Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (10 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Sin embargo, pronto corrió el rumor por Arnäs de que la altiva Suom ya había sido montada y ya no podría ir por ahí tan arrogante y altiva como si fuese pura. Aquello hizo que las palabras de los siervos fueran cada vez más insolentes y al final ya se atrevían a hacerle proposiciones a Suom de cómo le sentaría mejor un hombre de verdad, un toro que se la metiera sin florituras ni reverencias, y otras bromas por el estilo. Se corrió como un olor a lascivia alrededor de la pobre Suom. De alguna manera, la futura desgracia estaba escrita.

Pero para los niños Eskil y Arn el crudo invierno era un tiempo espléndido. Su maestro, el hermano lego Erlend, de Varnhem, había vuelto al monasterio justo antes de Navidad y aún no había podido regresar por la nieve que había hasta Arnäs, a pesar de que la misa de San Pablo ya se acercaba. Puesto que los días que los niños deberían haber dedicado a estar sentados con las narices en los textos latinos sobre el filósofo y venerable san Bernardo se habían convertido en días de ocio, se habían dedicado con toda su alma a los juegos de invierno y a hacer travesuras. Lo más divertido era cazar ratones vivos en el granero y después soltárselos a las siervas de la cocina y, muertos de risa, salir corriendo mientras los gritos, los fuertes golpes y los ruidos sordos hablaban de lo que les sucedía a los ratones.

Una vez se metieron en la armería y cogieron dos antiguos escudos redondos que llevaron hasta la entrada grande, frente al granero de la casa principal, donde se ponía la paja a finales de verano, y se sentaron encima de los escudos, deslizándose como dos pequeñas nutrias por toda la ladera. Sus carcajadas llamaron la atención sobre ellos y cuando llegó su padre y vio lo que estaban haciendo con los utensilios de los mayores se puso furioso y les dio una zurra y ellos, gimiendo, se fueron corriendo a su madre en la casa del telar.

Pero el pequeño disgusto pasó pronto. El siervo Svarte, que había visto el invento de los chicos, fue al taller de los carpinteros, encontró unas maderas lo suficientemente anchas que trabajó hasta conseguir una tabla plana. Luego, con vapor, calentó uno de los lados cortos de la tabla y lo dobló despacio hacia arriba, como la parte delantera de un patín de hierro, metiendo una correa a modo de riendas de carro, y en seguida hubo de nuevo gritos y risas en la colina de nieve.

Pero cuando los hijos de Svarte vieron lo que les había hecho a los hijos del amo, le exigieron lo mismo para ellos, y cuando él objetó que había diferencia entre los hijos de los siervos y los de los señores, Sot se le echó encima; así que se pasó un día entero en la carpintería. Claro que el trineo de sus hijos no lo hizo tan bonito.

Al principio, a Magnus no le hizo gracia ver cómo sus hijos se revolcaban en la nieve en divertidos juegos con los hijos de los siervos. No le parecía adecuado. Eskil y Arn debían crecer como amos de los siervos, no como sus compañeros de juegos.

Sigrid dijo que los niños eran niños y que las diferencias de la vida adulta no pasarían desapercibidas cuando se hicieran un poco mayores, ni a los siervos ni a los hijos de los amos. Además, ahora se libraban del latín.

Naturalmente sonrió a su manera, ambiguamente, al decir lo último. Que los niños debían aprender latín era tan claro para ella como incomprensible para Magnus. Según ella, aquel idioma pertenecía al futuro. Él opinaba que sólo los monjes y los curas necesitaban aquellos conocimientos y por lo menos en Lödöse se podría negociar en el idioma corriente, incluso con gente venida de mucho más lejos, aunque a veces fuese complicado y se tuviesen que repetir las cosas. Pero bueno, en cuanto el hermano lego consiguiese arrastrarse desde Varnhem para retomar la enseñanza con los chicos se acabaría de todos modos la relación con los siervos.

Pero el invierno no quería dejar Arnäs, y Eskil y Arn no habían pasado un invierno tan divertido, ya que lo que pasó fue que cada vez estaban más con los hijos de los siervos. Construyeron un castillo de nieve que Eskil y Arn se turnaban en defender mientras el otro debía conquistar el castillo, con el mismo número de hijos de siervos para cada uno. Eskil y Arn tenían unas pequeñas espadas de madera mientras los otros tenían que contentarse con bolas de nieve, ya que eran siervos y no podían llevar armas. Hubo algún llanto y unos cuantos cardenales.

Y ayudaron a Kol, el hijo de Svarte, que tenía su misma edad, a cazar ratones vivos con los que después Svarte podía tender las trampas para armiños. La piel de armiño era muy valiosa; un siervo costaba cuatro pieles.

Cuando empezaban a acercarse los lobos a Arnäs, Svarte llevó los restos del matadero y los puso al lado de una abertura de uno de los graneros más alejados para esperar al lobo una noche que hubiera luz de luna, buen tiempo y silencio.

