Los franceses tiran a bulto, sin avisar. En la calle del Tesoro, un destacamento de la Guardia Imperial y un cañón emplazado en la esquina de la Biblioteca Real disparan contra un grupo nutrido donde se mezclan fugitivos de los combates, vecinos y curiosos. Mueren en el acto Juan Antonio Álvarez, jardinero de Aranjuez, y el septuagenario napolitano Lorenzo Daniel, profesor de italiano de los infantes de la familia real; y queda herido Domingo de Lama, aguador del retrete de la reina María Luisa. Cuando acude a ayudar a este último, que se arrastra por el suelo dejando un reguero de sangre, Pedro Blázquez, maestro de primeras letras, soltero, es acometido por un granadero francés, al que se enfrenta sin otra arma que un cortaplumas que lleva en el bolsillo. Perseguido hasta un patio interior, Blázquez logra despistar al granadero y regresa para ayudar a Domingo de Lama, a quien pone al cuidado de unos vecinos. El maestro de primeras letras se encamina entonces a su casa, situada en la calle Hortaleza, con tan mala suerte que al doblar una esquina se da de boca con un centinela francés, allí apostado con fusil y bayoneta. Consciente de que, si se aleja, el otro disparará su arma, Blázquez se abraza a él, intentando acuchillarlo en el cuello con su cortaplumas, recibiendo a cambio un bayonetazo en un costado. Al fin logra desasirse y huir por la calle de las Infantas, refugiándose en casa de una conocida, Teresa Miranda, soltera, maestra de niñas. Atemorizada por el tumulto, la maestra abre la puerta a Blázquez tras mucho hacerse de rogar y lo encuentra ante sí, ensangrentado, todavía con el cortaplumas en la mano, con aspecto que más tarde, entre sus amistades, calificará de «homérico y varonil». Haciéndolo pasar, y mientras el hombre se desnuda de cintura para arriba a fin de que le cure la herida, la solterona se enamorará perdidamente del maestro de primeras letras. Transcurrido el tiempo de noviazgo al uso y hechas las amonestaciones pertinentes, Pedro Blázquez y Teresa Miranda se casarán un año más tarde, en la iglesia de San Salvador.
Mientras el maestro Blázquez es curado de su bayonetazo, en el centro de la ciudad prosiguen los combates. Aunque las tropas imperiales se mantienen desplegadas en las grandes avenidas, ni las cargas de caballería ni el fuego nutrido de la infantería logran despejar del todo la puerta del Sol, donde grupos de paisanos siguen atacando desde el Buen Suceso y las calles próximas sin desmayar por las enormes pérdidas y la dureza de la respuesta. Lo mismo pasa en Antón Martín, Puerta Cerrada, la parte alta de la calle de Toledo y la plaza Mayor. En ésta, bajo el arco de la calle Nueva, los artilleros franceses de un cañón de a ocho libras se ven acometidos por medio centenar de hombres mal vestidos, sucios e hirsutos, que se han ido acercando a saltos, en pequeños grupos, resguardados en zaguanes y soportales. Se trata de los presos liberados de la cercana Cárcel Real, en la plazuela de la Provincia, que tras dar un rodeo caen sobre los franceses con la contundencia propia de su cruda condición, armados con pinchos, navajas y cuantas armas han podido coger por el camino. Atacados desde varios sitios a la vez, los artilleros son descuartizados sin misericordia junto al cañón y despojados de ropa, fusiles, sables y bayonetas. Luego de aliviar a conciencia los cadáveres, dientes de oro incluidos, los atacantes, asesorados por un gallego llamado Souto —que hace tres años, según afirma, sirvió a bordo del navío
San Agustín
en Trafalgar—, dan la vuelta al cañón y enfilan la desembocadura de la calle Nueva con la puerta de Guadalajara, disparando contra la infantería francesa que viene desde los Consejos.
