Un día de cólera (13 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

BOOK: Un día de cólera
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Veinte minutos antes de que la caballería de la Guardia Imperial avance desde el Buen Retiro, el alférez de fragata Manuel Esquivel, con todo el alivio del mundo, ha visto llegar su relevo a la casa de Correos de la puerta del Sol.

—¿Traen ustedes munición?

El otro, un teniente chusquero de edad avanzada, el aire rudo e inquieto, niega con la cabeza.

—Ni siquiera para nosotros. Ni un mal cartucho.

Al escuchar aquello, Esquivel no hace aspavientos. Se lo esperaba. Tendrá que hacer todo el camino de regreso al cuartel con la tropa indefensa, a través de una ciudad enloquecida. Malditos sean, piensa. Sus jefes, los franceses, el populacho y la madre que los trajo a todos.

—¿Cuáles son las últimas instrucciones?

—No han cambiado. Encerrarnos y no asomar la gaita.

—¿Así estamos todavía?… ¿Con lo que está pasando ahí afuera?

El otro tuerce el gesto con desagrado.

—A mí qué me cuenta. Yo cumplo órdenes, como usted.

—¿Órdenes? ¿Qué órdenes?… Aquí nadie ordena nada.

El teniente no responde, limitándose a mirarlo como urgiéndolo a irse de una vez. Esquivel observa angustiado a sus veinte granaderos de Marina, que terminan de formar en el patio con los inútiles fusiles colgados al hombro. Para colmo, comprueba, el vistoso uniforme de esa tropa de élite, casaca azul con vueltas rojas, correaje blanco y gorro forrado de piel, puede confundirse de lejos con el de los granaderos imperiales.

—¿Qué hay de los franceses?

El teniente hace amago de escupir entre sus botas, pero se contiene. Luego encoge los hombros con indiferencia.

—Se preparan para marchar sobre el centro de la ciudad. O eso dicen.

—Será una matanza. Ya ve cómo está la gente de encendida. He visto cosas…

—Ése es problema de los gabachos, ¿no cree?… Ni suyo ni mío.

Está claro que al recién llegado empieza a incomodarlo tanta conversación. Y parece resuelto a no complicarse la vida. Ahora dirige ojeadas impacientes a diestra y siniestra, con visibles deseos de que Esquivel desaparezca y atrancar las puertas.

—Yo de usted me iría a toda prisa —sugiere.

Esquivel asiente como si acabara de escuchar el Evangelio.

—No me lo pensaré dos veces —concluye—. Buena suerte.

—Lo mismo digo.

Haciendo de tripas corazón, preocupado por lo que va a encontrar afuera, el alférez de fragata se acerca a sus granaderos, que lo miran entre confiados e inquietos. Del edificio de Correos al cuartel de Marina, situado en el paseo del Prado, hay un trecho largo. Aunque estarán mejor allí, con el resto de la compañía —sobre todo si al final se les ordena salir a la calle para ayudar al pueblo o para reprimirlo—, el trayecto se presenta lleno de obstáculos: la distancia, la gente y los franceses. Sobre todo estos últimos, que viniendo del Buen Retiro van a seguir, sin duda, el mismo camino que él debe tomar, a la inversa, para ir al cuartel. Y no quiere imaginar lo que pasará si se encuentran.

—Calen bayonetas.

«Por lo menos —decide en sus adentros— que la cosa no nos pille con las manos en los bolsillos».

—Preparados para salir. A mi orden y sin detenerse. Vean lo que vean, pase lo que pase, no atiendan más que a mí… ¿Listos?

El sargento del piquete, con su cara curtida de veterano y sus cicatrices de Trafalgar, lo mira como preguntándole si sabe lo que hace. Para tranquilizar a la tropa, Esquivel compone una sonrisa.

—Fusil en prevengan. Paso ligero.

