—¿De dónde viene usted, amigo Molina?
—¿De dónde va a ser?… Del parque de artillería. De batirme por la patria.
—¡Atiza!… ¿Y cómo ha sido la cosa?
—Heroica.
Dejando a Orejas con la boca abierta, el cerrajero entra en su casa, donde encuentra a su mujer hecha un mar de lágrimas. Tras consolarla con un abrazo, pide un caldo y se lo bebe de pie. Luego sale de nuevo a la calle.
El disparo francés impacta en la pared, haciendo saltar fragmentos de yeso. Agachando la cabeza, el joven de dieciocho años Francisco Huertas de Vallejo retrocede por la calle de Santa Lucía mientras a su alrededor zumban los balazos. Se encuentra solo y asustado. Ignora si los franceses le dispararían con la misma saña de no advertir el fusil que lleva en las manos; pero, pese al miedo que le hace correr como un gamo, no está dispuesto a soltarlo. Aunque ya no le quedan cartuchos que disparar, ese fusil es el arma que le confiaron en el parque de artillería, con él ha combatido toda la mañana, y la bayoneta está manchada de sangre enemiga —el rechinar de acero contra hueso todavía le eriza la piel al recordar—. No sabe cuándo volverá a necesitarlo, así que procura no dejarlo atrás. Para eludir los disparos, el joven se mete por debajo de un arco, cruza un patio atropellando gallinas que picotean en el suelo, y tras pasar ante los ojos espantados de dos vecinas que lo miran como si fuese el diablo, sale a un callejón trasero, donde intenta recobrar el aliento. Está cansado y no logra orientarse, pues desconoce esas calles. Detente y piensa un poco, se dice, o caerás como un gorrión. Así que intenta respirar hondo y tranquilizarse. Le arden los pulmones y la boca, gris de morder cartuchos. Al fin decide volver sobre sus pasos. Hallando de nuevo a las vecinas del patio, les pide un vaso de agua con voz ronca, que ni él mismo reconoce. Se la traen, asustadas del fusil al principio, compadecidas luego de su juventud y su aspecto.
—Está herido —dice una de ellas.
—Pobrecillo. Tan joven.
Francisco Huertas niega primero con la cabeza, luego mira y comprueba que tiene un desgarrón en la camisa, al costado derecho, por donde mana sangre. La idea de que ha sido herido hace que le flojeen las piernas; pero un breve examen lo tranquiliza en seguida. Sólo es un rebote sin importancia: un impacto de bala fría de las que acaban de dispararle en la calle. Las mujeres le hacen una cura de urgencia, le dejan lavarse la cara en un lebrillo con agua y traen un trozo de pan y cecina, que devora con ansia. Poco a poco van acudiendo vecinos para informarse con el joven, que cuenta lo que ha visto en Monteleón; pero cada vez se arremolina más gente, hasta el punto de que Francisco Huertas teme que eso atraiga la atención de los franceses. Despidiéndose, termina el pan y la cecina, pregunta cómo llegar a la Ballesta y al hospital de los Alemanes, sale de nuevo a la parte de atrás y callejea con cautela, asomándose a cada esquina antes de aventurarse más allá. Siempre con su fusil en las manos.
Pasadas las tres de la tarde ya no se combate en la ciudad. Hace rato que las tropas imperiales controlan todas las plazas y avenidas principales, y las comisiones pacificadoras dispuestas por el duque de Berg recorren Madrid aconsejando a la gente que se mantenga tranquila, renuncie a manifestaciones hostiles y evite formar grupos que puedan ser considerados provocación por los franceses. «Paz, paz, que todo está compuesto», es la voz que extienden los miembros de esas comisiones, integradas por magistrados del Consejo y los Tribunales, el ministro de la Guerra O’Farril y el general francés Harispe. Cada una va acompañada por un destacamento de tropas españolas y francesas, y a su paso, de calle en calle, se repiten las palabras de tranquilidad y concordia; hasta el punto de que los vecinos, confiados, se asoman a las puertas e intentan averiguar la suerte de familiares y conocidos, acudiendo a cuarteles y edificios oficiales o buscando sus cuerpos entre los cadáveres que los centinelas franceses impiden retirar. Murat desea mantener visibles los ejemplos del escarmiento, y algunos de esos cuerpos permanecerán varios días pudriéndose donde cayeron. Por incumplir la orden, Manuel Portón del Valle, de veintidós años, mozo del Real Refugio que ha pasado la mañana atendiendo a heridos por las calles, recibe un balazo cuando, junto a unos compañeros, intenta retirar un cadáver en las cercanías de la plaza Mayor.
