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Authors: Ira Levin

Un día perfecto (39 page)

BOOK: Un día perfecto
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—Dejé una esposa y un hijo en Libertad —dijo Chip.

—De lo que deduzco —dijo Wei sonriendo— que no eran de una importancia abrumadora para ti.

—Esperaba volver —dijo Chip.

—Pueden hacerse los arreglos necesarios para que alguien cuide de ellos —dijo Wei—. Dover me dijo que tú ya te habías ocupado del asunto.

—¿Se me permitirá regresar? —quiso saber Chip.

—No desearás hacerlo —aseguró Wei—. Terminarás reconociendo que tenemos razón y que tu responsabilidad está aquí. —Bebió un poco de vino y se secó los labios con la servilleta—. Si crees que estamos equivocados en algunos puntos menores, puedes sentarte en el Alto Consejo algún día y corregirlos. —Sonrió—. ¿Estás interesado en arquitectura o planificación urbana por casualidad?

Chip lo miró fijamente y, al cabo de un momento, dijo:

—En una o dos ocasiones pensé en diseñar edificios.

—Uni cree que de momento deberías estar en el Consejo de Arquitectura —dijo Wei—. Estúdialo. Habla con Madhir, el responsable de esa área. —Pinchó unas cebollitas y se las llevó a la boca.

—En realidad no sé nada... —dijo Chip.

—Puedes aprender, si estás interesado. —Wei cortó otro trozo de bistec—. Hay mucho tiempo.

Chip siguió mirándole fijamente.

—Sí —dijo—. Parece que los programadores viven más de sesenta y dos años, incluso más de sesenta y tres.

—Los miembros excepcionales tienen que ser conservados durante tanto tiempo como sea posible —reconoció Wei—. En bien de la Familia. —Se metió otro trozo de bistec en la boca y masticó, sin dejar de mirar a Chip con sus rasgados ojos—. ¿Te gustaría oír algo increíble? —dijo—. Es casi seguro que tu generación de programadores vivirá indefinidamente. ¿No es algo fantástico? Nosotros los viejos vamos a morir antes o después..., los médicos dicen que quizá no, pero Uni asegura que sí. Vosotros los jóvenes, en cambio, tenéis todas las probabilidades de no morir. Nunca.

Chip se llevó un trozo de bistec a la boca y masticó lentamente.

—Supongo que es un pensamiento inquietante —dijo Wei—. Se volverá más atractivo a medida que te vayas haciendo viejo.

Chip tragó lo que tenía en la boca. Miró a Wei, contempló su pecho cubierto de seda gris, examinó de nuevo su rostro.

—Ese miembro —dijo—, el atleta vencedor, ¿murió de muerte natural o lo mataron?

—Lo mataron —dijo Wei—. Con su permiso, por supuesto. Dado libremente, incluso ansiosamente.

—Por supuesto —dijo Chip—. Estaba tratado.

—¿Un atleta? —se sorprendió Wei—. Muy poco. No, se sintió orgulloso de en qué iba a convertirse..., de aliarse conmigo. Su única preocupación era si yo iba a mantenerlo «en condiciones»..., una preocupación que, me temo, era justificada. Descubrirás que los niños, los miembros ordinarios de aquí, se disputan entre sí el honor de ceder partes de sí mismos para trasplantes. Si desearas reemplazar ese ojo, por ejemplo, se deslizarían hasta tu habitación y te suplicarían que les concedieras el honor. —Se llevó una rodaja de calabaza a la boca.

Chip se agitó en su silla.

—Mi ojo no me preocupa —dijo—. Me gusta.

