Quedará memoria documentada, en cambio, de los nueve albañiles que al iniciarse el enfrentamiento trabajaban en la obra de reparación de la iglesia de Santiago: el capataz de sesenta y seis años Miguel Castañeda Antelo, los hermanos Manuel y Fernando Madrid, Jacinto Candamo, Domingo Méndez, José Amador, Manuel Rubio, Antonio Zambrano y José Reyes Magro. Todos ellos pelean en la calle de Luzón, acorralados entre la caballería francesa que llega de la puerta del Sol y la infantería que avanza por Mayor y Arenal. Hace media hora, al pasar bajo sus andamios un pelotón de polacos que daba caza a paisanos en fuga, los albañiles atacaron a los jinetes, tirándoles cuanto hallaron a mano, desde tejas hasta herramientas; y bajando luego, descamisados, abiertas las navajas que todos llevaban encima, se arrojaron a luchar con la ingenua rudeza de su oficio. Ahora, acosados por todas partes, batidos a mosquetazos, deben retroceder calle arriba y resguardarse en la parroquia. El capataz Castañeda acaba de recibir un tiro en el vientre que le hace doblar las rodillas y acurrucarse en la acera, de donde lo levanta el albañil Manuel Madrid. Con su compañero a cuestas, viendo que la iglesia queda lejos, Madrid busca reparo en la plaza de la Villa; con tan mala fortuna que, al pasar una zona enfilada, suena una descarga, chascan plomazos contra los muros próximos, y aunque Madrid resulta ileso, una bala rompe un brazo al infeliz Castañeda. Caen los dos, y mientras más tiros zurrean sobre sus cabezas, Madrid arrastra como puede al compañero, tirando de su brazo sano, para ponerlo a cubierto.
—Déjame, hombre —murmura débilmente el capataz—. Peso demasiado… Déjame y vete… Sálvate mientras puedas.
—¡Ni hablar! ¡Así me maten esos mosiús hijoputas, te vienes conmigo!
—No vale la pena… Yo estoy servido, y me voy por la posta.
Un vecino llamado Juan Corral, que observa la escena desde un portal, se acerca agachado, y cogiendo al herido por los pies ayuda a ponerlo a salvo. De esa forma, cargados con Castañeda a través de la ciudad llena de franceses, aventurándose por calles desiertas y por otras donde los enemigos hacen fuego de lejos, Madrid y Corral logran llevarlo a su casa de la calle Jesús y Maria, donde le hacen la primera cura. Trasladado en los días siguientes al Hospital General, el capataz vivirá tres años hasta morir, al fin, a causa de sus heridas.
Los otros albañiles de la obra de Santiago corren una suerte más inmediata y trágica. Refugiados en la iglesia, al poco rato se ven rodeados por un pelotón de fusileros que busca vengar a sus camaradas polacos. Jacinto Candamo intenta resistir y apuñala al primer francés que se acerca, por lo que es reventado a culatazos y dejado agonizante con siete heridas. A Fernando Madrid, José Amador, Manuel Rubio, José Reyes, Antonio Zambrano y Domingo Méndez se los llevan atados entre empujones, insultos y golpes. Los seis se contarán entre los ejecutados la madrugada del día siguiente, en la montaña del Príncipe Pío.
—¡Viva España y viva el rey!… ¡A ellos! ¡A ellos!
En la puerta de Toledo, bajo las patas de los caballos rabones y los sables de los coraceros franceses, la manolería de los barrios bajos de Madrid combate enloquecida, con la ferocidad de la gente que nada tiene que perder y el odio insensato de quien sólo anhela venganza y sangre. Apenas los primeros jinetes cruzaron bajo el arco, topándose con la barricada, una turba de hombres y mujeres saltó sobre ellos a pecho descubierto, acometiendo con palos, cuchillos, piedras, chuzos, tijeras, agujas de espartero y cuantos enseres domésticos pueden ser usados como armas, mientras desde los tejados, ventanas y balcones próximos se hacía un fuego irregular, pero nutrido, de escopetas, fusiles y carabinas. Cogidos por sorpresa, los primeros coraceros se amontonan ahora desordenados, derriban gente a sablazos, intentan volver atrás o espolean sus monturas para salvar los obstáculos; mas los estorba el enjambre de civiles vociferantes que corta las riendas, apuñala a los caballos, se encarama a las grupas y da en tierra con los imperiales, entorpecidos por sus pesados cascos y corazas de acero, por cuyas junturas y golas, una vez en tierra, los atacantes meten sus enormes navajas.
