—Nunca pensé que me alegraría de volver aquí —comenta uno.
No falta quien conserva ánimo para alardear de lo que hizo afuera, ni quien tuvo tiempo de remojarse en la taberna del arco de Botoneras. Varios traen las ropas manchadas de sangre, no siempre propia, y también armas capturadas al enemigo: sables, fusiles y pistolas que van dejando en el zaguán y que, a toda prisa, el portero jefe hace desaparecer arrojándolas al pozo. Entre ellos vienen el gallego Souto —vestido con una casaca de artillero francés— y un sonriente Francisco Xavier Cayón, el recluso que escribió la petición para que los dejaran salir a la calle bajo palabra de reintegrarse a prisión cuando todo acabase.
—¿Ha sido duro?
—A ratos.
Sin más comentarios, con el aplomo de la gente cruda, Cayón se va derecho al porrón de vino que el portero jefe tiene sobre la mesa de la entrada, echa atrás la cabeza y se mete un largo chorro en el gaznate. Luego se lo pasa a Souto, que hace lo mismo.
—¿Muchas desgracias? —se interesa Félix Ángel.
Cayón se seca la boca con el dorso de la mano.
—Que yo sepa, han matado a Pico.
—¿A Frasquito? ¿El pastor mozo de la Paloma?
—Ese mismo. Y a Domingo Palén también se lo llevaron herido al hospital, pero no sé si habrá llegado o no… También me parece que vi caer a otros dos, pero de ésos no estoy seguro.
—¿Quiénes?
—Quico Sánchez y el Gitano.
—¿Y los demás que faltan?
El preso cambia una mirada guasona con su compañero Souto y luego se encoge de hombros.
—No sé. Estarán por ahí.
—Prometieron volver.
El otro le guiña un ojo.
—Pues si lo prometieron, volverán, ¿no?… Supongo.
El pronóstico de Francisco Xavier Cayón se cumple casi al pie de la letra. El último preso llamará a la puerta principal de la Cárcel Real al mediodía del día siguiente, bien afeitado y vestido con ropa limpia, tras haber pasado tranquilamente la noche en su casa del Rastro, con la familia. Y el recuento definitivo, remitido dos días más tarde por el portero jefe al director de la cárcel, concluirá con la siguiente lista:
Presos: 94
Se negaron a salir: 38
Salieron: 56
Muertos: 1
Heridos: 1
Desaparecidos (que se dan por muertos): 2
Prófugos: 1
Regresaron: 51
En la cuesta de San Vicente, a Joachim Murat se lo llevan los diablos. Sus ojos de brutal espadón echan chispas entre los rizos negros y las frondosas patillas. Un ayudante lo está poniendo al corriente de los sucesos en el parque de artillería.
—¿Prisioneros? —Murat no da crédito a lo que oye—. ¡Imposible!… ¿Cuántos?
El ayudante traga saliva. Tampoco él daba crédito hasta que acudió en persona a comprobarlo. Acaba de regresar con las espuelas ensangrentadas, reventando a su caballo.
—Han cogido al comandante Montholon con varios oficiales y unos cien soldados de su columna —dice con cuanta suavidad le es posible, viendo enrojecer el rostro de su interlocutor—… Si se les suman los heridos que han metido dentro y el destacamento de setenta y cinco hombres que teníamos allí cuando se sublevó el cuartel, salen unos… En fin… Alrededor de doscientos.
El gran duque de Berg, los ojos inyectados en sangre, lo agarra por los alamares bordados de la pelliza.
—¿Doscientos?… ¿Me está diciendo que esa gentuza tiene en su poder a doscientos prisioneros franceses?
—Más o menos, Alteza.
—¡Hijos de puta!… ¡Hijos de la grandísima puta!
Ciego de ira, Murat dirige una mirada homicida a dos dignatarios españoles que aguardan algo más lejos, descubiertos y a pie. Se trata de los ministros de Hacienda, Azanza, y de la Guerra, O’Farril, a los que hace esperar desde hace rato. A última hora de la mañana, Murat mandó un mensaje al Consejo de Castilla para que aplacase al pueblo, so pena de males mayores. Y los dos ministros, tras recorrer —inútilmente y con riesgo para su integridad física— las calles próximas al Palacio Real, se han presentado al jefe de las tropas francesas para pedirle que no extreme el rigor en la venganza.
—¡Que no lo extreme, dicen!… ¡Van a ver todos lo que es extremar de verdad!
Acto seguido, descompuesto y a gritos, Murat ordena una sucesión de represalias que incluyen arcabucear sobre el terreno a todo madrileño culpable de la muerte de un francés, así como el juicio sumarísimo, condena de muerte incluida, de cuantos hombres, mujeres o muchachos sean apresados con armas en la mano, desde las de fuego hasta simples navajas, tijeras y cualquier instrumento que pinche o corte. También ordena la detención inmediata, en su domicilio, de todo sospechoso de haber intervenido en el motín, y autoriza a los imperiales a entrar en casas desde las que se haya disparado contra ellos.
—¿Qué hacemos con los insurrectos del parque de artillería, Alteza?