—No debería ser así —murmuró Wei—. Si no pudiera hacerse nada al respecto, entonces resultaría justificado que lo aceptases. Pero ¿una imperfección que puede remediarse? Eso no debemos aceptarlo nunca. —Cortó un trozo de bistec—. «Una meta, una única meta, para todos nosotros: la perfección.» Todavía no la hemos alcanzado, pero algún día lo lograremos: una Familia mejorada genéticamente, de modo que los tratamientos ya no sean necesarios; un cuerpo de programadores eternos, de modo que las islas también puedan ser unificadas; la perfección en la Tierra y avanzando «hacia fuera, hacia fuera, hacia las estrellas». —Su tenedor, con un trozo de bistec en él, se detuvo delante de sus labios. Miró al frente y añadió—: Soñé en ello cuando era joven: un universo lleno de gente amante, no egoísta, gentil, dispuesta a ayudarse entre sí. Viviré para verlo. Debo vivir para verlo.

Aquella tarde Dover condujo a Chip y a Karl por todo el complejo. Les mostró la biblioteca, el gimnasio, la piscina y el jardín.

—¡Cristo y Wei! —exclamaron tanto Chip como Karl al ver el jardín.

—Aguardad a ver la puesta de sol y las estrellas.

También visitaron la sala de música, el teatro, los salones, el comedor y la cocina.

—No sé, de alguna parte —dijo un miembro, una mujer, mirando a otro miembro que sacaba un fardo de lechuga y limones de una carretilla metálica—. Cualquier cosa que necesitamos la pedimos, y llega —le dijo sonriendo—. Pregunta a Uni.

Había cuatro niveles, comunicados entre sí por pequeños ascensores y estrechas escaleras. El medicentro estaba en el nivel del fondo. Unos médicos llamados Boroviev y Rosen, hombres de movimientos jóvenes con rostros arrugados y de aspecto tan viejo como el de Wei, les dieron la bienvenida, los examinaron y les aplicaron infusiones.

—Podemos sustituir tu ojo sin problemas, ¿sabes? —dijo Rosen a Chip.

—Lo sé —respondió Chip—. Gracias, pero no me molesta.

Fueron a nadar a la piscina. Mientras Dover nadaba con una alta y hermosa mujer a la que Chip había visto aplaudir la noche anterior, él y Karl se sentaron en el borde de la piscina y los contemplaron.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Chip.

—No lo sé —respondió Karl—. Complacido, por supuesto, y Dover dice que eso es todo lo que se necesita y que nuestro deber es ayudar, pero..., no sé. Aunque sean ellos quienes gobiernan, Uni sigue siendo Uni, ¿no?

—Sí —dijo Chip—. Así lo creo yo también.

—Hubiera sido un caos ahí arriba si hubiéramos conseguido lo que habíamos planeado —dijo Karl—, pero finalmente se hubiera arreglado, más o menos. —Negó con la cabeza—. Honestamente, no sé, Chip. Cualquier sistema que establezca la Familia por sí misma será mucho menos eficiente que el de Uni, que es el de esa gente; eso no puedes negarlo.

—No, no puedo —reconoció Chip.

—¿No es fantástico el tiempo que viven? —dijo Karl—. Todavía no puedo acostumbrarme al hecho de que... Mira esos pechos, ¿quieres? ¡Cristo y Wei!

Una mujer de piel clara y redondeados pechos se lanzó a la piscina desde el otro lado.

—Ya hablaremos un poco más luego, ¿de acuerdo? —Se deslizó en el agua.

—Seguro, tenemos mucho tiempo —dijo Chip.

Karl sonrió, agitó los pies y se alejó nadando suavemente.

A la mañana siguiente Chip abandonó su habitación y recorrió el pasillo enmoquetado en verde con los cuadros colgando que conducía a una puerta de acero. No había ido muy lejos cuando se encontró con Dover.

—Hola, hermano —dijo, y echó a andar junto a él.

—Hola —dijo Chip. Miró de nuevo hacia adelante y, mientras andaba, dijo—: ¿Estoy siendo vigilado?

—Sólo cuando vas en esta dirección —indicó Dover.

—No podría hacer nada con mis manos desnudas, aunque quisiera —observó Chip.

—Lo sé —reconoció Dover—. El viejo toma precauciones, su mentalidad es pre-U. —Se dio unos golpecitos en la sien y sonrió—. Sólo será por unos días.