Eskil aseguró burlonamente, y Arn asintió entusiasmado, que su padre había dicho que podían estar durante la vigilancia, siempre y cuando se mantuviesen callados como ratones. Svarte tenía sus dudas, pero no se atrevió a ir a preguntar al señor Magnus si las cosas estaban tan mal que el amo tenía hijos mentirosos.

Cuando el tiempo fue el adecuado, Eskil y Arn salían a escondidas por las noches, con gruesas pieles de oveja bajo los brazos, para sentarse con Svarte, que tenía dos ballestas preparadas para esperar al lobo. Como Svarte se había ido de la lengua en casa, pronto también vino Kol, de manera que tres chicos con ojos chispeando y corazones palpitando se sentaban, impacientes, a su lado a esperar, procurando evitar hacer ruido con la paja y vigilando la extensión blanca y el montón de restos del matadero que cada noche era visitado por los lobos.

Finalmente, una noche cuando la luna ya se hubo reducido a media pero el tiempo seguía siendo claro y tranquilo, llegaron los lobos. Oyeron sus cautelosas pisadas en la dura capa de la nieve mucho antes de poder distinguirlos con la vista. Svarte, excitado, les señaló que debían mantenerse completamente en silencio, sin hacer ningún ruido ni moverse un pelo. Con la emoción dibujó una raya sobre el cuello para remarcar cuál, si no, sería el duro castigo y descubrió al momento los ojos abiertos y sorprendidos de Eskil y Arn. Nunca en su vida habían sido amenazados por un siervo, ni siquiera en broma. Pero ahora asentían con fuerza con la cabeza y levantaron sus pequeños dedos índices y medios juntos, apretados, como señal de que juraban no hacer ni un ruido.

Svarte se movió insufriblemente despacio cuando tensó las dos ballestas sin el más mínimo ruido, ni clic ni clac. Luego dejó una preparada y colocó con cuidado la otra en posición, lista para disparar.

Pero los lobos eran suspicaces. Ahora se les veía como sombras negras un poco más allá, fuera, en la nieve. Tardaron antes de acercarse y Svarte tuvo que bajar su ballesta para no cansarse los brazos. Finalmente se acercó el primer lobo, pellizcó un poco de carne y desapareció rápidamente del ángulo de tiro, pero inmediatamente fue perseguido por los otros lobos. Los niños podían, sin verlos, oír los gruñidos de los lobos cuando se peleaban por la comida. Pero luego se tranquilizaron y se acercaron uno a uno y pronto estaban todos allí zampando bajo gruñidos y apagados jadeos. Los niños encontraron la tensión casi insoportable y no lograban comprender por qué Svarte se tomaba tanto tiempo.

De nuevo les indicó que se mantuviesen completamente quietos, esta vez más respetuoso en sus gestos; luego alzó una de sus ballestas y apuntó con precisión. En el mismo momento que dejó ir el flechazo agarró la otra ballesta, la colocó en posición, apuntó rápidamente y disparó de nuevo. Fuera en la nieve se oía ahora un gemido lastimoso.

Cuando Svarte se movió ruidosamente, los niños se atrevieron a exclamar en gritos su alegría mientras se abrían camino peleándose por el mejor sitio desde donde mirar por la abertura. Allí abajo yacía un lobo pataleando en la nieve. Svarte observaba en silencio por encima de sus cabezas. Luego dijo que ahora no era un momento adecuado para que niños pequeños anduviesen por ahí, puesto que uno de los lobos había huido, herido. Debían irse a casa o quedarse sentados en la seguridad mientras él bajaba a ver lo sucedido. Inmediatamente prometieron quedarse quietos y no ir a ningún sitio.

Cuando Svarte bajó al lugar de tiro debajo de ellos, llevaba en una mano una lanza, y un trozo más allá se inclinó hacia adelante e inspeccionó la nieve con detalle. Pasó de largo del lobo que yacía y que ahora había dejado de patalear. Luego descubrió el rastro de sangre y empezó a avanzar con dificultad por la profunda nieve.

Los niños permanecieron largo rato escuchando en el silencio y empezaron a tiritar de frío. Al final oyeron un aullido que les heló la sangre, luego gruñidos roncos que sonaban como cuando los lobos se habían acercado a zampar. Eskil, Arn y Kol esperaban ahora, pálidos y callados, y no poco asustados. Pero aguzaron los oídos y oyeron, primero flojo pero luego cada vez más claramente, los pesados pasos y jadeos de Svarte allí afuera.

—Padre carga con el segundo lobo en la espalda, por eso camina tan pesado —constató Kol con un orgullo mal disimulado. Eskil y Arn asintieron, atentos. En ese momento no se pararon a pensar en lo gracioso de que Kol hubiese llamado padre al siervo Svarte. Todo el mundo tiene un padre, ¿pero los siervos también?

La desgracia de Suom llegó como había sido escrita. La vieja sierva Urd, que era una hábil curtidora a pesar de ser hembra, tenía un retoño que era lento de cabeza y que se llamaba Skule. Era fuerte como un buey y podía hacer una buena jornada donde no se necesitase demasiado juicio, como cuando había que almacenar la cosecha, recolectar el forraje y apilar los toneles. Por eso sus amos habían pasado por alto que no fuese completamente de provecho.

