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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (30 page)

BOOK: Un día de cólera
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—¿Llegó usted al cuartel?

—Bueno. No del todo… Por el camino supe que el coronel Marimón ordenó cerrar las puertas y que no saliera nadie, así que comprendí que no valía la pena. Allí, por lo visto, se limitaron a entregar a los vecinos, por encima de la tapia, unas docenas de fusiles.

—Lo mismo habrán hecho en otros cuarteles, imagino.

—Que den armas al pueblo, sólo lo he oído de Guardias Españolas y de Inválidos. También los de Monteleón, claro… Del resto, Walonas, los de Corps y demás, no sé nada.

—¿Cree que al fin saldrán a la calle? —pregunta el cuñado sacerdote.

—¿A estas horas, con los de Murat por todas partes?… Lo dudo. Es demasiado tarde.

—Pues crea que no lo lamento. Esa chusma armada es peor que los franceses. A fin de cuentas, Napoleón ha restaurado los altares que profanó en Francia la Revolución… Lo que importa es que se restablezca el orden y acabe este disparate. La gente de bien, moderada y amante del reposo público, no está para sobresaltos.

En la calle resuena un tiro de fusil, muy cerca, y los tres hombres retroceden inquietos, abandonando el balcón. En la sala de estar, sentado en un sofá, Mor de Fuentes bebe otro sorbito de oloroso.

—No seré yo quien discuta eso.

El coronel Giraldes, marqués de Casa Palacio y comandante del regimiento de infantería de línea Voluntarios del Estado, se apoya en la mesa de su despacho como si fuera a caerse al suelo de un momento a otro.

—Es su parque, por Dios… ¡Son sus artilleros quienes lo empezaron todo!

—¿Y sus soldados? —replica el coronel Navarro Falcón—. ¡Algo habrán tenido que ver!

—Están bajo su jurisdicción, diantre… ¡Es su responsabilidad, y no la mía!

Hace quince minutos que intercambian reproches. José Navarro Falcón, director de la junta de Artillería y superior directo de los capitanes Daoiz y Velarde, se ha presentado en el cuartel de Mejorada asustado por las noticias que llegan de Monteleón. No menos preocupación embarga a Giraldes, enterado de que la tropa que encomendó a Velarde y al capitán Goicoechea se encuentra mezclada en el combate. Además, la mortandad entre las tropas francesas está siendo terrible. Con tales antecedentes, a ambos jefes se les descompone el cuerpo imaginando las consecuencias.

—¿Cómo se le ocurrió confiarle tropa a Pedro Velarde, en el estado en que se hallaba ese oficial? —pregunta Navarro Falcón.

—Me dejé liar —responde Giraldes—. Ese loco de capitán suyo pretendía amotinarme a la tropa.

—¡Haberlo arrestado!

—¿Y por qué no lo hizo usted, que es su superior inmediato?… No me fastidie, hombre. Mis oficiales también andaban calientes, queriendo echarse a la calle. Para quitármelo de encima, no tuve más remedio que mandar a Goicoechea con treinta y tres soldados… ¡Y mire que lo dejé claro! Nada de confraternizar con el pueblo, nada de oposición a los franceses… Ya ve. Una desgracia, de verdad. Le aseguro, por mi honor, que esto es una completa desgracia.

—Y que lo diga. Para todos.

—Pero mucho ojo, ¿eh?… Quien dejó salir de la Junta Superior a Velarde, y luego envió a Monteleón al capitán Daoiz, fue usted. ¿Estamos?… Es su parque de artillería, Navarro, y su gente. Insisto: la mía no tuvo más remedio que obedecer.

—¿Y cómo sabe que ocurrió así?

—Bueno. Lo supongo.

—¿Lo supone?… ¿Eso es lo que piensa decir al capitán general, en su descargo?

Giraldes alza un dedo.

—Es lo que he dicho ya, si usted me permite. Le he enviado un oficio a Negrete asegurándole que soy ajeno a esa barbaridad… ¿Y sabe qué responde?… Pues que él se lava las manos… ¡Otro que tal! —Giraldes coge un pliego manuscrito que tiene sobre la mesa y se lo muestra al coronel de artillería—. Para dejarlo claro, me ha remitido con acuse de recibo una copia de la carta que Murat mandó esta mañana a la junta. Lea, lea… Me la trajeron hace un momento.

Es preciso que la tranquilidad se restablezca inmediatamente, o que los habitantes de Madrid esperen sobre sí todas las consecuencias de su resolución…

—¿Qué le parece? —prosigue Giraldes recuperando el papel—. Más claro, agua. Y todavía, cuando mando a uno de mis ayudantes a Monteleón para que reduzca a esos caribes a la obediencia, cosa que debería haber hecho usted, no se les ocurre más que disparar un cañonazo en mitad del parlamento y hacer una sarracina… Así que lo de menos es cómo termine el parque. Lo que me preocupa ahora son las consecuencias.

—¿Se refiere a usted y a mí?

—En cierta manera, sí. A nosotros como responsables… Quiero decir a todos, naturalmente. Ya ha visto cómo las gasta Murat. En mala hora, Navarro. Le digo que en mala hora.

