Un día de cólera (15 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

BOOK: Un día de cólera
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—Está usted perdido —le suelta a bocajarro— si no se oculta con toda su gente.

El capitán francés, inseguro ante la ruda actitud del español e impresionado por su casaca verde de estado mayor, se queda mirándolo desconcertado.

—El primer batallón de granaderos está en la puerta —farolea Velarde, impertérrito, señalando al teniente Ruiz—. Y los demás vienen marchando.

El francés lo observa fijamente, y luego a Jacinto Ruiz. Después se quita el chacó, secándose la frente con la manga de la casaca. Velarde casi puede oír sus pensamientos: desde el día anterior carece de órdenes superiores, desconoce la situación en el exterior, y ninguno de los enlaces que mandó en busca de noticias ha regresado. Ni siquiera sabe si llegaron a su cuartel o han sido despedazados en las calles.

—Que los suyos entreguen las armas —lo intima Velarde—, pues el pueblo está a punto de forzar la entrada y no respondemos de que sea usted atropellado.

El otro contempla a sus hombres, que se agrupan como un rebaño antes del sacrificio, mirándose inquietos mientras oyen arreciar los gritos de la gente que pide armas y cabezas de gabachos. Luego balbucea unas palabras en mal español, intentando ganar tiempo. No sabe quién es este capitán ni lo que representa, aunque la autoridad con que se expresa, el gesto exaltado y el brillo fanático de sus ojos, lo desconciertan. A Velarde, que advierte el ánimo de su oponente, ya no hay quien lo pare. En el mismo tono, apoyada la mano izquierda en la empuñadura del sable, exige al francés que haga de buena voluntad lo que, de negarse, le obligarán a hacer a la fuerza. El tiempo es precioso, y urge.

—Rinda las armas inmediatamente.

Cuando el capitán Luis Daoiz sale al patio a ver qué ocurre, el jefe imperial, desmoronado, acaba de rendirse a Velarde con toda su tropa y los Voluntarios del Estado se encuentran ya dentro del parque. De modo que Daoiz, como comandante del recinto, asume las disposiciones adecuadas: los fusiles franceses a la armería, el capitán y los mandos al pabellón de oficiales con órdenes de ser exquisitamente tratados, y los setenta y cinco soldados en las cuadras al otro extremo del edificio, lo más lejos posible de la puerta y bajo la vigilancia de media docena de Voluntarios del Estado. Luego de ordenar todo eso, coge aparte a Velarde y, encerrándose con él en la sala de banderas, le echa una bronca.

—Que sea la última vez que das una orden en este cuartel sin contar conmigo… ¿Está claro?

—Las circunstancias…

—¡Al diablo las circunstancias! ¡Esto no es un juego, maldita sea!

Por muy exaltado que sea, Velarde aprecia mucho a su amigo. Lo respeta. Su tono se vuelve conciliador, y las excusas son sinceras.

—Discúlpame, Luis. Yo sólo quería…

—¡Sé perfectamente lo que querías! Pero no hay nada que hacer. ¡Nada!… A ver si te lo metes de una vez en la cabeza.

—Pero la ciudad está en armas.

—Sólo cuatro infelices, al final. Y sin ninguna posibilidad. Estás hablando de batir al ejército más poderoso del mundo con paisanos y unas cuantas escopetas… ¿Es que te has vuelto loco? Léete la orden que me dio Navarro cuando salí esta mañana —Daoiz golpetea con los dedos sobre el papel que ha sacado de una vuelta de la casaca—. ¿Ves?… Prohibido tomar iniciativas o unirse al pueblo.

—¡Las órdenes ya no valen, tal como están las cosas!

—¡Las órdenes valen siempre! —al levantar la voz, Daoiz también eleva su escasa estatura empinándose sobre las puntas de las botas—. ¡Incluidas las que yo doy aquí!

Velarde no está convencido, ni lo estará nunca. Se roe las uñas, agita con violencia la cabeza. Le recuerda a su amigo el compromiso para la sublevación de los artilleros.

