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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

Un día de cólera (32 page)

BOOK: Un día de cólera
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Pie a tierra entre la confusión del combate, casi en la vanguardia misma de sus tropas, el general de división Joseph Lagrange ordena que cese el fuego. Unos pasos atrás, junto al magullado general de brigada Lefranc, se encuentra un alto dignatario español, el marqués de San Simón, que con uniforme de capitán general y revestido de todas sus insignias y condecoraciones ha logrado abrirse paso hasta allí, a última hora, para rogarles que detengan aquella locura, ofreciéndose a reducir a la obediencia a quienes aún resisten dentro del parque de artillería. Al general Lagrange, espantado de las terribles bajas sufridas por su gente en el asalto, no le gusta la idea de seguir combatiendo habitación por habitación para despejar los edificios donde se refugian los rebeldes; de modo que accede a la solicitud del anciano español, a quien conoce. Se agitan pañuelos blancos, y el toque de corneta, repetido una y otra vez, obra efecto sobre los disciplinados soldados imperiales, que detienen el fuego y dejan de acometer a los pocos supervivientes que permanecen entre los cañones. Cesan así disparos y gritos, mientras se disipa la humareda y los adversarios se miran unos a otros, aturdidos: centenares de franceses alrededor de los cañones y en el patio de Monteleón, españoles en las ventanas y en las tapias acribilladas de metralla, que arrojan los fusiles o huyen hacia el edificio principal, y el reducido grupo que sigue de pie en la calle, tan sucio y roto que apenas es posible distinguir a paisanos de militares, negros todos de pólvora, cubiertos de sangre, mirando alrededor con los ojos alucinados de quien ve suspender su sentencia en el umbral mismo de la muerte.

—¡Rendición inmediata o degüello! —grita el intérprete del general Lagrange—. ¡Armas abajo o serán pasados a cuchillo!

Tras unos momentos de duda, casi todos obedecen lentos, agotados. Como sonámbulos. Siguiendo al general Lagrange, que se abre paso entre sus tropas, el marqués de San Simón contempla con horror la calle cubierta de cadáveres y heridos que se agitan y gimen. Asombra la cantidad de paisanos, entre ellos muchas mujeres, que se encuentran mezclados con los militares.

—¡Todos ustedes son prisioneros! —vocea el intérprete francés, repitiendo las palabras de su general—. ¡Queda el parque bajo autoridad imperial por derecho de conquista!

Algo más allá, el marqués de San Simón divisa a un oficial de artillería al que increpa el general francés. El oficial está de rodillas y recostado sobre uno de los cañones, lívido el rostro, una mano apretándose la herida de una pierna ensangrentada y la otra sosteniendo todavía un sable. Quizás, concluye San Simón, se trate del capitán Daoiz, a quien no conoce en persona, pero al que sabe —a estas horas está al corriente todo Madrid— responsable de la sublevación del parque. Mientras avanza curioso, dispuesto a echarle un vistazo más de cerca, el anciano marqués escucha algunas palabras subidas de tono que el general Lagrange, descompuesto por la matanza y en atropellada jerga de francés y mal español, dirige al herido. Habla de responsabilidades, de temeridad y de locura, mientras el otro lo mira impasible a los ojos, sin bajar la cabeza. En ese momento, Lagrange, que tiene su sable en la mano, toca con la punta de éste, despectivo, una de las charreteras del artillero.


Traître!
—lo increpa.

Es evidente que el capitán herido —ahora el marqués de San Simón está seguro de que es Luis Daoiz— entiende el idioma francés, o intuye, al menos, el sentido del insulto. Porque su rostro, blanco por la pérdida de sangre, enrojece de golpe al oírse llamar traidor. Después, sin pronunciar palabra, incorporándose de improviso con una mueca de dolor y violento esfuerzo sobre la pierna sana, tira un golpe de sable que atraviesa al francés. Cae hacia atrás Lagrange en brazos de sus ayudantes, desmayado y echando sangre por la boca. Y mientras estalla un confuso griterío alrededor, varios granaderos que están detrás acometen al capitán español y lo traspasan por la espalda, a bayonetazos.

8

El coronel Navarro Falcón llega al parque de Monteleón poco antes de las tres de la tarde, cuando todo ha terminado. Y el panorama lo espanta. La tapia está picada de balazos y la calle de San José, la puerta y el patio del cuartel, cubiertos de escombros y cadáveres. Los franceses agrupan en la explanada a una treintena de paisanos prisioneros y desarman a artilleros y Voluntarios del Estado, haciéndolos formar aparte. Navarro Falcón se identifica ante el general Lefranc, que lo trata muy desabrido —aún atienden al general Lagrange, maltrecho por la espada de Daoiz—, y luego recorre el lugar, interesándose por la suerte de unos y otros. Es el capitán Juan Cónsul, que pertenece al arma de artillería, quien le da el primer informe de la situación.

—¿Dónde está Daoiz? —pregunta el coronel.

Cónsul, cuyo rostro muestra los estragos del combate, hace un ademán vago, de extremo cansancio.

—Lo han llevado a su casa, muy grave… Muriéndose. No había camilla, así que lo pusieron sobre una escalera y una manta.