Y tras persignarse mentalmente, poniéndose a la cabeza de sus hombres, el alférez de fragata abandona el edificio. Apenas en la calle, su primera impresión es que penetra en un océano de gente. Al reconocer los uniformes de Marina, la multitud deja paso, respetuosa. Hay mucho pueblo llano, con numerosas mujeres que han venido de la parte sur de la ciudad, y los balcones y ventanas están cuajados como si de una fiesta se tratara. Unos sonríen, dan vivas o aplauden viendo tropa española. Otros, más hoscos, los incitan a unirse a ellos o entregar los fusiles. Impertérrito, sin hacer caso a nadie, Esquivel sigue su marcha. Del lado de Santa Ana oye tiros sueltos. Procurando no mirar a nadie, el sable en la vaina y suspendido en la mano izquierda, los ojos fijos en la embocadura de la carrera de San Jerónimo, el marino dirige a sus granaderos mientras ruega a Dios les permita llegar a tiempo y sin novedad al paseo del Prado.

—¡Mantengan el paso!… ¡Vista al frente!

La marcha, siempre a paso redoblado, lleva al piquete junto al Buen Suceso y luego carrera de San Jerónimo abajo, donde Esquivel observa que los grupos de gente son más dispersos, clarean y acaban siendo pequeñas partidas agazapadas en portales y esquinas con trabucos, palos y cuchillos. En tres ocasiones, al pasar por las bocacalles que llevan a Antón Martín y la calle de Atocha, les hacen algunos disparos de lejos —no se sabe si franceses o españoles—, que no causan desgracias, aunque sí sobresalto. Mientras mantiene el paso rápido, trotando con resonar de botas en el suelo, y a medida que el piquete se acerca a la confluencia de San Jerónimo y el Prado, Esquivel siente desfallecerle el ánimo cuando ve la rutilante y compacta columna de caballería francesa que, despacio, extendiéndose por atrás hasta el Buen Retiro, baja por la cuesta y avanza en dirección contraria, todavía a unas cien varas de distancia.

—Virgen santa —exclama el sargento, a su espalda.

Esquivel se vuelve, con un rugido.

—¡Conserven la formación!… ¡Vista al frente!… ¡Cabeza, variación izquierda!

Y así, sólo un poco antes de que la caballería francesa rebase la fuente de Neptuno, desfilando impasible a paso ligero ante los sorprendidos jinetes de la vanguardia imperial, el pequeño destacamento español, con todos sus granaderos mirando al vacío como si no vieran la amenazadora masa de hombres y caballos, gira disciplinadamente en la esquina misma y se aleja bajo los árboles del paseo del Prado, a salvo.

Hacia las once y media de la mañana, cuando la vanguardia de caballería avanza hacia la puerta del Sol por San Jerónimo, el resto de las tropas imperiales situadas en las afueras de Madrid han abandonado sus campamentos y se dirigen a las puertas de la ciudad, obedeciendo las órdenes de tomar las grandes avenidas y converger en el centro. Al ver multiplicarse la presencia de franceses, y comprobando que sus avanzadas abren fuego sin aviso previo contra todo grupo de civiles que encuentran a su paso, la gente que sigue en la calle busca desesperadamente armas. A veces las obtiene asaltando tiendas, salones de esgrima, cuchillerías, o saqueando la Armería Real, de donde algunos salen con corazas, alabardas, arcabuces y espadas de los tiempos de Carlos V. A esa misma hora, por la tapia trasera del cuartel de Guardias Españolas, un grupo de soldados pasa fusiles y cartuchos al paisanaje que desde allí reclama, mientras sus oficiales miran hacia otro lado pese a las órdenes recibidas. El coronel don Ramón Marimón, que se presentó apenas comenzaron los disturbios, ha llegado a tiempo de impedir que la tropa, ya formada para ello, saliera a la calle. Pese a todo, cinco soldados uniformados, entre los que se cuentan el sevillano de veinticinco años Manuel Alonso Albis y el madrileño de veinticuatro Eugenio García Rodríguez, saltan la tapia y se unen a los insurrectos. De este modo forman partida una treintena de soldados y paisanos entre los que se encuentran José Peña, zapatero de diecinueve años; José Juan Bautista Montenegro, criado del marqués de Perales; el toledano Manuel Francisco González Rivas, vecino de la calle del Olivar; el madrileño Juan Eusebio Martín, y el oficial herrero de cuarenta años Julián Duque. Todos juntos se dirigen hacia el paseo del Prado cruzando por el huerto de San Jerónimo y el jardín Botánico, en busca de franceses. Allí combatirán, con extraordinaria dureza y haciendo daño al enemigo, contra destacamentos de caballería que bajan del Buen Retiro y unidades de infantería imperial que empiezan a subir desde el paseo de las Delicias y la puerta de Atocha.

