—¡Adelante!… ¡Paso ligero!
El ritmo de las pisadas se acelera y resuena ahora en toda la calle. Montholon escucha a su espalda la respiración entrecortada de los hombres que lo siguen, y al frente la fusilada de los que cubren el ataque. Mientras avanza, los ojos del joven comandante no pierden detalle: los soldados muertos, la sangre, los impactos de metralla y balas en las fachadas de las casas, los cristales rotos, la tapia de Monteleón, el convento de las Maravillas más allá del cruce con San Andrés, la puerta del parque algo más lejos, con los cañones y el grupo de gente que se arremolina en torno. Uno de los cañones hace fuego, y la bala, que llega alta, golpea el alero de un tejado, arrojando sobre la columna francesa una lluvia de ladrillo desmenuzado, yeso y tejas rotas. Después, un espeso tiroteo estalla desde la tapia y la puerta.
—¡Apretad el paso!
Los españoles no disponen de metralla, confirma con júbilo el comandante francés. Volviéndose a medias, echa un vistazo a su espalda y comprueba que, pese a los disparos que derriban a algunos hombres, la columna sigue su marcha, imperturbable.
—¡Paso de carga! —grita de nuevo, enardeciendo a la gente para el asalto—… ¡Viva el Emperador!
—¡¡¡Viva!!!
Ahora sí tienen al fin, concluye Montholon, la victoria al alcance de la mano.
Reuniendo a cuantos hombres puede en el patio, Pedro Velarde, el sable desnudo, se echa con ellos a la calle.
—¡Calad bayonetas!… ¡Ahí vienen!
Aunque muchos se quedan parapetados en la puerta o disparando desde las tapias, lo siguen afuera cinco Voluntarios del Estado y media docena de paisanos, entre los que se cuentan el cerrajero Molina y los restos de la partida del hostelero Fernández Villamil, con el platero Antonio Claudio Dadina y los hermanos Muñiz Cueto.
—¡No van a pasar! —aúlla Velarde, ronco de furia y de pólvora—… ¡Esos gabachos no van a pasar! ¿Me oís?… ¡Viva España!
Entre confuso tiroteo, el grupo se ve reforzado por gente de la partida de Cosme de Mora, que retrocede en desorden desamparando la casa de la esquina de San Andrés que hace rato tomaron al asalto con Velarde, y por paisanos sueltos: el estudiante José Gutiérrez, el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio, el cajista de imprenta Gómez Pastrana, don Curro García y el joven Francisco Huertas de Vallejo, que han logrado llegar hasta allí por el convento de las Maravillas. Se congregan así en torno a los cañones, incluyendo a los que manejan las piezas, medio centenar de combatientes, incluidas Ramona García Sánchez, que permanece cerca del capitán Daoiz, y Clara del Rey, que con su marido e hijos sigue atendiendo el cañón que manda el teniente Arango.
—¡Aguantad!… ¡Bayonetas y navajas!… ¡Aguantad!
El agrupamiento se paga con sangre, pues facilita la puntería de los tiradores desplegados por los edificios y tejados cercanos. Recibe así un balazo en un pie la joven de diecisiete años Benita Pastrana, que morirá de la infección a los pocos días. También caen heridos el jornalero de diecisiete años Manuel Illana, el soldado asturiano de Voluntarios del Estado Antonio López Suárez, de veintidós, y recibe un disparo en la cabeza el aserrador Antonio Matarranz y Sacristán, de treinta y cuatro.
—¡Ahí vienen!… ¡Ahí llegan!
Con la manga de la casaca, Luis Daoiz se enjuga el sudor de la frente y levanta el sable. Dos de los tres cañones están cargados, y sus sirvientes los empujan a toda prisa para enfilar la calle de San José, por donde se acerca, a paso de carga y bayonetas por delante, la inmensa columna francesa, imperturbable en su avance aunque la gente del capitán Goicoechea, desde las ventanas del parque, la fusila con cuanto tiene. De los demás oficiales que acudieron a presentarse por la mañana, apenas hay rastro. Deben de estar, piensa agriamente Daoiz, vigilando con mucho denuedo la pacífica retaguardia. En cuanto a la fuerza enemiga que se encuentra a punto de caerle encima, el veterano capitán de artillería sabe que no hay modo de detener su ataque, y que cuando las disciplinadas bayonetas francesas lleguen al cuerpo a cuerpo, los defensores acabarán arrollados sin remedio. Sólo queda, por tanto, rendirse o morir matando. Y antes que verse ante un pelotón de ejecución —de eso no lo libra nadie, si lo cogen vivo—, Daoiz es partidario de acabar allí, de pie y sable en mano. Cual debe hacer, a tales alturas, un hombre que, como él, no está dispuesto a levantarse la tapa de los sesos de un pistoletazo. Antes prefiere levantársela a cuantos franceses pueda. Por eso, desentendiéndose del mundo y de todo, el capitán afirma los pies y se dispone a bajar el sable, gritar «fuego» para la descarga de los cañones —si al menos tuvieran metralla, se lamenta por enésima vez— y luego usar ese sable para vender su vida al mayor precio en que su coraje y desesperación puedan tasarla. Por un instante, su mirada encuentra los ojos enfebrecidos de Pedro Velarde, que amartilla una pistola y la dispara contra los franceses, sin dejar de dar voces y empujones para contener a los que, ante la cercanía de aquéllos, chaquetean y pretenden echarse atrás. Maldito y querido loco de atar, piensa. Hasta aquí nos han traído tu patriotismo y el mío, dignos de una España mejor que esta otra, triste, infeliz, capaz de hacernos envidiar a los mismos franceses que nos esclavizan y nos matan.
