Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (28 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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—Sí—dijo Arn—, Llegamos a la pregunta de ¿por qué? Pero ésa nunca he podido contestarla. En cuanto a la gracia del Señor, ésta se encuentra muchas veces por encima de la comprensión de los hombres. No soy sólo yo quien no entiende todo sobre la gracia del Señor, ¿verdad?

—¡Aja! Ahora empiezo a reconocer al pequeño pícaro que intentó pegarme y que me llamó viejo gruñón. ¡Muy bien, jovencito! Haces bien contestándome; no, no ironizo, me gusta que me contestes. De manera que no te hemos convertido en una simple verdura recogida del huerto, mantienes tu propia voluntad y tu conciencia a salvo y a los dos nos parece excelente. Henri me ha explicado esta característica en especial. A propósito, hace tiempo que no hablo francés, ¿no te importará que cambiemos a latín?

—No, monseñor.

—Bien. En realidad sólo quería pagarte con la misma moneda, porque cuando nos vimos por primera vez te mofaste de mí por no hablar el nórdico demasiado bien. Bueno, esa broma resultó, tu francés es excelente. ¿Cómo lo has conseguido? La mayor parte de la lectura es en latín, ¿verdad?

—Lo hemos arreglado de modo que he hablado latín en relación con lo espiritual y la lectura, francés en relación con la mitad del trabajo y luego nórdico con los hermanos legos que no dominaban el francés —contestó Arn y alzó por primera vez la vista, mirando al arzobispo a los ojos. Ya se le había pasado casi todo el apuro.

—Un arreglo estupendo. Está muy bien que hayas mantenido tu lengua nórdica, tanto mejor si esto acaba como yo imagino —murmuró el arzobispo pensativamente—, Pero deja que te pregunte algo en concreto y realmente quiero una respuesta muy sincera. ¿El Señor Dios te ha hablado? ¿Ha revelado sus intenciones para ti?

—No, monseñor, Dios nunca me ha hablado directamente a mí, no sé nada de Sus intenciones para conmigo —contestó Arn, de nuevo puesto en inferioridad y apuro. Era como si sintiese vergüenza por no haber recibido órdenes directas y personales de Dios, quien de todas formas le había devuelto la vida con un milagro. Era como si por haber pecado no mereciese el plan originario de Dios, fuese cual fuese.

Los dos ancianos reflexionaban pensativamente y en silencio sobre la respuesta de Arn. No dijeron nada en absoluto durante un largo rato, pero finalmente intercambiaron unas miradas significativas, asintieron con la cabeza, y el padre Henri carraspeó largamente como solía hacer cuando se preparaba para una explicación algo compleja.

—Mi amado hijo, ahora debes escucharme y no asustarte —empezó a decir el padre Henri con visible emoción—. Stéphan, mi buen amigo, y yo hemos tomado una decisión que creemos es la única correcta. Sabemos tan poco como tú sobre las intenciones de Dios para contigo, lo único que sabemos es que debe de ser algo especial. Pero ya que ninguno de nosotros lo sabemos, puede ser debido a que su llamada aún sea lejana. Nuestra tarea, y tu tarea, sólo puede ser prepararte lo mejor posible para la llamada, ¿verdad?

—Sí, por supuesto, padre —contestó Arn en voz baja. De repente se le había secado la garganta.

—Tu educación es bastante buena y el trabajo de tus manos es para gran alegría de todos aquí dentro de los muros —siguió el padre Henri—. Pero no sabes nada del mundo de ahí afuera. Por eso debes visitarlo, debes volver a la casa de tu padre en Arnäs, que está a un día a caballo de aquí. Bueno, es decir, un día de caballo nórdico… ¿me entiendes?, con un caballo de Outremer sería medio día, supongo. De todos modos, es una orden que ahora te damos. Debes volver a lo que una vez fue tu hogar.

—Na… naturalmente obedeceré vuestra orden —contestó Arn, aunque se le hizo un nudo en la garganta. Se sintió como si le hubieran dado un golpe tremendo, como si lo hubiesen excomulgado, expulsado de la sagrada unión.

—Veo que no te alegras al oír nuestra decisión —constató el arzobispo.

—No, monseñor. He intentado portarme bien aquí en casa, no pretendo presumir en absoluto al decirlo, pero honestamente puedo alegar que lo he hecho lo mejor que he podido —contestó Arn, compungido.

—Eres un cisterciense, mi joven amigo —dijo el arzobispo Stéphan—, Piensa en ello, serás siempre uno de los nuestros porque lo hecho no se puede deshacer. Tal vez la intención es que seas uno de los de intramuros para siempre, pero eso es lo que no sabemos. Tal vez vuelvas preparado para hacer los votos, después de considerar que el mundo allí afuera no es adecuado para ti. Pero debes aprender acerca de lo que nada conoces y no puedes aprender sobre el mundo de ahí afuera estando aquí adentro, por mucho que estudies. Queremos lo mejor para ti, debes saber que tanto Henri como yo te queremos de verdad y rezaremos por ti cuando estés afuera. Pero debes aprender algo sobre el otro mundo, eso es todo.

