Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (2 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Sigrid miraba, agotada, con los ojos muy abiertos, hacia el lugar donde el milagro ocurría y escuchaba con todo su ser, con todo su cuerpo, de manera que empezó a temblar de emoción y se le nubló la vista y ya no veía, sino que sólo oía, como si también sus ojos tuvieran que utilizar su fuerza para oír. Parecía como si se desvaneciera, como si se convirtiera en tonos y formara parte de la música sagrada, que era más bella que cualquier otra música en la vida terrenal.

Al cabo de un instante volvió en sí al tocarle alguien la mano, y cuando levantó la vista descubrió al mismísimo rey Sverker.

Le acarició levemente la mano e irónicamente le dio las gracias porque él, que realmente era un hombre viejo, más que nada necesitaba una mujer embarazada que fuera a sentarse antes que él. Si una mujer en estado de buena esperanza podía, él también, dijo. Aunque, naturalmente, al revés no hubiera estado bien visto.

Sigrid ahogó decididamente el deseo de explicar que el Espíritu Santo acababa de hablarle. Pensó que si contaba algo así sólo parecería que estaba presumiendo, y los reyes tenían a su disposición a bastante gente así, hasta que alguien les cortaba la cabeza. En lugar de hacerlo, explicó susurrando lo que acababa de descubrir.

Como seguramente el rey ya sabía, había disputa respecto a su herencia en Varnhem. Su pariente Kristina, que acababa de casarse con aquel ambicioso de Erik Jevardsson, reclamaba la mitad de la propiedad. Pero el caso era que los monjes de Lurö necesitaban una naturaleza con inviernos menos duros. Gran parte de sus cultivos se habían perdido allí donde estaban, era sabido por todos, por eso no había nada malo en que el rey Sverker, en su generosidad, les donase Lurö. Pero si ella, Sigrid, donara Varnhem a los cistercienses, el rey debería bendecir la donación y declararla legal y entonces todo el problema se acabaría. Todos ganarían con aquello.

Había hablado de prisa y en voz baja, todavía con el corazón latiéndole fuertemente después de lo que había visto en la música celestial cuando la oscuridad se volvió luz.

Al principio el rey parecía un poco sorprendido, pues no estaba acostumbrado a que los hombres de su alrededor le hablaran tan directamente y sin rodeos ornamentados, y mucho menos las mujeres.

—Eres una mujer bendita en más de un aspecto, mi querida Sigrid —le dijo finalmente despacio, tomándole de nuevo la mano—. Mañana, cuando hayamos descansado en la finca real después del banquete de hoy, haré llamar al padre Henri y lo arreglaremos todo. Mañana, hoy no. No está bien que sigamos mucho rato aquí susurrando.

En un abrir y cerrar de ojos había regalado su herencia, Varnhem. No hay hombre ni mujer que rompan la palabra dada al mismo rey, lo mismo que el rey nunca rompería su palabra. Lo que había hecho no se podía dar por no hecho.

Pero también era práctico, lo vio cuando se hubo repuesto un poco. Por tanto, el Espíritu Santo podía ser práctico y los caminos del Señor no eran siempre inescrutables.

Varnhem y Arnäs estaban a un poco más de dos días a caballo de distancia uno de otro. Varnhem, a las afueras de Skara, no muy lejos del obispado, en la montaña de Billingen. Arnäs estaba situado arriba, en la orilla oriental del lago Vänern, donde la tierra de Sunnanskog acababa y empezaba Tiveden, en la montaña de Kinnekulle. La finca de Varnhem era más nueva y estaba en mucho mejor estado y por eso quería pasar la época más fría allí, especialmente ahora que se acercaba el espantoso parto. Magnus, su marido, quería que Arnäs, que era su herencia paterna, fuera su residencia, ella prefería Varnhem y nunca se habían puesto de acuerdo. A veces ni siquiera habían podido hablar del asunto amablemente y con la paciencia que debían tener como marido y mujer.

Arnäs necesitaba equiparse y reconstruirse. Pero estaba situado en una zona fronteriza sin amo a lo largo del bosque, donde había mucha tierra comunal y del rey que se podían comprar negociando. Se podían mejorar muchas cosas, especialmente si se llevaba con ella a sus siervos y a los animales de Varnhem.

No era exactamente así como el Espíritu Santo había expresado el asunto cuando se le apareció. Había tenido una visión no explícita, una manada de caballos muy bonitos que cambiaban de color como si fueran de nácar. Los caballos habían llegado hasta ella corriendo por un prado con muchas flores, sus crines eran blancas y limpias y sus colas se levantaban arrogantes, y se movían juguetones y ágiles como gatos. Eran encantadores en todos sus movimientos, no salvajes pero tampoco libres, ya que eran sus caballos. Y en algún sitio detrás de los caballos juguetones, vivarachos y sin riendas, llegó un hombre joven montado en un caballo de color plateado, también aquél con la crin blanca y la cola bien levantada, y ella reconoció al hombre joven aunque, sin embargo, no lo conocía. Llevaba escudo pero no llevaba casco. No reconocía la insignia del escudo, no era ni de su linaje ni del de su marido, era completamente blanco con una gran cruz roja de sangre, nada más.