—¡Sin piedad!… ¡No dejéis francés vivo!
El degüello se extiende más allá de la puerta y la barricada, a medida que más caballería atropella a la multitud e intenta abrirse paso hacia la calle de Toledo. Viene ahora el turno de las mujeres que están en las ventanas, con sus calderos de aceite y agua hirviendo que encabritan a los caballos y hacen revolcarse por tierra a los jinetes abrasados, cuyos alaridos cesan cuando grupos de paisanos los acometen, matan y descuartizan sin misericordia. Algunos arrojan tiestos, botellas y muebles. Las balas de los tiradores —el dragón de Lusitania y los Guardias Walonas disparan con eficacia profesional— abren orificios en cascos y corazas, y cada vez que un francés pica espuelas y se lanza al galope en dirección a Puerta Cerrada, rufianes de burdel, mujerzuelas de taberna, honradas amas de casa y vecinos airados, dejándose pisotear por los cascos del caballo, arrastrados por el suelo sin soltar la silla o la cola recortada del animal, unen sus esfuerzos en derribar al jinete, clavarle cuanto tienen a mano, arrancarle la coraza y reventarle las tripas a golpes y cuchilladas. Cuando María Delgado Ramírez, de cuarenta años, casada, se enfrenta a un jinete francés con una hoz de segar, recibe un balazo que le rompe el fémur del muslo derecho. Una bala atraviesa la boca a María Gómez Carrasco, y un sablazo acaba con Ana María Gutiérrez, de cuarenta y nueve años, vecina de la Ribera de Curtidores. A su lado es herido de muerte el joven de veinte años Mariano Córdova, natural de Arequipa, Perú, presidiario del puente de Toledo, de donde escapó esta mañana para unirse a los que combaten. La manola María Ramos y Ramos, de veintiséis años, soltera, que vive en la calle del Estudio, recibe un sablazo que le abre un hombro cuando, espetón de asar en mano, intenta derribar del caballo a un coracero. Cerca de ella caen el peón de albañil Antonio González López —pobre de solemnidad, casado y con dos hijos—, el carbonero gallego Pedro Real González y los manolos del barrio José Meléndez Moteño y Manuel García, domiciliados en la calle de la Paloma. La pescadera Benita Sandoval Sánchez, de veintiocho años, que pelea junto a su marido Juan Gómez, grita «¡cochinos gabachos!», se aferra a un caballo y le clava unas tijeras de limpiar pescado en el cuello, derribando a bestia y jinete; y antes de que el francés se reponga de la caída, lo apuñala en la cara y los ojos, revolviéndose luego contra otros que llegan. A su lado, cuchillos en mano y cubiertos de sangre francesa, pelean el manolo Miguel Cubas Saldaña, carpintero de Lavapiés, y sus amigos el lavandero Manuel de la Oliva y el vidriero Francisco López Silva. Otro compadre, el jornalero Juan Patiño, se arrastra por el suelo con las tripas fuera, intentando esquivar las patas de los caballos.
—¡Resistid!… ¡Por España y por el rey Fernando!
