Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (15 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Cuando el padre Henri y sus siete acompañantes más un niño llegaron a Roskilde camino del sur, él estaba determinado a continuar todo el camino hasta la capital general de los cistercienses en Cíteaux para presentar el caso de excomunión de Erik Jevardsson y su esposa Kristina. Era una cuestión de principios de gran importancia, era la primera vez que los cistercienses se veían obligados a cerrar un convento a causa del capricho de un rey o una esposa de rey más o menos importante. Era una cuestión de decisiva importancia para todo el mundo cristiano: ¿Quién decide sobre la Iglesia, la propia Iglesia o el poder del rey? Esto había sido debatido durante mucho tiempo y sólo una reina bárbara del Norte como la tal Kristina podía no estar enterada del asunto.

Varnhem debía ser reconquistada a cualquier precio. No cabría un acuerdo en este asunto.

Y si el padre Henri y su compañía hubiesen llegado a Roskilde unos años antes o unos años más tarde, todo habría salido como planeado. Sin ningún lugar a dudas.

Pero el padre Henri y su compañía llegaron a Roskilde en el momento que acababa una violenta guerra civil de diez años y un nuevo y poderoso linaje tomaba el poder. El nuevo rey se llamaba Valdemar y con el tiempo se llamaría Valdemar
el Grande
.

Por fin había logrado matar a sus dos competidores, Knut y Svend, y antes de la batalla decisiva había prometido construir un monasterio cisterciense si Dios lo dejaba ganar. Su arzobispo, Eskil de Lund, bien conocía esta promesa, ya que lo habían obligado a participar y bendecir la guerra ante la lucha final. Y el arzobispo Eskil era un viejo amigo personal del mismísimo venerable san Bernardo. Y era en casa de san Bernardo en Clairvaux donde había llegado a hacer amistad también con el padre Henri.

Ahora que los dos se encontraron en Roskilde, justo cuando la Iglesia danesa había convocado a sínodo, no solamente se alegraron en general por volverse a ver. Se emocionaron también por cómo Dios sabiamente podía dirigir los pasos de los hombres al mínimo detalle.

Las piezas encajaban con precisión milagrosa. Aquí venía un prior cisterciense en el mismo momento en que el nuevo rey iba a honrar, u olvidar, su promesa a Dios sobre un nuevo monasterio. En lugar de comenzar un intercambio de escritos con Cíteaux que podría durar varios años, ya podían arreglarlo todo inmediatamente, puesto que aquí había un arzobispo y un prior.

También el mismo rey Valdemar sentía claramente la fuerza de la voluntad de Dios cuando su arzobispo le informó de que la santa promesa que había dado a Dios podía cumplirse en la realidad y de forma inmediata, pues así lo había dispuesto Dios.

El rey Valdemar dispuso una parte de la herencia de su padre, un cabo que salía en el fiordo de Lim en Jutlandia y que se llamaba Vitskol, para el terreno del nuevo monasterio. El sínodo, que por suerte ya estaba convocado en Roskilde, bendijo el asunto y el padre Henri pudo continuar su viaje en seguida, como si solamente hubiese parado a descansar un poco en Roskilde. Pero ahora se dirigía hacia un destino completamente diferente de sus dos monasterios habituales de Clairvaux y Cíteaux.

En principio, lo ocurrido no suponía ninguna diferencia respecto a la cuestión de Varnhem y la excomunión de Kristina y Erik Jevardsson. Pero en la práctica sí, ya que ahora se tenía que llevar el asunto por correspondencia y por tanto se alargaría un poco más. Por tanto, el padre Henri debía escribir unas cuantas cartas importantes antes de iniciar el viaje a Vitskol, pero en seguida lo haría. Escribió a Varnhem y dio instrucciones de que veintidós de sus monjes cogiesen una buena cantidad de reses, y sobre todo de libros, y fuesen al lugar de la construcción del nuevo monasterio de Vitskol. Sin embargo, cinco hombres se quedarían en Varnhem con la siniestra tarea de intentar defender los edificios contra saqueos y a la vez explicarle a todo el mundo la venidera excomunión de la señora Kristina y Erik Jevardsson para el efecto que pudiese tener.

