Read Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén Online
Authors: Jan Guillou
Había paseado con el pequeño Eskil de la mano hasta el arroyo, donde los monjes y sus hermanos legos estaban subiendo con poleas, cuerdas y muchos animales de tiro, una enorme rueda de molino hasta ponerla en su sitio. Habían empedrado el arroyo, lo habían estrechado y profundizado y habían conseguido más corriente, justo allí donde ahora iban a colgar la rueda de molino. La rueda era ingeniosa, estaba ensamblada con más de mil piezas de roble e iba a hacer suficiente fuerza como para mover tanto el molino de harina como el martillo de la fragua que pronto estaría lista.
Un poco más abajo en el arroyo había una instalación parecida pero más pequeña. Sin embargo, allí la rueda de agua era diferente. Estaba formada por una larga serie de cubos que alzaban el agua, la vaciaban en un canal hecho de troncos de roble ahuecados y caía en la zona donde iban a estar las otras construcciones de la iglesia y el convento. La corriente de agua pasaría a través de las construcciones y después sería dirigida de nuevo al arroyo. Estaría construida en lo alto para que no se helara en invierno y, por ello, siempre habría agua corriente, tanto para la cocina como para las inmundicias de las letrinas.
Sigrid había pasado mucho tiempo viendo los trabajos de construcción y el padre Henri le había explicado pacientemente lo que se hacía y los planes que tenían. Ella se había llevado consigo a dos de sus mejores siervos: Svarte, que era el que había engendrado a Sot, y Gur, que tenía a su mujer y a sus hijos arriba en Arnäs, y de forma detallada había traducido y explicado en su idioma todo lo que el padre Henri había descrito.
Magnus se había quejado diciendo que no iba a sacar provecho de los mejores siervos abajo en Varnhem; por lo menos, no de los hombres. En cambio habrían sido valiosos en la construcción arriba en Arnäs. Pero Sigrid se había mantenido firme y le había explicado que era mucho más provechoso aprender de los hermanos legos borgoñones y de los picapedreros ingleses que el padre Henri había empleado. Y, como tan a menudo ocurría, se había salido con la suya, a pesar de que era cosa difícil explicar a un hombre godo—occidental que los extranjeros eran mucho mejores constructores que la gente de verdad.
En sólo unos pocos meses, Varnhem se había transformado en un gran lugar de trabajo donde los golpes de martillo retumbaban, las sierras rechinaban y gemían, y las grandes ruedas de las afiladoras chirriaban y crujían. Había vida y movimiento por todas partes y a primera vista podía parecer desordenado y embrollado, como cuando se mira un hormiguero en primavera y las hormigas parece que sólo vayan de un lado para otro sin ton ni son. Pero había planes detallados detrás de todo cuanto se hacía. El capataz era un monje enorme que se llamaba Guilbert de Beaune, el único de los monjes que participaba, pues eran los hermanos legos, vestidos de marrón, quienes hacían todo el trabajo manual. Posiblemente se podría decir que también el hermano Lucien de Clairvaux rompía con esa regla. Era el jardinero del monasterio y no quería confiar a otras manos que no fueran las suyas la delicada tarea de plantar, ya que era un poco tarde para la siembra y difícil conseguirlo todo si no se tenía la sensibilidad adecuada en las manos y el ojo adecuado.
Los demás monjes, que por el momento utilizaban la casa principal tanto de vivienda como de lugar de oración, se dedicaban a lo espiritual o a escribir.
Al cabo de un tiempo, Sigrid había ofrecido a los hermanos legos la ayuda tanto de Svarte como de Gur y su propósito con ello era más bien que aprendieran, y no porque fuesen a ser de especial ayuda. Al principio, algunos de los hermanos legos se habían ido a quejar al padre Henri de que los incultos y maleducados siervos eran torpes con lo que se les encargaba. Pero el padre Henri había desoído aquellas quejas, ya que comprendía bien la intención de Sigrid con aquellos aprendices. Por el contrario había hablado del asunto, aparte, con el hermano Guilbert y consiguió, para el enojo de muchos hermanos legos, que justo cuando Svarte y Gur empezaban a hacer las cosas bien en un lugar de trabajo, fueran llevados a otro completamente nuevo, donde las torpezas y la falta de habilidad comenzaban de nuevo. Tallando piedras, puliendo piedras, dándole forma al hierro candente, montando ruedas de agua con piezas de roble, empedrando un pozo o un canal, limpiando el huerto de todo lo que no debía crecer allí, talando robles y hayas y adaptando los troncos para diversos fines, pronto los dos espabilados siervos habían aprendido un poco de casi todo y Sigrid se interesaba por sus avances y hacía planes de cómo se podrían utilizar en el futuro. Pensó que los dos podrían trabajar hasta ganarse la libertad; sólo el que tuviera algo de valor podría apañárselas como hombre libre. Su fe y su salvación le interesaban menos y no había obligado a ninguno de sus siervos a bautizarse, excepto a Sot, y fue porque tenía una necesidad especial de apoyo en el suelo cuando se iba a consagrar la catedral.