El marqués de Malpica, que ha descargado su carabina y las dos pistolas, empuña el machete, abandona el resguardo de los soportales y se une a la pelea, seguido por el sirviente Olmos y la gente de su grupo; pero a los pocos pasos vacila, espantado. Nada en su anterior vida militar lo había preparado para una escena como ésta. Hombres y mujeres con la cara abierta a sablazos se retiran de la pelea dando traspiés, los franceses que caen chillan como animales en manos de matarifes mientras se debaten y son degollados, y muchos caballos desventrados a navajazos van de un lado a otro sin jinete, pisándose las entrañas. Un oficial de coraceros de ojos despavoridos, que ha perdido el casco en la refriega, se abre camino con golpes de sable, espoleando su montura. El criado Olmos, la mujer del hacha de carnicero y el manolo Cubas Saldaña se arrojan bajo las patas del caballo, que los arrastra y atropella, no sin que Cubas logre darle al francés una puñalada en el vientre. Se descompone el jinete, tambaleándose en la silla, y eso basta para que uno de los soldados de Guardias Walonas —el polaco Lorenz Leleka— lo derribe de un bayonetazo, antes de caer él mismo con un tajo de sable en el cuello. Resuena el jinete francés con estrépito de acero al dar en el suelo, y Malpica, por instintivo impulso de honor militar, le pone el machete ante los ojos, intimándolo a rendirse. Asiente el otro, aturdido, más por interpretar el ademán que por comprender lo que se le dice; pero en ese instante la mujer se acerca por detrás, ensangrentada y cojeando, y le abre al coracero la cabeza de un hachazo, hasta los dientes.
—¿Cuándo vienen a ayudarnos nuestros militares, señor marqués?
—Ya falta menos —murmura Malpica, mirando al francés.
Al otro lado de la puerta de Toledo suenan clarines, crece el rumor de caballerías al galope, y Malpica, que reconoce el toque de carga, mira inquieto más allá de la matanza que lo rodea. Una masa de acero centelleante, cascos, corazas y sables, empieza a cruzar compacta bajo el arco de la puerta de Toledo. Entonces comprende que hasta ahora no se las han visto más que con la avanzadilla de la columna francesa. El verdadero ataque empieza en este momento.
«Esto no puede durar», piensa.
El capitán Luis Daoiz está inmóvil y pensativo en el patio del parque de Monteleón, escuchando los gritos de la multitud que reclama armas al otro lado de la puerta. Procura evitar las miradas que, a pocos pasos, en grupo junto a la entrada de la sala de banderas, le dirigen Pedro Velarde, el teniente Arango y los otros jefes y oficiales. En la última media hora han llegado ante el parque nuevas partidas, y las noticias corren como pólvora inflamada. Habría que estar sordo para ignorar lo que ocurre, pues el ruido de disparos se extiende por toda la ciudad.
Daoiz sabe que no hay nada que hacer. Que el pueblo que combate en las calles se queda solo. Los cuarteles cumplirán las órdenes recibidas, y ningún jefe militar arriesgará su carrera ni su reputación sin instrucciones del Gobierno o de los franceses, según las lealtades de cada cual. Con Fernando VII en Bayona y la Junta que preside el infante don Antonio abrumada y sin autoridad, pocos de quienes tienen algo que perder se pronunciarán hasta que se perfilen vencedores y vencidos. Por eso no hay esperanza. Sólo una insurrección militar que arrastrase al resto de guarniciones españolas habría tenido posibilidades de éxito; pero todo se ha torcido, y no será la voluntad de unos pocos la que lo enderece. Ni siquiera abrir las puertas del parque a quienes reclaman afuera, armarlos contra los franceses, cambiará las cosas. Sólo extenderá la matanza. Además están las órdenes, la disciplina y todo el resto.
Órdenes. Con gesto maquinal, Daoiz extrae de la vuelta de su casaca el papel que le entregó el coronel Navarro Falcón antes de salir de la Junta Superior de Artillería, lo desdobla y vuelve a leerlo por enésima vez:
No tomará en ningún momento iniciativa propia sin órdenes superiores por escrito, ni fraternizará con el pueblo, ni mostrará hostilidad ninguna contra las fuerzas francesas.
Con amargura, el artillero se pregunta qué harán en ese momento el ministro de la Guerra, el capitán general, el gobernador militar de Madrid, para justificarse ante Murat. A Daoiz le parece oírlos: el populacho y sus bajas pasiones, Alteza. Gente descarriada, inculta, agitadores ingleses. Etcétera. Lamiendo las botas al francés pese a la ocupación, al rey prisionero, a la sangre que corre por todas partes. Sangre española, en suma; vertida con razón o sin ella —hoy la razón es lo de menos— mientras se ametralla al pueblo indefenso. El recuerdo del incidente de ayer por la tarde en la fonda de Genieys asalta de nuevo a Daoiz, produciéndole una insoportable vergüenza. Al capitán de artillería le escuece su honor maltrecho. Aquellos oficiales extranjeros insolentes, burlándose de un pueblo desgraciado… ¡Cómo se arrepiente ahora de no haberse batido! ¡Y cómo, sin duda, se arrepentirá mañana!