—¿Y Pedro Velarde?

El otro señala un montón de cadáveres agrupados junto a la fuente del patio.

—Ahí.

El cuerpo desnudo de Velarde está tirado de cualquier manera entre otros, pues los franceses lo han despojado de sus ropas. La casaca verde de estado mayor despertó la codicia de los vencedores. Navarro Falcón se queda inmóvil, paralizado por el estupor. Todo resulta peor de lo que imaginó.

—¿Y los escribientes de mi despacho que vinieron con él?… ¿Dónde está Rojo?

Cónsul lo mira como si le costara entender lo que le dice. Tiene los ojos enrojecidos y la mirada opaca. Al cabo de un instante mueve despacio la cabeza.

—Muerto, me parece.

—Dios mío… ¿Y Almira?

—Se fue acompañando a Daoiz.

—¿Y qué hay de los demás?… Los artilleros y el teniente Arango.

—Arango está bien. Lo he visto por ahí, con los franceses… De los artilleros hemos perdido a siete, entre muertos y heridos. Más de la tercera parte de los que teníamos aquí.

—¿Y los Voluntarios del Estado?

—De ésos también han caído muchos. La mitad, por lo menos. Y paisanos, más de sesenta.

El coronel no puede apartar la vista del cadáver de Pedro Velarde: tiene los párpados entornados, la boca abierta y la piel pálida, cerúlea, resalta el orificio del balazo junto al corazón.

—Ustedes están locos… ¿Cómo se les ocurrió hacer lo que han hecho?

Cónsul señala un charco de sangre junto a los cañones, allí donde cayó Daoiz tras atravesar con su sable al general francés.

—Luis Daoiz asumió la responsabilidad —dice encogiéndose de hombros—. Y nosotros lo seguimos.

—¿Lo siguieron?… ¡Ha sido una barbaridad! ¡Una locura que nos costará cara a todos!

Interrumpe la conversación un capitán ayudante del general La Riboisière, comandante de la artillería francesa. Tras preguntarle al coronel en correcto español si es el jefe de la plaza, le pide las llaves de los almacenes, del museo militar y de la caja de caudales. Al haber sido tomado el cuartel por la fuerza de las armas, añade, todos los efectos pertenecen al ejército imperial.

—No tengo nada que entregarle —responde Navarro Falcón—. Ustedes se han apoderado de todo, así que no necesitan ninguna maldita llave.

—¿Perdón?

—Que me deje en paz, hombre.

El francés lo contempla desconcertado, mira a Cónsul como poniéndolo por testigo de la descortesía, y luego, secamente, da media vuelta y se aleja.

—¿Qué va a ser de nosotros? —le pregunta Cónsul al coronel.

—No sé. No tengo instrucciones, y los franceses van a lo suyo… Usted procure salir de aquí con nuestros artilleros, en cuanto sea posible. Por lo que pueda pasar.

—Pero el capitán general… La Junta de Gobierno…

—No me haga usted reír.

Cónsul señala hacia el grupo de Voluntarios del Estado, que con el capitán Goicoechea se concentran en un ángulo del patio, desarmados y exhaustos.

—¿Qué pasa con ellos?

—No sé. Sus jefes tendrán que ocuparse, supongo. Sin duda mediará el coronel Giraldes… Yo voy a mandarle una nota al capitán general, explicando que los artilleros se han involucrado a su pesar, por culpa de Daoiz, y que toda la responsabilidad es de ese oficial. Y de Velarde.

—Eso no es exacto, mi coronel… Al menos no del todo.

—¿Qué más da? —Navarro Falcón baja la voz—. Ni uno ni otro tienen ya nada que perder. Velarde está ahí tirado, y Daoiz muriéndose… Usted mismo preferirá eso a que lo fusilen.

Cónsul guarda silencio. Parece demasiado aturdido para razonar.

—¿Qué les harán a los paisanos? —inquiere al fin.

El coronel tuerce el gesto.

—Ésos no pueden alegar que cumplían órdenes. Y tampoco son asunto mío. Nuestra responsabilidad termina en…

A mitad de la frase, Navarro Falcón se interrumpe, incómodo. Acaba de advertir un punto de desprecio en los ojos de su subordinado.

—Me voy —añade, brusco—. Y recuerde lo que acabo de decir. En cuanto sea posible, lárguese.

Juan Cónsul —morirá poco tiempo después, batiéndose en la defensa de Zaragoza— asiente con aire ausente, desolado, mientras mira en torno.

—Lo intentaré. Aunque alguien debe quedarse al mando de esto.

—Al mando están los franceses, como ve —zanja el coronel—. Pero dejaremos al teniente Arango, que es el oficial más moderno.

La suerte de los paisanos apresados en Monteleón no inquieta sólo al capitán Cónsul, sino que angustia, y mucho, a los interesados. Agrupados primero al fondo del patio bajo la estrecha vigilancia de un piquete francés, y ahora encerrados en las caballerizas del parque, acomodándose como pueden entre el estiércol y la paja mugrienta, una treintena de hombres —el número crece a medida que los franceses traen a los que encuentran escondidos o apresan en las casas vecinas— esperan a que se decida su destino. Son los que no lograron saltar la tapia o esconderse en sótanos y desvanes, y han sido apresados junto a los cañones o en las dependencias del parque. Que los hayan puesto aparte de los militares les da mala espina.

