Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (20 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Todavía poseído por el viento en su pelo y la velocidad encima del caballo, Arn pidió ansiosamente y sin la cortesía adecuada que le enseñase el arte de luchar a caballo, como los cristianos hacían ahí fuera en el gran mundo de la cultura.

El hermano Guilbert se reía en su interior, palpando jocosamente a Arn por la tonsura y explicándole que eso era justamente lo que había hecho. Todo lo que Arn había aprendido sobre caballos desde el día que lo pusieron a trabajar había sido con ese objetivo.

En primer lugar se trataba de equilibrio y más equilibrio. Al igual que Arn había tenido que practicar con sus espadas de madera, a veces con una en cada mano, subido en un palo por encima del cual se columpiaban sacos de cuero llenos de arena que todo el rato amenazaban con golpearlo y hacerlo caer al suelo, de la misma manera había practicado montando a caballo desde el principio, montándolos siempre a pelo, sin silla. Todo esto era para el equilibrio, para poder mantenerse encima del caballo en todo momento, por muchos movimientos que hiciera.

Ahora iba primero a domar el caballo joven, al principio sin silla, conocerlo, hablar con él, acariciarlo y cuidarlo siempre. Su nombre sería un nombre secreto, bueno, no ante Dios, sino sólo entre ellos dos. Se llamaría
Chamsiin
, que era el nombre de un viento del desierto, un viento que podía soplar durante cincuenta días seguidos y era incansable. Las dos yeguas se llamarían
Aisha y Khadija
, y el caballo,
Nasir
. El hermano Guilbert no le dio explicación a los otros nombres, sólo dijo que eran nombres en el idioma secreto de los caballos y que no le incumbía a nadie más del monasterio, sino sólo a ellos dos, que eran
chevaliers
.

Tendría una silla en cuanto
Chamsiin
hubiese crecido, pero hasta entonces lo que valía eran los principios básicos: confianza, amor y equilibrio.

Doblaban para véspero y debían ir de prisa al
lavatorium
. Mientras se alejaban corriendo de los caballos, Arn preguntó si era posible que aprendiese la lengua secreta de los caballos él también. Si se hablaba tres idiomas, se podría aprender un cuarto, ¿verdad? El hermano Guilbert sonreía para sus adentros y sólo contestó algo ininteligible sobre que ya llegaría el día. Pero no dijo nada más.

Arn siempre había sido obediente. Había amado a los hermanos igual que amaba los libros. Había amado el trabajo duro igual que el ligero, trabajando en la construcción arriba en la torre de la iglesia del monasterio con la misma alegría que había pescado en el fiordo. Había amado el trabajo con la espada y el arco tanto como el trabajo de andar por los caminos de la fe en las Sagradas Escrituras, verso tras verso y con ayuda de
Glossa Ordinaria
. Posiblemente había amado algo menos a Aristóteles y un poco más a Ovidio, ya que secretamente imitaba de vez en cuando los versos inadecuados que tuvo tiempo de leer antes de que se llevasen y encerrasen los libros bajo llave. Luego se confesaba y aceptaba su castigo por aquel pecado, pero valía la pena. ¿Qué eran unos
Pater Noster
más comparados con ruborizarse y sentir el fuego correr por el cuerpo pensando en Ovidio?

El padre Henri podía tolerar bien eso de la ligera falta de interés de Arn por la filosofía y un interés algo más caluroso por unas escrituras inadecuadas para niños. En cuanto a Ovidio, había entre sus amistades más de un hombre temeroso de Dios que tanto de joven como de adulto había acentuado esos estudios algo más de lo que era conveniente.

No tenía importancia, él mismo pertenecía a esa categoría, al menos si recordaba sus tiempos como novicio. Esto eran las variaciones de la vida normal, nada más, y Dios en su sabiduría había creado la vida para que existiesen variaciones continuas. Si el niño no encontraba demasiado interés en la filosofía, incluso de vez en cuando tenía pequeñas objeciones impertinentes, especialmente contra las exposiciones lógicas, no era más extraño que, si realmente se trataba de pecado, sería un pecado compartido con el hermano Lucien, por ejemplo. Pues el hermano Lucien, tan devoto al arte de fertilizar el mundo, en el nombre de Dios, con lo que podía crecer para la mesa del hombre o para curar los males del hombre o sólo fuera hermoso a los ojos del hombre, tampoco tenía mucho interés en estudiar la filosofía. Pero al padre Henri nunca se le ocurriría pensar en el hermano Lucien como un hermano menos digno por ello, un hermano a quien amar menos que a los otros hermanos.

