Un día de cólera (19 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

BOOK: Un día de cólera
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—Viva siempre. Y ahora ocupen sus puestos.

Viéndolos irse, fanfarrones y bulliciosos como una pandilla de chicos dispuestos a jugar a la guerra, Velarde siente una punzada incómoda. Sabe que los manda a una posición expuesta. Haciendo como que no advierte las miradas que le dirigen los escribientes Rojo Palmira —los dos saben que no hay tropas españolas que esperar, ni mucho menos—, prosigue la distribución de gente que acordó con Luis Daoiz.

—A ver, ¿quién manda en este grupo?… Usted es Cosme, ¿verdad?

—Sí, mi capitán —responde el almacenista de carbón Cosme de Mora, encantado de que el militar haya retenido su nombre—. Para servirle a usted y a la patria.

—¿Saben todos manejar los fusiles?

—Más o menos. Yo cazo con escopeta.

—No es lo mismo. Estos dos señores les dirán lo más básico.

Mientras los escribientes explican a Mora y los suyos el modo de morder el cartucho con rapidez, cargar, atacar, disparar y cargar de nuevo, Velarde observa a los hombres que tiene alrededor. Algunos son sólo unos chicos. Con ellos está un niño pequeño que lo mira impávido.

—¿Y este crío?

—Es nuestro hermano, señor capitán —dice un joven que está junto a otro que se le parece mucho—. No hay forma de convencerlo de que vuelva a casa… Ni pegándole se va.

—Será peligroso para él. Y vuestra madre estará angustiada.

—¿Y qué quiere que hagamos? No consiente en irse.

—¿Cómo se llama?

—Pepillo Amador.

Velarde decide olvidarse del niño, pues tiene cosas urgentes que atender. Aquélla es la partida más numerosa de las que han llegado a Monteleón, y los rostros traslucen sentimientos diversos: inquietud, decisión, desconcierto, angustia, esperanza, valor… También muestran una ingenua fe en el capitán que tienen delante, o más bien en su graduación y uniforme. La palabra capitán suena bien, inspira confianza elemental a esos voluntarios valerosos, sencillos, huérfanos de su rey y su Gobierno, dispuestos a seguir a quien los guíe. Todos han dejado familias, casas y trabajos, arriesgándose para acudir al parque impulsados por la rabia, el pundonor, el patriotismo, el coraje, el odio a la arrogancia francesa. Dentro de un rato, concluye Velarde, muchos quizás estén muertos. Incluso él mismo, con ellos. El pensamiento lo deja absorto, silencioso, hasta que se percata de que todos lo miran expectantes. Entonces se yergue y alza la voz.

—En cuanto al manejo de la bayoneta y el arma blanca —añade—, tratándose de hombres como ustedes, seguro que no hace falta que nadie les enseñe nada.

La bravata da en el blanco: los rostros se relajan, hay algunas carcajadas y palmadas en los hombros. Ni sobre bayonetas ni sobre navajas, alardean algunos golpeando la cachicuerna que llevan en la faja. Que se lo pregunten, si no, a los gabachos.

—Lo bueno de esta munición —remata Velarde, tocando a su vez la empuñadura del sable— es que ni se acaba nunca, ni precisa quemar pólvora… ¡Y ningún francés la maneja como los españoles!

—¡¡Ninguno!!

Le responde una ovación. Y de ese modo, tras alentarles un poco más el entusiasmo —el capitán sabe que, como el miedo, el valor es contagioso—, envía al almacenista de carbón y a su gente a cubrir las barricadas, aceras y balcones de las casas contiguas al jardín y al huerto del convento de las Maravillas, con la orden de batir, cuando empiece la lucha, la mayor extensión posible de la embocadura de San José a San Bernardo.

—¿Qué opina usted, mi capitán? —pregunta en voz baja el escribiente Almira, que mueve dubitativo la cabeza.

Velarde encoge los hombros. Lo que importa es el ejemplo. Tal vez eso remueva conciencias y favorezca el milagro. Pese al pesimismo de Daoiz, sigue creyendo que, si Monteleón resiste, las tropas españolas no permanecerán con los brazos cruzados. Tarde o temprano se echarán a la calle.

—Hay que aguantar como sea —responde.

—Sí, pero… ¿Cuánto tiempo?

—Lo que podamos.

Mientras conversan en voz baja, capitán y escribiente miran irse a los voluntarios. Van con ese grupo, hasta un total de quince hombres y muchachos, el oficial sangrador Jerónimo Moraza, el portero de juzgado Félix Tordesillas, el carpintero Pedro Navarro, el botillero de la calle Hortaleza José Rodríguez —acompañado por su hijo Rafael— y los hermanos Antonio y Manuel Amador, seguidos de cerca por Pepillo, su hermanito de once años, que los sigue arrastrando una pesada cesta llena de munición.