—Fusílenlos a todos.
—Antes habrá que… Bueno. Tendremos que tomar el parque.
Con violencia, Murat se vuelve hacia el general de división Joseph Lagrange.
—Oiga, Lagrange. Quiero que se ponga usted al mando del Sexto regimiento de la brigada Lefranc, que se está moviendo desde la carretera de El Pardo y San Bernardino hacia Monteleón. Y que con ésta, auxiliado de artillería y de cuantas fuerzas necesite, incluido lo que quede del batallón de Westfalia y del Cuarto provisional, acabe con la resistencia del parque. ¿Me oye?… Páselos a cuchillo a todos.
El otro, un soldado veterano y duro, con las campañas de los Pirineos, Egipto y Prusia en la hoja de servicios, se cuadra con un taconazo.
—A la orden, Alteza.
—No quiero recibir de usted ningún parte, ningún informe, ningún mensaje. ¿Comprende?… No quiero saber una maldita palabra de nada que no sea el completo exterminio de los rebeldes… ¿Lo ha entendido bien, general?
—Perfectamente, Alteza.
—Pues muévase.
Aún no ha montado Lagrange a caballo, cuando Murat se vuelve hacia Augustin-Daniel Belliard, también general de división y jefe de su estado mayor.
—¡Belliard!
—A la orden.
El gran duque de Berg señala, despectivo, a los dos ministros españoles que aguardan mansamente a que los reciba. Semanas más tarde, ambos se pondrán sin reservas al servicio del rey intruso José Bonaparte. Ahora siguen esperando, sin que nadie los atienda. Hasta los batidores y granaderos de la escolta de Murat se les ríen en la cara.
—Ocúpese de esos dos imbéciles. Que sigan ahí, pero lejos de mi vista… Ganas me dan de hacerlos fusilar a ellos también.
Apoyado en una jamba rota de la puerta de Monteleón, el capitán Luis Daoiz no se hace ilusiones. Desde el desastre de la columna francesa no han sufrido ningún ataque serio, pero los tiradores enemigos mantienen la presión. El cerco es total, y los servidores de los cañones españoles se mantienen lo más a cubierto que pueden para eludir los disparos. Todo el que cruza entre la puerta del parque, el convento de las Maravillas y las casas contiguas, debe hacerlo a la carrera, con riesgo de recibir un balazo. Y por si fuera poco, el capitán Goicoechea, que con sus Voluntarios del Estado y buen número de paisanos sigue apostado en las ventanas altas del edificio principal, anuncia movimiento de cañones enemigos por la parte de San Bernardo, junto a la fuente de Matalobos. Todo indica que los franceses preparan un nuevo asalto en toda regla, y que esta vez no tienen intención de fracasar.
—¿Cómo ves el panorama? —pregunta Pedro Velarde.
Daoiz mira a su amigo, que viene fumando una pipa. Lleva el sable en la funda y dos pistolas metidas en el cinto. Con algunos botones menos en la casaca, la charretera partida y la mugre del combate, más parece contrabandista de Ronda que oficial de estado mayor. Tampoco yo, piensa el capitán, debo de tener mejor aspecto.
—Mal —responde.
Los dos militares permanecen callados, atentos a los sonidos del exterior. Salvo algún disparo esporádico de los tiradores ocultos, la ciudad está en silencio.
—¿Cómo sigue el teniente Ruiz? —se interesa Daoiz.
—Gravísimo. No ha perdido el conocimiento, y sufre horrores… Un chico valiente, ¿verdad?… Un buen muchacho.
—¿No sería mejor llevarlo al convento, con las monjas?
—No conviene moverlo. Ha perdido mucha sangre y podría quedarse en el camino. Lo tengo en la sala de oficiales, con otros heridos nuestros y franceses.
—¿Cómo va lo demás?
En pocas palabras, Velarde lo pone al corriente. Los defensores del parque ya se reducen a media docena de oficiales, diez artilleros, una treintena de Voluntarios del Estado y menos de trescientos paisanos: el medio centenar que ayuda en los cañones y defiende las casas contiguas al convento, los que están con el propio Velarde en la puerta y las tapias o con Goicoechea en las ventanas del tercer piso, y los que se ocupan de proteger la parte posterior del recinto, aunque de ésos desertan muchos. Además, no toda la fuerza atiende a la defensa, pues parte se emplea en vigilar al comandante y a los trece oficiales franceses prisioneros en el pabellón de guardia, así como a los doscientos soldados encerrados en las cocheras y cuadras. En lo que se refiere a municiones, escasea la cartuchería; la falta de cargas de pólvora para los cañones es angustiosa, y la de metralla, absoluta: un saquete con piedras de chispa de fusil se reserva para emplearlo como metralla si la infantería francesa vuelve a acercarse lo suficiente.
—Que se acercará —apunta Daoiz, sombrío.
Su amigo chupa la pipa mientras se agita, incómodo. Ha perdido fuelle, advierte Daoiz. Ni siquiera un exaltado como él puede engañarse a estas alturas.
—¿Cuántos ataques más podremos aguantar? —pregunta Velarde.