Mientras las comisiones de paz recorren Madrid, Murat, que ha dejado la cuesta de San Vicente para echar un vistazo al Palacio Real antes de volver a su cuartel general del palacio Grimaldi, dicta a sus secretarios una proclama y una orden del día. En la proclama, enérgica pero conciliadora, garantiza a los miembros de la Junta y a los madrileños el respeto a sus luces y opiniones, anunciando duras medidas represivas contra quienes alteren el orden público, maten franceses o lleven armas. En la orden del día, los términos son más duros:
El populacho de Madrid se ha sublevado y ha llegado hasta el asesinato. Sé que los buenos españoles han gemido por estos desórdenes. Estoy muy lejos de mezclarlos con aquellos miserables que no desean más que el crimen y el pillaje. Pero la sangre francesa ha sido derramada. En consecuencia, mando: 1.
o
El general Grouchy convocará esta noche la Comisión Militar. 2.
o
Todos los que han sido presos en el alboroto y con las armas en la mano, serán arcabuceados. 3.
o
La Junta de Gobierno va a hacer desarmar a los vecinos de Madrid. Todos los habitantes que después de la ejecución de esta orden se hallaren armados, serán arcabuceados. 4.
o
Todo lugar en donde sea asesinado un francés será quemado. 5.
o
Toda reunión de más de ocho personas será considerada junta sediciosa y deshecha por la fusilería. 6.
o
Los amos quedarán responsables de sus criados; los jefes de talleres, de sus oficiales los padres y madres, de sus hijos; y los ministros de los conventos, de sus religiosos.
Sin embargo, las tropas francesas no esperan a recibir ese documento para aplicar sus términos. A medida que las comisiones pacificadoras recorren las calles y los vecinos regresan a sus hogares o salen confiados de éstos, piquetes imperiales detienen a todo sospechoso de haber participado en los combates, o a quien encuentran con armas, sean navajas, tijeras o agujas de coser sacos. Son así apresadas personas que nada han tenido que ver con la insurrección, como es el caso del cirujano y practicante Ángel de Ribacova, detenido por llevar encima los bisturís de su estuche de cirugía. También apresan los franceses, por una lima, al cerrajero Bernardino Gómez; al criado del convento de la Merced Domingo Méndez Valador, por un cortaplumas; al zapatero de diecinueve años José Peña, por una chaveta de cortar suela; y al arriero Claudio de la Morena, por una aguja de enjalmar sacos que lleva clavada en la montera. Los cinco serán fusilados en el acto: Ribacova, De la Morena y Méndez en el Prado, Gómez en el Buen Suceso, y Peña en la cuesta del Buen Retiro.
Lo mismo ocurre con Felipe Llorente y Cárdenas, un cordobés de veintitrés años, de buena familia, que vino hace unos días a Madrid con su hermano Juan para participar en los actos de homenaje a Fernando VII por su exaltación al trono. Esta mañana, sin comprometerse a fondo en ningún combate, ambos hermanos han ido de un sitio para otro, participando de la algarada más como testigos que como actores. Ahora, sosegada la ciudad, al pasar por el arco de la plaza Mayor que da a la calle de Toledo se ven detenidos por un piquete francés; pero mientras Juan Llorente logra eludir a los imperiales, metiéndose en un portal cercano, Felipe es detenido al hallársele una pequeña navaja en el bolsillo. Su hermano no volverá a saber nunca de él. Sólo días más tarde, entre los despojos recogidos por los frailes de San Jerónimo a los fusilados en el Retiro y el Prado, la familia de Felipe Llorente podrá identificar su frac y sus zapatos.