—¿Cuándo podré volver? ¿Cuánto tiempo debo quedarme allí? —preguntó Arn, con la nueva esperanza de que no estaba excomulgado para siempre, sino que la prueba duraría un tiempo determinado.

—Cuando Dios lo quiera, volverás a nosotros. Si Dios no lo quiere, te dará otro cometido allí afuera. Tendrás que preguntarle a Él en tus oraciones; eso no está en nuestras manos, puesto que es una cosa entre tú y Dios —constató el arzobispo, haciendo ver que tenía intención de levantarse como si hubiese acabado la conversación. Pero se acordó de algo y sonrió un poco—: Una cosa más, jovencito. Cuando estés allí afuera debes saber que no solamente tus hermanos aquí adentro rezarán por ti. También tienes como amigo al arzobispo, siempre puedes venir a mí con tus preocupaciones, ¡recuérdalo!

Con estas palabras, el arzobispo Stéphan se levantó y le estrechó la mano a Arn, quien se arrodilló y le besó la mano con la cabeza bajada en señal de obediencia.

Cuando Arn salió cabalgando de Varnhem se sentía muy apesadumbrado al principio. A pesar de todas las explicaciones y advertencias del padre Henri no podía desprenderse de la sensación de que le había caído un castigo encima, como si no se mereciese la relación con los hermanos.

Pero empezó a cantar en busca de consuelo y pronto se sintió mejor. Cuando descubrió que lo estaba ayudando, cambió su estado de ánimo, por lo que cantó aún más y pronto fue más por alegría que para consolarse. Actualmente cantaba como todos los demás hermanos, mejor que algunos y un poco peor que otros, ni más ni menos. Pero ahora, de repente, el canto le alegraba más que en muchos años, como en aquel tiempo cuando cantaba como soprano en el coro de los hermanos.

Cuando su humor ya cambiaba de oscuro a claro igual de rápido y caprichoso que el tiempo en primavera, también empezó a sentirse invadido por cierta excitación y esperanza. Era cierto que no sabía nada sobre el mundo allí afuera, apenas recordaba el aspecto de Arnäs, el lugar que una vez había sido su hogar. Recordaba una torre de piedra muy alta, un patio detrás de unos muros donde había jugado a los aros con otros niños y donde su padre le había enseñado cómo tirar con arco y flecha. Pero le costaba evocar una imagen clara de cómo habían vivido realmente. Le parecía como si todos viviesen juntos de alguna manera, que era oscuro y había un fuego grande, pero no se fiaba de su memoria en este asunto, ya que todo le era muy extraño. Ahora ya lo vería con sus propios ojos. El día siguiente ya estaría en casa. Con un caballo mejor habría llegado a la noche, pero ahora estaba montando un perezoso y viejo caballo nórdico, uno de los que, según el hermano Guilbert, no servían para la cría ni casi para otra cosa tampoco. Pero puesto que el hermano lego Erlend se encontraba en Arnäs para enseñar a los nuevos niños a leer tal y como una vez había enseñado a Arn y a Eskil, a Erlend le podía ir bien un caballo manso para volver a" Varnhem. Porque el padre Henri suponía que, tras la llegada de Arn, el hermano lego Erlend ya no sería de gran utilidad en Arnäs, ni para la lectura ni para cualquier otra cosa.

Una persona debe aprender a conformarse con su destino tal como Dios lo ha dispuesto. Tampoco sirve de nada quejarse y desear ser otra persona o estar en otro sitio; en lugar de eso hay que intentar hacer lo mejor de la situación, sólo así se puede cumplir con los planes de Dios de la mejor manera. El último de los hermanos en repetirle estas frases a Arn antes de su partida había sido el hermano Rugiero, a quien también lo habían hecho ir desde Vitae Schola a Varnhem, puesto que el padre Henri había encontrado miserable la comida allí arriba, nórdicamente miserable.

El hermano Rugiero había derramado a escondidas una lágrima al despedirse y luego le había obsequiado con tanta cantidad de comida para el camino como para durar una semana o más. Cuando Arn protestó, el hermano Rugiero rápidamente cerró su morral diciendo algo de que nunca sobraba llevar algo para la bienvenida cuando uno se iba a casa. El hermano Rugiero, al igual que los otros hermanos, no podía imaginarse que Arn no había llegado a ellos porque sus padres fuesen pobres y no tuviesen comida para alimentar todas las bocas. Aquélla había sido siempre la causa más común para dejar a un niño en un monasterio.

Tras unas horas, Arn divisó Skara en la lejanía, las torres dobles de la catedral se levantaban de forma impresionante sobre bajas casas apiñadas de madera. Pronto notó el olor a ciudad, ya que iba a contraviento. Era humo, podredumbre, desperdicios y estiércol, y todo junto desprendía un olor tan fuerte que habría hallado la última media hora de camino aun siendo negra noche.

Al acercarse a la ciudad, unos grandes trabajos de construcción despertaron la curiosidad de Arn y dio un pequeño rodeo para contemplar los trabajos más de cerca. Estaban construyendo un castillo.