De semejante modo se podría, si se tomase la lógica como lo habría hecho la filosofía, recordar que el niño también era de los devotos en la enseñanza del hermano Lucien. Había mucho trabajo detallado y escrupuloso tras la exposición que el monasterio hacía de la belleza que Dios podía crear con la ayuda de los fieles hermanos; primero salían las campanillas blancas, como forzando su paso a través de la capa aún dura y hostil del invierno; luego, con el calor, los narcisos blancos y los comunes y los tulipanes; todo esto que era nuevo en el bárbaro Norte y cautivaba a los visitantes, que les sorprendía si llegaban en el tiempo adecuado, de las flores blancas de los árboles frutales; todo esto, desconocido para los bárbaros, como las manzanas, las peras y las cerezas. La venta había sido formidable los últimos años y, dicho sea de paso, era Arn quien ayudaba al hermano Lucien a buscar productos y a traducir a la lengua nórdica.

Arn había estado en equilibrio con todo lo que aprendía y no había nada por lo que preocuparse en ese asunto. Eso si no se opinaba, como hacían algunos de los hermanos más rígidos, que la espada y la lanza no tenían nada que ver con el oficio de Dios en la tierra. Pero los hermanos que opinaban así no habrían profundizado en los escritos del padre de todos, san Bernardo, el creador de los templarios, más que el papa u otro hombre de la Iglesia.

No obstante, ahora había un problema con el niño. Desde que llegaron los nuevos caballos se había vuelto un poco loco. No parecía del todo injusto decir que ahora tenía un vicio o instinto, un interés que hacía sombra a todos los demás intereses. Entonces la cuestión era, desde una perspectiva superior y estratégica, si Dios realmente quería esto o si Dios quería ver a su elegido inmediatamente amonestado. Desde una perspectiva más táctica se trataba, por consiguiente, de cómo debería obrar un padre inteligente en cuanto a esta amonestación.

El padre Henri había llamado al hermano Guilbert en más de una ocasión para referirse a este problema. Pero parecía como si el bueno de Guilbert quisiese concederle poca importancia con frases del tipo: «los niños son niños y qué habrías pensado y hecho tú mismo a su edad», «hay que entender el atractivo de la novedad», y «además, está incluido en la misma formación que todo lo demás que le enseño».

Tal vez era cierto. Pero aun así, el enamoramiento del niño era tan fuerte que indudablemente arriesgaba ofuscar, por lo menos temporalmente, incluso su interés por los libros. Siendo su padre confesional, el padre Henri sabía mucho más acerca de eso de lo que podía saber el hermano Guilbert. Puesto que Arn, como cualquier otro, no podía mentir al confesarse ante su prior.

Arn veía el problema precisamente por eso, porque debía confesarse y admitir su disposición pecaminosa para luego hacer penitencia. Pero no tenía idea de que aquello fuese algo que preocupara verdaderamente al padre Henri, algo que lo había entristecido y avergonzado. Porque ahora sólo se trataba de pequeños castigos de oraciones adicionales y quizá un día a pan y agua, más o menos como cuando había leído los poemas mundanamente sensuales de Ovidio, o peor, cuando había escrito poemas propios imitando a Ovidio.

Pero cuando
Chamsiin
crecía y ya no era un potro sino un caballo de verdad, y el amor entre Arn y el joven caballo aumentaba y además el verano estaba en flor, de manera que las noches con los ruiseñores eran claras y cálidas en Jutlandia, Arn se levantaba tras sólo unas pocas horas de sueño desde la misa de medianoche y salía de puntillas al establo, cogía la silla y las riendas, susurraba unas palabras en la oscuridad de la noche y en seguida aparecía
Chamsiin
, acercándose y recibiendo en su suave hocico los besos fogosos y las caricias del niño.

Después, Arn montaba y salían cautelosamente hasta la cerca, que
Chamsiin
saltaba silencioso, suave y felino; luego se movían lentamente un rato más antes de aumentar la velocidad hasta el punto de que con seguridad eran la pareja ecuestre más veloz que jamás había cruzado tierra danesa. Porque
Chamsiin
procedía de una familia en que la velocidad por las grandes llanuras era otra cosa distinta de la flema nórdica en distancias cortas.

Corrían como los jinetes del Apocalipsis por el paisaje suavemente ondulado y los hayales ralos, alguna noche hasta el mar, arriesgando tener que volver a la misma velocidad para llegar a tiempo para la misa matutina.

Pronto corrían rumores por la región sobre un jinete fantasma, un mal presagio, un espíritu que montaba como ningún humano podía hacerlo ni siquiera en sueños, un enano con malvados dientes afilados y una espada brillando de fuego.

Sin embargo, la espada era de madera con un núcleo de hierro en medio, para el peso. Pero en sus fantasías, Arn montaba con una espada que bien podía haber sido de fuego y la blandía por aquí y por allá en la mano izquierda, y en medio del salto cambiaba las riendas por la espada y la cogía con la mano derecha. Aunque la espada no era lo más importante. Era sólo como si acallara la conciencia realizando un poco de trabajo a la vez que montaba por placer en lugar de dormir el sueño del inocente y, además, por Dios encomendado.