—¡Metralla!… ¡Meted metralla, que es lo que más daño hace!… ¡Y refrescad antes, no se inflame la pólvora!… ¡Así!… ¡Venga acá ese botafuego!
Alentados por su ferocidad, otros paisanos dispersos o fugitivos engrosan el grupo, atrincherado en el ángulo noroeste de la plaza. Se unen a los presos, entre otros, los asturianos Domingo Girón, de treinta y seis años de edad, casado, carbonero de la calle Bordadores, y Tomás Güervo Tejero, de veintiuno, criado de la casa de monsieur Laforest, embajador de Francia. También se incorporan a la partida, tras venir corriendo por la calle de Postas a causa de una nueva carga francesa y la consiguiente dispersión, el murciano de cuarenta y dos años Felipe García Sánchez, inválido de la 3.
a
compañía, su hijo —zapatero de oficio— Pablo Policarpo García Vélez, el tahonero Antonio Maseda, el guarnicionero Manuel Remón Lázaro, y Francisco Calderón, de cincuenta años, que vive de pedir limosna en las gradas de San Felipe.
—¿Qué pasa con los militares, amigo? ¿Salen o no salen a echar una mano?
—¿Salir?… Ya lo ve. ¡Aquí los únicos que salen son gabachos!
—Pues en la plaza de la Cebada acabo de cruzarme con unos de Guardias Walonas…
—Son desertores, seguro… Todavía los fusilaran si los cogen, o cuando vuelvan a su cuartel.
Llega a congregarse en aquel ángulo de la plaza una nutrida fuerza que, pese a estar mal organizada y peor armada, impone respeto a los franceses procedentes de la puerta de Guadalajara, obligándolos a retirarse hacia los Consejos. Eso envalentona a algunos presos, que se aventuran bajo los soportales y acometen a los rezagados, entablándose confusos combates parciales al arma blanca, bayonetas contra navajas, entre la Platería, la cava de San Miguel y la plazuela del mismo nombre. Ese ir y venir, que despeja un trecho de la calle Mayor, permite llevar a varios heridos hasta la botica de don Mariano Pérez Sandino, en la vecina calle de Santiago, que su propietario mantiene abierta desde que empezaron los combates. Entre los allí atendidos se cuenta Manuel Calvo del Maestre, oficial de archivo del Ministerio de la Guerra y veterano de la campaña del Rosellón, que tiene un carrillo destrozado de un balazo. Al poco rato llegan el guarnicionero Remón, con los dedos de una mano cercenados por un sable francés, y el criado de la embajada francesa Tomás Güervo, que grita de dolor mientras contiene con ambas manos sus tripas abiertas. Según comenta el preso Francisco Xavier Cayón, que trae al herido, Güervo parece el caballo de un picador después de que lo empitone un toro.
—¡Alto el fuego!… ¡No gastemos más cartuchos!
Tumbados en la esquina de las calles de San José y San Bernardo, al extremo de la tapia de Monteleón, los hombres de la partida de José Fernández Villamil cargan y disparan sus fusiles, ensordecidos por las detonaciones, irritados los ojos por el humo de la pólvora quemada. Han salido desde el huerto de las Maravillas por iniciativa propia, antes de tiempo, y disparan a ciegas, derrochando munición para nada. Los franceses que se acercaban al parque —veinte hombres y un oficial queriendo entrar en el recinto— hace rato que desaparecieron calle abajo, ahuyentados a tiros, a excepción de dos cuerpos inmóviles en el suelo, junto a la Visitación, y un herido que se arrastra hacia la fuente de Matalobos. Imponiéndose al fin a sus compañeros, el hostelero de la plazuela de Matute logra que dejen de disparar. Se incorporan mirándose unos a otros, desconcertados. En la confusión del primer tiroteo salieron todos a la calle contraviniendo las órdenes del capitán Velarde, que les había encargado permanecer ocultos en el huerto del convento. La escaramuza real, intensa de fuego, apenas duró un minuto; pero el tiroteo se prolongó un rato, ya sin objeto, a causa del ardor de los voluntarios, a quienes sólo las advertencias de los soldados del cuartel han impedido meterse en San Bernardo detrás de los franceses fugitivos.