Había sido un tiempo pacífico. Siendo ama de casa no había tenido tantas cosas que hacer como si hubiera sido la dueña de Varnhem o responsable de todo el trabajo de la finca arriba en Arnäs. Había procurado pensar lo menos posible en lo inevitable. Aquello que llegaría de la misma forma en que a todos nos viene la muerte, siervos como amos. Dado que la casa principal no estaba bendecida como convento podía participar, cuando ella quisiera, en cualquiera de las cinco oraciones que allí se hacían diariamente. A medida que pasaba el tiempo, más asistía a las oraciones. Siempre rezaba por lo mismo, por su vida y la de su hijo, que la Virgen Santa le diera fuerzas y valentía y que la librara de los dolores que había padecido la vez anterior.
Con la frente sudada y con mucho cuidado, como si con movimientos demasiado bruscos pudiera provocar el dolor, se alejó lentamente del jaleo de la construcción hacia la casa. Llamó a Sot y no necesitó explicar lo que pasaba. Sot asintió con la cabeza y farfulló algo en su árido idioma, se fue corriendo hacia la cocina y empezó a prepararlo todo junto con las demás mujeres. Apartaron todo lo que tenía que ver con la hornada y con los guisos de carne, barrieron y fregaron el suelo y después metieron balas de paja y pieles de la casa pequeña donde Sigrid guardaba todas sus pertenencias. Cuando todo estuvo preparado y Sigrid se dispuso a tumbarse le dio la segunda punzada que, como era mucho peor que la primera, la hizo empalidecer, se encogió de dolor y tuvieron que llevarla hasta el lecho en medio del suelo. Las siervas habían avivado los fuegos y limpiaron a toda prisa las calderas de tres pies para llenarlas de agua y colocarlas sobre el fuego.
Cuando pasó el dolor le pidió a Sot que fuera a buscar al padre Henri y ordenara que Eskil se quedase con los otros niños un poco lejos para que pensara más en el juego y en la diversión y no oyera los gritos de su madre, si es que llegaba a eso. Pero alguien debía cuidar a los niños para que no se acercaran a la peligrosa rueda de molino que parecía ser lo que más curiosidad les despertaba de todo cuanto allí había. ¡No debían dejar a los niños sin vigilancia!
Se quedó sola un momento mirando a través de la abertura que había en el techo para el humo y hacia la gran ventana situada en una de las paredes de la casa principal. Fuera cantaban los pájaros, los pinzones que cantan de día antes de que los tordos tomen el relevo y hagan que los demás pájaros callen avergonzados.
Le sudaba la frente pero, aun así, temblaba de frío. Una de sus siervas se acercó tímidamente y le secó la frente con un paño de lino mojado pero no se atrevió a mirarla a los ojos.
Magnus le había ordenado que mandara a buscar con tiempo a las mujeres de bien de Skara cuando se acercara la hora, y no parir entre siervas. Pero era como si todo el tiempo hubiera querido retrasar lo inevitable, como si esperara en secreto que pudiera evitar dar a luz. Había sido absurdo, había sido frivolo. Ahora por fin iba a parir y vivir, parir y morir, o morir con su hijo entre siervas. Sabía muy bien lo que Magnus opinaría de aquello. Pero de todos modos era hombre y como tal no podía comprender que las siervas, que normalmente se reproducían mucho más que los señores, sabían muy bien lo que se debía hacer. Aunque no tuvieran la piel blanca, no hablaran bien ni se comportasen cortésmente como las mujeres que Magnus desearía que llenasen la habitación ahora con su parloteo y sus correrías atolondradas, las siervas tenían, sin embargo, conocimientos suficientes, si es que ahora era suficiente con la ayuda de las personas. Probablemente, la Santa Virgen María la ayudaría o no sin tener en cuenta lo más mínimo qué almas ocupaban la habitación.
Las siervas tenían alma como los señores, le había dicho el padre Henri completamente en serio y convencido. En el Reino de los Cielos no había libres ni siervos, ricos o serviles, allí sólo estaban las almas que se lo habían ganado con su bondad. Sigrid pensó que todo aquello bien podría ser verdad.
Cuando el padre Henri entró en la habitación, vio que llevaba consigo la estola. Había comprendido qué tipo de ayuda necesitaba. Pero primero hizo como si nada y ni siquiera se preocupó de echar a las siervas que limpiaban y corrían con nuevos cubos de agua y traían ropa blanca y mantillas para el niño.
—Se la saluda, mi venerada señora, y entiendo que nos acercamos a un momento de alegría aquí en Varnhem —dijo el padre Henri, mirándola más amable y tranquilamente de lo que había hablado.
—O a un momento de tristeza, padre, no lo sabremos hasta que haya pasado —se lamentó Sigrid, observándolo con una mirada llena de miedo, ya que presentía que le venía un nuevo dolor. Pero sólo fueron imaginaciones, pues no fue así.
El padre Henri acercó un pequeño taburete de tres patas a su cama y estiró una mano hacia la de ella, la tomó y la acarició con la otra mano.
