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Coquin! Salaud!
—lo insultan los imperiales, enfurecidos.
Llueven empujones y culatazos, maltratan a la mujer, huyen los vecinos, dejan los franceses por muerto a Rodríguez Velilla y saquean el lugar. El médico agonizará penosamente hasta morir al décimo día, maltrecho por las heridas y golpes. Retirada a Galicia, su viuda Rosa Ubago, según una carta familiar que será conservada, no volverá a casarse
«en respeto a la memoria del que murió como un héroe»
.
—¡Vivan los valientes!… ¡Que Dios los bendiga!… ¡Viva España!
Los gritos los da una monja, sor Eduarda de San Buenaventura: una de las cinco religiosas de velo que, con otras catorce profesas, una priora y una subpriora, residen en el convento de clausura de las Maravillas, justo enfrente del parque de Monteleón. A diferencia de sus compañeras, sor Eduarda no atiende a los heridos que traen de la calle, ni ayuda al capellán don Manuel Rojo a administrarles auxilio espiritual. Se encuentra encaramada a una de las ventanas del convento que dan a la puerta del parque, enardeciendo a los hombres que luchan y arrojándoles a través de la reja estampas de santos y escapularios, que los combatientes recogen, besan y se meten entre la ropa.
—¡Quítese de ahí, hermana, por el amor de Dios! —le ruega la superiora, madre sor María de Santa Teresa, intentando retirarla de la ventana.
—¡Salve! ¡Salve! —sigue gritando la religiosa, sin hacer caso—. ¡Viva España!
Los cañonazos han roto los vidrios del crucero y las ventanas del convento, convertido en hospital de campaña. Atrio, templo, locutorio y sacristía albergan a los heridos que llegan sin cesar, y largos regueros rojos, que al principio las monjas limpiaban con bayetas y cubos de agua y ahora a nadie preocupan, manchan corredores y pasillos. Olvidadas las rejas y la clausura, abierta la cancela y los portones de la calle, las carmelitas recoletas van y vienen con hilas, vendajes, bebidas calientes y alimentos, sus hábitos y delantales manchados de sangre. Algunas llegan hasta la puerta para hacerse cargo de los combatientes que vienen destrozados por las balas y la metralla, traídos por compañeros o por sus propios medios, tambaleantes, cojeando mientras intentan taponarse las heridas.
—¡Vivan los valientes!… ¡Viva la Inmaculada madre de Jesús!
Algunos se persignan al escuchar las voces de sor Eduarda. Desde la calle, donde sigue junto a los cañones, Luis Daoiz observa a la monja asomada a la ventana, temiendo que una bala fría o un rebote de metralla la despache al otro mundo. Hace falta estar como una cabra, concluye. O ser patriota hasta las cachas. Aunque no es hombre aficionado a estampas piadosas ni gasta más rezos que los imprescindibles, el capitán acepta una medallita de la Virgen que un paisano le entrega a instancias de la monja.
—Para el señor oficial, ha dicho.
Daoiz coge la medalla y la contempla en la palma de la mano. Hay gente para todo. De cualquier manera, concluye, aquello no hace mal a nadie, y el entusiasmo de la religiosa es de agradecer. Además, su presencia en la ventana anima a los que luchan. Así que, procurando lo vean quienes están cerca, besa con gravedad la medalla, se la mete en el bolsillo interior de la casaca y luego saluda a la monja con una inclinación de cabeza. Eso atiza los gritos y el entusiasmo de ésta.
—¡Vivan los oficiales y los soldados españoles! —grita desde su reja—. ¡No desmayen, que Dios los mira desde el Cielo!… ¡Allí los espera a todos!
El cabo Eusebio Alonso, negro de pólvora, costra de sangre seca en la frente y el bigote chamuscado por los fogonazos, que limpia el ánima de uno de los cañones de a ocho libras, se queda mirando a la monja con la boca abierta y luego se vuelve hacia Daoiz.
—Por mí, que espere. ¿No le parece, mi capitán?
—Eso mismo estaba pensando yo, Alonso. Tampoco es cosa de ir con prisas.
Dos manzanas de casas más allá, en el tramo de la calle Fuencarral comprendido entre las de San José y la Palma, el comandante en funciones de coronel Charles Tristan de Montholon, jefe del 4.
o
regimiento provisional de la brigada Salm-Isemburg, la división de infantería, se asoma prudente a una esquina y echa un vistazo. El comandante es apuesto y de buena familia, hijastro del diplomático, senador y marqués de Semonville, antaño intransigente revolucionario y hoy bien situado en el círculo íntimo del Emperador. Esa favorable conexión familiar tiene mucho que ver con el hecho de que Charles de Montholon ostente a los veinticinco años de edad una alta graduación militar, aunque en su hoja de servicios figuren más tareas de estado mayor junto a generales influyentes que combates en primera línea. Lo que el joven coronel no puede imaginar en esta turbulenta mañana de mayo junto al parque de artillería de Madrid —cuyo nombre, Monteleón, tiene singular semejanza con su apellido familiar—, es que el futuro le reserva, además del grado de mariscal de campo y el título de conde del Imperio, un puesto de observador privilegiado de los últimos días del Emperador, cuyos ojos cerrará tras acompañarlo en la isla de Santa Helena. Mas para eso faltan todavía trece años. De momento está en Madrid, al sol, sombrero bajo el brazo y pañuelo en mano para enjugarse la frente, en compañía de dos oficiales; su corneta de órdenes y un intérprete.
