Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (31 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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—¿Me pueden facilitar ahora mismo la ayuda para escribir lo que exige este importante asunto? —preguntó el deán, lleno de excitación.

—Sí, por supuesto, hermano —contestó el padre Henri, sorprendentemente comedido—. En seguida lo haremos.

El padre Henri mandó llamar a uno de los escribanos y explicó en francés —porque estaba seguro de que aquel ignorante no lo entendía— que lo único que tenía que hacer era poner a mal tiempo buena cara y escribir sin objetar, por muy loco que le llegase a parecer.

Cuando el deán, con paso pavoneante y juvenil, fue acompañado al
scriptorium
alabando al Señor en voz alta, el padre Henri se levantó apesadumbrado y salió en busca del infeliz de Arn. Sabía muy bien dónde encontrarlo.

VII

E
l deán Torkel era un hombre práctico y muy escrupuloso con el dinero, especialmente con el suyo propio. Ahora su arrendador Gunnar de Redeberga había fallecido muy inoportunamente, cuando más fuerte se sentía, y sin dejar tras de sí nuevos futuros arrendadores, ya que su boda había sido interrumpida de la forma más lamentable.

Cuando el deán Torkel se hubo repuesto de lo extraordinario de aquel acontecimiento, que él mismo contemplase con sus propios ojos un milagro del Señor, empezó a reflexionar sobre las consecuencias más terrenales de lo acaecido. Necesitaba un nuevo y enérgico arrendador para Redeberga, eso era lo más urgente.

Puesto que él era el confesor de Gunvor, la que iba a ser la esposa y que por poco lo fue, no pudo evitar tener determinados pensamientos al oír sus confesiones. Era verdad que había deseado la muerte tanto para sí misma como para su futuro esposo, por lo que tan sólo le impuso una semana de penitencia suave, pero también había confesado que sus deseos pecaminosos tenían su origen en los fuertes sentimientos que albergaba por otro joven, también llamado Gunnar.

Ese tal Gunnar de Långavreten, se había informado rápidamente el deán Torkel, era el tercer hijo de su padre y normalmente no se podría casar, ya que eso llevaría a la partición de Långavreten en tres herencias demasiado pequeñas. No obstante, Gunnar era un hombre espabilado, más dispuesto a labrar la tierra que no a marcharse para ser el guardia de otro.

Pronto el deán Torkel hizo llamar al joven Gunnar, escuchó su confesión y con ello calculó rápidamente cómo arreglarlo todo. El joven anhelaba tanto a Gunvor como ella a él.

Por consiguiente, todo se solucionaría de la mejor manera posible si los dos jóvenes fuesen los nuevos arrendadores de Torkel en Redeberga. Posiblemente, Tyrgils de Torbjörntorp, el padre de Gunvor, hubiese preferido que su hija fuese más que la esposa de un tercer hijo. Pero tal como ahora estaba la situación, no resultaría fácil de casar por hermosa que fuese, puesto que pronto se habría extendido la historia sobre su malograda fiesta nupcial por toda Götaland Occidental. El mismo deán había contribuido a ello, y no poco, pues su anhelo de que su narración milagrosa fuese nombrada en muchos sermones era enorme. Así que para el campesino Tyrgils, dueño de sí mismo, resultaba más seguro casar a su Gunvor en cuanto surgiese la más mínima oportunidad.

Y para el padre del joven Gunnar, Lars Kopper de Långavreten, no estaba nada mal casar a su tercer hijo y encima de una manera a gusto del propio chico. Ambos padres ahorrarían mucha dote y regalo de la mañana de esta manera. Y además, probablemente los dos jóvenes no dejarían a sus padres en paz al comprender la oportunidad que les había llovido cual maná del cielo.

El deán Torkel había sembrado la primera semilla manteniendo una conversación entrañable con Gunvor para sanar su alma, luego había hecho lo mismo con Gunnar y después había sido cosa fácil mandar llamar a ambos padres y concluir el negocio. La cerveza de compromiso podía prepararse de inmediato.

Para la misa de San Miguel, al entrar la tregua de cosecha y cuando ya nadie tenía que atender los cercados de los campos, se bebió la cerveza de compromiso en Redeberga con la presencia del mismísimo deán para confirmar la promesa entre Gunvor y Gunnar. Cuando les habló a una hora en que los convidados todavía estaban suficientemente sobrios como para prestar atención a las palabras de un hombre de Dios, les advirtió que debían venerar el milagro del Señor, que ahora finalmente, y en contra de toda lógica terrenal, a pesar de todo los había unido.

Para Gunvor era el día más feliz de su vida. ¿Qué importaba que ahora fuese a vivir en una condición un poco inferior que aquella en la que había nacido? Aquí estaba ahora, sentada en la silla trenzada de compromiso con su verdadero Gunnar, a quien había dado por perdido para siempre. Había ascendido como una alondra desde la desesperación más profunda a una felicidad celestial. Se ofrecería con mucho gusto a este Gunnar, con el que ya estaba unida; más bien le pesaba que tuviesen que esperar con todo aquello hasta la cerveza nupcial en la primavera. Sin embargo, era una carga fácil de llevar, ya que si todo hubiese ocurrido tal como había temido en sus momentos más oscuros, a estas horas estaría debajo de
aquel viejo
asqueroso cada dos por tres. Al menos era así como las mujeres ancianas le habían descrito la desgracia.