Luego redactó dos cartas al capítulo general de los cistercienses y al Santo Padre Adriano IV en las que describió al inmoral y borracho Erik Jevardsson, que pretendía llamarse rey a pesar de haber dejado que su mujer profanara un monasterio. Después estaba dispuesto a partir hacia Vitskol, adonde el Señor había conducido sus pasos sin vacilar.

Y a donde el Señor llevaba al padre Henri, también llevaba a Arn.

Erik Jevardsson no tardó en sentir la fuerza de la Iglesia. Ahora que había conquistado una de las tres coronas reales que anhelaba, envió sus negociadores a los procuradores de la corte, de hombres de ley tanto de Götaland Occidental como de Götaland Oriental. Pero las respuestas que recibió fueron desalentadoras. Allí abajo, Varnhem había funcionado como una hoguera en rescoldo humeante de rumores, y el humo pendía sobre ambas regiones: Erik Jevardsson y su esposa Kristina serían excomulgados. Nadie quiere tener un rey excomulgado.

Por suerte, los svear ignoraban lo que se decía allí abajo, o si no, no entendían lo que significaba una excomunión. De momento, Erik estaba seguro como rey de los svear.

Debían hacerse dos cosas, una fácil y una difícil. La fácil era enviar un grupo de negociadores a aquel monje francés que hoy por hoy se encontraba en algún lugar de Dinamarca, y por escrito humillarse y retractarse y pedir a los monjes que volvieran a Varnhem, asegurarles el apoyo real, solicitar tener a Varnhem como iglesia donde enterrar al propio linaje, asegurar a los monjes que tendrían más tierra para Varnhem y cualquier otra cosa que se le ocurriese. Su obispo Henrik, que era un práctico hombre de Dios, le aseguró que la alternativa sería muchísimo peor que todo eso. Tendría que caminar a pie a Roma, vestirse en saco y ascuas el último trozo, ir descalzo y echarse ante los pies del Santo Padre. Esas cosas no solamente eran molestas y exigían mucho tiempo, además eran inseguras, ya que de ningún modo había garantías de que artimañas de tal tipo aplacasen al papa. Y sería fastidioso haber hecho todo eso en vano, ¿verdad?

Tanto más fácil sería aplacar a los monjes, ya que se podía hacer con un par de cartas, unas palabras bonitas y unos cuantos terrenos, lo cual era muy poco dentro de todos los terrenos de un rey. Esto era la parte fácil.

La parte difícil era limpiar para siempre todo el chismorreo sobre el rey impío. Se desempolvó la vieja idea de Erik sobre cruzadas a Finlandia y el obispo Henrik la encontró muy buena. Un rey que también era un luchador por la causa de Dios sería honrado por todo el mundo. El camino hacia las dos coronas restantes pasaría, por tanto, por Finlandia.

Los svear, que eran un pueblo guerrero y que durante mucho tiempo no habían podido mostrarlo ni a sí mismos ni a otros, se añadieron con alegría a los planes del nuevo rey de saqueos en Finlandia. Había viejos rencores que vengar, aparte de todo lo demás, ya que los fineses y los estonios habían causado estragos a lo largo de las costas de Svealand; lo más arraigado en la memoria colectiva era cómo habían saqueado y quemado Sigtuna.

La guerra fue bien durante dos años. Los svear tomaron buenos botines. Los cuervos volaron a heridas frescas.

En realidad, la mayoría de los fineses ya eran cristianos, pero no estaba de más hacerles elegir entre la espada y dejarse bautizar de nuevo por un obispo de los svear. Sin embargo, en el interior del país se encontró algún que otro pagano durante el segundo año de la guerra.