—Que los tiradores intenten despejar la calle y eliminar a los que sirven los cañones… El ataque será simultáneo: los westfalianos desde San Bernardo y la Cuarta compañía por esa otra calle… ¿Cómo se llama?
—San Pedro. Desemboca en la puerta misma del parque.
—Por San Pedro, entonces. Y desde aquí, la Segunda y Tercera compañías por San José. Tres puntos a la vez darán a esos bárbaros en qué pensar mientras les caemos encima. Así que vamos allá… Muévanse.
Los capitanes que acompañan a Montholon se miran entre sí. Se llaman Hiller y Labedoyere. Son veteranos, fogueados en campos de batalla de media Europa y no entre edecanes y mapas de cuartel general.
—¿No conviene esperar a que lleguen los cañones? —pregunta Hiller, cauto—. Quizá sea mejor barrer antes la calle con metralla.
Montholon hace un mohín desdeñoso.
—Podemos arreglarnos solos. Son pocos militares y algunos paisanos. Apenas tendrán tiempo de disparar una andanada y les habremos caído encima.
—Pero los de Westfalia han recibido lo suyo.
—Fueron confiados y torpes. No perdamos más tiempo.
Seguro de la tropa bajo su mando, el comandante mira alrededor. Desde hace rato, mientras avanzadas de tiradores hacen fuego de diversión sobre los cañones enemigos, el grueso de la fuerza de asalto toma posiciones esperando la orden de avanzar. Desde la fuente Nueva hasta la puerta de los Pozos, la calle Fuencarral está llena de casacas azules, calzones blancos, polainas y chacós negros de la infantería de línea imperial. Los soldados son jóvenes, como de costumbre en España, aunque encuadrados por cabos y suboficiales disciplinados y con experiencia. Quizá por eso se muestran tranquilos pese a los cadáveres de camaradas que se ven a lo lejos, tirados en la calle. Desean vengarlos, y verse numerosos les inspira confianza. Se trata, a fin de cuentas, de la infantería del ejército más poderoso del mundo. Tampoco Montholon alberga dudas. Cuando empiece el ataque, la defensa de los sublevados se desmoronará en un momento.
—Vamos allá de una vez.
—A la orden.
Suenan toques de corneta, redoblan las cajas de los tambores, el capitán Hiller saca su sable, grita «Viva el Emperador» y se planta en mitad de la calle mientras los noventa y seis soldados de su compañía se ponen en movimiento. Avanzan primero los tiradores saltando de puerta en puerta, seguidos por filas de infantes que se pegan a las fachadas y caminan tras los oficiales. Desde su esquina, el comandante los ve progresar por ambos lados de la calle de San José mientras crepita la fusilería y la humareda se extiende como niebla baja. Por los redobles que llegan de las cercanías, Montholon sabe que en ese instante se registra un movimiento similar en la calle de San Pedro, junto al convento de monjas, y que los westfalianos, escarmentados de su experiencia anterior, avanzan también por San Bernardo. La idea es que tres ataques simultáneos confluyan en la puerta misma del parque.
—Algo no va bien —dice Labedoyere, que ha permanecido junto a Montholon.
Muy a su pesar, éste opina lo mismo. Pese a la granizada de fusilería que cae sobre los cañones rebeldes, los españoles aguantan. Innumerables fogonazos relumbran entre la humareda. Un estampido hace temblar las fachadas y arroja un proyectil que restalla contra los muros, haciendo saltar fragmentos de yeso, ladrillo y astillas. A poco empiezan a aparecer soldados franceses que regresan heridos, apoyándose en las paredes o dando traspiés, traídos a rastras por sus camaradas. Uno es el capitán Hiller con el rostro ensangrentado, pues un rebote se le acaba de llevar el chacó, hiriéndolo en la frente.
—No se arrugan —informa mientras se quita la sangre de los ojos, se hace vendar y vuelve a meterse, estoico y profesional, en la humareda.
Viéndolo irse, Labedoyere tuerce el gesto.
—Me parece que no va a ser tan fácil —comenta.
Montholon le impone silencio con una orden seca.
—Avance con su compañía.
Labedoyere se encoge de hombros, saca el sable, hace redoblar el tambor, grita «calen bayonetas» y luego «adelante» a sus hombres, y se mete en la neblina de pólvora detrás de Hiller, seguido por ciento dos soldados que agachan la cabeza cada vez que relumbra enfrente un rosario de fogonazos.
—¡Adelante!… ¡Viva el Emperador!… ¡Adelante!
En su esquina, inquieto, el comandante Montholon se roe la uña del dedo anular de la mano izquierda, donde luce un sello de oro con el escudo familiar. Es imposible, piensa, que en un episodio de orden público, sucio, oscuro, sin gloria, unos cuantos insurrectos desharrapados resistan a los vencedores de Jena y Austerlitz. Pero el capitán Labedoyere tiene razón. No va a ser fácil.
