Como respuesta a la intimación de Murat, el abrumado Consejo, con firma del gobernador don Antonio Arias Mon, se limita a despachar un bando conciliador al que, en una ciudad en armas y enloquecida, nadie hará caso:
Que ninguno de los vasallos de S.M. maltrate de palabra ni de obra a los soldados franceses, sino que antes bien se les dispense todo favor y ayuda.
Ajeno a cualquier bando publicado o por publicar, Andrés Rovira y Valdesoera, capitán del regimiento de Milicias Provinciales de Santiago de Cuba, a la cabeza de un pelotón de paisanos que buscan batirse con los franceses, encuentra al capitán Velarde cuando éste, seguido por los escribientes Rojo y Almira, camina por San Bernardo hacia el cuartel de Mejorada, sede del regimiento de Voluntarios del Estado. Al ver la actitud resuelta de Velarde, Rovira, que lo conoce, se le une con su gente. De ese modo llegan juntos al cuartel, donde encuentran el regimiento formado en el patio y en actitud de defensa, y a su coronel, don Esteban Giraldes Sanz y Merino —marqués de Casa Palacio, veterano de las campañas de Francia, Portugal e Inglaterra—, discutiendo agriamente en un aparte con sus oficiales, que pretenden echarse a la calle, fraternizar con el pueblo e intervenir en la lucha. Giraldes se niega y amenaza con arrestar a todos los mandos de teniente para arriba, pero la discusión se agrava con la presencia de jefes populares, vecinos y conocidos de la gente del cuartel, que se ofrecen para abrir paso a los soldados hasta el cercano parque de Monteleón, garantizando que el pueblo, necesitado de jefes, acatará cualquier orden militar.
—¡Aquí la única disciplina es cumplir lo que yo mando! —exige el coronel, a punto de perder los estribos.
La posición de Giraldes se debilita con la llegada de Velarde, Rovira y los hombres que los siguen. El teniente Jacinto Ruiz, que pese al asma y la mucha fiebre ha logrado incorporarse a su unidad, escucha a Velarde argumentar con calor, y comprueba que sus exaltadas palabras encienden todavía más los ánimos, incluido el suyo.
—¡No podemos estar cruzados de brazos mientras asesinan al pueblo! —vocea el artillero.
El coronel se mantiene en sus trece, y la situación roza el motín. Frente a quienes afirman que si el regimiento sale a la calle su ejemplo alentará al resto de tropas españolas, Giraldes opone que eso extendería la matanza, volviendo irreversible el conflicto.
—¡Es vergonzoso! —insiste Velarde, coreado por oficiales y paisanos—. ¡El honor nos obliga a batirnos por encima de toda consideración!… ¿Es que no oye usted los tiros?
El coronel empieza a dudar, y se le nota. La discusión sube de tono. Las voces llegan hasta los soldados formados en el patio, entre los que empiezan a correr comentarios levantiscos.
—Permítanos al menos —insiste Velarde— reforzar a los compañeros de Monteleón… Apenas hay allí unos pocos artilleros con el capitán Daoiz, y los franceses tienen dentro del parque una fuerza muy superior… Será usted responsable, mi coronel, si atacan a los nuestros.
—¡No le tolero que me hable en ese tono!
Velarde no se achanta lo más mínimo:
—¡Con mi tono o sin él, será responsable ante la patria y ante la Historia!
Ha subido la voz lo suficiente para que los soldados de las filas próximas escuchen a gusto. En el patio crece el rumor de murmullos. Rojo de ira, con las venas a punto de reventarle por el cuello alto y duro de la casaca, Giraldes señala la puerta de la calle.
—¡Salga de mi cuartel inmediatamente!
Resuelto, Velarde alza más la voz, que ahora resuena en todo el patio.
—¡Cuando salga, le juro por mi conciencia que no lo haré solo!