Un día, los soldados de Erik se encontraron con una vieja bruja al apartarse del camino por donde marchaba el ejército en busca de campesinos a quienes robar la comida. Lo raro de la mujer era que hablaba casi la misma lengua que en Svealand y que no se dejó asustar cuando la cogieron. En cambio pidió con soberbia que la llevaran ante el jefe del ejército, ya que tenía una propuesta que éste difícilmente podría rechazar. Si los soldados no la obedecían, les enviaría desgracias eternas con su magia.

Más por curiosidad, sobre lo que la bruja pudiese proponer a Erik Jevardsson que éste no podría rechazar, que por miedo a su magia, los soldados hicieron lo que pedía.

Cuando Erik Jevardsson oyó lo ocurrido pensó que esto podría ser una divertida interrupción para la noche e hizo llevar a la bruja consigo hasta que acamparon hacia el anochecer.

Entonces hizo llamar a su verdugo a la tienda real, preparado con el bloque y el hacha. Sus hombres más próximos se reunieron, expectantes, ante el gracioso juego y finalmente arrastraron a la bruja y la tiraron de rodillas ante el rey.

—¡Bueno, bruja! Tenías una propuesta que hacerme que yo como rey no podría rechazar, ¡habla! —gritó Erik a la sucia mujer que estaba arrodillada y atada. Y luego sonrió alegremente a sus hombres, inspirando mucho regocijo.

—Bueno —susurró la mujer con voz ronca, ya que un soldado la tenía cogida por el cuello—, tengo una propuesta que un rey sabio no rechazaría.

—La queremos oír todos, pero entenderás que el verdugo no ha venido para nada, o sea que imagínate que te la rechazara —contestó Erik igual de alegre.

—Déjame ponerme en pie y suéltame para que pueda hablar. Si dices que no a mi propuesta, me voy directamente al verdugo —contestó la mujer con rapidez y seguridad.

Erik señaló a los hombres que la soltaran y mostró con la misma alegría de antes que estaba dispuesto a escuchar. Los hombres de alrededor se lo pasaban en grande con lo que ocurría.

La mujer se arregló el pelo con un gesto de dignidad y se aclaró la voz antes de hablar.

—Mi propuesta es la siguiente, rey Erik. Déjame leer tu mano y decir quién eres y qué será de tu futuro. Si encuentras que me he equivocado acerca de ti, o si no me crees acerca de lo que yo digo que te va a pasar, me puedes enviar a tu verdugo inmediatamente. Si crees en lo que tengo que decir, exijo un caballo y un carro que me lleve a casa desde donde me secuestraron.

Erik se quedó pensativo y la risa de los hombres cambió a un murmullo. Todos comprendían que quien estaba tan segura de sus adivinanzas que apostaba su cabeza en su credibilidad tal vez tenía buen ojo para lo venidero. Pero no todos los hombres quieren saber su futuro, puesto que puede ser malo ya desde el día siguiente: una flecha desde el bosque donde nadie vio quién disparó, una lanza tirada por equivocación al final de la lucha cuando en realidad ya nada está en juego. Y si una plaga cayera sobre la familia de uno, ¿realmente querría alguien saber eso? Hace falta valor para querer conocer el futuro.

Erik lo interpretó exactamente así, que sería una muestra de cobardía enviar a la bruja parlanchina directamente al verdugo. En cambio, si primero la escuchaba y luego la hacía decapitar, él quedaría mejor.

—Bien —dijo Erik Jevardsson—, Escucharé tus palabras. Si las encuentro buenas, tienes mi palabra como rey de que volverás a tu casa con carro y caballo. Si no encuentro tus palabras interesantes, te entregaré al verdugo al instante. ¡Veamos lo que tienes que decir!

—Bueno —decía la bruja, esquiva—. Tendremos que entrar en tu tienda para que tú y solo tú oigas mis palabras.

