Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (23 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Los pesados carros de roble con sus ruedas reforzadas con acero se pararon con un chillido. Los monjes no mostraron ninguna intención de huir, sino que agacharon sus cabezas en oración. El hombre del hacha maniobró torpemente su caballo hacia el hermano Guilbert, quien había cabalgado a la cabeza de la caravana con Arn un poco detrás. Arn en seguida hizo como el hermano Guilbert, se quitó la capucha de la capa y bajó la cabeza en oración, aunque estaba inseguro de por qué orar. Pero el hombre del hacha en seguida gritó al hermano Guilbert que todos se apartasen de los carros porque aquí llegaban los auténticos propietarios de las cosechas del mar. El hermano Guilbert no contestó, puesto que todavía rezaba, cosa que tanto desconcertó como enfureció al hombre del hacha y lo llevó a decir, en un idioma muy vulgar, que aquí no los salvarían las oraciones porque ahora tendrían que descargar inmediatamente la mercancía de los carros.

Entonces, el hermano Guilbert contestó que no había rezado por algo tan simple como la mercancía, sino por las almas errantes de los hombres que estaban a punto de hacerse infelices por el resto de su tiempo terrenal. El hombre del hacha primero se sorprendió, pero luego se enfureció aún más, por lo que echó hacia adelante su caballo y asestó un golpe tremendo en dirección al hermano Guilbert.

Arn, que estaba montado encima de
Chamsiin
a sólo unos metros de distancia, sintió instintivamente lo que haría a continuación el hermano Guilbert y acertó, por lo menos en lo que al primer momento se refería. Cuando el raquero borracho alzó su hacha, la cogió con las dos manos y dirigió el golpe hacia abajo, un golpe que habría sido mortal en caso de acertar, el hermano Guilbert hizo un par de movimientos casi invisibles con las piernas que hicieron que
Nasir
se moviera rápidamente como una serpiente un paso hacia el lado y otro paso hacia atrás. Por tanto, el hombre del hacha golpeó al vacío y por su propio peso cayó de la silla, dio media vuelta en el aire y cayó de espaldas al suelo.

Si esto hubiese sido un ejercicio entre Arn y el hermano Guilbert y, por tanto, hubiese sido Arn quien se arrastrara por el suelo, al siguiente instante habría sentido el pie del hermano Guilbert encima de su mano de la espada, le habría quitado el arma y luego le habría reprendido.

Pero ahora el hermano Guilbert se quedó sentado con las manos enlazadas delante de él y con las riendas de
Nasir
cogidas suavemente entre sus dedos meñiques.

El bandolero, humillado, se incorporó renegando, volvió a coger su hacha y atacó en seguida a pie, lo que acabó de la misma manera. Corrió hacia el hermano Guilbert, asestó un golpe tremendo para luego encontrar que había golpeado al vacío de nuevo y otra vez cayó al suelo por su propio peso. Sus compinches no pudieron dejar de reírse, lo cual lo enfureció aún más.

Cuando cogió su hacha por tercera vez, el hermano Guilbert alzó la palma de su mano en un gesto tranquilizador hacia él y le explicó que nadie se opondría al robo si era solamente ése el propósito del atraco. Pero quería advertirle una última vez de no perpetrar semejante acto.

—Puedes elegir entre lo siguiente —explicó tranquilamente mientras dejaba que
Nasir
se moviese como para mostrar que otro ataque sería infructuoso—: O robáis lo que vinisteis a robar, no podemos ni queremos deteneros con la fuerza, pero pensad que entonces os habréis conjurado con el diablo y seréis unos criminales que sólo pueden esperar un duro castigo real, o bien os arrepentís y os vais a casa y entonces os perdonaremos y rezaremos por vosotros.

Pero el hombre del hacha no quería oír hablar de algo semejante. Repetía como un estúpido que los restos de los naufragios habían pertenecido a la gente de la costa desde tiempos ancestrales, y los hombres detrás de él sacudían, excitados, sus lanzas y alguna espada y horca, y de pronto uno de ellos envió una lanza directamente hacia el hermano Guilbert.

Era una lanza pesada, lenta, con una anticuada punta ancha y por eso Arn tuvo tiempo para pensar lo que sucedería. El hermano Guilbert se agachó ligeramente hacia un lado en su silla, cogió la lanza al vuelo y la dirigió luego hacia la muchedumbre como si por un instante fuese a atacar. Arn tuvo tiempo de ver cómo los ojos de los bandoleros destellaban de miedo. Pero entonces el hermano Guilbert giró rápidamente la lanza hacia su rodilla y la partió como si rompiese un trozo de madera de encender fuego y, desdeñosamente, tiró los trozos al suelo.

—Somos siervos del Señor, ¡no podemos luchar contra vosotros y lo sabéis! —rugió—, Pero si insistís en haceros infelices por el resto de vuestras miserables vidas terrenales robad, pues, lo que queráis. No podemos impediros esa locura.

