Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (9 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Erik Jevardsson estuvo un rato sombrío antes de contestar. Se había dado cuenta de que el joven Birger de Bjälbo había hablado con razón y claro como el agua. Es decir, tenía que reconocer que había sido respondido y confundido por un descarado que tenía buenas salidas. Lo que todos habían oído no se podía dar por no dicho.

—Bien —dijo finalmente—. Ya había pensado dirigirme hacia las piedras de Mora para ganarme a los svear, así que en eso estamos de acuerdo. Pero por tus palabras me queda todavía un asunto pendiente, una oca que desplumar cuando vuelva como tu rey.

—No lo dudo en absoluto, mi futuro señor y rey —dijo Birger con una amplia sonrisa, casi exagerada, esperando después burlonamente antes de continuar—, Pero ya que parece que a pesar de todo te tomas mis consejos a bien, te aconsejaría que ¡en lugar de desplumarme como una oca harías mejor convirtiéndome en tu canciller!

Su manera fresca y alegre de decir aquello en la cara del furioso Erik Jevardsson surtió un efecto asombroso. Primero se hizo silencio y Erik Jevardsson lo miró fijamente con los ojos oscurecidos mientras Birger se" limitaba a sonreír hasta que la cara de Erik Jevardsson de pronto se torció en una amplia mueca. Y empezó a reírse. Al instante empezó a reírse su guardia, después empezó a reír la guardia de Magnus, después las mujeres, después los siervos y finalmente los tres muchachos, que pudieron volver a sus puestos. La sala retumbaba de risas mientras la tormenta pasaba de largo.

Erik Jevardsson se dio cuenta de que era mejor dejar para otra ocasión cualquier tema que se refiriera a su camino hacia el trono, prefirió hacer bondad y ser tenido en buena consideración y dando palmas llamó al bardo noruego que llevaba con él en el último trineo y le pidió que hablara de los tiempos en los que los hombres del Norte eran capaces de unas proezas y bravuras cada vez más difíciles de ver en estos tiempos.

Mientras el bardo se levantaba desde su ignominioso lugar allá lejos junto a los guardias más jóvenes y se dirigía hacia la parte delantera de la sala hasta situarse al lado del fuego, donde recitó y cantó, los siervos recogieron rápidamente los restos de comida, sacaron más cerveza, y empezaron a secar los meados y los vómitos que había en la puerta. Un silencio lleno de esperanza empezó a esparcirse por la sala mientras el bardo hábilmente esperó, con la cabeza baja, a que la expectación creciese hasta estar a punto de explotar antes de empezar.

Empezó con voz débil pero bella, casi cantarína, relatando las ocho grandes victorias de Sigurd Jorsalafar camino de Jerusalén, cómo saqueó Galicia, cómo se encontró por primera vez frente a la costa de Tierra de Túnicas con barcos de paganos sarracenos que venían remando hacia él con una gran flota de galeras, y cómo, sin dudarlo un instante, se lanzó al ataque saliendo de inmediato victorioso entre los paganos que por lo visto nunca se habían encontrado con una flota nórdica y nunca hubieron imaginado una lucha como aquélla, que sólo pudo acabar de una manera y que el bardo describió en un canto:

Los desgraciados paganos atacaron al rey. El poderoso príncipe los mató a todos.

El ejército se deshizo de ocho barcos en la arriesgada lucha. El príncipe de tantos amigos llevó el botín a bordo. El cuervo voló hacia heridas frescas.

Aquí el bardo hizo una pausa y pidió cerveza para poder seguir explicando, y todos los guardias hicieron sonar los puños en la larga mesa como señal de querer oír más.

Los dos muchachos más pequeños, Arn y Knut, habían escuchado el relato boquiabiertos y con los ojos como platos, pero Eskil, que era un poco mayor, empezó a ponerse pesado y a bostezar. Sigrid le hizo una señal a sus siervos para que metieran a los muchachos en la cama que les había preparado en una de las cocinas, ya que supuso que los niños pequeños quizá no se encontrarían a gusto entre hombres adultos que bebían sin parar durante toda una noche.

Eskil, obediente, los acompañó, bostezando de nuevo y pareciendo preferir una cama caliente a un viejo que contaba remotas historias en un idioma difícil de entender. Pero Arn y Knut patalearon y se pusieron pesados, y se revolvieron queriendo escuchar más y prometiendo estar callados, aunque en vano.

Al poco rato estaban los tres metidos bajo gruesas pieles en una cocina con tres de las ollas más grandes llenas de brasas. Eskil se dio la vuelta en seguida y se quedó dormido mientras Arn y Knut seguían completamente despiertos y no poco furiosos porque el mayor de todos les hubiese estropeado la diversión. Muy pronto y susurrando se pusieron de acuerdo; se vistieron en silencio, salieron de puntillas a la oscuridad, pasaron como pequeños elfos delante de dos guardias que estaban en la puerta vomitando, se metieron de prisa en la sala y se sentaron en la parte más oscura, al lado de la puerta, donde nadie los veía, ya que Arn encontró una gran piel que, con movimientos cuidadosos, arrastró poniéndola sobre los dos, de manera que sólo sus melenas rubias y sus ojos abiertos sobresalían por encima de la piel. Se sentaron como ratones, completamente quietos, completamente expectantes ante la nueva hazaña de Sigurd Jorsalafar.

