«Infeliz, cruel, amada y odiosa patria», se dice con amargura. Después cierra de golpe el libro, vuelve a medir el salón con pasos inciertos, atiende un momento junto al balcón y va a apoyarse en el aparador, la mirada perdida en los volúmenes que cubren la pared frontera. Siente que la jornada que hoy termina le da la razón. No encuentra en su conciencia de artista, en sus ideas que siempre tuvieron como referente el otro lado de los Pirineos, otra senda que la sumisión a Francia: el poder incontestable, sin remedio ni vuelta atrás. No subirse a ese carro triunfal significa, para el dramaturgo y para los que sienten como él —afrancesados, tan execrados por el populacho—, quedar al margen de la Historia, del Arte y del Progreso. Ésa es la causa de que Moratín, pese a la turbación que le producen las descargas sueltas que suenan en la distancia, oponga al dolor del corazón el bálsamo de la razón, aliviada por el hecho de que, brutal y objetivamente, tales escopetazos ponen las cosas en su sitio. Ese doble sentimiento imposible de conciliar explicará que, en los tiempos que están por venir, el más brillante literato de España ponga su talento al servicio de Murat y el futuro rey José, y adule a éstos y a Napoleón como hizo antaño con Carlos IV y con Godoy. Del mismo modo que más adelante, tras emprender el camino triste del exilio con las derrotadas tropas francesas —únicas garantes de su vida—, adulará tanto la Constitución de Cádiz como a Fernando VII, buscando una rehabilitación imposible. Y veinte años después de esta noche aciaga, Moratín morirá en París amargado y estéril, atormentado por haber traicionado a una nación a la que dio su obra literaria, pero a la que no supo, ni quiso, acompañar en el sacrificio. Al cabo, muchos años más tarde, uno de sus biógrafos hará un resumen de su carácter que podría servirle de epitafio:
«Si cambió de parecer, es porque nunca lo tuvo»
.
La lluvia salpica por todas partes en la oscuridad. Son las cuatro de la mañana y aún es noche cerrada. Frente al cuartel del Prado Nuevo, en un descampado de la montaña del Príncipe Pío, dos faroles puestos en el suelo iluminan, en penumbra y a contraluz, un grupo numeroso de siluetas agrupadas junto a un talud de tierra y una tapia: cuarenta y cuatro hombres maniatados solos, por parejas o en reatas de cuatro o cinco ligados a una misma cuerda. Con ellos, entre el soldado de Voluntarios del Estado Manuel García y el banderillero Gabriel López, el chispero Juan Suárez observa con recelo el pelotón de soldados franceses formados en tres filas. Son marinos de la Guardia, ha dicho García, que por su oficio conoce los uniformes. Cubiertos con chacós sin visera, los franceses llevan al cinto sables de tiros largos y protegen de la lluvia las llaves de sus fusiles. La luz de los fanales hace brillar los capotes grises, relucientes de agua.
—¿Qué pasa? —pregunta Gabriel López, espantado.
—Pasa que se acabó —murmura, lúcido, el soldado Manuel García.
Muchos advierten lo que está a punto de ocurrir y caen de rodillas, suplicando, maldiciendo o rezando. Otros levantan en alto sus manos atadas, apelando a la piedad de los franceses. Entre el clamor de ruegos e imprecaciones, Juan Suárez escucha a uno de los presos —el único sacerdote que hay entre ellos— rezar en voz alta el
Confiteor
, coreado por algunas voces trémulas. Otros, menos resignados, se revuelven en sus ataduras e intentan acometer a los verdugos.
—¡Hijos de puta!… ¡Gabachos hijos de puta!
Algunos guardianes apartan a presos, empujándolos con las bayonetas contra el talud y la tapia. Otros, nerviosos por el griterío, empiezan a disparar a los más agitados. Resuenan descargas aquí y allá, y los fogonazos iluminan rostros airados, expresiones desencajadas de pánico o de odio. Comienzan a caer los hombres, sueltos o en confuso montón. Suena una orden francesa, y la primera fila de soldados con capotes grises levanta a un tiempo los fusiles, apunta, y una descarga cerrada abate al primer grupo puesto ante la tapia.
