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Authors: Ira Levin

Un día perfecto (35 page)

BOOK: Un día perfecto
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Chip fingió tocar la placa y subió detrás del último miembro. Mientras lo hacía, con la bolsa de viaje envuelta bajo su brazo, miró hacia los hangares: la columna era negra y tiznada, ya no había fuego. Miró de nuevo al frente, a un mono azul pálido.

—Todo el personal excepto los cuarenta y siete y cuarenta y nueve, por favor, seguid con vuestras tareas asignadas —dijo la voz femenina—. Todo el personal excepto los cuarenta y siete y cuarenta y nueve, por favor, seguid con vuestras tareas asignadas. Todo está bajo control. —Chip entró en el avión, y la puerta se cerró a sus espaldas—. No habrá ninguna interrupción de... —La voz se perdió.

Había algunos miembros de pie en el pasillo mirando desconcertados los asientos llenos.

—Hay pasajeros extra debido a las vacaciones —dijo Chip—. Id hacia adelante y pedid a los miembros con niños pequeños que los sienten sobre sus rodillas. Es algo inevitable.

Los miembros avanzaron por el pasillo mirando a uno y otro lado.

Los cinco se habían sentado en la última fila, cerca de los distribuidores. Dover cogió su bolsa envuelta del asiento que había junto al pasillo y Chip se sentó.

—No ha estado mal —dijo Dover.

—Aún no hemos despegado —murmuró Chip.

Las voces llenaban el avión: miembros contando a otros miembros lo de la explosión, difundiendo la noticia de fila en fila. El reloj decía las 10.06, pero el avión no se movía.

Las 10.06 se convirtieron en las 10.07.

Los seis se miraron, luego dirigieron la vista hacia adelante fingiendo indiferencia.

El avión empezó a moverse, giró suavemente hacia un lado y luego tomó velocidad. Avanzó más deprisa. Las luces disminuyeron de intensidad y las pantallas de televisión se encendieron.

Contemplaron
La vida de Cristo
y un filme de hacía varios años,
La Familia en el trabajo.
Bebieron té y
coca
pero no comieron, porque no había galletas totales en el avión debido a la hora, y aunque llevaban trozos de queso envueltos en sus bolsas, no podían arriesgarse a comérselo pues podían ser vistos por los miembros que acudían a los distribuidores. Chip y Dover sudaban dentro de sus dobles monos. Karl dormitaba, a su lado Ria y Zumbido le clavaron los codos en las costillas para mantenerlo despierto y atento.

El vuelo duró cuarenta minutos.

Cuando por el cartel de localización se anunció: «EUR00020», Chip y Dover se levantaron de sus asientos y se situaron de pie junto a los distribuidores apretando los botones y dejando que el té y la
coca
fluyeran por los desagües. El avión aterrizó, rodó por la pista y se detuvo. Los miembros empezaron a salir. Cuando hubieron salido ya algunas docenas de ellos por la puerta más cercana, Chip y Dover levantaron los contenedores vacíos de los distribuidores, los colocaron en el suelo y alzaron sus tapas. Zumbido metió una bolsa de viaje envuelta en cada uno. Entonces él, Karl, Ria y Jack se levantaron, y los seis se dirigieron hacia la puerta. Chip, sujetando un contenedor contra su pecho, dijo al miembro de edad que tenía delante:

—¿Nos disculpas, por favor? —y salió. Los otros le siguieron. Dover, cargado con el otro contenedor, le dijo al miembro:

—Será mejor que aguardes a que yo haya salido de la escalera —y el miembro asintió con aire confuso.

Al final de la escalera mecánica Chip acercó su muñeca al escáner y luego se detuvo al otro lado de él, impidiendo que los miembros que había en la sala de espera vieran como Zumbido, Karl, Ria y Jack pasaban frente al escáner fingiendo tocar. Finalmente Dover se inclinó hacia el escáner y le hizo una seña el miembro que aguardaba arriba.