—¡Ésos no paran de correr!
—¡Recuerdos a Napoleón, mosiús!
—¡Cobardes!… ¡Les hemos dado para el pelo!
Ahora se abren un poco las puertas del parque, y el capitán Luis Daoiz, con semblante hosco, sale y se dirige a grandes zancadas hacia Fernández Villamil y su gente. Viene sin sombrero, y pese a las charreteras de la casaca azul, el sable y las botas altas, su pequeña estatura no impondría gran cosa, de no ser por la autoridad de su aire resuelto y la mirada furiosa que perfora a los paisanos.
—¡No vuelvan a desobedecer las órdenes!… ¿Me oyen?… ¡Ustedes se someten a la disciplina militar, o se van todos a casa!
Protesta débilmente el hostelero, arropado por su gente. Sólo pretendían ayudar, argumenta. Al ver a los franceses, creyeron su deber unirse a los que disparaban.
—De los franceses se han encargado, y muy bien, el capitán Goicoechea y los Voluntarios del Estado —lo corta Daoiz—. Aquí cada uno tiene su obligación. La de ustedes es quedarse en el huerto, como les dijo don Pedro Velarde, hasta que salgan los cañones.
—¡Pero si los hemos hecho correr como conejos! ¡Ésos no vuelven!
—Era sólo una patrulla despistada. Vendrán más, se lo aseguro. Y no será tan fácil ahuyentarlos la próxima vez… ¿Les queda munición?
—Alguna queda, señor oficial.
—Pues no malgasten la que tienen. Hoy cada bala vale una onza de oro. ¿Entendido?… Ahora, regresen a sus puestos inmediatamente.
—A sus órdenes.
—Eso. A ver si es verdad. A mis órdenes.
Desde el primer piso de la casa contigua, en el balcón protegido por los colchones de don Curro García, el joven Francisco Huertas de Vallejo asiste a la conversación del artillero y la gente de Fernández Villamil. Está sentado en el suelo, la espalda apoyada en la pared y el mosquete entre las piernas, y experimenta una extraña sensación de euforia. Durante la escaramuza ha disparado dos de los veinte cartuchos que traía en los bolsillos, y ahora se lleva a los labios la tercera copa de anís que el dueño de la casa acaba de ofrecerles a él y al cajista de imprenta Gómez Pastrana. Para celebrar, argumenta, el bautismo de fuego.
—Tiene razón ese capitán —dice don Curro, filosófico, fumando con parsimonia el resto de su cigarro habanero—. Sin disciplina, España se iría al carajo.
Esta vez Francisco Huertas apenas prueba el licor. Alguien se acerca a la carrera desde el otro extremo de la calle, dando voces junto al convento de las Maravillas. Los tres hombres empuñan sus armas y se incorporan, asomándose a mirar desde el balcón. Quienes llegan, sin aliento, son el estudiante José Gutiérrez, el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio, que estaban de avanzadilla en la esquina de las calles San José y Fuencarral. Por las trazas, traen prisa.
—¡Gabachos!… ¡Vienen más gabachos!… ¡Ahora es por lo menos un regimiento!
En un abrir y cerrar de ojos, la calle se vacía, El capitán Daoiz da tres o cuatro órdenes secas y se encamina despacio a la puerta del parque, con mucha serenidad y sin descomponer el paso. José Gutiérrez y los suyos se meten en el huerto del convento con la partida del hostelero Fernández Villamil. En balcones y ventanas, soldados y paisanos se agachan, ocultándose lo mejor que pueden.
—¿Queríamos bailar?… Pues ahí traen la música —comenta don Curro, amartillando su escopeta tras despachar, con mirada ya un poco turbia, la cuarta copita de anís.