—¡Nos matan!… ¡A ellos!… ¡A ellos!
Algunos desesperados, muy pocos, se lanzan contra las bayonetas francesas. Hay quien ha roto sus ligaduras y alza los brazos desafiantes, avanza unos pasos o intenta huir. A golpes de bayoneta y culatazos, los guardianes empujan a otro grupo, y los presos avanzan a ciegas, despavoridos, pisoteando cuerpos. En un instante, la segunda fila de capotes grises releva a la primera, resuena otra orden, y un nuevo rosario de tiros, cuyo resplandor se fragmenta y multiplica en las ráfagas de lluvia, salpica la escena. Caen más hombres en montón, segados de golpe gritos, insultos y súplicas. Ahora los franceses retroceden un poco para dejarse mayor espacio, y resuena el estampido de una tercera descarga, cuyos fogonazos se reflejan, rojos, en los regueros de sangre que corren sobre los cuerpos caídos, mezclándose con el agua del suelo. Amarrado a Manuel García y a Gabriel López, Juan Suárez, que se ha visto empujado contra el talud y obligado a arrodillarse a golpes de culata y pinchazos de bayoneta, tropieza con los muertos y agonizantes, resbala en el barro y la sangre. Entre la lluvia que le corre por la cara, mira aturdido las siluetas grises que encaran de nuevo los fusiles, apuntándole. Tiembla de frío y de miedo.
—
Feu!
El rosario de fogonazos lo deslumbra, y siente el plomo golpear a su espalda en la tierra, chascar en la carne de los hombres que tiene alrededor. Se revuelve con un espasmo angustiado, intentando hurtar el cuerpo, y de pronto siente las manos libres, como si al caer sus compañeros quedase rota la atadura por un tirón o una bala. Lo cierto es que se mantiene sobre sus piernas, ofuscado y lleno de terror tras la descarga, entre otros que siguen de pie o arrodillados y gritan, se agrupan o caen heridos, muertos. Un ramalazo confuso y desesperado recorre el cuerpo del chispero, haciéndolo retroceder de espaldas hasta dar en el talud. Allí, tras mirar incrédulo sus muñecas libres, llevado por súbita resolución, aparta a manotadas a los hombres que aún lo rodean, y pisoteando cadáveres y moribundos, lodo y sangre, corre despavorido hacia la oscuridad. Pasa así, veloz y afortunado, entre sombras amigas o enemigas, manos que intentan retenerlo, voces, fogonazos de tiros que lo rozan a quemarropa. Al fin, disparos y gritos quedan atrás. La noche se torna tinieblas, agua negra, chapoteo de barro bajo los pies que siguen corriendo con la desesperación del instinto que a ellos fía la vida. Desaparece de pronto el suelo, rueda Suárez por la cuesta de una hondonada y llega magullado, sin aliento, hasta una tapia alta. De nuevo oye voces de franceses que corren detrás y le dan alcance.
—
Arrête, salaud!… Viens ici!
Suenan más tiros y un par de balazos zumban cerca. Salta el chispero con un gemido de angustia, se agarra a lo alto de la tapia y trepa como puede, resbalando en la pared mojada. Sus perseguidores están allí mismo, queriendo agarrarlo por las piernas; pero él se desembaraza pataleando. Y aunque siente los golpes de un sable hiriéndolo en un muslo, un hombro y la cabeza, cae vivo al otro lado, se incorpora sin mirar atrás y sigue corriendo a ciegas, recortado en la estrecha línea azulgris del alba que empieza a definirse en el horizonte, bajo la lluvia.