Mientras los choques entre madrileños y avanzadillas francesas se generalizan a lo largo del Prado, el mozo de caballerías reales Gregorio Martínez de la Torre, de cincuenta años, y José Doctor Cervantes, de treinta y dos, que se dirigían al cuartel de Guardias Españolas en busca de armas, dan media vuelta al ver el paso cortado por una columna de jinetes franceses. Al poco encuentran a un conocido llamado Gaudosio Calvillo, funcionario del Resguardo de la Real Hacienda, que va apresurado llevando cuatro fusiles, dos sables y una bolsa de cartuchos. Calvillo les cuenta que muy cerca, en el portillo de Recoletos, sus compañeros de Aduanas se disponen a batirse, o lo hacen ya; de modo que cogen un fusil cada uno y deciden seguirlo. Por el camino, al verlos armados y resueltos, se les unen los hortelanos de la duquesa de Frías y del marqués de Perales Juan Fernández López, Juan José Postigo y Juan Toribio Arjona, llevando Fernández López una escopeta de caza de su propiedad y provistos los otros sólo de navajas. Arjona se hace cargo del fusil que resta, y llegan de ese modo a las inmediaciones del portillo, justo cuando los aduaneros y algunos paisanos se enfrentan a avanzadillas de infantería francesa que se aventuran por el lugar. Saltando tapias, corriendo agachados bajo los árboles de las huertas, los seis terminan por unirse a un grupo numeroso, formado entre otros por los funcionarios del Resguardo Anselmo Ramírez de Arellano, Francisco Requena, José Avilés, Antonio Martínez y Juan Serapio Lorenzo, a quienes acompañan los alfareros del tejar de Alcalá Antonio Colomo, Manuel Díaz Colmenar, los hermanos Miguel y Diego Manso Martín, y el hijo de éste. Entre todos logran acorralar a unos exploradores franceses que avanzan descuidados por la huerta de San Felipe Neri. Tras furioso intercambio de disparos, les caen encima con navajas, al degüello, haciendo tan terrible carnicería que al cabo, espantados de su propia obra, previendo la inevitable represalia, se dispersan y corren a ocultarse. Los funcionarios buscan amparo en las dependencias de Aduanas del portillo de Recoletos, y el hortelano Juan Fernández López, todavía con su escopeta, decide acompañarlos; sin imaginar que de allí a poco rato, cuando llegue el grueso de tropas enemigas queriendo vengar a sus camaradas, ese lugar se convertirá en una trampa mortal.

En su despacho de la Cárcel Real, el director no da crédito a sus oídos.

—¿Que los presos solicitan qué?

El portero jefe, Félix Ángel, que acaba de poner un papel manuscrito sobre la mesa de su superior, encoge los hombros.

—Lo piden respetuosamente, señor director.

—¿Y qué es lo que dice que solicitan?

—Defender a la patria.

—Me toma el pelo, Félix.

—Dios me libre.