Detuvo su caballo y se sorprendía cada vez más por lo que veía. Había mucha gente en movimiento, la mayoría ocupados en arrastrar bloques de piedra por encima de troncos que se movían, pero el trabajo parecía ir muy lentamente. En ningún sitio veía bloques y poleas u otros dispositivos para elevar, todo parecía funcionar con la fuerza de los músculos humanos, mucha gente miserablemente vestida que trabajaba muy duramente y bajo la vigilancia de hombres armados que no mantenían una actitud demasiado cordial hacia los trabajadores. Y nadie de los que sudaban y tiraban parecía contento con su trabajo.

Los muros no eran especialmente altos y consistían mayoritariamente en bancos de tierra por los que fácilmente se podría subir a caballo hasta la cima y allí era casi probable que un buen caballo pudiese franquearlos de un solo salto;
Chamsiin
lo haría sin problema.

Arn no sabía mucho de tácticas de guerra y de defensa, aparte de lo que había leído, es decir, estrategias y tácticas romanas. Pero le parecía como si este futuro castillo fuera difícil de defender si los atacantes construían sus propias torres de madera cubiertas y las acercaban rodando hacia los muros. Pero tal vez los métodos romanos ya fuesen completamente anticuados.

Algunos de los hombres que vigilaban el trabajo descubrieron a Arn, que no les quitaba el ojo de encima a los trabajadores, y fueron hacia él, profiriendo palabras necias, cuyo significado no acababa de comprender pero que interpretó como que no debía quedarse y que no era bienvenido. En seguida se disculpó y dirigió su fiel caballo de nuevo hacia la ciudad.

La ciudad de Skara también estaba rodeada por una especie de muralla compuesta por madera, montones de ramas y tierra amontonada. Delante del lugar por el que se entraba había varias tiendas, gente cantando en idiomas extranjeros y tocando algún instrumento. Al acercarse descubrió a un montón de hombres sentados en una de las tiendas bebiendo cerveza, cosa que debían de haber estado haciendo un buen rato, ya que más de uno se había caído y estaba durmiendo. Para su sorpresa vio a una mujer con las ropas desarregladas tambaleándose hacia una tienda pequeña y a un hombre sentado que hacía sus necesidades sin avergonzarse en absoluto.

Arn no entendía nada de lo que veía del comportamiento de sus compatriotas y probablemente se le notase con toda claridad, ya que tres niños lo descubrieron, lo señalaron con el dedo y se rieron de él sin que tuviese la menor idea del porqué. Sin embargo, tuvo que pasar por delante de ellos para poder entrar por la abertura de la muralla, y entre ellos susurraron algo antes de plantarse delante de el, cortándole el paso.

—Aquí hay que pagar aduana a los pobres para poder entrar, niño de los monjes —dijo el mayor y más atrevido de los tres.

—No tengo mucho que dar —contestó Arn con auténtica tristeza—. Sólo tengo un poco de pan y…

—Pan ya está bien, porque no tenemos nada. ¿Cuánto tienes, niño de los monjes?

—Tengo cuatro panes hechos esta mañana —dijo Arn verazmente.

—¡Bien, los queremos! ¡Danos ya el pan! —gritaron los tres, y a los ojos de Arn parecieron de pronto felices.

Reanimado por poder alegrar al prójimo tan fácilmente, Arn abrió su mochila y sacó los panes que en seguida cogieron los niños, y se fueron corriendo y riendo salvajemente sin dar las gracias. Arn los miró alejarse, consternado. Tenfa la sensación de que le habían tomado el pelo, pero no entendía por qué alguien querría hacer tal cosa, y le invadió la mala conciencia por pensar mal de su prójimo.

Cuando fue a pasar por el portal, dos hombres somnolientos con armas en las manos le impidieron la entrada. Primero querían saber su nombre y para qué asunto acudía allí. Arn contestó que era un hermano lego de Varnhem y que había venido a visitar la catedral, pero que pronto continuaría su camino. Y riendo lo dejaron pasar, murmurando algo de que se guardase de cometer algún que otro acto, cuyo significado tampoco logró entender. Y al notársele claramente, los dos hombres rieron aún más.

Entró por el portal y dudó qué camino tomar. La dirección hacia la catedral era obvia, gracias a las dos torres altas que se veían desde cualquier lugar. Pero entre todas las bajas y apretadas casas parecía haber estiércol por todas partes, y primero Arn pensó que debía de existir otro camino a través de los desperdicios. Pero entonces vio a un hombre a caballo que llegaba precisamente por la callejuela que parecía llevar a la catedral. Las pezuñas del caballo se hundían a cada paso en el lodo, estiércol y podredumbre. Con mucho atino y con el hedor cosquilleándole la nariz, Arn tomó el mismo camino pero en dirección contraria. Todavía era de madrugada o la hora que se consideraba mañana en la ciudad, por todas partes se oían cantar los gallos y en varias ocasiones durante su paso por la callejuela estuvo a punto de ser golpeado por las suciedades de orinales y ollas que echaban desde las casas. Las personas vivían junto con sus bestias y sus aves, comprendió pronto por lo que veía y oía. La sensación de asombro fue más grande que la de asco.

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