Hubo un momento de deliberación. El hombre del hacha volvió con dificultad hacia sus compinches y allí estalló un exaltado intercambio de palabras. El hermano Guilbert reunió a sus hermanos y a Arn y les dijo que en caso de violencia cada uno debía salvarse a sí mismo saliendo a toda prisa del lugar. Otra cosa no se podía hacer. A Arn le advirtió con dureza que debía mantenerse a una distancia prudente de todos los ladrones y, si empezaban a pelear, no quedarse, sino cabalgar hacia casa y explicar lo sucedido.

El problema de los bandoleros era que de hecho podían robar lo que quisiesen de la pesada carga. Pero no podrían matar a todos los testigos, como antes se mataba a los marineros infelices que habían sobrevivido a un naufragio y se creían a salvo en una playa para luego descubrir que habían sido salvados por unos raqueros. Pero aquí no alcanzarían a los dos monjes que iban a caballo. Finalmente decidieron servirse esperando que, al no morir nadie, no les fuese a caer encima la venganza real sólo porque los fuertemente cargados carros de los monjes obesos pesasen un poquito menos.

Y así se hizo. Los bandoleros cogieron todo lo que pudieron llevar y lo que les parecía valioso, mientras los monjes se quedaban a un lado rezando por las almas de los réprobos. Cuando hubieron acabado de saquear los carros y se alejaron con mucho ruido y estruendo, los monjes volvieron a colocar la carga y continuaron su viaje a casa de Vitae Schola.

Al llegar a casa, el padre Henri escribió una queja al rey Valdemar, cuyo privilegio había sido violado. Poco más tarde enviaron a unos soldados para aprehender a los culpables, cosa fácil. La mayor parte de la mercancía fue devuelta a Vitae Schola por los soldados. Los bandoleros fueron todos ahorcados.

Lo sucedido impresionó fuertemente a Arn y le dio mucho en qué pensar. Sentía pena por los bandoleros que habían sido víctimas del pecado mortal de la avaricia, lo que los llevó tan súbitamente a la miseria y ahora estarían padeciendo sufrimientos eternos. Podía comprender que se sintiesen ofendidos, era verdad que el raque había sido su derecho ancestral como costaneros y que por eso debía de ser difícil aceptar que unos monjes extranjeros les quitasen aquellos ingresos. Además, habían estado borrachos. Aunque Arn no sabía mucho de borracheras —un par de hermanos a veces bebían demasiado vino y demostraban entonces que por donde entra el vino sale la razón, cosa que pagaban con una penitencia mensual a pan y agua—, le parecía entender que el que estaba borracho no era del todo consciente de su responsabilidad.

Arn no lograba comprender, sin embargo, por qué el hermano Guilbert había actuado tal y como lo hizo. Los hombres que atacaron eran pescadores que nada sabían de las armas que llevaban en las manos, o por lo menos eso pensaba Arn. El hermano Guilbert podría haberles quitado las armas y luego dejarlos escapar. Entonces no les habrían robado, y los soldados reales no habrían tenido que buscarlos y colgarlos. El verdadero amor al prójimo, ¿no debería tener como finalidad intentar atenuar la estupidez del prójimo si fuese posible?

Arn había evitado discutir la cuestión con el hermano Guilbert quien, de todas formas, al haber hecho lo que hizo, estaría convencido de que actuó correctamente.

Pero sí sacó el tema con el padre Henri al confesar que todavía rezaba por las almas de los bandoleros ahorcados.

El padre Henri no tenía nada en contra de que rezase por las almas de los infames, sencillamente lo vio como la gran identificación de Arn con el ejemplo de vida que Cristo había dado a los hombres en la tierra. Eso era algo bueno.

En cambio era más preocupante que Arn no comprendiese del todo por qué el hermano Guilbert no podía haber empleado la fuerza. El hermano de una orden que matase a otra persona estaría perdido. No matarás era un mandamiento del todo inviolable.

Arn objetó que de todas formas las Sagradas Escrituras estaban llenas de mandamientos absurdos. Por ejemplo, el hecho de que el hermano Guy le Bretón hasta el momento no hubiese logrado que los daneses comiesen moluscos. En cuanto el hermano Guy llegó a Vitae Schola, el cultivo de moluscos había prosperado rápidamente en el fiordo. Pero por ahora el resultado era que los mismos hermanos tenían que festejar con moluscos, preparados de mil y una maneras raras, porque los daneses de alrededor del fiordo Limfjorden estaban obsesionados con «no comáis los que no tienen aletas y escamas. Debéis considerarlos impuros», según el V libro de Moisés, 14,8 o lo que fuere.

El V libro de Moisés, 14, 10, lo corrigió el padre Henri. 14, 8 era la prohibición de comer cerdo o liebre. Cosa que en realidad ilustraba el mismo problema, o por lo menos el reverso del problema, ya que los daneses desde luego no tenían nada en contra de comer cerdo o liebre. De todos modos, y eso debía de saberlo Arn a estas alturas, había una gran diferencia entre ciertas pequeñas prohibiciones de ese tipo y las prohibiciones serias. Si se buscaba entre las pequeñas prohibiciones de las Sagradas Escrituras, se podían encontrar desde cosas ridículas (no se puede cortar el pelo corto de una manera especial cuando estás de luto por un fallecido) hasta cosas absurdas y severas en cierto modo poco cristianas (quien contradice a su madre o a su padre debe ser lapidado a muerte).