Un murmullo de horror se esparció entre los hombres. Entrar solo con una bruja no podía ser de sabios. Erik vio el temor en sus hombres y se enfureció tanto por eso como por la desfachatez de la bruja.

—¡Y si rechazo tu propuesta, si te mando explicar tus adivinanzas aquí y ahora! —rugió con el tono grave que solía utilizar al dar órdenes.

—Entonces no sabrás quién eres ni adonde vas, ya que tu futuro te pertenece solamente a ti y tal vez lo encontrarías poco prudente que fuese del conocimiento de todos. Luego, si solamente tú lo has oído, siempre podrás contar aquello que tú quieras —contestó la mujer con tal seguridad que ya parecía saber que Erik estaría de acuerdo con su propuesta.

Y lo estaba. Unas manos descaradas registraron a la mujer para estar seguros de que no llevaba nada punzante encima. Erik dio media vuelta y entró en su tienda y empujaron rudamente a la mujer detrás de él.

Una vez en la tienda cayó en seguida de rodillas ante el rey, pidiendo que le dejara leer la palma de una de sus manos. Le dio la mano real y ella la estudió en silencio.

—Veo Inglaterra… —empezó, titubeante—. Alguien de tu familia… tu padre venía de Inglaterra. Veo Roma y el hombre al que llaman papa… no, esa línea se corta aquí. Estabas de camino a Roma… descalzo… ¿Cómo es? Bueno, ese viaje no se hará… hum, tu futuro es realmente interesante…

A Erik Jevardsson se le había helado su interior al oír las palabras verdaderas sobre su origen inglés y cómo casi había tenido que caminar hasta el papa. Ya estaba convencido.

—¡Bien, mujer! Sé quién soy, ¡dime ahora mi futuro sin rodeos! —ordenó sin temblarle mucho la voz.

—Veo… veo tres coronas reales. Un nuevo reino con tres coronas en el escudo y este símbolo permanecerá dentro de mil años por todas partes en tu reino. Linaje tras linaje, rey tras rey, guardarán por tiempos eternos tu símbolo. Las tres coronas significan tres países unidos en un poderoso reino y dentro de mil años estas tus coronas seguirán siendo el símbolo del reino en todas partes, en todos los sellos, en todos los documentos.

—Y ¿qué pasará con aquel papa? —preguntó Erik Jevardsson, temblando y casi susurrando.

—Veo tu imagen en todas partes… —murmuró la mujer en voz baja—. Por todas partes tu imagen, tu cabeza… como un santo, tu cabeza en oro contra un cielo azul. Empezaste haciendo mal a tu Dios… el camino interrumpido hacia Roma… luego hiciste bien y por eso tu nombre vivirá para siempre.

—¿Qué me puedes decir sobre mi muerte? —preguntó Erik Jevardsson con aires reverentes.

—Tu muerte… tu muerte. ¿Estás seguro de querer saberlo? Pocos hombres lo quieren.

—Sí, ¡di algo!

—No lo veo tan claro… —murmuró la mujer, que de repente parecía un poco asustada de contar lo que tan claramente había visto. Pero se repuso y de nuevo tenía la voz segura.

—Tu nombre vivirá eternamente y ningún hombre de mujer nacido, ni ninguna mujer de Svealand ni de los dos países de Gota podrán matarte ni siquiera herirte —dijo rápidamente y se levantó.

Erik Jevardsson, ahora poseído por la certeza de que todos sus sueños se harían realidad y que además ninguno de sus posibles enemigos lo podría matar, salió de la tienda y con voz firme dio la orden de que trajeran un carro y un caballo para la mujer, que nadie debía tocarla ni hablarle impropiamente y que tenía la salvaguardia real.

Después de esto, Erik Jevardsson volvió a Aros Oriental, con la mente ligera por el futuro tan próspero y del que se sentía tan seguro. No tenía nada que temer de ningún hombre de Svealand ni de Götaland Occidental ni de Götaland Oriental.

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