Algunos, pese a todo, logran salvarse. Y no faltan actos de piedad por parte francesa. Es el caso de los siete hombres atados que unos dragones conducen por Antón Martín, a los que un caballero bien vestido consigue liberar convenciendo al teniente que manda el destacamento. O el de los casi cuarenta paisanos a los que una de las comisiones pacificadoras —la encabezada por el ministro O’Farril y el general Harispe— encuentra en la calle de Alcalá, junto al palacio del marqués de Valdecarzana, cercados como ovejas y a punto de ser conducidos al Buen Retiro. La presencia del ministro español y el jefe francés logra convencer al oficial de la fuerza imperial.
—Váyanse de aquí —dice O’Farril a uno de ellos en voz baja— antes de que estos señores se arrepientan.
—¿Llama señores a estos bárbaros?
—No abuse de su paciencia, buen hombre. Ni de la mía.
Otro afortunado que salva la vida en última instancia es Domingo Rodríguez Carvajal, criado de Pierre Bellocq, secretario intérprete de la embajada de Francia. Tras haberse batido en la puerta del Sol, donde unos amigos lo recogieron con una herida de bala, un sablazo en un hombro y otro que se le ha llevado tres dedos de la mano izquierda, a Rodríguez Carvajal lo conducen a casa de su amo, en el número 32 de la calle Montera. Allí, mientras al herido lo atiende el cirujano de la diputación del Carmen don Gregorio de la Presa —la bala no puede extraerse, y Rodríguez Carvajal la llevará dentro el resto de su vida—, el propio monsieur Bellocq, poniendo una bandera en la puerta, recurrirá a su condición diplomática para impedir que los soldados franceses detengan al sirviente.
Pocos gozan hoy de esa protección. Guiados por delatores, a veces vecinos que desean congraciarse con los vencedores o tienen cuentas pendientes, los franceses entran en las casas, las saquean y se llevan a quienes se refugiaron en ellas después de la lucha, sin distinción entre sanos y heridos. Eso le ocurre a Pedro Segundo Iglesias López, un zapatero de treinta años que, tras salir de su casa de la calle del Olivar con un sable y haber matado a un francés, al volver en busca de su madre anciana es denunciado por un vecino y detenido por los franceses. También a Cosme Martínez del Corral, que logró evadirse del parque de artillería, van a buscarlo a su casa de la calle del Príncipe y lo conducen a San Felipe, sin darle tiempo a desprenderse de los 7.250 reales en cédulas que lleva en los bolsillos. Siguen llenándose de ese modo los depósitos de prisioneros establecidos en las covachuelas de San Felipe, en la puerta de Atocha, en el Buen Retiro, en los cuarteles de la puerta de Santa Bárbara, Conde-Duque y Prado Nuevo, y en la residencia misma de Murat, mientras una comisión mixta, formada por parte francesa por el general Emmanuel Grouchy y por la española por el teniente general José de Sexti, se dispone a juzgar sumariamente y sin audiencia a los presos, en virtud de bandos y proclamas que la mayor parte de éstos ni siquiera conoce.