Pero lo importante era, una vez más, cómo aprender a interpretar las Sagradas Escrituras y una pauta en este sentido era el mismo Señor Jesucristo. Él había mostrado, con su ejemplo, cómo interpretar el texto. En resumen, matar era de lo más prohibido.

Pero Arn no se daba por vencido. Ahora sostenía, con la lógica de la argumentación en la que el padre Henri lo había forjado personalmente durante la mayor parte de su vida, que una carta podía matar al igual que una espada. Escribiendo al rey Valdemar, el padre Henri había hecho matar a los miserables y fallidos bandoleros, pues las consecuencias estaban dictadas desde el mismo momento en que el rey recibió la carta de Vitae Schola.

De la misma manera, se podía matar por omisión, por no usar la fuerza. Si el hermano Guilbert hubiese golpeado a dos o tres de los bandoleros fallidos, sólo habría cometido un pecado comparativamente menor, ¿verdad?

Arn se sorprendió por el hecho de que el padre Henri no lo interrumpiese ni le reprochase, pero en cambio moviese la mano formando un suave círculo en señal de que Arn continuase con su lógica.

O sea que, si el hermano Guilbert hubiese cometido un pecado menor, por el que sin problema habría pagado su penitencia durante un mes o así, dando una paliza a un par de los bandoleros y con ello atemorizando a los demás para que se fuesen corriendo, el resultado podría haber sido bueno. Los bandoleros no serían bandoleros, sino solamente unos borrachínes que harían tonterías. Habrían desistido de robar, no habrían sido ahorcados, sus hijos no serían huérfanos y sus mujeres no serían viudas. Si ahora se sopesaban los pros y los contras de esta ecuación, seguramente se comprendería el hecho de que el hermano Guilbert habría tenido un buen propósito usando la fuerza sin ira. Y entonces no habría pecado, ¿verdad? Éste era un tema muy repetido por el mismísimo san Bernardo.

Arn calló. No podía continuar con su lógica por la sorpresa de ver al padre Henri pensativo, con el ceño fruncido de la manera en que solía hacerlo cuando no quería ser molestado, intentando resolver un problema duro de roer.

Arn esperó larga y pacientemente, puesto que el padre Henri no lo había despachado aún. Finalmente, el padre Henri miró a Arn y le sonrió, infundiéndole ánimos, le acarició suavemente la mano y asentía con la cabeza mientras se preparaba para una explicación con su habitual carraspeo largo. Arn esperaba atentamente.

—Jovencito, me sorprendes cuando sacas esta agudeza de ingenio en un terreno que quizá no haya sido uno de tus fuertes —empezó a decir el padre Henri—. Has tocado dos problemas, aunque vayan ligados. Tu afirmación de cómo un pecado menor por parte del hermano Guilbert podría haber impedido algo peor que un pecadito es formalmente correcta. Aun así, es falsa. Si el hermano Guilbert, en el momento de elegir entre usar la fuerza, el peor de los pecados que podría cometer, o actuar de la manera en que lo hizo, hubiese conocido las consecuencias, entonces, y sólo entonces, tu razonamiento sería válido. Sin querer ser malo contigo, debo señalar que lo formal de tu manera de plantear la lógica, aunque el mismo Aristóteles habría aceptado tu formulación, presupone que el hermano Guilbert no es el que es, una persona mortal y pecaminosa, sino que es Dios y puede ver la verdad y todo lo venidero. Pero es un ejemplo gratificante, ya que nos muestra con claridad lo torpes que nos podemos volver aun cuando queremos actuar bien con la conciencia. Un ejemplo muy gratificante, de hecho.

—No tan gratificante para los pobres diablos que fueron conducidos al pecado, ahorcados, y ahora padecen los sufrimientos eternos en el infierno —murmuró Arn, molesto, y en seguida recibió una fuerte reprimenda de rezar diez
Pater Noster
por su impertinencia.

Mientras Arn rezaba obedientemente sus oraciones, un respiro que el padre Henri ahora empleó agradecidamente para seguir pensando y no del todo sin mala conciencia, encontró para su espanto que ya no estaba seguro de sus réplicas.

¿No sería una exageración decir que el hermano Guilbert tendría que ser Dios para prever que una fuerza medida, sin ira, podía hacer más bien en ese contexto de lo que podía el carácter apacible habitualmente obligado?

¿No podía ser, sin embargo, que el hermano Guilbert, que había llevado una vida en que defendiendo las pertenencias de la Iglesia y con Dios a su lado podía haberle cortado la cabeza a todos y cada uno de quienes lo atacasen, se hubiese impuesto una penitencia tan severa por sus pecados en la Guerra Santa, que ahora debía abstenerse de la violencia en cualquier situación? ¿No sería sencillamente que el hermano Guilbert estaba aislado, o se había aislado a sí mismo, de todo pensamiento al respecto y solamente obedecía ciegamente su impuesta penitencia?

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