El hombre joven había amarrado su caballo justo al lado del de ella y le había hablado y ella oía cada una de las palabras, las entendía pero a la vez no las entendía. Pero sabía que lo que él decía significaba que debería hacerle a Dios aquella ofrenda, que justo ahora era lo que más se necesitaba en el país donde mandaba el rey Sverker, un buen lugar para los monjes de Lurö.

Después de aquello observó detenidamente a los monjes cuando salían trotando después de su larga función. No parecían en absoluto llenos del milagro que habían logrado, más como si hubieran acabado una jornada picando piedras entre todos los picapedreros de Götaland Occidental, como si ahora pensaran en la cena más que en cualquier otra cosa. Habían hablado un poco, se habían rascado la erupción roja que muchos de ellos tenían en la mal afeitada tonsura. La piel colgaba en la cara y en la nuca de muchos de ellos. No les sobraba la comida en Lurö, cualquiera lo podía ver, y el invierno seguro que no había sido benevolente con ellos. Así que la voluntad de Dios no era difícil de entender, aquellos que podían cantar hasta el milagro deberían tener un lugar mejor para vivir y para trabajar. Y Varnhem era un lugar muy bueno.

Cuando llegó a la escalinata de la catedral se le aclaró la cabeza con el aire fresco y comprendió con una repentina inspiración, casi como si el Espíritu Santo se hubiera quedado con ella, cómo debía decírselo todo a su marido, que ahora se acercaba hacia ella entre el gentío con los mantos en un brazo. Lo observó con una sonrisa cuidadosa, completamente segura. Lo quería porque era un marido dulce y un padre considerado, aunque no era un hombre por el que sentir respeto o admiración. Realmente era difícil creer que era nieto de todo lo contrario, el fuerte canciller real, Folke
el Gordo
. Magnus era un hombre delgado y sin los vestidos extranjeros que ahora llevaba se lo podría confundir con uno del montón.

Cuando llegó hasta ella le hizo una reverencia y le pidió que llevara su propio manto mientras él se envolvía en el suyo azul cielo y forrado de piel de marta, y lo fijaba bajo la barbilla con el broche noruego de plata. Después la ayudó, la acarició en la frente, escudriñador, con sus tiernas manos, que no eran manos de guerrero, y le preguntó cómo había podido soportar un canto de alabanza al Señor tan largo en su estado de buena esperanza. Le contestó que de ninguna manera había sido difícil porque de una parte llevaba a Sot consigo como sostén y de otra parte el Espíritu Santo había tenido a bien aparecérsele; lo dijo de la manera que utilizaba cuando no hablaba en serio. Él sonrió a lo que creía que era una broma común y después buscó a uno de sus guardias que venía del atrio con su espada.

Cuando se colocó la espada bajo el manto y empezó a ajustársela en el portaespadas tenía los dos codos bajo el manto, haciéndolo parecer ancho y poderoso, de una manera que ella consideraba que no era.

Después le ofreció el brazo y le preguntó si quería dar una vuelta por la plaza que había delante de ellos para contemplar el espectáculo o si prefería ir directamente a descansar.

Contestó rápidamente que le gustaría estirar un poco las piernas sin tener que arrodillarse todo el rato, él sonrió tímidamente por su atrevida broma, y también porque era divertido ver a todos aquellos bufones que el rey había invitado; en medio de la plaza actuaban acróbatas francos y un hombre que echaba fuego por la boca, tocaban la gaita y el rabel y de más lejos, al lado de la gran tienda de la cerveza, se oían unos sordos tambores.

Se apretujaron con cuidado entre el gentío, donde los distinguidos visitantes de la iglesia se mezclaban ahora con la gente común y corriente y con los siervos. Al cabo de un rato tomó aire y lo dijo todo de golpe y sin rodeos:

—Magnus, mi querido esposo, espero que te mantengas tranquilo y digno como un hombre cuando oigas lo que acabo de hacer —empezó, respirando de nuevo profundamente y continuó con rapidez antes de darle tiempo a que contestara—: He dado mi palabra al rey Sverker de donar Varnhem a los monjes cistercienses de Lurö. Mi palabra al rey no la puedo retirar, es irrevocable. Nos veremos con él mañana en la casa de campo real para ponerlo por escrito y sellarlo.

Tal como esperaba, él se paró de golpe a examinar su cara, buscando la sonrisa que hacía cuando era socarrona, a su modo particular. Pero en seguida comprendió que estaba completamente seria y entonces lo invadió la ira con tal fuerza que probablemente le hubiera pegado por primera vez si no se hubieran hallado entre familiares y enemigos y toda la gente baja.

—¿Es que te has vuelto loca, mujer? Si no fuera porque heredaste Varnhem, aún estarías marchitándote en el convento. Fue gracias a Varnhem que nos casamos.

En el último momento se había contenido y hablaba bajo, pero con los dientes muy apretados.

—Sí, es verdad, mi querido esposo —contestó ella, bajando la mirada virtuosamente—. Si no hubiera heredado Varnhem, tus padres habrían elegido otro partido. Es verdad que ahora sería monja, pero también es verdad que Eskil y la nueva vida que llevo dentro, bajo mi corazón, no existirían sin Varnhem.