Exasperado, lleno de irritación y sin saber qué hacer, el coronel Navarro Falcón se despide de Giraldes. Una vez afuera decide echar un vistazo por la parte de Monteleón y camina San Bernardo arriba, hasta que en la esquina de la calle de la Palma un retén le corta el paso con malos modos, sin deferencia hacia su uniforme y charreteras.


Arrêtez-vous!

En su torpe francés, aprendido durante la campaña de los Pirineos, el jefe de la junta de Artillería de Madrid pide hablar con un oficial; pero lo más que logra es que se acerque un subteniente bigotudo con granos en la cara. Por las insignias, Navarro Falcón comprueba que pertenece al 5.
o
regimiento de la 2.
a
división de infantería, que a primera hora de la mañana, según sus noticias, se hallaba acampada en la carretera de El Pardo. Los imperiales están metiendo en danza, deduce, todo lo que tienen.

—¿Puedo paser un peu avant, silvuplé?


Interdit!… Reculez!

Navarro Falcón se toca las bombas doradas del cuello de la casaca.

—Soy el director de la junta…


Reculez!

Un par de soldados levantan sus fusiles, y el coronel, prudente, da media vuelta. Está enterado de que al brigadier Nicolás Galet y Sarmiento, gobernador del Resguardo, que esta mañana quiso interceder por sus funcionarios del portillo de Recoletos, los franceses le han pegado un tiro. Así que mejor será no tentar la suerte. Para Navarro Falcón, sus años de juventud intrépida, Brasil, Río de la Plata, la colonia de Sacramento, el asedio de Gibraltar y la guerra contra la República francesa están demasiado lejos. Ahora tiene un ascenso en puertas —lo tenía hasta esta mañana— y dos nietos a los que desea ver crecer. Mientras se aleja procurando hacerlo despacio y sin perder la compostura, oye a lo lejos descargas aisladas de fusilería. Antes de volver la espalda ha tenido ocasión de ver mucha infantería y cuatro cañones franceses frente al palacio de Montemar, junto a la fuente de Matalobos. Dos de las piezas apuntan hacia San Bernardo y la cuesta de Santo Domingo; y a su ojo experto no escapa que están allí para impedir todo socorro a los cercados. Los otros cañones enfilan la calle de San José y el parque de artillería. Y mientras sigue alejándose del lugar sin mirar atrás, el coronel los oye abrir fuego.

El primer disparo de metralla arroja sobre los defensores una nube de polvo, yeso pulverizado y fragmentos de ladrillos.

—¡Tiran de Matalobos!… ¡Cuidado!… ¡Cuidado!

Advertida de los movimientos franceses por el capitán Goicoechea y los que observan desde las ventanas altas del parque, la gente tiene tiempo de buscar cobijo, y la primera andanada sólo se cobra dos heridos. Bernardo Ramos, de dieciocho años, y Ángela Fernández Fuentes, de veintiocho, que se encuentra allí acompañando a su marido, un piconero de la calle de la Palma llamado Ángel Jiménez, son evacuados al convento de las Maravillas.

—¡Los artilleros en la calle, y agachados! —vocea el capitán Daoiz—. ¡Los demás, busquen resguardo!… ¡A cubierto, rápido!… ¡A cubierto!

La orden es oportuna. Siguen al poco rato un segundo disparo francés y un tercero, antes de que el fuego se haga preciso y constante, con gran despliegue de fusilería desde todas las esquinas, terrazas y tejados. Para Luis Daoiz, único que se mantiene en pie entre los cañones pese al horroroso fuego que bate la calle, la intención de los franceses está clara: impedir el descanso de los defensores y mantenerlos con la cabeza baja, sometidos a intenso desgaste como preparación de un asalto general. Por eso sigue gritando a la gente que se proteja y economice munición hasta que la infantería enemiga se ponga a tiro. También ordena al capitán Velarde, que se ha acercado entre el fuego para pedir instrucciones, que mantenga a los suyos dentro del parque, listos para salir cuando asomen bayonetas enemigas.

—Y tú quédate con ellos, Pedro. ¿Me oyes?… Aquí no haces nada, y alguien tiene que tomar el mando si me dan.

—Pues como sigas ahí, de pie, tendré que relevarte pronto.

—Adentro, te digo. Es una orden.

Al poco rato, el bombardeo ensordecedor —la onda expansiva de los cañonazos emboca la calle, retumbando en todos los pechos junto al estrépito de la metralla— y la intensa fusilada francesa empiezan a hacer daño. Crece el castigo, corre la sangre, y alguna gente de la que se resguarda en los portales cercanos, en la huerta y tras la verja del convento, se desbanda y desaparece por donde puede. Es el caso del joven Francisco Huertas de Vallejo y su compañero don Curro, que se cobijan en las Maravillas después de que al cajista de imprenta Gómez Pastrana una esquirla le seccione la yugular y muera desangrado. También son heridos un cerrajero llamado Francisco Sánchez Rodríguez, el presbítero de treinta y siete años don Benito Mendizábal Palencia —que viste ropa seglar y se ha estado batiendo con una escopeta— y el estudiante José Gutiérrez, que hoy frecuenta todos los lugares de peligro. La herida de este asturiano de Covadonga es ya la cuarta —aún ha de recibir hoy treinta y nueve más, y pese a ello sobrevivirá—: un rebote le arranca el lóbulo de una oreja. Gutiérrez acude por su pie a hacerse vendar donde las monjas antes de volver al combate. Luego contará que lo que más lo impresiona es la cantidad enorme de sangre —
«como si hubieran echado en el suelo cubos y cubos»
— que pisa mientras camina por los pasillos del convento.