Es el capitán Rovira quien propone una solución. Puesto que el peligro que corren los artilleros del parque es real, podría enviarse una pequeña tropa para asegurarlos de cualquier intento francés. Una fuerza oficial, que al mismo tiempo frene a los paisanos que se amontonan en la calle.
—Si la gente se desboca, será peor. Más uniformes españoles mantendrían la disciplina.
Al fin, acosado, inseguro de poder seguir manteniendo a sus hombres bajo control, el coronel se agarra a esa salida como mal menor. A regañadientes, accede a enviar una fuerza a Monteleón. Para ello elige a uno de sus capitanes más serenos: Rafael Goicoechea, al mando de la 3.
a
compañía del 2.
o
batallón, que tiene bajo sus órdenes a treinta y tres fusileros, a los tenientes José Ontoria y Jacinto Ruiz Mendoza, al subteniente Tomás Bruguera y a los cadetes Andrés Pacheco, Juan Manuel Vázquez y Juan Rojo. La instrucción verbal que recibe Goicoechea es no emprender actos de hostilidad contra ninguna fuerza francesa. Tras lo cual, provistos de munición, fusiles al hombro, con su jefe y oficiales al frente, los Voluntarios del Estado abandonan el cuartel y bajan por San Bernardo hacia la fuente de Matalobos, la calle de San José y el parque de artillería. Los acompañan Velarde, Rovira y una veintena de paisanos alborozados. Los vecinos aplauden y vitorean, palmean la espalda a los soldados, y algunos se les unen. Precediendo a la tropa, aturdido por su precario estado de salud, inflamado de fiebre y respirando con dificultad, el teniente Jacinto Ruiz se esfuerza por mantenerse erguido. Al pasar por la esquina de la calle de San Dimas, Ruiz observa cómo el padre del cadete Andrés Pacheco, el exento de Guardias de Corps José Pacheco, que desde el balcón de su casa ha visto a su hijo pasar con los otros camino de Monteleón, baja a toda prisa ciñéndose un sable, y sin decir palabra se une a la tropa.
—¡Ahí están!… ¡Vienen delante los moros!
Cuando la vanguardia de jinetes desemboca de San Jerónimo en la puerta del Sol, entre el hospital e iglesia del Buen Suceso y el convento de la Victoria, el primer movimiento de la multitud desarmada es dispersarse por las calles próximas, esquivando los caballos lanzados al galope y los alfanjes de los mamelucos, que hacen molinetes sobre sus cabezas tocadas con turbantes y descargan tajos contra la gente que corre indefensa. Empujado entre la desbandada general, el presbítero de Fuencarral don Ignacio Pérez Hernández intenta refugiarse en un portal. Allí ayuda a un anciano que ha caído al suelo y se expone a ser pisoteado, cuando por todas partes surgen voces de cólera, incitando a no retroceder y plantar cara.
—¡A ellos, rediós!… ¡A por esos moros gabachos! ¡Que no pasen! ¡Que no pasen!
A su alrededor, espantado, el presbítero escucha el clac, clac, clac, de innumerables navajas que se abren. Cachicuernas albaceteñas de siete muelles, con hojas de entre uno y dos palmos de longitud, que los hombres sacan de las fajas, de los bolsillos, de bajo los capotes y las chaquetas, y con ellas en las manos se lanzan ciegos, gritando encolerizados, al encuentro de los jinetes que avanzan.
—¡Viva España y viva el rey!… ¡A ellos!… ¡A ellos!
El choque es brutal, de un salvajismo nunca visto. Tan ebrios de ira que algunos ni se preocupan por su seguridad personal, los madrileños se meten entre las patas de los caballos, se agarran a las bridas y se cuelgan de las sillas, apuñalando a los mamelucos en las piernas, en el vientre, destripando a los caballos que caen patas al aire coceando sus propias entrañas.
—¡A ellos!… ¡Que no quede moro vivo!
