Un día de cólera (11 page)

Read Un día de cólera Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Histórico

BOOK: Un día de cólera
3.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Aquí —reflexiona el joven teniente— se está cociendo algo».

A las diez y media, en las oficinas de la Junta de Artillería, número 68 de la calle de San Bernardo, frente al Noviciado, el coronel Navarro Falcón discute con el capitán Pedro Velarde, que está sentado tras su mesa de despacho, junto a la de su superior y jefe inmediato. Navarro Falcón ha visto llegar al capitán muy descompuesto, encendido y excitado, pidiendo ir al parque de Monteleón. El coronel, que aprecia sinceramente a Velarde, le niega el permiso con tacto y afectuosa firmeza. Daoiz se las arreglará solo, dice, y a usted lo necesito aquí.

—¡Hay que batirse, mi coronel!… ¡No queda otra!… ¡Daoiz tendrá que hacerlo, y nosotros también!

—Le ruego que no diga disparates y que se tranquilice.

—¿Tranquilizarme, dice?… ¿No ha oído los tiros? ¡Están ametrallando al pueblo!

—Tengo mis instrucciones, y usted tiene las suyas —Navarro Falcón empieza a exasperarse—. Haga el favor de no complicar más las cosas. Limítese a cumplir con su deber.

—¡Mi deber está ahí afuera, en la calle!

—¡Su deber es obedecer mis órdenes! ¡Y punto!

El coronel, que acaba de dar un puñetazo en la mesa, lamenta haber perdido los nervios. Es soldado viejo, que se batió en Santa Catalina de Brasil, contra los ingleses en el Río de la Plata, en la colonia de Sacramento, en el asedio de Gibraltar y durante toda la guerra con la República francesa. Ahora mira incómodo al escribiente Manuel Almira y a los que están en el cuarto contiguo, escuchando, y luego observa de nuevo a Velarde, que, enfurruñado, moja la pluma en el tintero y hace garabatos sin sentido sobre los papeles que tiene delante. Al fin el coronel se levanta y deja en la mesa de Velarde la orden transmitida por el general Vera y Pantoja, gobernador de la plaza, disponiendo que las tropas se mantengan en los cuarteles y al margen de cuanto ocurra.

—Somos soldados, Pedro.

No suele llamarlo a él ni a ningún oficial por el nombre de pila, y Velarde lo sabe; pero, ajeno a la muestra de afecto, niega con la cabeza mientras aparta a un lado, con desdén, la orden del gobernador.

—Lo que somos es españoles, mi coronel.

—Escuche. Si la guarnición se pusiera de parte de la gente revuelta, Murat haría marchar hacia Madrid al cuerpo del general Dupont, que está a sólo un día de camino… ¿Quiere usted que caigan sobre esta ciudad cincuenta mil franceses?

—Como si vienen cien mil. Seríamos un ejemplo para toda España, y para el mundo.

Harto de la discusión, Navarro Falcón vuelve a su mesa.

—¡No quiero oír una palabra más!… ¿Está claro?

El coronel toma asiento y aparenta enfrascarse en el papeleo. Y así, fingiendo que no oye a Velarde murmurar por lo bajo, como alienado: «Batirse, batirse… Morir por España» mientras sigue haciendo garabatos sin sentido, piensa que ojalá Luis Daoiz, allá en Monteleón, pueda conservar la cabeza fría, y él mismo, aquí, sea capaz de mantener a Velarde sujeto a su mesa. Dejar que el exaltado capitán se acerque hoy al parque de Monteleón sería arrimar una mecha encendida a un barril de pólvora.

Pese a sus excesos y apasionado patriotismo, el cerrajero Molina no tiene nada de tonto. Sabe que si conduce a la gente hacia el parque por calles anchas llamará mucho la atención, y tarde o temprano los franceses les cortarán el paso. Así que recomienda silencio a la veintena de voluntarios que lo siguen —número que aumenta sobre la marcha con nuevas incorporaciones—, y tras separarse de quienes buscan el camino más corto, conduce a su partida por el postigo de San Martín y la calle de Hita a la de Tudescos, en dirección a la corredera de San Pablo.

