Un día de cólera (23 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

BOOK: Un día de cólera
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De las muertes que hoy enlutan Madrid, la más singular y misteriosa, nunca del todo aclarada, es la de María Beano: la mujer bajo cuyo balcón pasaba temprano cada día, visitándola por las tardes, el capitán Pedro Velarde. Aún joven y hermosa, viuda de un oficial de artillería, respetada por sus vecinos y de honorabilidad sin tacha, esa madre de cuatro hijos pequeños, un varón y tres hembras, lleva toda la mañana con la ventana abierta, reclamando noticias del parque de Monteleón. Y cuando al fin le confirman que los artilleros luchan allí con los franceses, se precipita al tocador, peina sus cabellos, ordena su vestido, toma una toquilla negra y se echa a la calle tras encomendar sus hijos a una criada vieja y fiel, sin más explicaciones. De ese modo, corriendo por las calles, «demudado el rostro y descompuesta de ansiedad», según testimoniarán más tarde quienes se cruzan con ella, María Beano se dirige al parque de artillería, probando suerte por diversos lugares para aventurarse por las calles que allí conducen. Pero el cerco es absoluto, y nadie puede ir más allá de los destacamentos que bloquean cada acceso. Rechazada por los soldados imperiales, contenida a duras penas por algunos vecinos que intentan disuadirla de su empeño, la viuda termina desasiéndose de quienes la estorban, deja atrás un retén francés, y sin atender los gritos de los centinelas corre calle de San Andrés arriba, hasta que la mata una bala. El cuerpo, sobre un charco de sangre y envuelto en la toquilla negra, permanecerá todo el día tirado en la acera. Tan extraña conducta, el secreto de su afán por llegar al parque de Monteleón, quedará velado para siempre por las sombras del misterio.

Ajeno a la muerte de María Beano, el capitán Velarde supervisa desde hace cuarenta y cinco minutos el fuego de los hombres apostados en el edificio y bajo el arco del parque de Monteleón. Luis Daoiz le ha pedido que no se exponga junto a los cañones, con objeto de que tome el mando en caso de que él caiga. En este momento Velarde se encuentra junto a la entrada, dirigiendo a los tiradores que, tumbados allí y encaramados a un andamio apoyado en la tapia, protegen con su mosquetería a los que afuera sirven las cuatro piezas. Los franceses sólo han adelantado infantería hasta las calles próximas, sin fuego de cañón, y Velarde está satisfecho de cómo van las cosas. Artilleros y Voluntarios del Estado se baten con oficio y firmeza, y casi todos los paisanos hacen su papel, sosteniendo un fuego que, si bien no es muy preciso, tiene a los atacantes en respeto. Aun así, el capitán observa preocupado que los tiradores enemigos, saltando de portal en portal y de casa en casa, están cada vez más cerca. Eso obliga a algunos civiles a retroceder, abandonando la esquina con San Bernardo y San Andrés. Los franceses han ocupado un primer piso en esta última calle, y desde allí hostigan a quienes transportan heridos aL convento de las Maravillas. Dispuesto a desalojarlos, Velarde reúne un pequeño grupo formado por el escribiente Almira —el otro escribiente, Rojo, está sirviendo un cañón con el teniente Ruiz—, los Voluntarios del Estado Julián Ruiz, José Acha y José Romero, y el criado de la calle Jacometrezo Francisco Maseda de la Cruz.

—¡Vengan conmigo!

A la carrera, uno tras otro, los seis hombres cruzan la calle, pasan entre los cañones y se pegan a la fachada de enfrente. Desde allí, por señas, Velarde indica a Luis Daoiz cuáles son sus intenciones. El comandante del parque, que permanece de pie en medio del tiroteo, sereno como si estuviese de paseo, hace un gesto que podría interpretarse como afirmativo; aunque también, sospecha Velarde, puede haberse encogido de hombros. De cualquier modo, el capitán avanza con los otros pegado a la pared, protegiéndose de portal en portal, hasta llegar al depósito de esparto donde se encuentra la partida del almacenista de carbón Cosme de Mora.