Cuando las puertas de Monteleón se cierran tras Luis Daoiz, el teniente Rafael de Arango, que supervisa la traída de cargas de pólvora para balas de cañón y las hace apilar en lugar seguro cerca de la entrada, observa que Pedro Velarde va al encuentro de su superior, que ambos discuten en voz baja, y que Daoiz mueve la cabeza con ademán rotundo, señalando los cuatro cañones dispuestos junto a la entrada. Después, los dos capitanes se acercan a las piezas recién engrasadas, pulidas y relucientes en sus cureñas.
—¡Los militares, a formar! —ordena Daoiz.
Sorprendidos, Arango, Velarde, los otros oficiales, los dieciséis artilleros y los Voluntarios del Estado que están en el patio se alinean en dos grupos, junto a los cañones. También el capitán Goicoechea y los suyos se asoman arriba, por las ventanas. Daoiz se adelanta tres pasos y mira a los hombres casi uno por uno, impasible. Luego saca el sable de la vaina.
—Hasta ahora —dice en voz alta y clara—, todo cuanto ha ocurrido aquí es de mi exclusiva responsabilidad, y de ello responderé ante mis superiores, mi patria y mi conciencia… En lo que pase a partir de ahora, las cosas son diferentes. Quien se una al grito que me dispongo a dar, no podrá volverse atrás… ¿Está claro?
Una pausa. El silencio es mortal. A lo lejos empieza a oírse el redoble de un tambor que se aproxima. Todos saben que se trata de un tambor francés.
—¡Viva el rey don Fernando Séptimo! —grita Daoiz—. ¡Viva la libertad de España!
El teniente Arango, por supuesto, grita con todos. Sabe que a partir de ese momento no podrá alegar que sólo cumple órdenes, pero el honor militar le impide hacer otra cosa. De los demás, oficiales o soldados, nadie se queda callado: dos sonoros «¡viva!» de respuesta atruenan el patio. Sin poderse contener, exaltado como suele, Pedro Velarde rompe la formación, saca su espada y la levanta, cruzándola en alto con la de Daoiz.
—¡Muertos antes que esclavos! —exclama a su vez.
Un tercer oficial se adelanta de las filas. Es el teniente Jacinto Ruiz, con paso vacilante por la fiebre, que se acerca a los dos capitanes, saca también su sable y sin decir una palabra cruza su hoja con las otras dos. Tropas y oficiales los vitorean. Por su parte, Rafael de Arango permanece inmóvil en la fila, el sable en la vaina. Resignado. El joven tiene la boca seca y amarga como si hubiera masticado granos de pólvora. Se batirá, por supuesto, si no queda otro remedio. Hasta la muerte, como es su obligación. Pero malditas las ganas que tiene de morir allí.
Impresionados, la boca abierta de estupor, el almacenista de carbón Cosme de Mora y su gente se mantienen con la cabeza baja y en silencio, espiando a los franceses por las rendijas de las puertas y tras los postigos entornados de las ventanas. Los quince hombres, entre los que se cuentan Antonio y Manuel Amador y su hermanito Pepillo, ocupan el almacén de un espartero que da a la calle de San José, situado en la planta baja de una casa vecina al convento de las Maravillas.
—Madre del Amor Hermoso —murmura entre dientes el carpintero Pedro Navarro.
—Silencio, carajo.
Los franceses que llegan desde la calle Fuencarral son muchos. Por lo menos una compañía entera, calcula el portero de juzgado Félix Tordesillas, que tuvo en su juventud alguna experiencia militar. Vienen con redoble de tambor y bien formados, arrogantes, llevando desplegado un banderín tricolor. Para sorpresa de los paisanos que los observan ocultos, tanto oficiales como soldados se cubren con el alto chacó característico de los franceses, pero sus casacas de uniforme no son azules, sino blancas con pecheras abotonadas de color azul. Los preceden gastadores con hachas, granaderos y un par de oficiales.