—Sin armar bulla, ¿eh?… Ya habrá tiempo para eso. Lo que importa es conseguir fusiles.

A esa misma hora, otros grupos de los incitados por Blas Molina, o encaminados a Monteleón por iniciativa espontánea, suben por los Caños y Santo Domingo hacia la calle ancha de San Bernardo, y desde la puerta del Sol por la red de San Luis hasta la calle Fuencarral. Algunos conseguirán llegar durante la hora siguiente; pero otros, confirmando los temores de Molina, quedarán aniquilados o dispersos al encontrar destacamentos franceses. Tal es el caso de la cuadrilla formada por el chocolatero José Lueco, que con los mozos de mulas y caballos Juan Velázquez, Silvestre Álvarez y Toribio Rodríguez, decide ir por su cuenta, acortando camino por San Bernardo. Pero en la calle de la Bola, cuando ya suma una treintena de individuos por habérsele unido los mozos de una hostería y un mesón cercanos, un dorador, dos aprendices de carpintero, un cajista de imprenta y varios sirvientes de casas particulares, la partida, que dispone de algunas carabinas, trabucos y escopetas, se topa con un pelotón de fusileros de la Guardia Imperial. El choque es brutal, a bocajarro, y tras los primeros navajazos y escopetazos los madrileños se parapetan en las esquinas con Puebla y Santo Domingo. Durante buen rato, y con no poco atrevimiento, libran allí un porfiado combate que causa bajas a los franceses, viéndose ayudados en la refriega por gente del vecindario que arroja tiestos y objetos desde los balcones. Al cabo, a punto de verse envueltos por tropas de refresco que llegan de las calles adyacentes, la partida se disuelve dejando varios muertos sobre el terreno. José Lueco, herido de un sablazo en la cara y un balazo en el hombro, consigue refugiarse en una casa próxima —al tercer intento, pues las dos primeras puertas a las que llama no se le abren—, donde permanecerá escondido el resto de la jornada.

Como la del chocolatero Lueco, otras partidas apenas llegan a formarse, o duran el poco tiempo que tardan las tropas francesas en dar con ellas y dispersarlas. Eso ocurre al pequeño grupo armado de palos y navajas que los franceses desbandan a cañonazos en la esquina de la calle del Pozo con San Bernardo, hiriendo a José Ugarte, cirujano de la Real Casa, y a la santanderina María Oñate Fernández, de cuarenta y tres años. Lo mismo pasa en la calle del Sacramento con una partida encabezada por el presbítero don Cayetano Miguel Manchón, quien armado con una carabina y al mando de algunos jóvenes resueltos intenta llegar al parque de artillería. Una patrulla de jinetes polacos cae sobre ellos de improviso, el presbítero resulta herido de un sablazo que le deja los sesos al aire, y su gente, aterrada, se desperdiga en un instante.

Tampoco llegará a su destino el grupo acaudillado por don José Albarrán, médico de la familia real, quien tras presenciar la matanza de Palacio recluta una cuadrilla de paisanos armados con palos, cuchillos y algunas escopetas, a los que intenta guiar por San Bernardo. Detenidos por la metralla que los franceses disparan con dos cañones puestos en batería frente a la casa del duque de Montemar, deben refugiarse en la calle de San Benito; y allí se ven cogidos entre dos fuegos cuando otra fuerza francesa, que viene de Santo Domingo, dispara contra ellos desde la plaza del Gato. El primero en morir, de un balazo en el vientre, es el yesero de cincuenta y cuatro años Nicolás del Olmo García. El grupo queda deshecho y disperso, y el doctor Albarrán, malamente herido y dejado por muerto —rescatado más tarde por sus amigos, logrará sobrevivir—, es despojado por los imperiales de su levita, reloj y doce onzas de oro que lleva encima. A su lado, tras haberse batido con un pequeño espadín de corte y una pistola de bolsillo como únicas armas, muere Fausto Zapata y Zapata, de doce años, cadete de Guardias Españolas.