Después de conseguir un fusil y un paquete de cartuchos, el joven de dieciocho años Francisco Huertas de Vallejo, segoviano de familia acomodada, va a apostarse donde le ordenan: el balcón de un primer piso situado frente a la tapia del parque de artillería. Desde allí puede ver la esquina con San Bernardo. Lo acompañan un hombre joven, flaco y con lentes, armado también con mosquete, que tras estrecharle la mano con ceremonia se identifica de nombre y oficio como Vicente Gómez Pastrana, cajista de imprenta, y el inquilino o dueño de la casa: un tipo risueño de patillas grises y cierta edad que lleva polainas de cazador, escopeta y dos cananas de balas cruzadas al pecho.

—Éste es el mejor sitio —comenta el cazador—. En cuanto los franceses aparezcan por esa esquina, los tendremos enfilados.

—Se ha equipado usted bien.

—Iba a salir temprano por Fuencarral, con mi perro. Pero al fin decidí quedarme aquí… Es mejor que tirarles a los conejos.

El cazador, que se presenta como Francisco García —don Curro, precisa, para amigos y camaradas—, parece hombre de permanente buen humor, poco preocupado por la suerte de sus enseres domésticos. Aun así, con ayuda de Francisco Huertas y del cajista de imprenta, aparta muebles para despejar las inmediaciones del balcón y coloca dos colchones enrollados contra la barandilla de hierro, a modo de parapeto, por si alguna bala perdida, dice, quiere colarse dentro. Luego retira algunas porcelanas y una imagen de Jesús Nazareno que estaba junto a un aparador, y lo pone todo a salvo en el dormitorio. Al cabo mira en torno, satisfecho, y les guiña un ojo a sus acompañantes.

—He mandado a mi mujer a casa de su hermana. No quería irse, pero pude convencerla. Espero que no haya muchos destrozos… Le puede dar un soponcio.

Asomados al balcón, los tres hombres observan el ir y venir de gente armada que se distribuye por el huerto de las Maravillas o se tumba en la acera junto a la tapia, al otro lado de la calle. Hay gritos, carreras y órdenes contradictorias, pero todos mantienen una disciplina razonable. Los uniformes blancos de los Voluntarios del Estado asoman por las ventanas del único edificio interior del parque que se encuentra cerca de la calle, y en la puerta destaca el azul turquí de los artilleros. Francisco Huertas observa al capitán de casaca verde que da órdenes en la entrada. Ignora su nombre, pero militares y paisanos lo obedecen sin rechistar. Eso inspira confianza al joven segoviano, que salió esta mañana de casa de su tío don Francisco Lorrio —el sobrino está en Madrid pretendiendo un empleo del Estado merced a las buenas relaciones de la familia— sin otra intención que observar el tumulto, pero no pudo sustraerse al entusiasmo popular. Cuando se abrieron las puertas del parque y la gente entró en busca de fusiles, le pareció vergonzoso quedarse afuera, mirando. Así que fue con los demás, y antes de darse cuenta tenía en las manos un fusil reluciente y en los bolsillos provisión de cartuchos.

—Vamos a tomarnos una copita mientras esperamos, porque una cosa no quita la otra… ¿Ustedes gustan?

Don Curro ha aparecido con una botella de anís dulce, tres vasos y tres cigarros habaneros. Francisco Huertas bebe un sorbo de licor, sintiéndose tonificado.

—Estaría bien —dice el cajista de imprenta— despachar a algún gabacho.

—Brindemos por la intención —el dueño de la casa vuelve a llenar los vasos—. Y también a la salud del rey Fernando.

Hay tumulto en la calle. Francisco Huertas, con el cigarro en la boca y sin encender —no es partidario de ponerse a echar humo en este momento—, apura su anís y se asoma al balcón, mosquete en mano. La gente está tumbada en tierra, y junto a la esquina algunos apuntan sus fusiles. Otros corren hacia el convento de las Maravillas. El capitán de casaca verde ha desaparecido dentro del parque, cuyas puertas se cierran lentamente, suscitando en el joven una extraña sensación de desamparo. Cuando mira hacia las ventanas del edificio, comprueba que los Voluntarios del Estado se han agachado y sólo asoman las bocas de sus armas.

—Murat nos invita a bailar, señores —dice don Curro, que echa humo con mucha flema.

Francisco Huertas observa que al cajista de imprenta le tiemblan las manos cuando, tras apagar su cigarro, vacía la pólvora en el cañón del fusil, mete la bala con el resto del cartucho y lo ataca todo con la baqueta. Sintiendo un escalofrío que le recorre la espina dorsal, los brazos y las ingles, el joven hace lo mismo y después se arrodilla con sus dos compañeros tras el improvisado parapeto, con la culata pegada a la cara. Huele a metal, madera y aceite.

«¿Qué hago aquí?», se interroga de pronto, asustado.

Desde un balcón vecino, alguien grita que vienen los franceses.

La única partida de voluntarios que todavía no ha llegado al parque de artillería es la de Blas Molina Soriano. En un alarde de prudencia, escarmentado por las escenas que presenció ante Palacio, el cerrajero lleva a su cuadrilla en silencio y dando rodeos para evitar toparse con una fuerza francesa que los desbarate. De ese modo, procurando pasar inadvertido, el grupo ha ido desde Tudescos a la corredera de San Pablo, de allí a la plazuela de San Ildefonso, y luego de callejear un poco desemboca ahora en la calle de San Vicente, camino de la Palma alta y el convento de las Maravillas. La cercanía del parque de Monteleón anima a Molina y los suyos, que empiezan a perder la discreción y prorrumpen en vivas a España y mueras a los franceses. Pero al doblar la esquina de San Andrés y San Vicente, el cerrajero levanta una mano y hace alto.