Estupefacto, Daoiz mira el papel de la orden a sus pies. No es consciente de haberlo roto, pero ahí está, arrugado y hecho pedazos. Al fin, como si despertara de un sueño incómodo, mira alrededor, observa el asombro de Velarde y los otros, las expresiones ansiosas de artilleros y soldados. De pronto se siente liberado de un peso enorme, casi con ganas de reír. No se recuerda tan sereno y lúcido jamás. Entonces se yergue, comprueba que lleva bien abotonadas casaca y chupa, saca el sable de la vaina y apunta con él hacia la puerta.
—¡Las armas al pueblo!… ¡A batirnos!… ¿No son nuestros hermanos?
Además del presbítero de Fuencarral, a quien sus feligreses retiraron malherido del combate, hay otro sacerdote que pelea en las inmediaciones de la puerta del Sol: se llama don Francisco Gallego Dávila. Capellán del convento de la Encarnación, se echó a la calle a primera hora de la mañana, y tras batirse en Palacio y junto al Buen Suceso huye ahora fusil en mano, con un grupo de civiles, hasta la calle de la Flor baja. El ayudante de la Real Caballeriza Rodrigo Pérez, que lo conoce, lo encuentra arengando a los vecinos a tomar las armas para defender a Dios, al rey y a la patria.
—Quítese usted de ahí, don Francisco… Que lo van a matar, y éstas no son cosas de su ministerio. ¡Qué dirán sus monjas!
—¡Qué monjas ni qué niño muerto! Hoy, mi ministerio se ejerce en la calle. Así que únase a nosotros, o vaya a su casa a esconderse.
—Prefiero irme a casa, con su permiso.
—Pues vaya con Dios y no importune más.
Animados por su tonsura, sotana y actitud decidida, varios fugitivos se congregan alrededor del sacerdote. Entre ellos se encuentran el conductor de Correos Pedro Linares, de cincuenta y dos años, que lleva en la mano una bayoneta francesa y al cinto una pistola sin munición, y el zapatero de treinta años Pedro Iglesias López, vecino de la calle del Olivar, armado con un sable de su propiedad, a quien hace media hora vieron matar a un soldado enemigo en la esquina de la calle Arenal.
—¡Volvamos a pelear! —los exhorta el sacerdote—. ¡Que no digan que los españoles damos la espalda!
El grupo —seis hombres y un muchacho provistos de cuchillos, bayonetas y un par de carabinas cogidas a los dragones enemigos— se encamina resuelto hacia la calle de los Capellanes, junto a cuya fuente, agazapados tras un guardacantón, turnándose para apuntar y disparar mientras el compañero carga, hay tres soldados haciendo fuego con fusiles.
—¡Ya están aquí nuestros militares! —exclama don Francisco Gallego, gozoso.
La desilusión llega pronto. Uno de los uniformados es el sargento segundo de Inválidos Víctor Morales Martín, de cincuenta y cinco años, veterano de los dragones de María Luisa, que se ha echado a la calle por su cuenta, abandonando sin permiso el cuartel de la calle de la Ballesta con algunos compañeros de los que se vio separado en la refriega. Los otros dos soldados son jóvenes, visten casaca azul con cuello del mismo color y solapas rojas, y llevan en la escarapela roja del sombrero la cruz blanca que distingue a los regimientos suizos al servicio de España. Uno de ellos no tarda en confirmar a los recién llegados, en un español de rudas resonancias germánicas, que él y su camarada —se trata de su hermano, pues son los soldados Mathias y Mario Schleser, del cantón de Aargau— se encuentran allí combatiendo por gusto, pues su regimiento, el 6.
o
suizo de Preux, tiene órdenes de no salir a la calle. Ellos iban al cuartel cuando se vieron en mitad del tumulto; así que desarmaron a unos franceses a los que sorprendieron fugitivos y aislados, y aquí están. Librando su propia guerra.