—¿Cuántos son ustedes? —pregunta Velarde.

—Quince, señor oficial.

—La mitad, conmigo.

Saliendo a la calle uno por uno, a intervalos que les marca el propio Velarde, Almira, los tres Voluntarios del Estado, Maseda, Cosme de Mora y seis más, pasan corriendo el cruce de San José con San Andrés y se reúnen al otro lado.

—Somos trece —murmura Maseda—. Mal número.

—¡Silencio!… Calen bayonetas.

Obedecen los Voluntarios del Estado, con movimientos mecánicos y profesionales. Varios paisanos los imitan, torpes.

—Algunos no tenemos bayoneta, señor oficial —dice el lencero Benito Amégide y Méndez.

—Pues a culatazos, entonces… ¡Arriba!

En tropel, Velarde a la cabeza, los trece hombres suben el tramo de escalera que lleva al primer piso, hacen astillas la puerta y se lanzan contra los franceses que hay en la casa.

—¡Viva España!… ¡Viva España y viva Dios!

La refriega se lleva a cabo acuchillando en corto, sin cuartel, entre los muebles destrozados, de habitación en habitación, a gritos, golpes y mosquetazos. El lencero Amégide recibe once heridas, y a su lado caen el Voluntario del Estado José Acha, que recibe un bayonetazo en un muslo, y el criado Francisco Maseda, con un balazo en el pecho. De los enemigos, cuatro quedan degollados y cinco saltan por la ventana. En el último instante, el Voluntario del Estado Julián Ruiz, de veintitrés años, recibe un tiro tan a quemarropa que muere antes de que se apague el papel del cartucho francés que le humea en la casaca.

Afloja un poco el fuego enemigo, y los españoles economizan munición. Frente a la puerta del parque, donde están los cañones —a uno se le ha rajado el fogón, por lo que sólo quedan tres cubriendo las calles—, el teniente Jacinto Ruiz tiene cargada y apuntada la pieza que enfila San José hacia la esquina de San Andrés, Fuencarral y la fuente Nueva, pero retiene el tiro hasta dar con un blanco que merezca la pena. Está auxiliado por el escribiente Domingo Rojo, el Voluntario del Estado José Abad Leso y dos artilleros del parque: el cabo segundo Eusebio Alonso y el soldado José González Sánchez. La fiebre tiene a Ruiz sumido en un estado de alucinación que le hace despreciar el peligro. Se mueve como si la pólvora quemada estuviese dentro de su cabeza, y no fuera. Intentando ver a través de la humareda, el teniente señala con el sable desnudo los posibles objetivos a batir, mientras el cabo Alonso y los otros, bien abierta la boca para que no les revienten los tímpanos con los estampidos, se agachan detrás de la pieza, botafuego en mano, esperando la orden.

—¡Allí, allí!… ¡Miren a la izquierda!

Desde atrás, mientras vigila la actuación de los otros cañones, el capitán Luis Daoiz ve cómo una repentina fusilada francesa graniza sobre el cañón del teniente, hiere a éste en un brazo y derriba al cabo Alonso, al Voluntario del Estado José Abad y al artillero González Sánchez. En dos zancadas se acerca a ellos: González Sánchez tiene los sesos al aire, y Abad una bala en el cuello, aunque sigue vivo. El cabo Alonso, al que sólo un rebote ha rozado la frente, se incorpora tapándose la brecha con una mano, dispuesto a seguir cumpliendo con su obligación. A Jacinto Ruiz, que tiene un desgarrón de un palmo en la manga izquierda, el brazo le sangra mucho.

—¿Cómo se encuentra? —pregunta Daoiz, a gritos para hacerse oír por encima del tiroteo.

El teniente se tambalea y busca apoyo en el cañón. Al cabo respira hondo y mueve la cabeza.

—Estoy bien, mi capitán, no se preocupe… Puedo seguir aquí.