Los cuatro se dirigieron a la sala de espera. Chip y Dover cruzaron el campo hacia la puerta que conducía al área de almacenaje. Dejaron los contenedores en el suelo, sacaron las bolsas de viaje y las metieron entre dos hileras de cajas. Encontraron un espacio despejado cerca de la pared y se quitaron los monos naranjas y los cubrepiés.

Abandonaron el área de almacenaje por la puerta basculante con las bolsas de viaje colgadas de los hombros. Los otros aguardaban cerca del escáner. Salieron del aeropuerto, que estaba casi tan atestado como el de ’91770, en grupos de dos y se reunieron de nuevo junto a las bicicletas.

Al mediodía estaban al norte de ’00018. Comieron queso entre el camino de bicicletas y el río de la Libertad, en un valle flanqueado por montañas que se alzaban, cubiertas de nieve, hasta alturas asombrosas. Mientras comían examinaron sus mapas. Al anochecer calcularon que podían estar en el parque a unos pocos kilómetros de la entrada del túnel.

Un poco después de las tres, cuando se acercaban a ’00013, Chip observó a un ciclista que se acercaba, era una muchacha de unos quince años que observaba los rostros de los ciclistas que se dirigían hacia el norte —el suyo cuando pasó por su lado— con una expresión preocupada, de miembro-que-desea-ayudar. Un momento más tarde vio aproximarse a otro ciclista que miraba también los rostros con la misma expresión ligeramente ansiosa, una mujer ya mayor con flores en su cesto. Chip le sonrió al pasar y siguió mirando al frente. No había nada fuera de lo normal en el camino ni en la carretera que circulaba paralela a él; unos pocos metros más adelante, tanto camino como carretera giraban hacia la derecha y desaparecían tras una estación de suministro de energía.

Se desvió hacia la hierba, se detuvo, y mirando hacia atrás hizo señas a los otros cuando se acercaron.

Adentraron las bicicletas en la hierba. Estaban al extremo del parque por el lado de la ciudad: una extensión de hierba, luego mesas de jira y una ladera ascendente cubierta de árboles.

—No vamos a llegar nunca si nos detenemos cada media hora —protestó Ria.

Se sentaron en la hierba.

—Creo que están comprobando las pulseras ahí delante —dijo Chip—. Telecomps y miembros con monos con la cruz roja. Me crucé con dos miembros que parecían como si estuvieran intentando descubrir al enfermo. Tenían esa expresión de cómo-puedo-ayudarte.

—Odio —dijo Zumbido.

—Cristo y Wei, Chip —dijo Jack—, si tenemos que empezar a preocuparnos por las expresiones faciales de los miembros, será mejor que demos la vuelta y volvamos a casa.

Chip le miró fijamente.

—Una comprobación de pulseras no es algo improbable, ¿no crees? —dijo—. A estas alturas Uni debe saber ya que la explosión en ’91770 no fue un accidente, y puede haber imaginado exactamente por qué se produjo. Este es el camino más directo de ’020 a Uni..., y nos acercamos al primer giro en el camino en unos doce kilómetros.

—De acuerdo, están comprobando las pulseras —dijo Jack—. ¿Para qué odio llevamos las pistolas?

—¡Sí! —exclamó Ria.

—Si nos abrimos camino a tiros —apuntó Dover—, tendremos a todo el mundo encima en un momento.

—Entonces echaremos una bomba a nuestras espaldas —dijo Jack—. Tenemos que movernos rápido, no sentarnos sobre nuestros perezosos traseros como si estuviéramos en una partida de ajedrez. Esas marionetas ya están medio muertas, ¿qué importa si matamos unas cuantas? Vamos a ayudar a todas las demás, ¿no?

—Las pistolas y las bombas son para cuando las necesitemos —dijo Chip—, no para cuando podamos evitar usarlas. —Se volvió a Dover—. Ve y date un paseo por aquel bosque —dijo—. Echa un vistazo, a ver qué hay pasada la vuelta.