Al Norte de la Tierra de túnicas, en una isla que se llama Formentera, siguió relatando el bardo, pero haciendo aquí una pausa para que se hiciera silencio antes de continuar, Sigurd Jorsalafar y su ejército se encontraron con piratas sarracenos, paganos y apestosos, inútiles que nunca se lavaban, ni siquiera en Navidad, holgazanes, acostumbrados a fornicar con las burras, y sin embargo ricos con los botines que robaban a los buenos peregrinos cristianos que no habían podido defenderse en el placentero viaje de Dios.

Sin embargo, los paganos se habían refugiado bien con todo su botín arriba en una cueva de una montaña muy escarpada y delante de la entrada de la cueva habían construido un muro de piedra. Así que al principio parecieron inexpugnables allí arriba y se burlaron de los nórdicos agitando sedas y otros tesoros por encima del muro de piedra. Puesto que los paganos podían disparar hacia abajo y tirar piedras y suciedad sobre los nórdicos si éstos intentaban subir por la escarpada montaña, un intento así para hacerse con ellos no sería prudente.

Pero Sigurd Jorsalafar encontró la forma. Hizo que arrastraran algunos de esos barcos llamados barcas de dos palos desde la playa hasta arriba de la montaña. En la cima de la montaña, sobre la entrada de la cueva, los nórdicos anudaron gruesos cabos en las cuadernas y en las rodas de los barcos, los llenaron de hombres atrevidos, piedras y armas y deslizaron los barcos lentamente de manera que los paganos pudieron probar su propia astucia, verse obligados a defenderse de un enemigo que venía desde arriba.

La lucha acabó en seguida. Los hombres del rey tiñeron las flechas de sangre. El cuervo voló a heridas frescas. En todo el viaje no se hicieron con un botín más valioso.

De nuevo el bardo se encontró con aclamaciones ensordecedoras y se le pedía que continuara y él hizo como si estuviera cansado, pero Magnus le dio plata y más cerveza. Se sentó un rato a esperar que la gente, que se había aguantado hasta el último momento y aprovechando la pausa había salido a mear, entrara de nuevo.

Pese a que una docena de hombres habían pasado por delante y casi habían tropezado con Arn y Knut, y alguno entrando o saliendo incluso había dado un traspiés con ellos, no hubo nadie que los descubriera allí donde se apretujaban como polluelos de urogallo en el bosque y de noche.

A lo largo del verano, Sigurd Jorsalafar navegó hacia Tierra Santa y fue bien recibido por el rey Balduino en Jerusalén. El rey Balduino se sentía muy honrado por la visita de un guerrero nórdico tan magnífico y montó a caballo con Sigurd hasta el río Jordán y hasta la bien fortificada ciudad marítima de Acad, donde estaba anclada la flota de los pueblos guerreros nórdicos.

El rey Balduino tuvo la cordura de aprovecharse de los poderosos guerreros del Norte y se fue con ellos hasta Siria, donde liberaron la ciudad de Sidón de todos los paganos, y aún salvaron otra ciudad en Tierra Santa para los que creían en Dios.

Pero por aquella ayuda Sigurd no pidió oro ni seda. Por ello recibió, por consejo tanto del patriarca como del rey Balduino, astillas de la cruz sagrada donde el mismo Dios había sido atormentado. E hizo el sagrado juramento de llevar aquellas reliquias a la tumba de Olav
el Santo
en Nidaros y construir allí una inmensa iglesia.

Al bardo le llovieron nuevas aclamaciones ensordecedoras y le pedían insistentemente que repitiera el verso más bonito de la canción:

Sigurd venció en Sidón asilos hombres recuerdan. Con ímpetu las armas

blandieron en la lucha encarnizada. Los guerreros hiciéronse pronto con el

bastión de la ciudad. Bellas espadas tiñéronse de sangre donde el príncipe

victorioso salió.

La aclamación de la sala no quería acabar y después tampoco el murmullo cuando todos hablaban a la vez de las hazañas de los viejos tiempos y de los reyes de ahora que eran como Sverker Pichafloja y no como Sigurd Jorsalafar.

Magnus intentó hacer una broma de que era otra cosa con los noruegos, ya que él era de linaje noruego. Pero a nadie le pareció divertido, y mucho menos a Erik Jevardsson, que se levantó cogiendo
el viejo
cuerno de beber que le habían puesto delante, por cierto, un cuerno de beber noruego aunque quizá él no lo supiera, y bebió a la salud de la bravura hasta la última gota sin sacarse el cuerno de la boca. Después explicó que acababa de ver ante sí, como en una visión, la nueva seña del escudo que sería la suya y la de todo el reino. Allí habría tres coronas reales de oro, una corona por Svealand, otra por Götaland Occidental y otra por Götaland Oriental. Las tres coronas sobre un fondo de color celestial. Ésta, juró, sería su nueva seña en un futuro no muy lejano, la suya y la de su reino.