En la calle, mientras tanto, el resto de la partida de José Gutiérrez es casi aniquilado cuando otra descarga francesa mata, en la puerta misma del parque, a dos de los tres últimos hombres que quedaban en pie de quienes lo siguieron a Monteleón: el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio. También derriba malherido al artillero Juan Domingo Serrano, cuyo puesto ocupa el cochero del marqués de San Simón: un mozo alto y fornido, de fuertes brazos, llamado Tomás Álvarez Castrillón. Cae poco después, junto al cañón que atiende con su marido y sus hijos, la vecina del barrio Clara del Rey, alcanzada por un cascote de metralla que le destroza la frente. La pérdida más sensible es la del niño de once años Pepillo Amador Álvarez, que durante toda la jornada se ha mantenido junto a sus hermanos Antonio y Manuel, asistiéndolos en el combate. Al cabo, una bala francesa lo alcanza en la cabeza cuando, después de cruzar varias veces corriendo la zona batida con la audacia de su corta edad, trae un cesto lleno de munición. Muere así el más joven de los defensores del parque de artillería.

Tiene pocos años más que Pepillo Amador el soldado francés que, en el improvisado hospital de las Maravillas, agoniza en brazos de la monja sor Pelagia Revut.


Ma mère!
—exclama, en el momento de morir.

La monja entiende perfectamente las últimas palabras del muchacho, porque ella misma es francesa: llegó a España en 1794 con un grupo de religiosas fugitivas de la Revolución. Esta mañana, cuando al primer estampido de cañón saltaron los cristales del crucero y las ventanas, las religiosas abandonaron despavoridas sus celdas y se congregaron en la iglesia a rezar, creyendo llegado el fin del mundo. Fue el capellán mayor del convento, don Manuel Rojo, quien tras alentar a las carmelitas con oraciones y palabras de ánimo, apelando luego a la humanidad y caridad cristiana, mandó abrir la clausura y franquear la cancela del templo y la verja del atrio. Después, auxiliado por algunos vecinos, empezó a meter heridos dentro, sin distinción de uniforme —al principio la mayor parte eran franceses—, mientras las monjas, preparando hilas, vendajes, caldos y cordiales, se ocupaban de ellos. Ahora, atrio, templo, locutorio y sacristía resuenan con gemidos y gritos de dolor en ambas lenguas, las veintiuna religiosas —en realidad veinte, pues sor Eduarda sigue animando a los patriotas desde una ventana— atienden a los heridos, y el capellán va de uno a otro entre cuerpos mutilados y charcos de sangre, dando los auxilios espirituales. Los últimos defensores de Monteleón que acaban de traer son una mujer moribunda llamada Juana García, con domicilio en el número 14 de la calle de San José, y un chispero joven y animoso que se sostiene él mismo el paquete intestinal, desgarrado por un metrallazo, de nombre Pedro Benito Miró. A éste lo dejan en el suelo entre otros heridos y agonizantes, sin poder darle más socorro que unos trapos con los que le vendan el vientre.

—¡Padre! —llama sor Pelagia, que cierra los ojos del soldado francés.

Acude don Manuel y musita una oración mientras hace la señal de la cruz en la frente del muerto.

—¿Era católico?

—No sé.

—Bueno. Da lo mismo.

Levantándose, la monja atiende a otros compatriotas. Sor María de Santa Teresa, la superiora, le ha encomendado que, por su nacimiento y por dominar la lengua, se encargue de los franceses heridos en el desastre de la columna Montholon, o de los que entran por la parte meridional del convento, a través de la puerta de la iglesia que da a la calle de la Palma. Porque en las Maravillas se da una situación peculiar, sólo imaginable en el desbarajuste de un combate como el que se libra afuera: mientras los cañonazos franceses arrasan el jardín y la huerta, arruinan el Noviciado, maltratan los muros y llenan los patios y galerías de cascotes y fragmentos de metralla, por San José y San Pedro entran heridos españoles, y por la Palma traen a heridos franceses, respetando ambos bandos el recinto como terreno neutral, o sagrado. Ese miramiento no es común en las tropas imperiales, que han profanado iglesias y aún lo harán con muchas más, en Madrid y en toda España. Pero la circunstancia de que las monjas acojan a las víctimas, así como la presencia mediadora de sor Pelagia, obran el milagro.

Cerca del palacio de Montemar, el general de división Joseph Lagrange, futuro conde del Imperio con nombre inscrito en el Arco de Triunfo de París, presencia el bombardeo del parque de artillería.

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