—De acuerdo —dijo Dover. Se levantó y cruzó la extensión de hierba, recogió algo y lo echó en un cesto para la basura, después se metió entre los árboles. Su mono amarillo se convirtió en retazos de amarillo que desaparecieron entre los árboles ladera arriba.

Dejaron de mirarle. Chip sacó su mapa.

—Mierda —dijo Jack.

Chip no dijo nada. Examinó el mapa.

Zumbido se frotó la pierna y apartó bruscamente la mano de ella.

Jack arrancó briznas de hierba del suelo. Ria, sentada a su lado, le observaba fijamente.

—¿Qué es lo que sugieres —preguntó Jack— si están comprobando las pulseras?

Chip alzó la vista del mapa y, después de un momento, dijo:

—Retrocederemos un poco y cortaremos hacia el este para eludirlos.

Jack arrancó más briznas de hierba y las arrojó al suelo.

—Vamos —dijo a Ria, y se puso en pie. Ella se levantó rápidamente. Los ojos le brillaban.

—¿Adónde vais? —dijo Chip.

—A donde habíamos planeado —dijo Jack—. Al parque cerca del túnel. Os esperaremos allí hasta que se haga de día.

—Sentaros —dijo Karl—. Los dos.

—Iréis con todos nosotros cuando yo diga que vayamos —murmuró Chip con voz muy baja—. Lo aceptasteis desde un principio.

—He cambiado de opinión —dijo Jack—. Me gusta menos recibir órdenes de ti que de Uni.

—Vais a estropearlo todo —dijo Zumbido.

—¡Vosotros vais a estropearlo! —exclamó Ria—. Pararse, retroceder, eludir... ¡Si tenéis que hacer algo, hacedlo!

—Sentaos y esperad a que vuelva Dover —dijo Chip.

Jack sonrió.

—¿Piensas obligarme? —dijo—. ¿Aquí mismo, delante de la Familia? —Hizo una seña a Ria con la cabeza. Después tomaron sus bicicletas y pusieron bien las bolsas de viaje en los cestos.

Chip se puso en pie y se metió el mapa en el bolsillo.

—No podemos romper de esta forma el grupo en dos —dijo—. Párate a pensarlo un momento, ¿quieres, Jack? ¿Cómo sabemos si...?

—Tú eres el que se para a pensar —dijo Jack—. Yo soy el que va a entrar por ese túnel. —Se volvió y empujó su bicicleta. Ria también empujó la suya. Se dirigieron al camino.

Chip dio un paso tras ellos y se detuvo, las mandíbulas apretadas, las manos cerradas en puños. Deseó gritarles, sacar la pistola y obligarles a volver..., pero había ciclistas en el camino, miembros en la hierba cerca de ellos.

—No puedes hacer nada, Chip —dijo Karl.

—Los hermanos peleadores —murmuró Zumbido.

Al lado del camino, Jack y Ria montaron en sus bicicletas. Jack agitó una mano.

—¡Hasta luego! —dijo—. ¡Nos veremos en el salón de la televisión! —Ria saludó también con la mano, y ella y Jack se alejaron pedaleando.

Zumbido y Karl les devolvieron el saludo.

Chip tomó su bolsa de viaje de la bicicleta y se la colgó al hombro. Cogió otra bolsa y la arrojó a las rodillas de Zumbido.

—Karl, tú quédate aquí —dijo—. Zumbido, ven conmigo.

Se dirigió hacia el bosquecillo; se dio cuenta de que había actuado de una forma rápida, furiosa, anormal, pero pensó. «¡A la pelea con ello!» Empezó a subir por la ladera en la misma dirección que había tomado Dover. «¡Dios les MALDIGA!»

Zumbido lo alcanzó.

—¡Cristo y Wei! —dijo—. ¡No arrojes las bolsas!

—¡Dios los maldiga! —exclamó Chip—. ¡La primera vez que los vi supe que no eran buenos! Pero cerré los ojos porque me sentía tan peleador... ¡Dios me maldiga a mí! Es culpa mía. Sólo mía.