Poniéndose los anteojos, incrédulo todavía, el director lee la instancia que acaba de presentar el portero jefe, transmitida por conducto reglamentario:

Abiendo adbertido el desorden que se nota en el pueblo y que por los balcones se arroja almas y munisiones para la defensa de la Patria y el Rey, el abajo firmante Francisco Xavier Cayón suplica en su nombre y de sus compañeros bajo juramento de volber todos a la prisión se nos ponga en libertad para ir a exponer la vida contra los estrangeros y en bien de la Patria.

Respetuosamente en Madrid a dos de mayo de mil ochosientos y ocho.

Aún estupefacto, el director mira al portero jefe.

—¿Quién es ese Cayón?… ¿El número quince?

—El mismo, señor director. Tiene estudios, como puede ver. Y buena letra.

—¿De fiar?

—Dentro de lo que cabe.

El director se rasca las patillas y resopla, dubitativo.

—Esto es irregular… Eh… Imposible. Ni siquiera en estas difíciles circunstancias… Además, algunos son criminales con delitos de sangre. No podemos dejarlos sueltos.

El portero jefe se aclara la garganta, mira el suelo y luego al director.

—Dicen que si no se atiende la solicitud de buen grado, se amotinan por fuerza.

—¿Amenazan? —el director da un respingo—. ¿Se atreven a eso, los canallas?

—Bueno… Es una forma de verlo. De cualquier manera ya lo han hecho… Están reunidos en el patio y me han quitado las llaves —el portero jefe señala el papel sobre la mesa—. En realidad esa instancia es una formalidad. Un detalle de buena fe.

—¿Se han armado?

—Bueno, sí… Lo de siempre: hierros afilados, pinchos, tostones… Lo normal. También amenazan con pegarle fuego a la cárcel.

El director se seca la frente con un pañuelo.

—De buena fe, dice.

—Yo no digo nada, señor director. Lo de buena fe lo dicen ellos.

—¿Y se ha dejado quitar las llaves, por las buenas?

—Qué remedio… Pero ya los conoce. Por las buenas es una manera de hablar.

El director se levanta de su mesa y da un par de vueltas alrededor. Luego va junto a la ventana, oyendo preocupado los tiros de afuera.

—¿Cree que cumplirían su palabra?

—Ni idea.

—¿Se hace usted responsable?

—Lo veo con ganas de guasa, señor director. Dicho sea con todo respeto.

Indeciso, el director vuelve a secarse la frente. Luego regresa junto a la mesa, coge los lentes y lee otra vez la instancia.

—¿Cuántos reclusos tenemos ahora?

El portero jefe saca una libreta del bolsillo.

—Según el recuento de esta mañana, ochenta y nueve sanos y cinco en la enfermería: noventa y cuatro en total —cerrando la libreta, hace una pausa significativa—. Al menos hace un momento teníamos ésos.

—¿Y quieren salir todos?

—Sólo cincuenta y seis, según el tal Cayón. Otros treinta y ocho, si contamos los enfermos, prefieren quedarse aquí, tranquilos.

—Es una locura, Félix. Más que una cárcel, esto parece un manicomio.

—Un día es un día, señor director. La patria y todo eso.

El director mira al portero jefe, suspicaz.

—¿Qué pasa?… ¿También quiere ir con ellos?

—¿Yo?… Ni ciego de uvas.

Mientras el director y el portero jefe de la Cárcel Real dan vueltas al escrito de los presos, una carta de tono diferente llega a manos de los miembros del Consejo de Castilla. Va firmada por el duque de Berg:

Desde este instante debe cesar toda especie de miramiento. Es preciso que la tranquilidad se restablezca inmediatamente o que los habitantes de Madrid esperen ver sobre sí todas las consecuencias de su resolución. Todas mis tropas se reúnen. Órdenes severas e irrevocables están dadas. Que toda reunión se disperse, bajo pena de ser exterminados. Que todo individuo que sea aprehendido en una de esas reuniones sea inmediatamente pasado por las armas.

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