—Lo decidimos hace unos días, Luis. Tú estabas de acuerdo. Y la situación…

—Eso ya es imposible de ejecutar —lo interrumpe Daoiz.

—El plan puede seguir adelante.

—El plan se ha ido al traste. La orden del capitán general nos destroza a ti, a mí y a unos pocos más, pero es una disculpa estupenda para los indecisos y los cobardes. No disponemos de fuerza suficiente para sublevarnos.

Sin darse por vencido, llevándolo hasta la ventana, Velarde señala a los Voluntarios del Estado que fraternizan con los artilleros.

—Te he traído casi cuarenta soldados. Y ya sabes todos los paisanos que hay afuera, esperando armas. También veo que han venido algunos compañeros fieles, como Juanito Cónsul, José Dalp y Pepe Córdoba. Si armamos al pueblo…

—Métetelo en la cabeza, Pedro. De una vez. Nos han dejado solos, ¿comprendes?… Hemos perdido. No hay nada que hacer.

—Pero la gente se está batiendo en Madrid.

—Eso no puede durar. Sin los militares, están sentenciados. Y nadie va a salir de los cuarteles.

—Demos ejemplo y nos seguirán.

—No digas simplezas, hombre.

Dejando a Velarde murmurar sus inútiles argumentos, Daoiz se aleja de él, sale al patio y se pone a pasear solo, descubierta la cabeza, las manos cruzadas a la espalda sobre los faldones de la casaca, sintiéndose blanco de todas las miradas. Fuera del parque, al otro lado de la gran puerta cerrada bajo el arco de ladrillo y hierro, la gente sigue dando mueras a Francia y vivas a España, al rey Fernando y al arma de artillería. Por encima de sus voces, amortiguado en la distancia, resuena crepitar de fusilería. A Luis Daoiz, que vive el momento más amargo de su vida, cada uno de esos gritos y sonidos le desgarra el corazón.

Mientras el capitán Daoiz se debate con su conciencia en el patio del parque de Monteleón, al sur de la ciudad, en el extremo opuesto, a Joaquín Fernández de Córdoba, marqués de Malpica, y a los paisanos voluntarios, se les seca la boca cuando ven aparecer la caballería francesa que sube hacia la puerta de Toledo. Más tarde, al hacer balance de la jornada, se confirmará que esa fuerza imperial, que viene de su campamento en los Carabancheles bajo el mando del general de brigada Rigaud, consta de dos regimientos de coraceros: novecientos veintiséis jinetes que ahora remontan la cuesta al trote, entre las rectas arboledas que se inclinan hasta el Manzanares, con intención de dirigirse por la calle de Toledo hacia la plaza de la Cebada y la plaza Mayor.

—Cristo misericordioso —murmura el sirviente Olmos.