Llegaron al final del corredor. La puerta de acero se deslizó a un lado y se abrió. Un pasillo de baldosas blancas se extendía al otro lado; un miembro vestido de azul tocó un escáner y cruzó otra puerta.

Dieron la vuelta y regresaron sobre sus pasos. La puerta susurró tras ellos.

—Ya verás todo esto —dijo Dover—. Probablemente el mismo Wei te lo enseñará. ¿Quieres ir al gimnasio?

Por la tarde Chip acudió a las oficinas del Consejo de Arquitectura. Un hombre viejo, bajo y alegre, le reconoció y le dio la bienvenida: Madhir, el jefe del Consejo. Parecía tener más de cien años, sus manos también...; todo él aparentemente. Presentó a Chip a los otros miembros del Consejo: una mujer vieja llamada Sylvie, un hombre de pelo rojizo de unos cincuenta años cuyo nombre Chip no captó y una mujer bajita pero hermosa llamada Gri-gri. Chip tomó café con ellos y comió un trozo de pastel relleno de crema. Le mostraron un conjunto de planos que estaban examinando, esquemas hechos por Uni para la reconstrucción de las ciudades G-3. Hablaron acerca de si los esquemas deberían ser rehechos según diferentes especificaciones, hicieron preguntas a un telecomp y se mostraron en desacuerdo con la relevancia de sus respuestas. La mujer de mayor edad, Sylvie, dio una explicación punto por punto de por qué tenía la impresión de que los esquemas eran innecesariamente monótonos. Madhir le preguntó a Chip su opinión. Éste dijo que no tenía ninguna. La mujer más joven, Gri-gri, le sonrió invitadoramente.

Hubo una fiesta en el salón principal aquella noche.

—¡Feliz año nuevo! ¡Feliz año nuevo!

Karl gritó en el oído de Chip:

—¡Te diré una cosa que no me gusta de este lugar! ¡No hay whisky! ¿No es un fallo? Si el vino está bien, ¿por qué no el whisky?

Dover estaba bailando con la mujer que se parecía a Lila (en realidad no, no era ni la mitad de hermosa). Había gente con que Chip se había sentado en las comidas y encontrado en el gimnasio o la sala de música, que había visto en una u otra parte del complejo, o que no había visto antes. Eran más de los que había visto la otra noche cuando él y Karl habían entrado; casi un centenar. Además había miembros vestidos de paplón blanco llevando bandejas entre ellos.

—¡Feliz año U! —le dijo alguien, una mujer mayor que se había sentado en su mesa en el almuerzo, Hera o Hela—. ¡Ya casi estamos en el 172!

—Sí —dijo él—, sólo falta media hora.

—¡Ahí está! —dijo ella, y se alejó. Wei había aparecido en la puerta, vestido de blanco, y la gente se arremolinó alrededor de él. Estrechó sus manos y besó sus mejillas, su arrugado rostro hendido por una sonrisa, radiante, sus ojos perdidos entre las arrugas. Chip se alejó de él entre la multitud y se dio la vuelta. Gri-gri le hizo señas con la mano, dando saltitos para verle por encima de la gente que los separaba. Le devolvió el saludo, sonrió y siguió su camino.

Pasó el día siguiente, el día de la Unificación, en el gimnasio y la biblioteca.

Acudió a algunas de las discusiones vespertinas de Wei. Se celebraban en el jardín, un lugar agradable. La hierba y los árboles eran reales, y las estrellas y la luna eran casi reales: la luna cambiaba de fase pero nunca de posición. De tanto en tanto sonaban trinos de pájaros, acompañados por suaves soplos de brisa. Normalmente asistían a las discusiones quince o veinte programadores, que tomaban asiento en sillas o se sentaban sobre la hierba. Wei, en una silla, era casi el único que hablaba. Ampliaba las citas de
La sabiduría viva
y llevaba diestramente las cuestiones particulares hasta las generalidades que las abarcaban. De vez en cuando cedía la palabra al jefe del Consejo de Educación, Gustafsen, o a Boroviev, jefe del Consejo de Medicina, o a algún otro de los miembros del Alto Consejo.