—Al final sólo pagaremos nosotros —comenta el oficial de obras Francisco Mata.

—Puede que nos respeten la vida —opone uno de sus compañeros de infortunio, el portero de juzgado Félix Tordesillas.

Mata lo mira, escéptico.

—¿Con todos los gabachos que hemos aviado hoy?… ¡Qué carajo nos van a respetar!

Mata y Tordesillas pertenecen al grupo de civiles que lucharon desde las ventanas del edificio principal, bajo las órdenes del capitán Goicoechea. Con ellos se encuentran, entre otros, el cerrajero abulense Bernardo Morales, el carpintero Pedro Navarro, el dependiente de Rentas Reales Juan Antonio Martínez del Álamo, un vecino del barrio llamado Antonio González Echevarría —alcanzado por un astillazo en la frente que aún sangra—, y Rafael Rodríguez, hijo del botillero de Hortaleza José Rodríguez, muerto junto a los cañones, a cuyo cadáver no ha podido dedicar otra piedad filial que cubrirle el rostro con un pañuelo.

—¿Alguien ha visto a Pedro el panadero?

—Lo mataron.

—¿Y a Quico García?

—También. Lo vi caer donde los cañones, con la mujer de Beguí.

—Pobrecilla… Más redaños que muchos, tenía ésa. ¿Dónde está el marido?

—No sé. Creo que pudo largarse a tiempo.

—Ojalá yo no hubiera esperado tanto. No me vería en las que me veo.

—Y en las que te vas a ver.

Se abre el portón de la cuadra, y los franceses empujan dentro a un nuevo grupo de prisioneros. Vienen muy maltratados de golpes y culatazos, tras ser sorprendidos queriendo saltar la tapia desde las cocinas. Se trata del oficial sangrador Jerónimo Moraza, el arriero leonés Rafael Canedo, el sastre Eugenio Rodríguez —que viene cojeando de una herida, sostenido por su hijo Antonio Rodríguez López— y el almacenista de carbón Cosme de Mora, que, aunque contuso de los golpes recibidos, muestra su alegría por encontrar vivos a Tordesillas, a Mata y al carpintero Navarro, con los que vino al parque formando partida.

—¿Qué va a ser de nosotros? —se lamenta Eugenio Rodríguez, que tiembla mientras su hijo intenta vendarle la herida con un pañuelo.

—Va a ser lo que Dios quiera —apunta Cosme de Mora, resignado.

Recostado en la paja sucia, Francisco Mata blasfema en voz baja. Otros se santiguan, besan escapularios y medallas que sacan por los cuellos de las camisas. Algunos rezan.

Armado con un sable, saltando tapias y huertos por fuera de la puerta de Fuencarral, Blas Molina Soriano ha logrado fugarse del parque de Monteleón. El irreductible cerrajero salió en el último momento por la parte de atrás, después de ver caer al capitán Velarde, cuando los franceses irrumpían a la bayoneta en el patio. Al principio lo acompañaban en la fuga el hostelero José Fernández Villamil, los hermanos José y Miguel Muñiz Cueto y un chispero del Barquillo llamado Juan Suárez; pero a los pocos pasos tuvieron que separarse al ser descubiertos por una patrulla francesa, bajo cuyos disparos cayó herido el mayor de los Muñiz. Oculto después de dar un rodeo hasta la calle de San Dimas, Molina ve pasar a Suárez a lo lejos, maniatado entre franceses, pero ni rastro de Fernández Villamil y de los otros. Tras aguardar un rato, sin soltar el sable y resuelto a vender cara la vida antes que dejarse apresar, Molina decide ir a casa, donde su mujer, imagina, debe de estar consumida de angustia. Sigue adelante por San Dimas hasta el oratorio del Salvador, pero encontrando cortado por retenes franceses el paso de cuantas bocacalles dan a la plazuela de las Capuchinas, toma por la calle de la Cuadra hasta la casa de la lavandera Josefa Lozano, a la que encuentra en el patio, tendiendo ropa.

—¿Qué hace usted aquí, señor Blas, y con un sable?… ¿Quiere que los gabachos nos degüellen a todos?

—A eso vengo, doña Pepa. A librarme de él, si me lo permite.

—¿Y dónde quiere que meta yo eso, hombre de Dios?

—En el pozo.

La lavandera levanta la tapa que cubre el brocal, y Molina arroja el arma. Aliviado, tras asearse un poco y dejar que la mujer cepille su ropa para disimular las trazas del combate, prosigue camino. Y así, adoptando el aire más inocente del mundo, el cerrajero pasa entre una compañía de fusileros franceses —vascos, parecen por las boinas y el habla— en la plaza de Santo Domingo, y junto a un pelotón de granaderos de la Guardia en la calle de la Inquisición, sin que nadie lo detenga ni moleste. Cerca de casa encuentra a su vecino Miguel Orejas.

BOOK: Un día de cólera
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