Con pocas esperanzas, el marqués de Malpica mira alrededor. En torno al embudo de la puerta de Toledo, por donde forzosamente deben penetrar los franceses en la ciudad, hay apostados cuatrocientos vecinos de los barrios de San Francisco y Lavapiés. Decir que abundan entre ellos los tipos populares —chaquetillas pardas, pañuelos de franjas blancas y negras, calzones con las boquillas sueltas y la pierna al aire— es quedarse corto: en su mayor parte son manolos y gente baja, rufianes de navaja fácil y mujeres de las calles de mala fama próximas al lugar, aunque no falten vecinos honrados de la Paloma y las casas cercanas, carniceros y curtidores del Rastro, mozos y criadas de los mesones y tabernas de esa parte de la ciudad. Pese a sus esfuerzos por plantear una defensa razonable en lo militar, y tras muchas discusiones y voces desabridas, el de Malpica no ha podido impedir que se organicen a su manera, según grupos y afinidades, de forma que cada cual toma las disposiciones que cree oportunas: unos bloquean la calle con carros, vigas, cestones y ladrillos de una obra cercana, y aguardan detrás, confiados en sus navajas, cuchillos, machetes, chuzos, espetones de asador u hoces de segar. Otros, los que tienen fusiles, carabinas o pistolas, han ido a apostarse en el hospital de San Lorenzo y en los balcones, ventanas y terrazas que dominan la puerta de Toledo y la calle, donde hay mujeres que disponen ollas de aceite y agua hirviendo. El de Malpica, que por su grado de capitán en la reserva del regimiento de Málaga es el único con verdadera experiencia militar, apenas consigue imponer algunos consejos tácticos. Sabe que los jinetes franceses acabarán forzando la débil barrera, así que ha situado algo más atrás, escalonada al amparo de un soportal próximo a la esquina de la calle de los Cojos, a la gente que acata sus órdenes: una treintena de personas que incluye a sus criados y la partida levantada en la calle de la Almudena, la mujer con el hacha, el mancebo de botica y algunos más que se unieron por el camino. Su misión, ha explicado, será atacar por el flanco a los jinetes enemigos que pasen la barrera. Y a quienes tienen fusiles de reglamento —el dragón de Lusitania, los cuatro desertores de Guardias Walonas, el criado Olmos y el conserje de los Consejos— les recomienda disparar con preferencia a los oficiales, abanderados y cornetas. En cualquier caso, a los que cabalguen delante, den órdenes o muevan mucho las manos.

—Y si nos dispersan, corred y reuníos de nuevo, retrocediendo poco a poco hacia la plaza de la Cebada… Si hay que retirarse, nos juntaremos allí.

Uno de los voluntarios, el caballerizo de Palacio que empuña un trabuco, sonríe confiado. Para el pueblo español, acostumbrado a la obediencia ciega a la Religión y la Monarquía, un título nobiliario, una sotana o un uniforme son la única referencia posible en momentos de crisis. Eso quedará patente muy pronto, en la composición de las juntas que hagan la guerra a los franceses.

—¿Cree usía que vendrán nuestros militares?

—Claro que sí —miente el aristócrata, que no se hace ilusiones—. Ya lo veréis… Por eso hay que aguantar lo que se pueda.

—Cuente con nosotros, señor marqués.

—Pues vamos. Cada uno en su puesto, y que Dios nos ayude.

—Amén.

Al otro lado de la puerta de Toledo, el sol hace relucir, elocuente, corazas, cascos y sables. Los gritos y vivas con los que hace un momento se animaba la gente han cesado por completo. Las bocas están ahora mudas, abiertas; y todos los ojos, desorbitados, fijos en la brigada de caballería que se acerca en masa compacta. Arrodillado tras el pilar de madera de un soportal, con una carabina en las manos, dos pistolas cargadas y un machete al cinto, el sombrero inclinado sobre la frente para que no lo deslumbre el sol, el marqués de Malpica piensa en su mujer y en sus hijos. Luego se persigna. Aunque es hombre piadoso que no oculta sus devociones, procura hacerlo con disimulo; pero el ademán no pasa inadvertido. Su criado Olmos lo imita, y al cabo hacen lo mismo cuantos se encuentran próximos.

—¡Ahí están! —exclama alguien.

Por un instante, el marqués no presta atención a la puerta de Toledo. Intenta averiguar la causa de una extraña vibración creciente que nota bajo la rodilla apoyada en tierra. Entonces comprende que se trata del suelo que tiembla con las herraduras de los caballos que se acercan.

