don del Señor, como tú ya sabes.

Arn estaba tan sorprendido que no pudo contestar en seguida. Hasta ahora no había comprendido que lo que el párroco llamaba su «gran don» era su canto extremadamente ordinario y no el hecho de que Dios lo hubiese devuelto del reino de los muertos. No sabía qué contestar.

—Sí, comprendo que enmudezcas —constató el capellán, contento—. No se matan tantos pájaros de un solo tiro todos los días. Tu padre no tendrá que alimentar una boca más, podremos alegrar a las almas vivas y muertas con misas más hermosas y tú mismo tendrás ropa, comida y alojamiento; es mucha bendición en un solo día, ¿no te parece?

. —No… quiero decir, sí, lo parece —contestó Arn, confuso. Ni por nada del mundo quería ser preso del párroco maloliente, con o sin catedral, pero tampoco sabía cómo salir de la situación. No sabía cómo se hacía para decirle no a alguien a quien se debía obedecer.

El capellán, que seguía malinterpretando todo lo que veía y oía, consideró el asunto arreglado, se golpeó las rodillas y se levantó decididamente para empezar a hacer las cosas concretas que seguían a la colocación del joven cantor.

—¡Ven conmigo! —dijo animadamente—. Vamos a los aposentos de los niños cantores para que conozcas a los demás; tendrás un lugar para dormir casi para ti solo.

—¡No podrá… no… podrá ser! —tartamudeó Arn desesperadamente—. Quiero decir… naturalmente estoy muy agradecido por tu amabilidad, padre… pero no podrá ser…

El capellán miró inquisitivamente y con asombro al joven con la tonsura recientemente crecida y las manos de esclavo, huesudas por demasiado trabajo. En el nombre del santísimo, ¿qué podría inducir a este joven pobre y torpe a rechazar una oferta tan generosa? Incluso parecía acongojado por decir que no.

—Tengo mi caballo aquí afuera, respondo de él y debo llevarlo a otro hermano lego —intentó explicar Arn.

—¿Afirmas que tienes caballo? —murmuró el capellán, confuso—. ¡No puede ser, quiero verlo con mis propios ojos!

Arn se dejó llevar obedientemente a través de toda la catedral mientras el capellán iba a su lado, calculando el valor de un caballo y llegando a la conclusión de que sobrepasaba en mucho lo que él acababa de ofrecer en forma de comida y alojamiento.

Allí afuera, en la luz, estaba en efecto el caballo prestado de Arn con la cabeza colgando y aspecto muy cansado. Al capellán, sin embargo, le parecía un caballo magnífico, y Arn descubrió con horror que la mochila con todas las salchichas de cordero y jamones ahumados del hermano Rugiero había desaparecido, y se preguntaba quién lo habría guardado. Pero el capellán hablaba a voces sobre su espléndido caballo y Arn protestó diciendo que el caballo no tenía nada de especial pero que no lograba comprender lo que había sucedido con las salchichas y los jamones. Entonces, el capellán se enfadó y explicó que naturalmente no se podía ser tan estúpido como para dejar tales cosas a los ladrones.

A Arn le espantó pensar que le habían robado, que de esa manera había tenido contacto directo con un gran pecado y preguntó inocentemente si no se podría ir a los ladrones para que le devolviesen la mercancía, prometiéndoles el perdón. Eso enfureció aún más al capellán, y finalmente estalló y llamó bobo a Arn. El joven supuso que el significado de aquella palabra debía de ser algo despectivo.

Cuando iba a disculparse por ser bobo, no obstante sin mala intención, el capellán se alejó sin más, murmurando algo sobre caballos y bobos. Arn en seguida rezó una breve oración de perdón por las almas infelices que habían sido tentadas a robar. Añadió en su oración que comprendía que él mismo tenía la culpa de lo sucedido por haber dejado sus provisiones de manera que había tentado a los débiles de espíritu y además hambrientos.