—Quizá no haya ningún control de pulseras y los encontremos esperándonos en el parque —dijo Zumbido.

Vieron algo amarillo intermitente entre los árboles; Dover volvía. Se detuvo, luego los vio y se acercó.

—Tenías razón —dijo—. Hay médicos en el suelo, médicos en el aire...

—Jack y Ria han seguido —murmuró Chip.

Dover lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿No los detuvisteis?

—¿Cómo? —preguntó Chip. Sujetó a Dover por el brazo y le hizo dar la vuelta—. Muéstranos el camino —dijo.

Dover les condujo rápidamente ladera arriba por entre los árboles.

—Nunca pasarán —dijo—. Hay todo un medicentro y barreras para impedir que las bicicletas den la vuelta.

Salieron de entre los árboles a una pendiente rocosa, seguidos de Zumbido.

—Agachaos o nos verán —dijo Dover.

Se dejaron caer de cara al suelo y se arrastraron por la pendiente hasta su borde. Más allá se extendía la ciudad ’00013, con sus piedras blancas limpias y brillantes a la luz del sol, sus deslumbrantes rieles entrelazados, su cinturón de carreteras llenas de coches. El río se curvaba ante ella y seguía hacia el norte, azul y esbelto, con barcos turísticos recorriéndolo lentamente y una larga hilera de barcazas pasando por debajo de los puentes.

Bajo ellos vieron una depresión rocosa que formaba como una plaza semicircular donde se bifurcaba el camino de bicicletas. Venía desde el norte rodeando la estación de suministro de energía, y por un lado giraba, pasaba formando un puente por encima de la carretera llena de coches hacia la ciudad, mientras que por el otro cruzaba la plaza y seguía la curvada orilla oriental del río y volvía a unirse a la carretera. En el punto donde se bifurcaba una serie de barreras canalizaban a los ciclistas que llegaban en tres filas, cada una de las cuales pasaba por delante de un grupo de miembros vestidos con monos con la cruz roja que estaban de pie junto a un escáner de aspecto extrañamente bajo. Tres miembros con un equipo antigrav flotaban boca abajo en el aire, uno encima de cada grupo. Dos coches y un helicóptero ocupaban la parte más cercana de la plaza, y más miembros, con monos con la cruz roja, estaban de pie junto a la hilera de ciclistas que abandonaba la ciudad, haciendo señas de que se apresuraran cuando frenaban su marcha para contemplar a los que tocaban los escáners.

—Cristo, Marx, Wood y Wei —dijo Zumbido.

Chip abrió la bolsa a su lado, sin dejar de mirar.

—Deben estar en la cola en alguna parte —dijo. Encontró sus prismáticos, se los llevó a los ojos y los enfocó.

—Ahí están —dijo Dover—. ¿Ves las bolsas en los cestos?

Chip observó toda la cola y finalmente halló a Jack y Ria que pedaleaban lentamente, uno al lado del otro, por entre las vallas de madera. Jack miraba al frente y movía los labios. Ria asentía. Conducían sólo con la mano izquierda; llevaban la derecha en sus bolsillos.

Chip pasó los prismáticos a Dover y se volvió hacia su bolsa.

—Tenemos que ayudarles a pasar —dijo—. Si pueden cruzar el puente quizá consigan perderse en la ciudad.

—Van a disparar cuando lleguen a los escáners —murmuró Dover.

Chip le tendió a Zumbido una bomba de manija azul.

—Quita la cinta y tira del fulminante cuando te lo diga —ordenó—. Intenta lanzarla cerca del helicóptero, así mataremos dos pájaros de un tiro.

—Hazlo antes de que empiecen a disparar —dijo Dover.

Chip cogió de nuevo los prismáticos y buscó otra vez a Jack y Ria. Escrutó la cola delante de ellos; había unas quince bicicletas entre ellos y el grupo en los escáners.

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