A mediodía, el centro de Madrid es un continuo y confuso combate. En el espacio comprendido entre la embocadura de la calle de Alcalá y la carrera de San Jerónimo, la casa de Correos, San Felipe y la calle Mayor hasta los portales de Roperos, hay cadáveres de ambos bandos: franceses degollados y madrileños que yacen en el suelo o son retirados a rastras dejando regueros de sangre, entre relinchos de caballos moribundos. Y la lucha sigue sin cuartel, por una ni otra parte. Los pocos fusiles y escopetas cambian de manos al morir sus dueños, arrebatados por quienes esperan a que alguien caiga para coger su arma. Los grupos dispersos en la puerta del Sol vuelven a reunirse después de cada carga de caballería, y saltando desde los zaguanes y soportales, el claustro del Buen Suceso, la Victoria, San Felipe y las calles adyacentes, acometen de nuevo a cuerpo descubierto, navajas contra sables, trabucos contra cañones, tanto a los dragones y mamelucos que siguen llegando de San Jerónimo y vuelven grupas por Alcalá, como a los soldados de la Guardia Imperial que, bajo el mando del coronel Friederichs, avanzan por Mayor y Arenal, desde Palacio, barriendo las calles con fusilería y fuego de las piezas de campaña que emplazan en cada esquina. Uno de los primeros heridos por estas descargas es el joven León Ortega y Villa, el discípulo del pintor Francisco de Goya, que lleva un rato desjarretando a navajazos caballos de los franceses. Y cerca de los Consejos, tras retirarse ante una carga de jinetes polacos junto a sus feligreses de Fuencarral, el presbítero don Ignacio Pérez Hernández es alcanzado por una andanada de metralla francesa, da unos pasos vacilantes y se desploma. Pese al nutrido fuego enemigo, sus compañeros logran rescatarlo, aunque herido de gravedad, y ponerlo a cubierto. Llevado más tarde y con muchas peripecias al Hospital General, don Ignacio salvará la vida.

Por toda la ciudad se suceden casos particulares, combates que a veces llegan a ser individuales. Tal es el que libra frente a la residencia de la duquesa de Osuna, en solitario, el carbonero Fernando Girón: topándose en una esquina con un dragón francés, lo desmonta de un garrotazo y, tras rematarlo a golpes, le quita el sable y con él se enfrenta a un pelotón de granaderos antes de ser muerto a bayonetazos. Un mallorquín llamado Cristóbal Oliver, antiguo soldado de Dragones del Rey al servicio del barón de Benifayó, sale de la hostería donde se alojan ambos en la calle de los Peligros, y con un espadín de su amo como única arma, camina hasta la esquina de la calle de Alcalá, donde acomete a cuanto francés pasa a su alcance, mata a uno y hiere a dos; y al rompérsele en el último la hoja del espadín, con sólo la empuñadura en la mano, regresa tranquilamente a su hostería. De ese modo, las relaciones de los combates y sus incidencias registrarán, más tarde, la actuación de muchos hombres y mujeres anónimos, como el que los vecinos de la calle del Carmen ven desde sus ventanas, vestido con ropa de cazador, polainas de becerro y una canana llena de cartuchos, que parapetado en una esquina de la calle del Olivo dispara uno tras otro diecinueve tiros contra los franceses, hasta que, sin munición, arroja la escopeta, saca un cuchillo de monte y se defiende espalda contra la pared, hasta que lo matan. Tampoco llega a saber nadie el nombre del calesero —conocido sólo como
El Aragonés
—que, emboscado en un zaguán de la calle de la Ternera, dispara un trabuco cargado con puntas de tapicero, a bocajarro, contra todo francés que pasa por la calle. Ni los nombres de cuatro chisperos que pelean a navajazos con unos polacos en la calle de la Bola. Ni el de la mujer todavía joven que, en Puerta Cerrada, tras derribar del caballo a pedradas a un batidor francés mientras le grita «¡date, perro!», lo degüella con su propio sable. Nunca se conocerá, tampoco, el nombre del granadero de Marina desarmado —desertor de su cuartel o del piquete del alférez de fragata Esquivel— que en la calle de Postas pone a salvo a un grupo de mujeres y niños acosado por los franceses; y cayendo luego sobre un dragón desmontado, lo estrangula con las manos desnudas; aunque más tarde, en la relación de bajas de la jornada, figurarán los nombres de tres soldados que hoy visten ese uniforme: Esteban Casales Riera, catalán —muerto—, Antonio Durán, valenciano, y Juan Antonio Cebrián Ruiz, de Murcia.

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