Hacía tiempo que le había echado el ojo a Suom y notaba la excitación de los otros siervos más con los instintos que con su sentido común, oyendo todas sus insolencias que, de alguna manera, entendía.

Una semana antes de la misa de San Pablo se metió en la cabaña donde estaban los telares con el miembro erecto por delante y la falda levantada como si ya no pudiera aguantar más. Muchos lo vieron y pidieron ayuda rápidamente.

Sin embargo, Suom salió malparada y, por lo que se podía ver, también deshonrada. Cuando llegó Sigrid, ya habían reducido a Skule, atándolo con correas y tirado sobre la nieve en la explanada. Sigrid se limitó a pasar por encima de él y se apresuró a entrar a ver a Suom que, a pesar de respirar, estaba más muerta que viva. Sigrid hizo que llevaran a Suom a las cocinas, donde hacía más calor, y después le insistió a la vieja Sot que cuidara bien de Suom, con las artes que fuera, de las cuales Sigrid no quería saber nada, sólo que Suom volviera a ser la que era antes. Dejó que metieran a Skule en uno de los graneros, que quedó bien cerrado.

Después de la oración vespertina había una tranquilidad inusual en la casa principal. Los siervos domésticos se movían despacio y sigilosamente y no se atrevían más que a susurrar unos a otros. Su habitual, casi descarada, alegría había desaparecido.

También en el sitio de honor donde cenaron Magnus y Sigrid con sus dos hijos había un ambiente sombrío y no se dijo mucho. Magnus sólo había mencionado lo que les pesaba a todos con unas pocas palabras cuando supo lo que había sucedido. Había murmurado que nunca le había gustado aquello de ajusticiar a los siervos.

A Sigrid aquello no le preocupaba especialmente. Claro que aquel tal Skule perdería la vida, le tocara a quien le tocara llevarlo a cabo. Sin embargo, se trataba de que Magnus no tuviera la sensación de que era ella la que había tomado la decisión y no él. Porque su devaneo con Suom no tenía nada que ver y no debía creer que la esposa lo sabía, y aún menos que sentía celos. Por ello, Sigrid había decidido no decir nada en absoluto, sino dejar totalmente en sus manos lo que se decidiera.

Por su parte, Magnus esperaba sentado que su inteligente esposa lo liberara de toda la angustia diciendo rápidamente y proponiéndole lo que se debía hacer. Es lo que realmente deseaba.

Así que los esposos no se dijeron casi nada. Eskil y Arn sentían lo que flotaba en el aire y no se atrevían a hacer ninguna travesura mientras comían, sino que comieron en silencio, pensando en los trineos y en los lobos.

Al final, Magnus tenía que solventar el problema. Carraspeó y apartó de un golpe la carne asada como signo de que ya había acabado de comer y quería más cerveza, que le sirvió de inmediato alguno de los siervos, que estaban callados como espíritus.

—Y bien, hace tiempo que no ejecutamos a ningún siervo en Arnäs, ni siquiera los castramos —empezó a decir con una decisión que en seguida desapareció, ya que su mujer no demostró ninguna intención de responder.

—¿Lo vas a matar tú, padre? —preguntó Arn, impaciente.

—Sí, hijo mío, es la pesada responsabilidad del amo —contestó Magnus, buscando la mirada de Sigrid sin que ésta se la ofreciera.

Y siguió contestando a su hijo, aunque en realidad le estaba hablando a su mujer—. Sabes, hijo mío, y tú también Eskil, aquí en Arnäs tenemos un orden establecido. Nuestros siervos son dóciles y están bien alimentados. Saben que deben agradecer a sus dioses paganos por estar aquí y no en otro lado. Pero yo soy su amo y su ley. Las leyes están establecidas y tienen que acatarse, también la ley del amo. Un violador tiene que morir, las cosas son así. No es divertido cortarle el cuello a un siervo, pero se tiene que hacer para poder mantener el orden en Arnäs.

Se quedó callado porque notó que les estaba hablando a sus pequeños hijos en un tono de voz y con unas palabras que no eran los adecuados para ellos. Pero ya había despertado la curiosidad y el horror de los chicos.

—¿Le vas a retorcer tú el pescuezo, padre? —preguntó Arn de nuevo.

—Sí, así será —suspiró Magnus—, En otras fincas tienen a alguien que lo hace, pero a mí nunca me ha parecido bien. ¿A qué se va a dedicar uno de ésos cuando no corte el cuello o apalee a los suyos? Y según dicen, suele ocurrir que su propia gente acaba matándolos discretamente. No, nunca he querido tener a un verdugo de ésos. Es mi responsabilidad y es muy pesada, pero uno no puede olvidar su responsabilidad ni siquiera cuando se trata de matar, que lo sepas Eskil, tú que en el futuro te encontrarás muchas veces con estas deliberaciones.

La conversación murió tan pronto como había empezado. No quedaba nada más por decir acerca de este asunto. Y ningún tema podría haber avivado la conversación decadente.

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