A las cinco y cuatro minutos amanece sobre Madrid. Ha dejado de llover, y la claridad brumosa del día empieza a extenderse por las calles. Envueltas en sus capotes, inmóviles en las esquinas de la ciudad atemorizada y silenciosa, las siluetas grises de los centinelas franceses se destacan amenazantes. Los cañones enfilan avenidas y plazas donde los cadáveres permanecen tirados en el suelo, arrimados a los muros sobre charcos de lluvia reciente. Una patrulla de caballería francesa pasa despacio, con ruido de herraduras resonando en las calles estrechas. Son dragones, y llevan los cascos mojados, los capotes color ceniza sobre los hombros y las carabinas cruzadas en el arzón.
—¿Llevan prisioneros?
—No. Van solos.
—Creí que venían a buscarte.
Desde la ventana de su casa, el teniente Rafael de Arango ve alejarse a los jinetes franceses mientras se anuda el corbatín. Ha pasado la noche en blanco, preparando su fuga de Madrid. Murat ha ordenado al fin que se detenga a cuantos artilleros participaron en la sublevación del parque de Monteleón, y el joven teniente no va a quedarse esperando. Su hermano, el intendente honorario del Ejército José de Arango, en cuya casa vive, lo ha convencido para que se evada de la ciudad, haciendo los preparativos adecuados mientras Rafael dispone lo necesario para el viaje. Como primer paso, ambos se proponen cumplir con una formalidad mínima: visitar al ministro de la Guerra, 0’Farril, con quien la familia Arango tiene lazos de parentesco y paisanaje, para consultarle los pasos a dar. En previsión de que el ministro no quiera comprometerse en favor del teniente artillero, su hermano ha trazado ya, con algunos amigos militares, un plan de fuga: Rafael irá al cuartel de Guardias Españolas, donde tienen previsto esconderlo hasta que, disfrazado de alférez de ese cuerpo, puedan hacerlo salir de la ciudad.
—Estoy listo —dice el joven, poniéndose el sobretodo.
Su hermano lo mira con detenimiento. Le lleva casi diez años, lo quiere mucho y cuida de él como lo haría su padre ausente. Rafael de Arango observa que parece emocionado.
—Hay que darse prisa.
—Claro.
El teniente de artillería se mete en los bolsillos —viste de paisano, por precaución— un cartucho de monedas de oro y el reloj que su hermano acaba de darle, así como los documentos falsos que lo acreditan como alférez de Guardias Españolas y una miniatura con el retrato de su madre que tenía en el dormitorio. Por un momento contempla el cachorrillo cargado que hay sobre la mesa, dudando si cogerlo o no, mientras prudencia e instinto militar se debaten en su ánimo. El hermano resuelve la cuestión, moviendo la cabeza.
—Es peligroso. Y tampoco serviría de nada.
Se miran un instante en silencio, pues apenas hay más que decir. Rafael de Arango consulta la hora en el reloj.
—Siento darte tantas inquietudes.
Sonríe el otro, melancólico.
—Hiciste lo que tenías que hacer. Y gracias a Dios sigues vivo.
—¿Recuerdas lo que me dijiste ayer por la mañana, casi a esta misma hora?…
Acuérdate siempre de que hemos nacido españoles
.
—Ojalá todos lo hubiéramos hecho… Ojalá todos nos hubiéramos acordado de lo que somos.
Cuando los dos se dirigen a la puerta, el teniente se detiene, pensativo, tomando a su hermano por el brazo.
—Espera un momento.
—Tenemos prisa, Rafael.
—Espera, te digo. Hay algo que no te he contado todavía. Ayer en el parque, hubo momentos extraños. Me sentía raro, ¿sabes?… Ajeno a todo cuanto no fuese aquella gente y aquellos cañones con los que nos esforzábamos tanto… Era singular verlos a todos, las mujeres, los vecinos, los muchachos, pelear como lo hicieron, sin municiones competentes, sin foso y sin defensas, a pecho descubierto, y a los franceses tres veces rechazados y hasta en una ocasión prisioneros… Que eran diez veces más que nosotros, y no pensaron en fugarse cuando les tiramos el cañonazo, porque estaban más atónitos que vencidos… No sé si comprendes lo que quiero decir.
—Lo comprendo —sonríe el hermano—. Te sentías orgulloso, como yo lo estoy ahora de ti.