En una casa de la calle del Olivo, el niño de cuatro años y medio Ramón de Mesonero Romanos —que con el tiempo será uno de los escritores más populares y castizos de Madrid— también resulta víctima accidental del tumulto. Al precipitarse con su familia al balcón para ver a un grupo de paisanos que gritan «¡A armarse! ¡Viva Fernando VII y mueran los franceses!», el pequeño Ramón tropieza y se abre la frente con los hierros de la barandilla. Muchos años después, en sus
Memorias de un setentón
, Mesonero Romanos contará el episodio, describiendo a su madre, doña Teresa, preocupada por la salud del hijo y por lo que ocurre en la calle, encendiendo candelillas ante una imagen del Niño Jesús y rezando con fervor el rosario, mientras el padre —el hombre de negocios Tomás Mesonero— debate inquieto con sus vecinos. En ese momento se presenta en la casa un amigo de la familia, el capitán de infantería Fernando Butrón, a dejar su espada y la casaca de uniforme, a fin de evitar, según dice, que los grupos de paisanos que recorren las calles lo obliguen, como ya han intentado tres veces, a ponerse a su cabeza.

—Van por ahí revueltos y desconcertados, buscando quien los dirija —cuenta Butrón, mientras se queda en chupa y mangas de camisa—. Pero todos los militares tenemos orden de ir a encerrarnos en los cuarteles… No hay otra.

—¿Y todos obedecen? —pregunta doña Teresa Romanos, que sin dejar de pasar cuentas del rosario le trae un vaso de clarete fresco.

Butrón bebe el vino sin respirar y se prueba la chaqueta inglesa que le ofrece el dueño de la casa. Queda algo corta de mangas, pero mejor eso que nada.

—Yo, al menos, pienso obedecer… Pero no sé qué pasará si esta locura sigue adelante.

—¡Jesús, María y José!

Doña Teresa se retuerce las manos y empieza a murmurar el vigésimo avemaría de la mañana. Tumbado en un canapé junto a la imagen del Niño Jesús, con un emplasto de vinagre en la frente, Ramoncito Mesonero Romanos llora a moco tendido. De vez en cuando, a lo lejos, suenan tiros.

En la puerta del Sol hay reunidas diez mil personas, y el gentío se extiende hacia las calles cercanas, de Montera hasta la red de San Luis, así como por Arenal, Mayor y Postas, mientras grupos armados con trabucos, garrotes y cuchillos patrullan los alrededores, alertando de toda presencia francesa. Desde el ventanal de su casa, en el número 15 de la calle de Valverde, esquina a Desengaño, Francisco de Goya y Lucientes, aragonés de sesenta y dos años de edad, miembro de la Academia de San Fernando y pintor de la Real Casa con cincuenta mil reales de renta, lo mira todo con expresión adusta. Dos veces ha rechazado a su mujer, Josefa Bayeu, al solicitarle ésta que baje la persiana y se retire al interior. En chaleco, abierto el cuello de la camisa y los brazos cruzados sobre el pecho, un poco inclinada la cabeza poderosa que todavía luce pelo espeso y crespo con patillas grises, el pintor vivo más famoso de España permanece asomado, tozudo, observando el espectáculo callejero. De las voces del gentío y los disparos sueltos, lejanos, apenas llegan a sus oídos —sordos desde que una enfermedad los maltrató hace años— algunos ruidos amortiguados que se confunden con los rumores de su cerebro, siempre atormentado, tenso y despierto. Goya está en el balcón desde que, hace poco más de una hora, el joven de dieciocho años León Ortega y Villa, discípulo suyo, vino desde su casa de la calle Cantarranas a pedirle permiso para no ir al estudio. «A lo mejor tenemos que hacer frente a los franceses», le dijo al pintor, acercándose a su oído inválido y levantando mucho la voz, como de costumbre, antes de marcharse con una sonrisa juvenil y heroica, propia de sus pocos años, sin atender los ruegos de Josefa Bayeu, que le recriminaba correr riesgos sin preocuparse de la angustia de su familia.

—Tienes madre, León.

—Y vergüenza torera, doña Josefa.