Al principio Chip se sentó algo apartado del grupo y sólo escuchó, pero luego empezó a hacer preguntas: por qué algunas partes, al menos, de los tratamientos no podían ser aplicados sobre una base voluntaria; si la perfección humana no debería incluir un cierto grado de egoísmo y agresividad; si el egoísmo, de hecho, no jugaba un papel importante en su propia aceptación de los pretendidos «deber» y «responsabilidad». Algunos de los programadores cercanos a él parecieron ofendidos por estas preguntas, pero Wei las respondió paciente y de forma total; incluso pareció que le gustaban, oía su «¿Wei?» por encima de las preguntas de los otros. Chip se acercó un poco más.

Una noche se sentó en la cama, encendió un cigarrillo y fumó en la oscuridad.

La mujer que estaba tendida a su lado acarició su espalda.

—Es lo correcto, Chip —dijo—. Es lo mejor para todo el mundo.

—¿Acaso lees las mentes? —preguntó.

—A veces —dijo ella. Se llamaba Deirdre y estaba en el Consejo Colonial. Tenía treinta y ocho años, su piel era clara, y aunque no era especialmente hermosa, sí era sensible, esbelta y una buena compañía.

—Estoy empezando a pensar qué es realmente lo mejor —dijo Chip—, y no sé si me estoy convenciendo por la lógica de Wei o por las langostas, Mozart y tu compañía. Sin mencionar la perspectiva de una vida eterna.

—Eso me asusta —dijo Deirdre.

—A mí también —reconoció Chip.

Ella siguió acariciando su espalda.

—A mí me costó dos meses calmarme —dijo.

—¿Es así como piensas en ello? —murmuró él—. ¿En calmarte?

—Sí —respondió ella—. Y madurar. Enfrentándome a la realidad.

—Entonces, ¿por qué tienes una sensación como de renunciar a algo? —preguntó Chip.

—Acuéstate —respondió Deirdre.

Apagó el cigarrillo en el cenicero, que dejó en la mesilla de noche, se echó hacia atrás y se volvió hacia ella. Se abrazaron y besaron.

—En realidad —dijo ella— es lo mejor para todo el mundo, a largo plazo. Mejoraremos gradualmente las cosas trabajando en nuestros propios consejos.

Se besaron y acariciaron. Después apartaron las sábanas y ella pasó su pierna por encima de la cadera de Chip. La erección de él se deslizó fácilmente dentro de ella.

Estaba sentado en la biblioteca una mañana cuando una mano se apoyó en su hombro. Miró alrededor sobresaltado; y Wei estaba allí. Se inclinó, echó a Chip a un lado y apoyó la cabeza en el cono del visor.

Al cabo de un momento dijo:

—Bien, has acudido al hombre correcto. —Mantuvo su rostro en el visor durante otro momento, luego se enderezó y retiró la mano del hombro de Chip y sonrió—. Lee también a Liebman —dijo—. Y a Okida y Marcuse. Te prepararé una lista de títulos y te la daré en el jardín esta tarde. ¿Estarás allí?

Chip asintió.

Sus días entraron en una rutina: las mañanas en la biblioteca, las tardes en el Consejo. Estudió métodos de construcción y planificación de ambientes; examinó esquemas de producción en fábricas y esquemas de circulación en edificios residenciales. Madhir y Sylvie le mostraron planos de edificios en construcción y de otros planificados para el futuro, de ciudades como las que ya existían y maquetas de plástico de las urbes del futuro. Era el octavo miembro del Consejo. De los otros siete, tres se sentían inclinados a discutir los diseños de Uni y cambiarlos, y cuatro, incluido Madhir, preferían aceptarlos sin discutir. Las reuniones formales se celebraban los viernes por la tarde; en las demás ocasiones, raras veces podían encontrarse más de cuatro o cinco de los miembros en las oficinas. Una vez únicamente acudieron Chip y Gri-gri, que terminaron entrelazados en el sofá de Madhir.

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