—Ese brazo tiene mala pinta. Vaya a curárselo.

—Luego… Ya iré luego.

Tres hombres y dos mujeres jóvenes —una es la que antes ayudó a mover el cañón, Ramona García Sánchez— acuden desde los portales cercanos y arrastran a González Sánchez y a José Abad, dejando un rastro de sangre, hasta el convento de las Maravillas. El exento José Pacheco, que con su hijo el cadete Andrés Pacheco trae cuatro cargas de pólvora encartuchada, saca un pañuelo del bolsillo y se lo ata a Jacinto Ruiz en torno a la herida. Un estampido próximo —el cañón mandado por el teniente Arango, que dispara hacia la calle de San Pedro— los ensordece a todos. Ahora el fuego de mosquetería francesa se dirige a la puerta del parque, y ninguno de los artilleros que se resguardan allí acude a cubrir los puestos vacíos. Dirigiendo señas a unos paisanos tumbados junto a la tapia del huerto de las Maravillas, Daoiz hace venir a dos: el botillero de Hortaleza José Rodríguez y su hijo Rafael.

—¿Saben manejar un cañón?

—No… Pero llevamos un rato mirando cómo lo hacen.

—Pues ayuden aquí. Ahora están a las órdenes de este oficial.

—¡Sí, señor capitán!

No todos parecen tan dispuestos, comprueba Daoiz. Artilleros, soldados y voluntarios aguantan lo mejor que pueden; pero cada vez que se intensifica el fuego francés, más gente busca refugio dentro del parque o se queda en el convento con pretexto de llevar a los heridos. Es lógico, concluye desapasionado el capitán. No hay como los metrallazos y la sangre para templar entusiasmos. Tampoco todos los oficiales que esta mañana se presentaron voluntarios asoman la nariz. Alguno de los que más alto hablaban en tertulias y cafés prefiere ahora quedarse dentro. Daoiz suspira, resignado, el sable sobre el hombro y rozándole la hoja la patilla derecha. Allá cada cual. Mientras él mismo, Velarde y algunos otros sigan dando ejemplo, la mayor parte de militares y civiles aguantará; ya sea por confianza ciega en los uniformes que los guían —si esos pobres paisanos supieran, concluye—, o por mantener las formas y el qué dirán. A falta de otra triste cosa, la palabra
cojones
sigue obrando efectos prodigiosos entre el pueblo llano.

—¡Apunten esta pieza!… ¡Ya!

Las órdenes de Jacinto Ruiz vuelven a resonar junto a su cañón. Satisfecho, Daoiz comprueba que también las otras dos piezas cumplen su cometido. Las balas pasan zumbando como abejorros, y el sevillano se sorprende de seguir vivo en vez de tirado en el suelo, como otros infelices que están junto a la tapia con los ojos abiertos y las caras rebozadas de sangre, o los que gritan mientras los llevan camino del convento, la amputación o la muerte. Así, tarde o temprano, vamos a terminar todos, piensa. En el suelo o en el convento. La idea le hace torcer la boca en una mueca sin esperanza. Por un instante su mirada se cruza con la del teniente Rafael de Arango, negro de pólvora, sudoroso y con la casaca y el chaleco desabrochados, que da órdenes a su gente. El comportamiento del joven es correcto, pero en sus ojos puede leerse un reproche. Creerá que disfruto con esto, deduce Daoiz. Un chico extraño, de todas formas: suspicaz y poco simpático. Debe de pensar que, si sale vivo de Monteleón y no acaba fusilado o en un castillo, le hemos reventado para siempre la carrera. Pero al diablo. Que cada palo aguante su vela. Tenientes, capitanes o soldados, no hay vuelta atrás para nadie. Eso vale para todos, paisanos incluidos. Lo demás carece de importancia.

Con tales pensamientos en la cabeza, cuando Daoiz se vuelve a mirar hacia otro lado, encuentra al capitán Velarde.

—¿Qué haces aquí?