Ahora Goya sigue inmóvil, mirando ceñudo el denso hormigueo de gente que baja hacia la puerta del Sol o sube por Fuencarral en dirección al parque de artillería. Hombre genial, predestinado a la gloria de las pinacotecas y a la historia del Arte, intenta vivir y pintar más allá de la realidad de cada día, pese a sus ideas avanzadas, a sus amigos actores, artistas y literatos —entre ellos Moratín, cuya suerte preocupa hoy al pintor—, a sus buenas relaciones con la Corte y a su rencor, no siempre secreto, hacia el oscurantismo, los frailes y la Inquisición. Que durante siglos, a su juicio, han convertido a los españoles en esclavos, incultos, delatores y cobardes. Pero mantener la propia obra lejos de todo eso resulta cada vez más difícil. Ya en la serie de grabados
Los caprichos
, realizada hace nueve años, el aragonés puso en solfa, sin apenas disimulo, a curas, inquisidores, jueces injustos, corrupción, embrutecimiento del pueblo y otros vicios nacionales. Del mismo modo, esta mañana le resulta imposible sustraerse a los negros presagios que ensombrecen Madrid. El rumor vago que llega a los tímpanos maltrechos del viejo pintor se incrementa a veces, subiendo de punto, mientras las cabezas de la multitud se agitan en oleadas, igual que el trigo a efectos del viento, o el mar cuando avisa temporal. El aragonés es hombre enérgico, que en su juventud hizo de torero, riñó a navajazos y fue prófugo de la justicia; no se trata de un petimetre ni un apocado. Sin embargo, ese gentío para él casi silencioso, que se estremece y agita cerca, tiene algo oscuro que lo inquieta más allá del motín inmediato o los disturbios previsibles. En las bocas abiertas y los brazos alzados, en los grupos que pasan llevando en alto palos y navajas, gritando palabras sin sonido que en la cabeza de Goya suenan tan terribles como si pudiera oírlas, el pintor intuye nubes oscuras y torrentes de sangre. A su espalda, entre lápices, carboncillos y difuminos, sobre la mesita donde suele trabajar en sus apuntes aprovechando la claridad del amplio ventanal, está el esbozo de algo iniciado esta mañana, cuando la luz era todavía gris: un dibujo a lápiz donde se ve a un hombre de ropas desgarradas, arrodillado y con los brazos en cruz, rodeado de sombras que lo cercan como fantasmas de una pesadilla. Y al margen de la hoja, con su letra fuerte, indiscutible, Goya ha escrito unas palabras:
Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer
.

Jacinto Ruiz Mendoza padece de asma, y hoy ha amanecido —como le ocurre a menudo— con fiebre alta y profunda sensación de ahogo. Desde la cama en la que se encuentra postrado oye disparos sueltos y se incorpora con esfuerzo. Tiene el cuerpo empapado en sudor, así que se quita la camisa de dormir húmeda, se refresca un poco la cara con el agua de una jofaina y se viste despacio, abrochando con dedos torpes los botones de la nueva casaca blanca con solapas y vueltas carmesíes con la que acaba de ser dotado el regimiento de infantería número 36 de Voluntarios del Estado, donde sirve con el grado de teniente. Le cuesta acabar de ponerse la ropa, pues se encuentra débil; y su asistente, un soldado al que envió en busca de noticias, no ha vuelto todavía. Al cabo logra ponerse las botas, y con pasos indecisos se dirige a la puerta. Nacido en Ceuta hace veintinueve años, Jacinto Ruiz es delgado, de complexión débil, pero voluntarioso y con mucho pundonor militar. Su carácter es tranquilo, casi tímido, con un punto de retraimiento debido a la enfermedad respiratoria que padece desde niño. Por lo demás, patriota, fiel cumplidor de sus obligaciones, amante del Ejército y de la gloria de España, en los últimos tiempos ha sufrido lo indecible, como tantos de sus camaradas, por la postración nacional ante el poder napoleónico. Aunque, no siendo hombre exaltado, nunca expresó opiniones políticas más allá del cerrado círculo de los amigos íntimos.

Other books

Caligula: A Biography by Aloys Winterling
Bad Bridesmaid by Portia MacIntosh
Distractions by Brooks, J. L.
A Wizard's Wings by T. A. Barron
Christie Kelley by Every Night Im Yours
Relatos de poder by Carlos Castaneda
Shafted by Unknown