Era la velocidad lo que lo atraía.
Chamsiin
, a pesar de su juventud, tenía mucha fuerza en sus pasos, lo cual hacía que no se pareciera a ningún otro caballo que Arn hubiese montado. Era como si
Chamsiin
fuese llevado por una fuerza sobrenatural, se imaginaba Arn, como si esta velocidad fuera algo que sólo Dios pudiese haber creado, y por eso se sentía como si volase más cerca de Dios yendo encima de
Chamsiin
que en otros momentos.

Naturalmente, era un pensamiento pecaminoso. Arn lo comprendía, rezaba las oraciones y renunciaba a lo que hiciese falta para buscar el perdón.

Pero ¡qué velocidad!, pensaba. Para su vergüenza, también durante sus oraciones más penitentes.

V

A
l acercarse la Navidad, en el año de gracia de 1144, los cristianos del reino de Jerusalén habían sido castigados con la derrota más grande desde la conquista de Tierra Santa. En la cristiana Europa, muchos vieron la caída de la ciudad de Edessa como una catástrofe. Pero nadie podía imaginar que lo ocurrido fuese el principio del fin de la ocupación cristiana, ya que pensar semejante horror, ni siquiera por un instante, sería lo mismo que blasfemar.

Por aquel entonces, medio siglo después de la conquista que costó más de cien mil vidas cristianas, el reino de Jerusalén consistía en una zona costera continua que se alargaba desde Gaza, en la Palestina del Sur, pasando por Jerusalén y Haifa por la costa del Líbano y hasta Antioquía. Pero por encima de Antioquía, donde Oriente Medio se introduce como una viga pesada por encima de Siria, había un gran enclave cristiano alrededor de la ciudad de Edessa que, junto con Antioquía en la costa, dominaba todos los caminos entre Bagdad, Jerusalén, Damasco y el cristiano reino romano del este en Constantinopla. Edessa, después de Jerusalén, había sido la fortaleza más importante de los cristianos.

Pero ahora la ciudad fue conquistada, saqueada y enviada al olvido de la historia por un general, cuyo nombre apenas se conocía arriba en Europa. Su nombre era Unadeddin Zinki. Tras derribar los muros, la conquista acabó en una sangrienta batalla donde fueron asesinados cinco mil francos y seis mil armenios y otros cristianos de la zona. En su lugar, Zinki dejó que trescientos judíos se instalasen en la ciudad para quizá hacerla revivir de nuevo. Evidentemente, los judíos eran más propicios a los musulmanes que a los cristianos, ya que los cristianos tenían la curiosa costumbre de exterminar siempre a los judíos que estaban a su alcance.

Zinki era un general poderoso, ambicioso y muy cruel. Es cierto que su gran victoria levantó júbilo por todo el mundo musulmán, pero también se le temía y se prefería que sus victorias fuesen en algún lugar lejano a la propia tierra.

Tal vez su crueldad fuese precisamente su debilidad. Tal vez el enorme ejército que pronto sería enviado a una segunda cruzada para vengar Edessa y salvar Tierra Santa pudiese haber vencido precisamente a Zinki, a pesar de su gran experiencia en las guerras contra los jinetes francos.

Pero ahora no guardó ningún secreto de que tenía la intención de tomar Damasco, la ciudad más importante después de Jerusalén, para ajustar el cerco aún más en torno a los cristianos.

La población musulmana, sin embargo, no sentía ningún entusiasmo al pensar en tener este gobernante imprevisible y cruel en el interior de los altos muros de la ciudad. Y cuando Zinki iba camino de Damasco, fue obligado a detenerse y ocupar la ciudad de Baalbek. Fue tal su irritación por la tardanza, que cuando Baalbek finalmente capituló, tras las habituales promesas de salvoconducto, hizo decapitar a todos los defensores excepto al comandante, a quien hizo despellejar vivo.

Posiblemente, él mismo pensara que un comportamiento de tal calaña asustaría a los habitantes de Damasco y los haría más humildes en su resistencia. Pero el efecto fue completamente el contrario. Damasco cerró un acuerdo con el rey cristiano de Jerusalén, puesto que ambas ciudades, dejando de lado la religión, tenían lo mismo que temer de un conquistador como Zinki. Sin la crueldad de Zinki, la alianza entre Damasco y Jerusalén hubiese sido imposible. Sin la alianza entre Damasco y Jerusalén, los cristianos podrían haber vencido en su segunda gran cruzada. Por tanto, de todos modos, su crueldad servía más a los intereses de Alá que a los de Dios.

Cuando sus tropas comprendieron que la guerra había terminado por esta vez, que nunca serían capaces de conquistar y saquear la mismísima Damasco, se dirigieron hacia casa cargados de botines y satisfechos por el momento. Su ejército encogía. Era lo habitual en esta parte del mundo, un problema igual de grande para los ejércitos cristianos que para los musulmanes. La causa de Alá, la causa de Dios, santidad arriba, santidad abajo, pero quien había conseguido un buen botín de guerra, y además conservaba la vida, empezaba a sentir nostalgia del hogar.

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