Continúan llegando mamelucos a brida suelta. Tropiezan los caballos con los cuerpos caídos y siguen adelante a saltos y trompicones, dando corvetas con hombres agarrados a ellos en racimos testarudos y feroces que intentan derribar a los jinetes sin precaverse de los sablazos, mientras de todos los rincones de la plaza acuden corriendo paisanos enloquecidos con navajas en las manos, con escopetas de caza y trabucos que descargan a bocajarro en la cara de los caballos y en el pecho de sus jinetes. No hay mameluco que caiga o ruede por tierra sin ocho o diez puñaladas, y a medida que acuden más jinetes, y los uniformes verdes y cascos relucientes de los dragones franceses se mezclan con la ropa multicolor de los mercenarios egipcios, la matanza se extiende al centro de la plaza, con la gente disparando carabinas y escopetas desde los balcones, tirando tejas, botellas, ladrillos y hasta muebles. Algunas mujeres arremeten desde los portales con tijeras de coser o cuchillos de cocina, muchos vecinos arrojan armas a quienes pelean abajo, y los más osados, desorbitados los ojos por el ansia de matar, aullando de furia, saltan a la grupa de los caballos y, agarrados a sus jinetes, los acuchillan y degüellan, matan, mueren, se desploman abiertos a sablazos, caen de rodillas bajo los caballos o se revuelcan por el suelo con los enemigos agonizantes, envueltos en sangre de todos, clavando navajas entre los gritos de unos y otros, los relinchos de las bestias desventradas, las coces de sus patas en el aire. Perecen así, deshechos a puñaladas, veintinueve de los ochenta y seis mamelucos que integran el escuadrón; entre ellos el legendario Mustafá, héroe de Austerlitz, a quien sujetan los asturianos Francisco Fernández, criado del conde de la Puebla, y Juan González, criado del marqués de Villaseca, mientras el albañil Antonio Meléndez Álvarez, leonés de treinta años, le rebana el cuello con su cachicuerna. Y al coronel Daumesnil, jefe de la vanguardia francesa, le matan dos caballos a navajazos, librándose de ser acuchillado porque en ambas ocasiones lo socorren sus mamelucos y dragones.
—¡Vienen más, aguantad!… ¡Viva el rey Fernando!… ¡Viva España!
Ensangrentadas hasta las cachas, las navajas no descansan. Muchos jinetes, espantados por el muro humano que se les opone, vuelven grupas y se alejan rodeando el Buen Suceso hacia la calle de Alcalá, donde otra gente los acomete; pero la carrera de San Jerónimo sigue vomitando oleadas de caballería imperial, y los paisanos combatientes sufren terribles bajas. Junto a la fuente de la Mariblanca, el albañil Meléndez Álvarez recibe un sablazo que le abre la cabeza. Un mancebo de tienda de la calle Montera llamado Buenaventura López del Carpio, que acude a batirse junto a su compañero Pedro Rosal, encaja un tiro en la cara; y a su lado, pisoteados por los caballos a cuyas riendas se aferran, caen el menorquín Luis Monge, el mozo de cuerda Ramón Huerto, el napolitano Blas Falcone, el jornalero Basilio Adrao Sanz y la vecina de la calle Jacometrezo María Teresa de Guevara. Mucha gente empieza a chaquetear y corre en busca de amparo, y al poco rato no quedan en la puerta del Sol más de tres centenares de hombres y algunas mujeres que pelean como pueden, refugiándose en las esquinas y zaguanes para tomar respiro o esquivar las cargas de los grupos más compactos de caballería, volviendo a saltar sobre los jinetes sueltos que van y vienen para despejar la plaza. Los hermanos Rejón y su compañero el cazador colmenarense Mateo González, que luchan a brazo partido, se ven obligados a recular hasta el atrio enrejado del Buen Suceso cuando una nueva oleada de dragones a caballo dispersa su grupo a tiros y golpes de sable, matando a la manola Ezequiela Carrasco, al herrador Antonio Iglesias López y al zapatero de diecinueve años Pedro Sánchez Celemín. Entre los que, navaja en mano, se resguardan en el Buen Suceso, Mateo González reconoce con estupor al actor Isidoro Máiquez, que ha salido a batirse con el pueblo.