La bala le entra a Jacinto Ruiz por la espalda, saliéndole por el pecho. Desde cinco o seis pasos de distancia, Luis Daoiz lo ve erguirse como si de pronto hubiese recordado algo importante. Después el teniente suelta el sable, se mira aturdido el orificio de salida en la tela rota de su casaca blanca, y al fin, sofocado por la sangre que le sale de la boca, cae primero sobre el cañón y luego al suelo, resbalando contra la cureña.
—¡Recojan a ese oficial! —ordena Daoiz.
Unos paisanos agarran a Ruiz y se lo llevan parque adentro, pero Daoiz no dispone de tiempo para lamentar la pérdida del teniente. Dos artilleros y cuatro de los civiles que atienden los cañones han caído ya bajo la granizada de balas que los franceses dirigen contra las piezas, y varios de los que ayudan a cargar y apuntar se encuentran heridos. A cada momento, en cuanto los enemigos logran acercarse un poco y afirmar su fuego, nuevos abejorros de plomo pasan zumbando, golpean el metal de los cañones o hacen saltar astillas de las cureñas. Mientras Daoiz mira en torno, el roce de un balazo hace vibrar con tintineo metálico la hoja del sable que tiene apoyada en el hombro. Al echar un vistazo, comprueba que el impacto ha hecho en ésta una mella de media pulgada.
«De aquí no salgo vivo», se dice otra vez.
Más zumbidos y chasquidos alrededor. A Daoiz le duelen la espalda y el pecho por la tensión de los músculos que esperan recibir un tiro de un momento a otro. Otro artillero que sirve el cañón del teniente Arango, Sebastián Blanco, de veintiocho años, se lleva las manos a la cabeza y se desploma con un gemido.
—¡Más gente ahí!… ¡No desatiendan esa pieza!
Satisfecho, Daoiz observa que, aun batiéndose muy expuestos en mitad de la calle, al descubierto, los cañones se manejan con regularidad y razonable eficacia, y sus andanadas, aunque de bala rasa, infunden respeto a los franceses, junto con el feroz fuego de fusilería que se hace por la tapia y las ventanas altas del parque, donde el capitán Goicoechea y sus Voluntarios del Estado se ganan el jornal. Desde las casas de enfrente y el huerto de las Maravillas, los paisanos, todavía con buen ánimo, también disparan o alertan sobre movimientos enemigos. Daoiz observa que uno de ellos abandona su refugio, corre veinte pasos bajo el fuego para registrar los bolsillos de un francés muerto junto a la arcada del convento, y tras desvalijarlo regresa a la carrera, sin un rasguño.
—¡Hay gabachos agrupándose allí! ¡Van a cargarnos a la bayoneta!
—¡Traed metralla!… ¡Hay que tirarles con metralla!
Los saquetes de lona cargados con balas de mosquete o fragmentos de metal se han terminado hace rato. Alguien trae un talego relleno con piedras de chispa para fusil.
—Es lo que hay, mi capitán.
—¿Quedan más de éstos?
—Otro.
—Siempre es mejor que nada… ¡Cargad la pieza!
Uniendo sus esfuerzos a los de los sirvientes, Daoiz ayuda a apuntar el cañón hacia San Bernardo. Una bala enemiga golpea junto a su mano derecha, resonando metal contra metal, y cae al suelo aplastada, del tamaño de una moneda. Ayudan al capitán el artillero Pascual Iglesias y un chispero de veintisiete años, achulado y con buena planta, llamado Antonio Gómez Mosquera. Como las ruedas de la cureña se traban en los escombros de la calle, Ramona García Sánchez, que sigue trayendo cartuchos del parque o agua para que se refresquen cañones y artilleros, ayuda a los que empujan.
—¡Los veo flojos, señores soldados! —zahiere guasona, resoplando con los dientes apretados, un hombro contra los radios de una rueda. Con el esfuerzo se le ha roto la redecilla del pelo, que le cae sobre los hombros.
—Olé las mujeres bravas —dice Gómez Mosquera, garboso, echándole un vistazo al corpiño algo suelto de la maja.
—Menos verbos, galán. Y más puntería… Que me he encaprichado de un abanico con plumeros de los gabachos, para ir el domingo a los toros.
—Eso está hecho. Prenda.
Apenas situado el cañón, el artillero Iglesias clava la aguja en el fogón, ceba con un estopín y levanta la mano.
—¡Pieza lista!
—¡Fuego! —ordena Daoiz, mientras se apartan todos.
Es Gómez Mosquera quien aplica el botafuego humeante. Con una violenta sacudida de retroceso, el cañón envía su andanada de piedras de fusil convertidas en metralla a los franceses agrupados a cincuenta pasos. Aliviado, Daoiz ve cómo el grupo enemigo se deshace: algunos soldados caen y otros corren, despejando aquel lugar de la calle. Desde la tapia y balcones próximos, los tiradores aplauden a los artilleros. Ramona García Sánchez, después de limpiarse la nariz con el dorso de la mano, piropea al capitán con mucho garbo.