—¡Callarse! —ordena—. ¡Callarse!

La gente de la partida se congrega a su lado, pegada a la esquina, mirando calle arriba. Escuchando. Los vivas y mueras han cesado, los rostros están mortalmente serios. Como Molina, cada hombre permanece atento al ruido inconfundible que se oye con claridad entre los edificios interpuestos: un crepitar siniestro, seco, nutrido y constante.

Se combate en el parque de Monteleón.

5

Entre las doce y media y la una de la tarde, Madrid queda cortado en dos. Desde el paseo del Prado hasta el Palacio Real, las vías principales se encuentran ocupadas por tropas francesas, cuya caballería va y viene al galope barriendo las calles con feroces cargas, reforzada por cañones que tiran contra cuanto se mueve y por destacamentos de infantería que avanzan de esquina en esquina. Sin embargo, pese a que la máquina de guerra napoleónica se impone poco a poco, su control está lejos de ser absoluto. Los coraceros de la brigada Rigaud siguen en Puerta Cerrada, sin tener el paso expedito. Con la artillería imperial batiendo la plaza Mayor, la de Santa Cruz y Antón Martín, grupos de madrileños se dispersan por las callejas adyacentes después de cada acometida, pero vuelven a reunirse y atacan de nuevo, tenaces, desde zaguanes y soportales. Sin esperanza de victoria, buena parte de la gente sensata, desengañada o aterrada por la matanza, anda en fuga o procura retirarse a su casa. Pero aún quedan madrileños empeñados en disputar, a tiros y navajazos, cada portal y cada esquina. Quienes se baten de ese modo son los desesperados sin escapatoria posible, los que nada tienen que perder, los que quieren vengar a amigos y parientes, la gente de los barrios bajos dispuesta a todo, y quienes, más allá de cualquier razón, ya sólo buscan cobrarse caro en los franceses, ojo por ojo y diente por diente, el estrago de la jornada.

—¡A ellos!… ¡Que lo paguen, esos gabachos!… ¡Que lo paguen!

Para unos y otros, el precio es terrible. Hay muertos en cada calle del centro, en cada portal y en cada esquina. El fuego de artillería, que no escatima la metralla, ha hecho desaparecer de balcones y ventanas a casi todos los tiradores españoles, y descargas continuas de fusileros, cazadores y granaderos mantienen desiertas las fachadas superiores, tejados y terrazas de los edificios. Varias mujeres perecen así, alcanzadas cuando arrojan desde sus casas macetas, floreros y muebles contra los franceses. Entre ellas se cuentan la aragonesa de treinta y seis años Ángela Villalpando, que muere en la calle Fuencarral; en la de Toledo, las vecinas Catalina Calderón, de treinta y siete años, y María Antonia Monroy, de cuarenta y ocho; en la del Soldado, la chispera de treinta y ocho años Teresa Rodríguez Palacios; y en la de Jacometrezo, la viuda Antonia Rodríguez Flórez. Por su parte, el comerciante Matías Álvarez recibe un disparo en el pecho cuando hostiga a los imperiales con una escopeta desde un balcón de la calle de Santa Ana. Y en su casa de la calle de Toledo, esquina a la Concepción Jerónima, desde donde arroja tejas y enseres de cocina contra todo francés que pasa por debajo, a Segunda López del Postigo le atraviesan el muslo izquierdo de un balazo.

Sin embargo, muchos de quienes hoy mueren o quedan heridos en ventanas y balcones son ajenos al combate, alcanzados al asomarse o mientras intentan resguardarse del tiroteo. Es así como, en la calle del Espejo, una misma bala perdida, o intencionada, mata a la joven Catalina Casanova y Perrona —hija del alcalde de Casa y Corte don Tomás de Casanova— y a su hermano Joselito, de pocos años; y en la esquina de la calle de la Rosa con la de Luzón, otra descarga francesa cuesta la vida, en vísperas de su boda, a la joven de dieciséis años Catalina Pajares de Carnicero, hiriendo a la criada de la casa, Dionisia Arroyo. De ese modo mueren también, entre numerosas víctimas no combatientes, Escolástica López Martínez, de treinta y seis años, natural de Caracas; el pinche de cocina de treinta años José Pedrosa, en la plaza de la Cebada; Josefa Dolz de Castellar, en la calle de Panaderos; la viuda María Francisca de Partearroyo, en la plaza del Cordón; y muchos otros, entre los que se cuentan los niños Esteban Castarera, Marcelina Izquierdo, Clara Michel Cazervi y Luisa García Muñoz. Tras poner a esta última, de siete años, en manos de su madre y de un cirujano, su padre y el mayor de sus hermanos, que no habían participado hasta ahora en los acontecimientos de la jornada, cogen un viejo sable de la familia, un cuchillo de monte y dos pistolas, y se echan a la calle.

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