—Eres una mujer sabia —dijo—. La única que he encontrado en este mundo terrenal que tiene capacidad para hablar latín y tú, además, eres capaz de mucho más, como enseñar a tus siervos lo que nosotros sabemos. Dime entonces, ¿por qué esto que te espera es tan extraordinario cuando todas las mujeres pasan por ello, mujeres de alta alcurnia como tú, siervas y mujeres miserables, miles y miles de todas ellas? Piensa, en este preciso instante no eres la única en el mundo. Quizá en este momento en que nosotros estamos aquí, en este instante, hay como tú diez mil mujeres de todo el mundo. Así que, dime, ¿por qué precisamente tú tienes algo que temer, más que todas las demás?
Había hablado bien, casi con el tono de sermón, y Sigrid pensó que aquello lo habría estado sopesando durante varios días, las primeras palabras que le diría cuando llegara el terrible momento. No pudo dejar de sonreír cuando lo vio y él se dio cuenta de que lo había descubierto.
—Hablas bien, padre Henri —le dijo con voz débil, con miedo a que la invadiera de nuevo el dolor—, Pero de las diez mil mujeres de las que has hablado quizá la mitad estén muertas mañana y yo puedo ser una de ellas.
—Entonces tendría dificultades en comprender a nuestro Salvador —dijo el padre Henri tranquilamente y todavía sonriendo, con su mirada buscando en todo momento la de ella.
—Pero es que hay cosas que hace nuestro Salvador que tú todavía no entiendes, padre —susurró mientras se tensaba, esperando la nueva punzada de dolor.
—Eso es bien cierto —asintió el padre Henri—. Incluso hay cosas que nuestro fundador, san Bernardo de Clairvaux, no entiende. Como las grandes derrotas que justamente ahora se padecen en Tierra Santa. Él, más que nadie, quería que mandáramos a más gente, no deseaba otra cosa que la victoria de nuestra justicia sobre los infieles. Sin embargo, nos derrotaron por completo, a pesar de nuestra profunda fe, a pesar de nuestra buena causa, a pesar de que luchábamos contra el mal. Así que, naturalmente, es cierto que nosotros los hombres no siempre podemos entender a nuestro Salvador.
—Quisiera tener tiempo para confesarme —susurró.
El padre Henri echó a las siervas, se puso la estola y la bendijo diciéndole que estaba dispuesto para oír la confesión.
—Padre, perdóname, ya que he pecado —jadeó con el miedo brillándole en los ojos. Después tuvo que respirar profundamente varias veces para recuperarse antes de continuar.
—He tenido pensamientos impíos y pensamientos terrenales, te he donado Varnhem a ti y a los tuyos no sólo porque el Espíritu Santo me dijera que estuviera bien y que era una buena obra. También he tenido la esperanza, con esta donación, de poder ablandar a la Madre de Dios, ya que yo en mi locura y egoísmo le he pedido que me librara de más partos, a pesar de que sé que es nuestra obligación poblar la tierra.
Había hablado de prisa y en voz baja esperando la nueva punzada, que la atacó justo cuando había acabado de hablar. La cara se le desencajaba de dolor y se mordía los labios para no gritar.
Primero el padre Henri se sentía inseguro acerca de lo que debía hacer pero se levantó a buscar un paño que mojó en agua fría en un cubo que había al lado de la puerta. Después fue hacia ella y, levantándole la cabeza, le mojó la frente y la cara y le secó la flema y la sangre que le corrían por las comisuras de los labios.
—Cierto es, hija mía —le susurró, inclinándose hacia su mejilla y sintiendo el vapor de su miedo—, que el agrado de Dios no se puede comprar con dinero, que es un gran pecado tanto vender como comprar aquello que sólo Dios puede dar. También es verdad que tú en tu debilidad humana has tenido miedo y has pedido a la Madre de Dios ayuda y consuelo. Esto último no es pecado, en absoluto. Y la donación de Varnhem ha sido porque el Espíritu Santo se posó sobre ti haciendo una aparición que estabas dispuesta a recibir. Nada de tu voluntad puede ser más fuerte que Su voluntad y tú la has cumplido. Te perdono en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ahora estás libre de pecado y te dejo para ir a rezar.
Con cuidado le apoyó la cabeza en el cabezal y vio que en algún lugar muy profundo de su dolor parecía un poco aliviada. Después se apresuró a salir y ordenó rudamente a las mujeres que esperaban que entraran en la casa, que lo hicieron como una bandada de pájaros negros.
Pero Sot se quedó y le tiró con cuidado de las vestiduras diciendo algo que primero él no entendió, ya que ni él ni ella eran buenos en el idioma corriente. Pero ella se esforzó de nuevo, hablando muy lentamente y llenando sus palabras con gestos; entonces él comprendió que le estaba diciendo que tenía una bebida secreta hecha con plantas prohibidas, que podía aliviarle el dolor y que las siervas acostumbraban a dársela a los suyos que iban a ser azotados, amputados o castrados.