—¿Cuándo llegan los refuerzos, señor capitán? —pregunta Ramona García Sánchez, que se ha situado junto a Daoiz, cuchillo en una mano y bayoneta en la otra—… Porque la verdad es que tardan, sentrañas.
—Pronto.
La maja sonríe, hombruna y feroz, sucio el rostro de pólvora.
—Pues como tarden más de minuto y medio, a buenas horas.
Daoiz abre la boca para ordenar la última andanada: los franceses están a punto de rebasar la esquina de San Andrés, a cuarenta pasos. Y en ese instante, cuando la columna enemiga llega al mismo cruce, suenan clarinazos y alguien uniformado, un oficial español, aparece en la esquina con un sable en alto y, anudada en el, una bandera blanca.
—¡Deteneos!… ¡Alto el fuego!
La tentación de evitar más efusión de sangre es poderosa. El comandante Montholon sabe que, aunque tome el parque de artillería por asalto, las bajas entre su tropa serán muchas. Y ese oficial que llega agitando bandera de parlamento mientras hace esfuerzos desesperados para que cese el combate, ofrece una oportunidad que sería suicida —literalmente, pues el propio Montholon avanza a la cabeza de sus hombres— desaprovechar. Por eso el francés ordena detenerse a la columna y colgar los fusiles al hombro culata arriba, a la funerala. El momento es de extrema tensión, pues aún hay disparos y la actitud de los españoles no está clara. Desde la puerta del parque llegan gritos con órdenes y contraórdenes, mientras un oficial de baja estatura y casaca azul se mueve entre los cañones con los brazos en alto, conteniendo a su gente. Un disparo abate a un soldado imperial, que se desploma entre las protestas de indignación de sus camaradas. Confuso, Montholon está a punto de ordenar que prosiga el ataque cuando, tras otros dos tiros sueltos, el fuego cesa por completo, y desde las tapias y ventanas del parque algunos insurrectos se incorporan para ver qué ocurre. El oficial de la bandera blanca ha llegado hasta los cañones, donde todos gritan y discuten. Montholon no entiende una palabra del idioma, así que ordena al intérprete, pegado a sus talones con el corneta y un tambor, que traduzca cuanto oiga. Luego ordena a la columna seguir adelante a paso ordinario, manteniendo los fusiles culata arriba, hasta que llegan a diez pasos de los cañones. Allí, un oficial sin sombrero y con una charretera de su casaca verde partida de un sablazo les sale al encuentro, y gesticulando con malos modos suelta una áspera parrafada en español, que remata en mal francés:
—
Si continués, ye ordone vu tirer desús… ¿Comprí o no comprí?
—Dice… —empieza a traducir el intérprete.
—Comprendo perfectamente lo que dice —responde Montholon.
Ordenando hacer alto a la columna, el comandante francés se adelanta seguido por el intérprete, el corneta y los capitanes Hiller y Labedoyere, hacia el grupo formado por el oficial de la bandera blanca, el de la casaca azul —capitán de artillería, comprueba al ver de cerca los ribetes rojos del uniforme—, el de la casaca verde, que es otro capitán, y media docena de militares y paisanos que se adelantan entre los cañones, más curiosos que los demás, agolpados detrás de las cureñas, en la puerta, sobre las tapias y en las ventanas del parque, armas en mano, en actitud al tiempo curiosa y hostil. Hasta del convento de las Maravillas salen hombres armados a ver qué ocurre, y escuchan y miran desde la verja retorcida de balazos. El oficial recién llegado discute vivamente con los otros dos. Montholon observa que también lleva distintivos de capitán y viste uniforme blanco con vueltas carmesíes, como algunos de los soldados que defienden el parque. Eso lo identifica con el mismo regimiento al que pertenece esa tropa. Sin embargo, entre ésta se ven también casacas azules de artillería, como la que lleva el capitán bajito. Y aunque el capitán alto lleva en el cuello las bombas de artillero, su casaca verde lo distingue como perteneciente al estado mayor de esa arma. Desconcertado, el comandante francés se pregunta a quién tiene enfrente, en realidad, y quién diablos manda allí.