—Quizá sea la palabra. Orgullo… Me sentía así entre aquellos paisanos. Como una piedra de un muro, ¿entiendes?… Porque no nos rendimos, fíjate bien. No hubo capitulación porque Daoiz no quiso. No hubo más que una ola inmensa de franceses anegándonos hasta que no tuvimos con qué pelear. Dejamos de luchar sólo cuando nos inundaron, ¿ves lo que quiero decir?… Como se deshace y desmorona un muro después de haber aguantado muchas avenidas y torrentes y temporales, hasta que ya no puede más, y cede.
Calla el joven y permanece absorto, perdida la mirada en los recuerdos recientes. Inmóvil. Luego ladea un poco la cabeza, vuelta hacia la ventana.
—Piedras y muros —añade—. Por un momento parecíamos una nación… Una nación orgullosa e indomable.
El hermano, conmovido, apoya con afecto una mano en su hombro.
—Fue un espejismo, ya lo ves. No duró mucho.
Rafael de Arango sigue quieto, mirando la ventana por la que, como un gris presentimiento, entra la luz del 3 de mayo de 1808.
—Nunca se sabe —murmura—. En realidad, nunca se sabe.
La Navata, octubre de 2007
Además de largos paseos por las calles de Madrid y consultas puntuales de documentos, es abundante el material bibliográfico manejado como base para este relato. Quizá sea útil consignar algunas referencias que permitan al lector profundizar en la materia, deslindar —si lo desea— los límites entre lo real y lo inventado, y cotejar los aspectos históricamente probados con los muchos puntos oscuros que, doscientos años después de la jornada del Dos de Mayo, todavía discuten historiadores y expertos militares. Esta relación no incluye libros ni documentos publicados después de junio de 2007:
Ramón de Mesonero Romanos.
Memorias de un setentón
.
Ramón de Mesonero Romanos.
El antiguo Madrid
.
Elías Tormo.
Las iglesias del antiguo Madrid
.
Sociedad de Bibliófilos españoles.
Colección general de los trajes que en la actualidad se usan en España: 1801
.
Imprenta Real.
Kalendario manual y guía de forasteros en Madrid para el año 1808
.
Rafael de Arango.
Manifestación de los acontecimientos del parque de Artillería de Madrid
.
J. Alía Plana.
Dos días de mayo de 1808 en Madrid, pintados por Goya
.
J. Alía Plana y J. M. Guerrero Acosta.
El «Estado del Ejército y la Armada» de Ordovás
.
J. M. Guerrero Acosta.
Los franceses en Madrid, 1808
.
J. M. Guerrero Acosta.
El ejército napoleónico en España y la ocupación de Madrid
.
Emilio Cotarelo.
Isidoro Máiquez y el teatro de su tiempo
.
Manuel Ponce.
Máiquez, el actor maldito
.
José de Palafox.
Memorias
.
Antonio Ponz.
Viaje de España
.
Comte Murat.
Murat, lieutenant de l'Empereur en Espagne 1808
.
Marcel Dupont.
Murat
.
L. y F. Funcken.
L'Uniforme et les armes des soldats du Premier Empire
.
VV. AA. Goya.
Los fusilamientos del 3 de mayo
.
Richard Tüngel.
Los fusilamientos de 3 de mayo de Goya
.
Baron de Marbot.
Mémoires
.
M. A. Martín Mas.
La GrandeArmée
.
J. J-E. le Roy.
Souvenirs de la guerre de la Peninsule
.
José Gómez de Arteche.
Guerra de la Independencia. Historia militar de España de 1808 a 1814
.
Ministerio de Defensa.
Historia de la infantería española
.
Jacques Domange.
L’Armée de Napoleón
.
Marqués del Saltillo.
Miscelánea madrileña, histórica y artística
.
Josep Fontana.
La época del liberalismo
.
Alphonse Grasset.
La guerre d'Espagne
.
Ministerio de Defensa.
El ejército de los Borbones
.
Ricardo de la Cierva.
Historia militar de España
.