La sala hervía de excitada aclamación. Pero Erik Jevardsson quería seguir hablando a la vez que tenía que mear, y ya que quería hacer las dos cosas con la misma entrega decía, alto y borracho mientras iba hacia la puerta, que todos y cada uno de quienes lo acompañaran en el futuro podían dar por hecho que se ganarían el honor en cruzadas. Quizá sólo hasta la tierra de los fineses al otro lado del mar Oriental, en un primer viaje, pero luego cuando los fineses hubieran sido cristianizados, quizá los nuestros necesitaran que les echaran una mano también abajo en Tierra Santa.

Cuando llegó a la puerta le dio pereza pasar por encima del alto umbral, así que, balanceándose, se apoyó en la jamba de la puerta y se alivió allí donde estaba.

No se dio cuenta de que estaba meando encima de Arn y de su propio hijo Knut. Ellos, a su vez, no pudieron hacer nada más que apretujarse y aguantar en silencio. Ninguno de los dos chicos olvidaría aquello nunca.

En especial porque acababa de meárseles encima un hombre que sería tanto rey como santo.

III

E
l invierno tuvo a Arnäs en un puño de hierro. Todos los caminos que iban hacia el sur habían permanecido intransitables desde la misa del Gallo, y aunque se pudiese ir por los hielos del Vänern, por lo menos con trineos de patín ancho, por ahora no existía motivo importante para tomarse la molestia. Lo que Magnus quería vender por allí, en Lödöse, doblaría el precio a finales de invierno cuando empezase la escasez en muchas despensas.

En Arnäs, el trabajo transcurría con normalidad en la tonelería, en el matadero y en el saladero, así como en los talleres de mujeres donde se preparaba la lana y el lino y se tejía tanto la tela gruesa como los tapices para la alegría de Dios y de la gente.

Suom se llamaba una hábil tejedora que se diferenciaba de las otras siervas porque tenía el pelo lacio y rubio, no negro y rizado, y también porque era alta y agradable de ver. Todavía no se había reproducido y era como si se mantuviera a distancia, o como si tuviera sueños en la vida a pesar de ser sólo una sierva. Parecía como si no oyera las groseras palabras y las risotadas que hacían cuando pasaba con la espalda erguida por delante de las fraguas y de la tonelería. Era una de las siervas preferidas de Sigrid y a menudo estaban juntas en los telares, donde todo el tiempo encontraban nuevos dibujos para tejer. Una vez, cuando Sigrid le preguntó si quería dejarse bautizar por Cristo Inmaculado, ella le contestó, avergonzada y asustada, que no. Sigrid no se lo preguntó nunca más pero se asombraba de que un pagano fuese capaz de hacer aquellas imágenes cristianas tan bellas que representaban a los soldados del Señor y el templo victorioso sobre los poderes malignos, el fuego de los infiernos y el esplendoroso templo de Dios.

Sin embargo, Magnus había estado un poco irritable por la inactividad que el duro invierno conllevaba. No estaría bien que trabajara en los talleres y la profunda nieve hacía imposible cualquier tipo de caza señorial. Pero había empezado a demostrar interés por el tejido de tapices y Sigrid había visto de vez en cuando sus huellas en la nieve hasta los telares y había notado que Suom se estremecía como de miedo cuando Sigrid entraba.

Finalmente, Sigrid le preguntó directamente qué era lo que pasaba. Primero Suom lo negó rotundamente y con demasiada ansia, pero después se puso las manos en la cara y rompió a llorar.

Sigrid consoló a Suom, y le acarició con cuidado la espalda mientras reflexionaba sobre la situación. Si Suom hubiera sido una mujer libre, Magnus habría cometido adulterio. Naturalmente, ese problema no existía en este caso. Si un señor quiere montar a sus siervas, es libre de hacerlo. Y no era difícil entender que Suom era una gran tentación, no sólo para los siervos, sino también para los hombres. Además, en cierto modo, Sigrid tenía la culpa y era muy consciente de ello. A menudo ponía inconvenientes cuando Magnus quería hacer uso de sus derechos maritales y el motivo que tenía para poner pegas sólo lo sabía ella y nunca conseguiría que él lo comprendiese. No quería tener más hijos, no quería volver a jugarse la vida a los dados entre el dolor y la muerte.

Por ello, ahora tenía que pagar el precio. Si la distracción de Magnus duraba mucho, y empezaba a haber risitas y carcajadas, quizá fuera necesario proponerle una pequeña restricción a la diversión. Pero de momento lo que importaba era demostrarle amabilidad a Suom, que entendiera que no era cuestión de que viera en su ama una enemiga celosa, algo que más de una sierva había tenido que padecer en los tiempos de los antepasados. Sigrid recordaba con un escalofrío un relato de la familia de su madre donde alguien, hacía tiempo que había olvidado quién, había hecho asar a una sierva demasiado ardiente en un espetón y se la había servido a su marido de cena. Según la leyenda, de esta manera se le curaron los picores de pantalones al marido.

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