Además de sudoroso y jadeante, el capitán Melchor Álvarez, del regimiento de infantería Voluntarios del Estado, está irritado. El sudor y el jadeo se deben a la carrera que acaba de darse desde el cuartel de Mejorada, donde el coronel don Esteban Giraldes lo comisionó hace quince minutos con la instrucción de ordenar a los responsables del parque de Monteleón que cesen el fuego y entreguen el recinto a los franceses. En cuanto a la irritación, proviene de que, pese al riesgo que ha corrido interponiéndose entre los contendientes sin más resguardo que un pañuelo blanco en la punta del sable, ninguno de los oficiales al mando de aquel disparate le hace el menor caso. El capitán Luis Daoiz le ha dicho que se vaya por donde vino, y el otro insurrecto, Pedro Velarde, acaba de reírse con todo descaro en su cara:
—El coronel Giraldes no manda aquí.
—¡No es cosa de Giraldes, sino de la Junta de Gobierno! —insiste Álvarez, mostrando el documento—. La orden viene firmada por el ministro de la Guerra en persona… Lo indigna esta sinrazón, y ordena cesar el fuego inmediatamente.
—El ministro pierde el tiempo —declara Velarde—. Y usted, también.
—Están solos. Nadie va a secundarlos, y en el resto de la ciudad reina la calma.
—¡Le digo que pierde el tiempo, rediós!… ¿Está sordo?
El capitán Álvarez mira malhumorado al oficial de estado mayor. Al entregarle la orden, el coronel Giraldes lo previno sobre la exaltación y fanatismo de ese Pedro Velarde, aunque sin detallarle que llegara a tal extremo. Más inquietante resulta que el otro capitán, cuya reputación es de hombre ecuánime y sereno, se enroque de tal manera. Lo cierto, concluye Álvarez observando los estragos y los regueros de sangre en el suelo, la gente agolpada y expectante, es que todo ha ido demasiado lejos.
—Son ustedes unos irresponsables —insiste severo—. Están precipitando al pueblo, y lo exponen a consecuencias aún más desastrosas… ¿No les basta la sangre derramada por unos y otros?
El capitán Daoiz estudia a los franceses. El jefe de la columna se mantiene a cuatro pasos, acompañado de dos capitanes y un corneta. A su lado, un intérprete traduce cuanto se habla. El comandante escucha atento, inclinada a un lado la cabeza, fruncido el ceño y manoseando la hebilla del cinturón, el sable todavía en la otra mano.
—Al pueblo lo ametrallan y su sangre la vierten estos señores —dice Daoiz, señalando al francés—. Y el Gobierno, y usted mismo, capitán Álvarez, y muchos otros, siguen cruzados de brazos, mirando.
—Eso —interviene Velarde, muy acalorado— cuando no lo hacen en connivencia directa con el enemigo.
Álvarez, que es hombre poco sufrido, siente que la cólera le sube a la cabeza. No es partidario de los franceses, sino militar fiel a las ordenanzas y al rey Fernando VII. Está allí, órdenes aparte, porque considera la resistencia a los imperiales una aventura temeraria e inútil. Ni el pueblo y los militares juntos, ni España entera levantada en armas, tendrían la menor posibilidad frente al ejército más poderoso del mundo.
—¿Enemigo? —protesta, amoscado—. Aquí el único enemigo es el populacho sin freno y el desorden… ¡Y lo de la connivencia lo tomo como un insulto personal!
Pedro Velarde se adelanta un paso, duros los rasgos, la mano izquierda crispada en torno a la empuñadura del sable.
—¿Y qué? ¿Quiere que le dé satisfacción?… ¿Le apetece batirse conmigo?… Pues retire esa vergonzosa bandera blanca y júntese con estos señores franceses, que ellos y usted se verán bien servidos.
—Tranquilízate —tercia Daoiz, sujetándolo por un brazo.
—¿Que me tranquilice? —Velarde se libera de la mano del otro, con malos modos—. ¡Que se vayan ellos al diablo, maldita sea!
Álvarez está a pique de abandonar. Es inútil, concluye. Que se maten, si no queda otra. Y sea lo que Dios quiera. Sin embargo, tras cambiar una mirada con el comandante de la columna francesa —parece un joven distinguido y razonable, no como otras malas bestias cuarteleras del ejército imperial— decide insistir un poco. De los dos capitanes rebeldes, Luis Daoiz parece el más sensato. Por eso se dirige a él.
—¿Usted no tiene nada que decir?… Sea razonable, por amor de Dios.
El artillero parece reflexionar.
—Se ha ido muy lejos por ambas partes —dice al fin—. Habría que ver en qué condiciones se detendría el fuego —en ese punto mira al comandante francés—… Pregúntele.
Todos se vuelven a mirar al jefe de la columna imperial, que, inclinado hacia el intérprete, escucha con atención. Luego niega con la cabeza y responde en su idioma. El capitán Álvarez no habla francés; pero antes de que el intérprete traduzca, advierte el tono desabrido, inequívoco, del comandante. Después de todo, se dice, tiene sus motivos. Los del parque le han matado a no poca tropa.
—El señor comandante lamenta no poder ofrecer condiciones —traduce el intérprete—. Tienen que devolver a los rehenes franceses sanos y salvos y dejar las armas. Les ruega que piensen sobre todo en la gente del pueblo, pues ya hay muchos muertos en Madrid. Sólo puede aceptar de ustedes la rendición inmediata.
—¿Rendirnos?… ¡Y un cuerno! —exclama Velarde.