José Mor de Fuentes.
Bosquejillo de mi vida
.
Joaquín de Entrambasaguas.
El Madrid de Moratín
.
Antonio Papell.
Moratín y su época
.
Fundación Caja Madrid.
Madrid. Atlas histórico de la ciudad
.
J. M. Bueno.
Soldados de España
.
Peñasco y Cambronero.
Las calles de Madrid
.
Pedro de Répide.
Las calles de Madrid
.
Josef María Bouillé.
Guía del oficial particular para campaña. 1805
.
Cayetano Alcázar.
El Madrid del Dos de Mayo
.
Manuel Godoy.
Memorias
.
Christian Demange.
El Dos de Mayo. Mito y fiesta nacional (1808-1958)
.
M. A. Thiers.
Histoire du Consulat et de l'Empire
.
Museo del Ejército.
Madrid, el 2 de mayo de 1808
.
Martín de Riquer.
Reportaje de la Historia
.
J. C. Montón.
La revolución armada del Dos de Mayo en Madrid
.
Cevallos y Escoiquiz.
Mémoires
.
Antonio Alcalá Galiano.
Memorias
.
General Foy.
Histoire de la guerre de la Peninsule sous Napoléon
.
Juan Pérez de Guzmán y Gallo.
El Dos de Mayo de 1808 en Madrid
.
Conde de Toreno.
Historia del levantamiento, guerra y revolución de España
.
Calcografía Nacional de Madrid.
Estampas de la Guerra de la Independencia
.
Fernando Díaz-Plaja.
Dos de Mayo de 1808
.
José Blanco White.
Cartas de España
.
VV. AA.
El Dos de Mayo y sus precedentes. Actas del congreso internacional
.
VV. AA.
Memorial de artillería
.
VV. AA.
Histoire et dictionnaire du Consulat et de l’Empire
.
VV. AA.
Répertoire mondial des souvenirs napoléoniens
.
Dr. Ledran.
Tratado de las heridas de armas de fuego
.
Academia de Caballeros Guardias Marinas.
Ejercicios de cañón y mortero
.
Ronald Fraser.
La maldita guerra de España
.
Rafael Farias.
Memorias de la Guerra de la Independencia escritas por soldados franceses
.
David Gates.
La úlcera española
.
Ricardo García Cárcel.
El sueño de la nación indomable
.
Charles Esdaile.
España contra Napoleón
.
J. M. Cuenca Toribio.
La Guerra de la Independencia: un conflicto decisivo
.
Manuel Izquierdo.
Antecedentes y comienzos del reinado de Fernando VII
.
Pere Molas Ribalta.
La España de Carlos IV
.
Andrés Muriel. Historia de Carlos IV.
E. Bukhari y A. McBride.
Caballería e infantería napoleónicas
.
E. Bukhari y A. McBride.
Napoleon's Dragoons and Lancers
.
E. Bukhari y A. McBride.
Napoleon's Cuirassiers and Carabiniers
.
Philip Haythornthwaite.
Napoleon's Line Infantry
.
Charmy.
La Garde Impériale à Pied
.
R. Chartrand y B. Younghusband.
Spanish Army of the Napoleonics Wars (1793-1808)
.
André-Fugier.
Napoléon et l'Espagne
.
Jean-Joël Bregeon.
Napoléon et la guerre d’Espagne
.
W. F. P. Napier.
History of the War in the Peninsula
.
Hans Juretschke.
Los afrancesados en la Guerra de la Independencia
.
William Beckford.
Un inglés en la España de Godoy
.
Ayuntamiento de Madrid.
Plano de Madrid según la maqueta de D. León Gil de Palacio
.
Ayuntamiento de Madrid.
Planimetría general de Madrid de 1749 a 1764
Tomás López.
Plano geométrico de Madrid en 1785
.
Fausto Martínez de la Torre.
Plano de la villa y corte de Madrid en 1800
.
Juan López.
Plano de Madrid en 1812
.
Museo Municipal de Madrid.
Vistas antiguas de Madrid
.