No contestó. Parecía como si pensara de forma demasiado acalorada como para poner orden a sus palabras. En ese momento llegó Sot con su hijo Eskil, que inmediatamente fue a agarrarse de la mano de su madre y empezó a hablar de prisa y alto, de todo lo que había visto en la catedral. Tras haber sido obligado a callar y estarse quieto tanto rato, ahora hablaba de manera que las palabras parecían como el agua cuando se abre un dique en primavera, imposible de parar.

Magnus cogió a su hijo en brazos y le acarició el pelo con amor a la vez que observaba a su legítima esposa con otra cosa que no era amor. Pero de golpe dejó a su hijo en el suelo y ordenó, casi descortés, que Sot se lo llevara a ver a los bufones, diciendo que ya se verían después. Sot, sorprendida, cogió al niño de la mano y se lo llevó mientras él protestaba y ofrecía resistencia.

—Pero como también sabes, mi querido esposo —continuó ella rápidamente para dirigir la conversación y no permitirle a él que estallase lleno de rabia sin sentido ni sensatez—, yo deseaba Varnhem como regalo de bodas, a pesar de que era yo la que lo había heredado y lo recibí como regalo de bodas por escrito y sellado, y por ese motivo no obtuve mucho más que este manto que llevo ahora encima y algo de oro para engalanarme.

—Sí, también es verdad —contestó Magnus, huraño—. Pero, sin embargo, Varnhem es una tercera parte de nuestra propiedad común, una tercera parte que ahora le has quitado a Eskil. Lo que no puedo entender es por qué has hecho una cosa así, aunque tuvieras derecho a hacerlo.

—Vayamos andando despacio hacia los bufones y no nos quedemos parados aquí, ya que podría parecer que estamos enfadados el uno con el otro, y te lo explicaré todo —le dijo ofreciéndole el brazo.

Magnus miró a su alrededor, violentado, comprendió que ella tenía razón y esbozando una sonrisa forzada la tomó por el brazo.

—Bueno —dijo al cabo de un momento—. Sí, empecemos por lo terrenal, eso que más ocupa tu cabeza ahora mismo. Naturalmente me llevo conmigo a Arnäs a todos los animales y a todos los siervos. Es cierto que Varnhem tiene las mejores construcciones, pero por eso mismo es Arnäs lo que podemos reconstruir desde los cimientos, sobre todo ahora que tendremos muchas más manos que poner a la obra. De esta manera tendremos un lugar mejor donde vivir, especialmente en invierno. Más animales significa más cubas de carne salada y más pieles que ahora podemos enviar en barco a Lödöse. Tú querías comerciar con Lödöse y se puede hacer fácilmente desde Arnäs tanto en invierno como en verano, pero más difícilmente desde Varnhem.

Él iba callado a su lado, inclinado hacia adelante, pero ella se dio cuenta de que se había calmado y empezaba a escuchar con interés y entonces supo que no sería necesaria una lucha con palabras. Lo vio todo tan claro como si hubiera empleado mucho tiempo en pensarlo, a pesar de que toda la idea tenía menos de una hora de vida.

Más pieles y más cubas de carne salada a Lödöse significaba más plata, y más plata significaba más grano para la siembra. Más grano significaba que más siervos podrían ganarse la libertad cultivando nuevas tierras, tomando prestada la semilla y pagando luego el doble en centeno, que se podría enviar a Lödöse y cambiar por más plata. Y entonces se podrían organizar las fortificaciones que Magnus siempre había deseado, ya que Arnäs era difícil de defender, especialmente en invierno cuando helaban las aguas. Concentrando las fuerzas en Arnäs en lugar de dividirlas en dos lugares, pronto serían ricos. Con el cultivo de las tierras nuevas, además, podrían tener propiedades más grandes, tendrían un hogar más caliente y más seguro y dejarían a Eskil una herencia mayor que la de ahora.

Al haber adelantado a la muchedumbre, abriéndose paso sin ademanes y con toda naturalidad, Magnus permaneció durante largo rato en silencio, pensativo. Sot llegó resoplando con Eskil en brazos, lo levantaba delante de ella para que la gente viera su vestido y así se diera cuenta de que ella también tenía derecho a pasar. El niño saltó al suelo delante de su madre que, cariñosamente, le puso las manos sobre los hombros, le acarició la mejilla y le arregló el gorro con plumas.

Los bufones que estaban delante de ellos iban vestidos con ropas divertidas de vivos colores y llevaban pequeños cascabeles alrededor de los tobillos y de las muñecas, de manera que todos sus movimientos se mezclaban con el ruido de los cascabeles. En estos momentos estaban construyendo una alta torre humana con un niño muy pequeño, quizá algo mayor que Eskil, arriba del todo. La gente gritaba de espanto y deleite y Eskil señalaba, nervioso, diciendo que quería ser bufón, lo que hizo que su padre rompiera a reír con una sorprendente y sincera carcajada. Sigrid lo miró con cuidado, pensando que con esa risa había pasado ya el peligro.

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