Pedro Velarde, con el escribiente Almira pegado a él como una sombra, viene tiznado y roto de su refriega en la esquina de San Andrés, donde acaba de mandar como refuerzo a la otra mitad de la partida de Cosme de Mora. Daoiz observa que su amigo ha perdido algunos botones de la elegante casaca verde de estado mayor y trae una charretera partida de un sablazo.

—¿Crees que vendrán a socorrernos? —pregunta Velarde.

Ha debido gritar para hacerse oír entre el tiroteo. Daoiz encoge los hombros. Hoy no sabe qué soporta menos: los reproches mudos del teniente Arango o el optimismo desaforado de Velarde.

—No creo. Estamos solos… No hay más cera que la que arde.

—Pues los franceses aflojan el fuego.

—De momento.

Velarde se acerca más, intentando que no los oiga Almira.

—Aún hay esperanza, ¿no? Ya le habrá llegado tu mensaje al capitán general… Tal vez reaccionen… ¡Nuestro ejemplo los estará haciendo enrojecer de vergüenza!

Una bala francesa zumba entre los dos militares, que se miran a los ojos. Exaltado como siempre el uno, sereno el otro.

—No digas tonterías, hombre —responde Daoiz—. Y vete adentro, que te van a matar.

6

Disparando sus últimos cartuchos, los soldados de Guardias Walonas Paul Monsak, Gregor Franzmann y Franz Weller se repliegan en buen orden desde Puerta Cerrada a la plaza Mayor por el arco de Cuchilleros. Retroceden cubriéndose unos a otros, amparados en los portales y sin dejar de batirse con tenacidad germánica, desde que la última carga de coraceros e infantería francesa los desalojó de la plaza de la Cebada, donde se habían juntado con un grupo que intentaba resistir allí, y en el que se contaban, entre otros, el vecino de la Arganzuela Andrés Pinilla, el zapatero de viejo Francisco Doce González, el guarda de la Casa de Campo León Sánchez y el maestro veterinario Manuel Fernández Coca. Entre todos mataron a un oficial y dos soldados franceses cerca de la casa del arzobispo de Toledo, lo que dio lugar a que los imperiales asaltaran la vivienda, saqueándola con mucho estrago. Ahora, acosada por jinetes franceses, la cuadrilla se dispersa. Sánchez y Fernández Coca escapan hacia la plazuela del Cordón, y el resto hacia la Cava Alta, donde una bala de fusil destroza las piernas de Andrés Pinilla y otra mata al zapatero Doce González. Cuando los supervivientes —los tres Guardias Walonas, un médico militar de treinta y un años llamado Esteban Rodríguez Velilla, el peón de albañil Joaquín Rodríguez Ocaña y el vizcaíno Cayetano Artúa, dependiente del marqués de Villafranca— intentan parapetarse tras dos carros abandonados al pie de las escaleras de Cuchilleros, un pelotón de infantería imperial baja desde la puerta de Guadalajara disparando contra todo lo que se mueve.

—¡Vámonos!… ¡Aprisa!… ¡Vámonos de aquí!

Cogidos entre dos fuegos, caen heridos de muerte el albañil y el vizcaíno, escapan Monsak, Franzmann y Weller escaleras arriba, y a Esteban Rodríguez Velilla, que tocado de bala en un muslo pretende refugiarse en la posada de la Soledad, donde vive, un coracero lo alcanza y derriba de dos sablazos, uno de los cuales le abre la cabeza y otro le deja un tajo hondo en el cuello. Malherido, desangrándose, el médico se arrastra de portal en portal hasta Puerta Cerrada, donde unos vecinos piadosos, de los pocos que se aventuran a asomarse a la calle, lo recogen y llevan a la posada. Sale al patio su joven esposa, Rosa Ubago, espantada por el aspecto del marido, que viene exánime y empapadas las ropas de sangre. En ese momento entran detrás varios soldados enemigos, que han visto retirar al herido y pretenden rematarlo.

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