De camino hacia el Norte de Skara se celebraba una boda en casa de Gunnar de Redeberga, arrendador del deán Torkel de Skara. El deán, que también asistía a la fiesta nupcial, estaba satisfecho con lo que había organizado para su arrendador, pues Gunnar ni era hermoso ni podía ofrecer mucho a su novia como regalo la mañana después de la boda. Pero el deán había llegado a sentir piedad por su arrendador, y por sus propios ingresos, y por eso arregló que Gunnar tuviese una esposa.

Un granjero bastante rico, llamado Tyrgils de Torbjorntorp, había recibido la ayuda del deán en una situación difícil y entonces, en su momento de debilidad, prometió devolverle el favor, favor que ahora sería casar a Gunvor, su hija menor, con Gunnar de Redeberga. Era un buen negocio en muchos aspectos, ya que Tyrgils no había tenido que pagar tanta dote como si la hubiese casado mejor, pero por lo menos la tendría casada. A cambio, Gunnar de Redeberga tenía las mismas humildes exigencias en cuanto al regalo de la mañana que entregaría y así, a pesar de estar falto de dinero y tierras y de tener una cara fea, se casaría con una joven y visiblemente hermosa doncella.

El deán consideraba que había actuado por el bien de todos, en especial para su fiel y sumiso arrendador, quien jamás habría conseguido, por iniciativa propia, una doncella fértil con quien casarse. Puesto que Gunnar cuidaba muy bien sus obligaciones como arrendador y compensaba al deán con creces, también era sensato por parte del deán procurar por sus intereses y que llegasen niños a la casa y a la finca para que pudiese seguir arrendándola la misma familia, sin necesidad de tener que echar a Gunnar cuando fuese un viejo sin hijos que pudiesen pagar por su sustento y la renta.

Por consiguiente, todo el mundo estaba contento con el arreglo. Sin embargo, Gunvor había estado llorando amargamente durante una semana antes de que la obligasen a decir sí ante el deán y pronunciar las mentiras que pronto serían cumplidas para consumar el matrimonio.

No era hasta el momento de la unión en la noche de bodas que el matrimonio era considerado verdadero y aprobado por todas y cada una de las partes, también por la Iglesia. Las mujeres mayores habían hablado con Gunvor y le habían explicado las penas y las obligaciones de una joven cuando llegaba el momento, y finalmente Gunvor se había tapado los oídos para no tener que oír más sobre aquello tan horroroso.

Había pedido insistentemente a su padre que la librase de ese hombre tan abominable y la dejara casarse con otro Gunnar, que era el tercer hijo de la finca vecinal de Långavreten. Ella y el joven lo habían hablado y a ambos les gustaría que así fuese.

Pero su padre se había enfadado y había explicado que no podía costear un arreglo de ese tipo, ya que Långavreten era una finca tan grande como la suya y le costaría una dote demasiado grande si los vecinos juntaban sus linajes para la cerveza nupcial. Y sin una buena dote él no parecería un hombre de honor. No había ninguna solución para ese problema y sus peticiones no habían influido en lo más mínimo. Su padre sólo intentó consolarla una vez, asegurándole que los caprichos de las doncellas iban y venían y ante todo pasaban. En cuanto tuviese unos cuantos hijos a quienes sonar la nariz ya lo olvidaría todo.

Así que allí estaba ahora, sentada y ataviada con su ropa nupcial mientras los hombres estaban cada vez más ebrios y sintiendo como si se le clavasen agujas cada vez que oía bromas y risas acerca del momento de ir a la cama, momento que todos querían presenciar. Al ver cómo los hombres golpeaban la espalda al baboso y, a causa de la bebida, tambaleante futuro esposo, haciendo viles señales que significaban polla grande como la de un caballo, le entraban escalofríos y sudores, y rezaba a la Santa Virgen para que se la llevase inmediatamente, que la dejase caer muerta sin que fuese suicidio ni pecado y de esa manera la salvara del horror. Pero en su corazón sabía muy bien que la Madre de Dios nunca accedería a una súplica tan pecaminosa, que ya no había esperanza y que pronto sería irremediablemente mancillada por
el viejo
baboso y que nada podría hacer, excepto obedecer y abrirse de piernas tal como las mujeres mayores le habían enseñado.

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