Ahora les permitían a ella y a Gunnar estar juntos y cuanto quisiesen, siempre y cuando hubiese otras personas cerca. Y cuando ya llevaban varias horas de fiesta de compromiso salieron al patio un rato juntos para ver la puesta del sol. Se cogieron de las manos y sintieron tanto temor como felicidad ante el hecho de vivir juntos, envejecer y morir en esta casa, ciertamente un poco más pequeña que aquellas en las que habían pasado su niñez, pero sin embargo, juntos para siempre.

El asunto ligeramente complicado que Gunvor quería sacar ahora a relucir no halló ninguna objeción por parte de su novio, con lo cual se sintió aliviada inmediatamente.

Porque era muy cierto que estaría en eterna gratitud con la Virgen Santa por salvarla de las fauces de la desgracia en el último momento. Ciertamente no dejaría nunca de mencionarlo en sus oraciones.

Pero aunque el hombre solamente sea una herramienta de Dios y aunque nada puede ocurrir en contra de la voluntad de Dios, y toda gratitud en realidad únicamente recae en Él, no podía dejar de pensar en el joven que realmente había sido esa herramienta de Dios. Tenía un aspecto tan miserable en su gastado hábito marrón cuando los borrachos lo cogieron por la cabeza, inclinándola para cortarle el cuello. Pero luego, a pesar de todo, él la había salvado, los había salvado a los dos.

Por esa razón, ella quería donar los dos alazanes que habían recibido como regalo de compromiso al monasterio de Varnhem, además de viajar hasta allí y manifestar su agradecimiento al pequeño niño monacal que había defendido su felicidad arriesgando su propia vida.

Gunnar pensó que era una idea excelente, y la alabó por ella, y en seguida se ofreció a acompañarla a Varnhem para ocuparse de ese asunto.

Su decisión llegaría como un maravilloso alivio para el alma de este joven que, no obstante, y de ninguna manera era tan pequeño y miserable como Gunvor lo recordaba.

El hermano Guilbert llevaba seis días trabajando en la forja de espadas y se encontraba como enfebrecido o enfurecido o como con una divina inspiración. Prácticamente se había despreocupado por completo de la mayoría de sus otras obligaciones y el padre Henri no se lo había recriminado, así que, durante estos días, los golpes del martillo de la forja resonaban sin cesar en Varnhem, incluso durante algún que otro momento de oración.

Pero hacía tiempo que el hermano Guilbert no había forjado una espada según los métodos nuevos, puesto que había sido absurdo venderlas a los bárbaros nórdicos; jamás soñarían siquiera con pagar el precio real por un trabajo como éste. Además, no tenían ninguna necesidad particular de espadas damascenas cuando apenas sabían manejar sus propias espadas.

Cuando fabricaba espadas nórdicas, partía de tres tipos de hierro que unía doblando el material varias veces y volviendo a aplanarlo. Con esta mezcla se podía conseguir cierta flexibilidad y, además, afilar la hoja tan brillante y trazada como les gustaba a los hombres nórdicos, cuanto mejor trazada, tanto mejor les parecía. Preferiblemente, el trazado debía aparecer en forma de serpiente al respirar contra la hoja fría. Pero aun así lograba una mayor solidez que lo que normalmente se encontraba en este apartado rincón del mundo.

Pero la espada en la que ahora trabajaba en santa desesperación desde el principio tenía un solo núcleo de acero templado. El arte de convertir hierro en acero no era conocido entre los nórdicos. El hermano Guilbert había usado su mejor hierro para este propósito y lo había forjado durante tres días empaquetado en carbón, cuero y ladrillo para conseguir la transformación. Después colocaba el bendito núcleo de acero en capas de hierro más suave. El filo sería tan afilado como para rasurar la cabeza de un monje. Con cada golpe de martillo contra el yunque y con cada oración completaba lento pero seguro una obra de arte de las que sólo se encontrarían en Damasco o en Outremer, donde otros como él habían aprendido el arte sarraceno; el hermano Guilbert disidía en mucho cuando se trataba de los sarracenos, pero evitaba sabiamente esa discusión. No importaba cuánto amase al padre Henri como el más sabio y dulce de los priores que un pecador como él pudiese tener como superior, sabía con toda seguridad que hablar de los sarracenos no era en absoluto un tema apropiado de conversación.

Había avanzado mucho en su trabajo el sexto día cuando un novicio asustado fue a molestarlo, y obviamente se asustó aún más al ver el aspecto salvaje del hermano Guilbert, con la mirada fija y el pelo enredado. Sin embargo, el novicio iba de parte del padre Henri, quien lo reclamaba para una reunión urgente, estuviese forjando o no.

El hermano Guilbert interrumpió su trabajo de inmediato y se dirigió al
lavatorium
para hacerse merecido de su prior.