Más que pregunta, parece una reflexión en voz alta. Daoiz mueve la cabeza, escéptico.
—Si los franceses lo hacen bien, sólo habrá uno.
Los dos capitanes permanecen otro rato en silencio, observando cómo algunos soldados y paisanos intentan mejorar la protección en torno a los cañones. Aprovechando la pausa en el combate, las piezas se resguardan con dos armones del parque y algunos muebles sacados de las casas. Velarde tuerce el gesto.
—¿Crees que eso sirve de algo?
—Levanta un poco la moral.
Viniendo del interior del parque, una jovencita de falda sucia y desgarrada, brazos desnudos y el pelo recogido bajo un pañuelo, se les acerca con una garrafa en cada mano y les ofrece vino. Le dicen que no, gracias, que atienda a la tropa; y ella, agachada la cabeza y apresurándose, se dirige hacia la gente que guarnece los cañones. Daoiz nunca llegará a conocer su nombre, pero esa muchacha, vecina de la cercana calle de San Vicente, se llama Manoli Armayona y Ceide, y aún no ha cumplido trece años.
—Me temo que en Madrid ha terminado todo —comenta de pronto Velarde—. Y tú tenías razón… Nadie mueve un dedo por nosotros.
—¿Y qué esperabas?
—Esperaba decencia. Patriotismo. Coraje… No sé… España es una vergüenza… Confiaba en que nuestro ejemplo moviera a otros.
—Pues ya ves.
—Quisiera preguntarte algo, Luis. Antes, cuando parlamentábamos con los franceses… ¿Llegaste a pensar en rendirnos?
Un silencio. Al cabo, Daoiz se encoge de hombros.
—Quizás.
Velarde lo mira de reojo, pensativo, dando chupadas a la pipa. Luego mueve la cabeza.
—Bueno —concluye—. De cualquier manera, no importa. Después de la salvajada del cañonazo con bandera blanca, ya no podemos capitular, ¿verdad?…
Sonríe Daoiz, casi a su pesar.
—No estaría bien visto.
—Y que lo digas —también Velarde esboza ahora una sonrisa torcida—. Mejor terminar aquí, sable en mano, que fusilados de madrugada en el foso de un castillo.
Con ademán cansado, adelantando el mentón, Daoiz señala a los hombres y mujeres agazapados tras los muebles rotos y las cureñas de los cañones.
—Diles eso a ellos.
Los rostros de artilleros y paisanos, ahumados de pólvora, parecen máscaras grises relucientes de sudor. El sol calienta lo suyo a estas horas, y es evidente que el cansancio, la tensión y los estragos del combate hacen efecto. Pese a todo, la mayoría sigue mirando confiada a los dos capitanes. Junto a la tapia del huerto de las Maravillas, entre un grupo de vecinos armados con fusiles que descansa a resguardo de los tiradores franceses, Daoiz observa al niño de diez u once años —Pepillo Amador le han dicho que se llama— que vino acompañando a sus hermanos y ahora lleva puesto un chacó francés. Algo más acá, sentada en el suelo entre el chispero Gómez Mosquera y el cabo artillero Eusebio Alonso, con un enorme cuchillo de cocina metido en el refajo, la manola Ramona García Sánchez le dedica una sonrisa radiante al capitán cuando se cruzan sus miradas.
—Siguen creyendo en ti —dice Velarde—. En nosotros.
Daoiz se encoge otra vez de hombros.
—Si no fuera por eso —responde con sencillez— hace rato que me habría rendido.
Entre la una y las dos de la tarde, desde el balcón de una casa de la calle Fuencarral, junto al Hospicio, el literato e ingeniero retirado de la Armada José Mor de Fuentes presencia con su amigo Venancio Luna y el cuñado de éste, que es sacerdote, el espectáculo de los batallones franceses entrando con redoble de tambores y águilas desplegadas por la puerta de Santa Bárbara. Luego de dar vueltas por la ciudad, Mor de Fuentes ha buscado refugio allí al toparse con los imperiales cuando se dirigía a echar un vistazo al parque de artillería. Detenido en la esquina de la calle de la Palma por un piquete, pudo desembarazarse sin inconveniente por hablar bien el idioma.
—Esto tiene fea pinta —comenta Luna.
—Vaya si la tiene. Menos mal que pude meterme aquí.
—¿Qué ha visto por el camino? —se interesa el cuñado sacerdote.
Mor de Fuentes tiene una copa de vino oloroso en una mano. Con la otra hace un ademán de suficiencia, como si nada de cuanto ha visto fuese digno de su combatividad patriótica.
—Mucho francés. Y a última hora, vecinos muertos de miedo y poca gente en la calle. Casi todos los insurrectos se han ido a Monteleón o andan dispersos.
—Dicen que en el Prado están arcabuceando gente —apunta Luna.
—Eso no lo sé. Pese a mis esfuerzos no pude pasar de la fuente de la Cibeles, porque encontré caballería francesa… Quería llegar hasta el cuartel de Guardias Españolas, donde tengo conocidos. Naturalmente, con intención de unirme a la tropa si ésta hubiera intervenido. Pero no tuve oportunidad.