—Rediós. No me diga que usted es Máiquez…
El famoso representante, que tiene cuarenta años, viste a lo castizo: chaquetilla corta de majo, calzón de ante, polainas de paño y pañuelo recogiéndole el pelo. Al oír su nombre sonríe con aire fatigado, mientras se enjuga la sangre de la cara —sangre ajena, parece— con el dorso de una mano.
—Sí, amigo —responde, afable—. En persona y a su servicio.
A Mateo González, que no le han temblado las piernas frente a los mamelucos, se le corta el aliento. Lástima, se lamenta, que no quede vino en la bota de los hermanos Rejón, para celebrar el encuentro.
—Lo vi hacer de don Pedro en
La comedia nueva
… ¡Impresionante!
—Se lo agradezco mucho, pero no es momento. Vayamos a lo nuestro.
El descanso dura poco. Apenas pasa el grueso del nuevo ataque francés, todos, Máiquez incluido, salen otra vez a la calle, sobre el empedrado de la acera, resbaladizo de sangre. José Antonio López Regidor, de treinta años, recibe un balazo a bocajarro en el mismo instante en que, encaramado a la grupa del caballo de un mameluco, le parte a éste el corazón de una puñalada. Caen también en esas cargas francesas, entre otros, Andrés Fernández y Suárez, contador de la Real Compañía de La Habana, de sesenta y dos años; Valerio García Lázaro, de veintiuno; Juan Antonio Pérez Bohorques, de veinte, mozo de caballos de las Reales Guardias de Corps, y Antonia Fayola Fernández, vecina de la calle de la Abada. El noble guipuzcoano José Manuel de Barrenechea y Lapaza, de paso por Madrid, que al oír el tumulto salió esta mañana de su fonda con un bastón estoque, dos pistolas de duelo al cinto y seis cigarros habanos en un bolsillo de su levita, recibe un sablazo que le parte la clavícula izquierda, abriéndola hasta el pecho. Y unos pasos más allá, en la esquina de la casa del Correo con la calle Carretas, los niños José del Cerro, de diez años, que va descalzo y con las piernas desnudas, y José Cristóbal García, de doce, resisten a pedradas, cara a cara, el embate de un dragón de la Guardia Imperial bajo cuyo sable pierden la vida. Para entonces, el presbítero don Ignacio Pérez Hernández, espantado por cuanto presencia, ha abierto la navaja que traía en el bolsillo. Remangados hasta la cintura los faldones de la sotana, pelea a pie firme entre los caballos, junto a sus feligreses foncarraleros.
Cuando el capitán Pedro Velarde llega al parque de Monteleón con la fuerza de Voluntarios del Estado y los paisanos que los acompañan, el gentío en la calle de San José supera el millar de personas. Viendo aparecer los uniformes blancos con un capitán de artillería al frente, todos prorrumpen en vítores y aplausos, y a duras penas logra Velarde abrirse paso hasta la puerta. Al encontrarla cerrada, la golpea con firmeza y autoridad. Se entreabre ésta un poco, y al ver los de dentro —dos franceses y un artillero español— sus charreteras de capitán, le franquean el paso sin más trámite, aunque sólo permiten que entren él y otro oficial, que resulta ser el teniente Jacinto Ruiz. En cuanto pisa el recinto, Velarde ve al capitán francés con sus oficiales y la gente formada; y antes de presentarse a Luis Daoiz, que se encuentra con el teniente Arango en la sala de oficiales, se dirige en línea recta, resuelto y escoltado por Ruiz, hacia el jefe de los imperiales.