El padre Henri lo estaba esperando dentro del
scriptorium
, su segundo lugar favorito. En realidad, el otoño no había avanzado demasiado todavía, pero las noches empezaban a refrescar y el padre Henri nunca había aprendido a soportar el frío nórdico. Por eso prefería el
scriptorium
a los bancos de piedra del claustro al lado del huerto.

—Buenas tardes, mi querido Vulcano —saludó el padre Henri jocosamente cuando el recién lavado y todavía sudado hermano Guilbert se agachó para entrar por una puerta hecha para hombres mucho más pequeños que él.

—En ese caso, buenas tardes, mi querido padre Júpiter —contestó el hermano Guilbert en el mismo tono, sentándose sin esperar la invitación delante del escritorio donde el padre Henri estaba trazando.

Hubo un pequeño silencio durante el cual el padre Henri terminó algún trazado, secó lentamente la pluma y la apartó. Luego carraspeó de la manera que el hermano Guilbert —al igual que otros muchos de Varnhem o Vitae Schola— reconocía como la señal de que ahora vendría una explicación más o menos larga.

—Dentro de un rato escucharé la confesión de nuestro hijo Arn —empezó a decir el padre Henri con un profundo suspiro—, Y le daré la absolución. Inmediatamente. No se lo esperará y no le va a gustar, puesto que está muy arrepentido y profundamente afectado por la idea de su pecado y, bueno, te lo puedes imaginar. Pero debes saber, mi verdadero y estimado hermano, que realmente he examinado todo esto muy detenidamente, y he llegado a una conclusión que no es solamente agradable para ti y para mí. Pues lo ocurrido no es culpa de Arn, sino más bien tuya y mía. Por supuesto tenemos un conflicto entre, por un lado, la ley mundana, que por muy bárbara que nos pueda parecer en esta parte del mundo, no obstante, es la ley mundana; y por el otro, la ley de Dios. La ley mundana no perjudica a Arn; tampoco la ley divina. Para ti y para mí es más delicado, y a estas alturas ya sabes a qué me refiero. Y por favor, ten la bondad de no decir «¡te lo dije!».

—Con toda humildad, padre, te lo dije —contestó el hermano Guilbert rápidamente—. Deberíamos haberle dicho quién era. Si hubiese sabido quién era al encontrarse con esos campesinos borrachos…

—Nadie hubiese salido lastimado, ¡lo sé! —interrumpió el padre Henri con más congoja que irritación en la voz—. De todas maneras, lo hecho hecho está y ahora tenemos que pensar en lo que sigue. Por mi parte tendré que empezar con trabajo de hacer comprender a Arn que está perdonado ante la ley de Dios, y creo que no será fácil. ¡Que Dios me asista, de verdad quiero a ese niño! Cuando se nos fue cabalgando camino a la casa de su padre era algo tan poco corriente como un ser humano libre de pecado…

—Un Perceval —murmuró el hermano Guilbert, pensativo—. Realmente un joven Perceval.

—¿Un qué? Ah, eso, pues bien, de acuerdo —murmuró el padre Henri, algo distraído en sus cavilaciones. Calló un rato antes de continuar—: Ahora, hermano Guilbert, como prior tuyo te ordeno lo siguiente. Cuando Arn vaya a ti saliendo de mí, le dirás quién es en lo referente a todo aquello que yo no haya podido explicarle. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Lo sé y obedeceré tus órdenes a rajatabla, padre —contestó el hermano Guilbert con mucha seriedad.

El padre Henri asintió pensativamente en silencio, luego se levantó y se alejó con un ademán de despedida. El hermano Guilbert se quedó un buen rato, ya que estaba rezando intensamente para tener la fuerza de elegir bien sus palabras al ejecutar las órdenes que acababa de recibir.

Arn había pasado diez días en una de las celdas para invitados en Varnhem. Pero había apartado todo lo que solamente era para los huéspedes, el colchón bien relleno de paja, los edredones rojos de algodón y las pieles de cordero, y él mismo se había impuesto silencio y pan y agua.

El padre Henri lo encontró pálido y con ojeras y una mirada helada por la pena. Era imposible saber cómo hablaría y cómo se comportaría el joven, si conservaba el juicio y si comprendería lo que pronto iba a sucederle. El padre Henri decidió actuar de entrada solamente como uno de su vocación y no mostrar ni consuelo ni severidad.

—Estoy preparado para oír tu confesión, hijo mío —dijo el padre Henri, sentándose en el duro camastro de madera e indicando a Arn que se sentara a su lado.

—Padre, perdóname porque he pecado —empezó Arn, pero tuvo que interrumpirse con un discreto carraspeo ya que su voz resultaba insegura tras diez días de silencio—. He cometido el peor de los pecados y no tengo nada con qué excusarme. Maté a dos hombres aunque solamente podría haberlos lesionado un poco. Maté a dos hombres sabiendo que para mi alma hubiese sido mejor que yo muriese y encontrarme con el Señor Jesús libre de este pecado. Por eso estoy dispuesto a someterme a la penitencia y al castigo que me impongáis, padre. Y nada me parecerá demasiado duro.

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