Muchos franceses, además, actúan por iniciativa propia. Piquetes, retenes, rondas y centinelas no se limitan a registrar, detener y enviar presos a los depósitos, sino que se toman la justicia en caliente y por su mano, roban y matan. En la puerta de Atocha, el cabrero Juan Fernández se considera afortunado porque los franceses lo dejan ir después de quitarle sus treinta cabras, dos borricos, cuanto dinero lleva encima, la ropa y las mantas. Alentados por la pasividad de sus jefes, y a veces incitados por ellos, suboficiales, caporales y simples soldados se convierten en fiscales, jueces y verdugos. Las ejecuciones espontáneas se multiplican ahora en la impunidad de la victoria, teniendo por escenario las afueras en la Casa de Campo, las orillas del Manzanares, las puertas de Segovia y Santa Bárbara y las alcantarillas de Atocha y Leganitos, pero también en el interior de la ciudad. Son numerosos los madrileños que mueren así, cuando el eco de las voces de «paz, paz, todo está compuesto» aún no se extingue en las calles. Caen de ese modo, fusilados o malheridos en esquinas, callejones y zaguanes, tanto paisanos que se batieron, como inocentes que sólo asoman a la puerta o pasan por allí. Es el caso, entre muchos, de Facundo Rodríguez Sáez, guarnicionero, a quien los franceses hacen arrodillarse y fusilan ante la casa donde trabaja, número 13 de la calle de Alcalá; del sirviente Manuel Suárez Villamil, que yendo con un recado de su amo, el gobernador de la Sala de Alcaldes don Adrián Martínez, es apresado por unos soldados que le rompen las costillas a culatazos; del grabador suizo casado con una española Pedro Chaponier, maltratado y muerto por una patrulla en la calle de la Montera; del empleado de Reales Caballerizas Manuel Peláez, a quien dos amigos suyos, el sastre Juan Antonio Álvarez y el cocinero Pedro Pérez, que lo buscan por encargo de su esposa, encuentran tendido boca abajo y con la parte posterior del cráneo destrozada, cerca del Buen Suceso; del trajinero Andrés Martínez, septuagenario que, ajeno por completo al motín, es asesinado con su compañero Francisco Ponce de León al encontrarles una navaja los centinelas de la puerta de Atocha, cuando ambos vienen de Vallecas trayendo una carga de vino; y del arriero Eusebio José Martínez Picazo, a quien roban los franceses su recua de mulos antes de pegarle un tiro en las tapias de Jesús Nazareno.
Algunos de los que han combatido y se fían de las proclamas de la comisión pacificadora pagan esa confianza con la vida. Eso ocurre al agente de negocios Pedro González Álvarez, que tras formar parte del grupo que se batió en el paseo del Prado y el jardín Botánico fue a refugiarse en el convento de los Capuchinos. Ahora, convencido por los frailes de que se han publicado las paces, sale a la calle, es cacheado por un piquete francés, y al encontrarle una pistola pequeña en la levita, lo desvalijan, desnudan y fusilan sin más trámite en la cuesta del Buen Retiro. También es la hora del saqueo. Dueños los vencedores de las calles, señalados los lugares desde donde se les hizo fuego o codiciosos de los bienes de propietarios acomodados, los imperiales disparan contra quien les apetece, derriban puertas, entran a mansalva en donde pueden, roban, maltratan y matan. En la calle de Alcalá, la intervención de oficiales franceses alojados en los palacios del marqués de Villamejor y del conde de Talara impide que sus soldados saqueen estos edificios; pero nadie frena a la turba de mamelucos y soldados que a pocos pasos de allí asalta el palacio del marqués de Villescas. Ausente el dueño de la casa, sin nadie que imponga respeto a los desvalijadores, invaden éstos el recinto con el pretexto de que por la mañana se les hizo fuego; y mientras unos destrozan las habitaciones y se apoderan de cuanto pueden, otros sacan a rastras al mayordomo José Peligro, a su hijo el cerrajero José Peligro Hugart, al portero —un antiguo soldado inválido llamado José Espejo— y al capellán de la familia. La mediación de un coronel francés salva la vida al capellán; pero el mayordomo, su hijo y el portero son asesinados a tiros y sablazos en la puerta misma, ante los ojos espantados de los vecinos que miran desde ventanas y balcones. Entre los testigos que darán fe de la escena se cuenta el impresor Dionisio Almagro, vecino de la calle de las Huertas, quien sorprendido por el tumulto se refugió en casa de su pariente el funcionario de policía Gregorio Zambrano Asensio, que hace mes y medio trabajaba para Godoy, antes de tres meses trabajará para el rey José, y dentro de seis años perseguirá liberales por cuenta de Fernando VII.